domingo, 20 de julio de 2025

Tan sumamente ligero

El poeta Juan López-Carrillo protagoniza Tan sumamente ligero, un documental biográfico —un biopic— dirigido por Santi Suárez-Baldrís y producido por Un Capricho de Ediciones en 2024. Juan ingresa así en la escueta nómina de poetas del mundo (Neruda, Lorca, Rimbaud, Wilde, Emily Dickinson, Sylvia Plath) sobre los que se ha rodado una película. El hecho de que el filme de Suárez-Baldrís solo dure doce minutos (y quince segundos) no empece para que Juan —y sus lectores y admiradores, entre los que me cuento— pueda considerarse un privilegiado. Su imponente figura aparece en pantalla recorriendo las calles de Reus, donde vive (o quizá sean las de Tarragona, no estoy seguro), mientras la voz en off del poeta Ramón García Mateos, otro de sus grandes amigos y valedores, recita los versos del poema “Suma levedad”, de Los muertos no van al cine (2006), uno de los cuales da título a la obra: “Paradojas de mi vida./ Yo que estoy tan gordo/ que me hice plural/ al llegar a cien kilos/ sufro la triste evidencia/ de pasar por tu vida/ como alguien/ que no ocupa espacio,/ vacío, volátil,/ tan sumamente ligero”. La película empieza, en realidad, en la escena siguiente, en la que Carme Riera y García Mateos departen animadamente sobre la poesía de Juan López-Carrillo en el jardín romántico del Ateneo de Barcelona, mientras este se zampa unos mejillones y unas patatas fritas, regadas con una generosa copa de cerveza, sin abrir la boca más que para introducir en ella los sabrosos mitílidos y el resto de avíos del aperitivo. Es, sin duda, un acierto de la película, porque así es la vida de Juan: come, bebe, vive y escribe, y qué sea eso que escribe, que lo decidan los demás. Tan sumamente ligero relata después, en fotogramas austeros, sintéticos, y siempre con el fondo de los poemas de Juan recitados por la voz radiofónica de García Mateos, un día en la vida del poeta. Pierde por la calle un billete de cincuenta euros (y con eso, dice el poema, hace un amigo que nunca conocerá); llega a casa, donde lo primero que hace, como casi todos, es quitarse los zapatos y los pantalones; se pone a continuación a pelar judías en la mesa de la cocina; luego las cocina y se las come (“la frontera de mi patria/ es el borde de mi plato”, dice el poema “Nacionalismo” que da voz a la escena), y remata el sucinto ágape con un café de cafetera italiana de las de toda la vida, nada de cartuchos ni nespressos; recibe una llamada del banco, que le reclama el pago de las cuotas atrasadas de un préstamo, el único momento en el que oímos la voz del protagonista: dice dos veces “sí”, mientras escuchamos los versos del poema “Consuelo”: “La máquina implacable de la banca/ procede a su tarea/ y una voz anónima me salva/ de la soledad y el abandono/ por el precio/ de unos intereses de demora”; se sienta a la mesa de trabajo y se limpia las gafas para leer; oye un ruido sospechoso en el piso de al lado y, al acercarse a la pared medianera, oye follar a los vecinos, lo que lo sume en un estado de comprensible postración (“soy un poeta deprimido/, un poeta melancólico y seriamente enfermo,/  un poeta que está más que harto y cansado / de escribir amargos poemas de amor”, dice en un poema, “Amistad auténtica”, anafórico y gildebiedmiano); luego, quizá para quemar la energía que no ha podido dedicar a la misma —y añorada— actividad que sus afortunados vecinos, se enfunda en un chándal y echa un rato en la bicicleta estática (y este es el momento en el que me siento más personalmente implicado en la película, porque en los versos que la ilustran, del poema “Placidez”, yo soy uno de los “dos íntimos amigos míos [que], dentro de muy poco, marcharán al extranjero: uno [Ramón García Mateos] se irá con la familia a Lisboa a dar clases de literatura y a escribir futuros libros; el otro [un servidor], con plaza en Manchester, ya prepara las maletas para reunirse con su familia y para escribir futuros libros”; Juan López-Carrillo emula a sus amigos viajeros y se compra una bicicleta estática; y valga precisar que en Mánchester ni tuve plaza, ni escribí ningún libro, ni presente ni futuro, sino que culminé un desatino y coprotagonicé un divorcio); tras la sesión de bici, que no imaginamos demasiado intensa, aunque Suárez-Baldrís se empeña en demostrarnos que suda, Juan se ducha, y, en la única escena (dudosamente) erótica de la película, columbramos su garridas hechuras tras la mampara del baño y vemos el brazo reluciente (solo el brazo) que asoma para coger el albornoz que cuelga de la pared; después, lee un rato y manifiesta sus ardientes deseos de no ir a trabajar y mandar a paseo a su jefa (un anhelo que compartimos casi todos y que Bartleby, el escribiente, inmortalizó con su definitivo I would prefer not to [preferiría no hacerlo’], aunque Juan no sea tan sutil como el personaje de Melville: “Hoy no me da la gana de ir a trabajar/, y no me apetece lo más mínimo/ tener que verte un día más la cara/. Hoy me quedo en la cama, porque sí”, dice en el poema “Porteña”, de Los años vencidos [1997]); y por fin, el poeta fríe unos huevos (que aliña golosamente con especias), añora una vez más a una mujer y se acuesta, tras enmascararse con el artilugio que le permite dormir sin apneas. El gran tema de Tan sumamente ligero es la soledad: doce minutos de exposición de una vida solitaria, cuya gran ausencia es el amor, y cuyos consuelos son la amistad, la literatura y los placeres cotidianos. La burla de sí mismo, siempre bienhumorada, canaliza el malestar existencial sin que resulte opresivo, libre de una acritud que podría mudar en corrosión. Como he escrito en otro lugar —el prólogo de Los muertos no van al cine—, la poesía de López-Carrillo “suscita la inmediata simpatía del lector. Su recurso al humor es constante (...). Todos sus versos, aun los más amargos, (...) aparecen impregnados de una comicidad honda, que a veces se resuelve en carcajada y otras se estiliza en ironía. (...) Pero no debemos equivocarnos: el humor es otra forma de la tristeza. (...) Un torrente de desesperanza atraviesa su poesía, a veces de forma explícita y otras embozada de sarcasmo o elegía”. Y este juicio, todavía válido para su poesía, me parece, lo es también para esta película, porque sus versos la recorren desde el primer hasta el último fotograma, erigiéndose, así, en la columna vertebral que los sostiene a todos —limpios, directos, magnéticos— en el espléndido edificio de Tan sumamente ligero


domingo, 13 de julio de 2025

Jade helado tigre blanco

La editorial catalana Libros de Aldarán, capitaneada por su fundador, el poeta y pintor Christian T. Arjona, acaba de publicar el poemario Jade helado tigre blanco, de la escritora gallega Ana María González (Bochum, Alemania, 1975). La poeta vive en Pekín (lo siento: no me acostumbro a llamarla Beijing) desde hace muchos años, y allí profesa en varias universidades: la de Estudios Internacionales y la de Comunicación de China. Con Jade helado tigre blanco culmina un poderoso ejercicio erótico y lírico, y revela un texto fértilmente atravesado por múltiples tradiciones literarias, entre las que destaca, como es natural, la china. Este es el prólogo que he escrito para el volumen:

Jade helado tigre blanco, explosión del deseo: narración del deseo. Del deseo femenino y también del deseo existencial: del deseo angustioso de vivir, que se nos escapa a cada segundo, y que intentamos atrapar —retener— aferrándonos a la carne que amamos o queremos amar, a la pasión por el cuerpo y la palabra, a la eclosión del semen y la saliva, que abrazamos como náufragos arrojados a un islote deshabitado. Jade helado tigre blanco, arrebato sensual, anhelante, solar, donde el yo se viste de desnudez; donde busca y recibe el derramamiento del tú, que lo consuela y engrandece; donde el cuerpo cobra una dimensión íntima y monstruosa a la vez: llena y llaga, pacifica e incendia; donde el amor supura piel y dice nombres que nos crean. Jade helado tigre blanco, garcilasiano aquí, lorquiano allá, quevediano más allá, irónico y superreal, anfitrión de la busca y la entrega: de cuanto alcanzamos hundiéndonos en la carne deseada y abriéndonos sin tregua a que la carne deseada se hunda en nosotros. Jade helado tigre blanco, en el que hasta la gramática se erotiza —«ojos que los sinalefen/ que les metan mano/ y les desabrochen los sujetos/ los empotren los predicados…»— y los tachones no ocultan, sino que desvelan el doble discurso presente en el amor: uno explícito, ideal, y otro silenciado, compuesto de aullidos y labios y llanto y olor y secretos e indecencia. Jade helado tigre blanco, cuya furia amorosa empuja al verbo al frenesí, y allí procrea y se multiplica: el neologismo —la lengua «se deslengua/ (…) cuando a tu lengua entregada se ameba»— inventa lo que no puede decirse, dice lo indecible del tacto, declina el rapto, conjuga el orgasmo; la aliteración —«torbellinos torniquetes tornados torpedos»— tatúa en la piel del lenguaje los sonidos suscitados en la piel del cuerpo: la música que despierta la lengua que recorre los surcos ansiados, como una aguja blanda en una superficie labrada; la paronomasia —«famélica inánime anémona/ ánima»— refiere la gozosa confusión de la lengua, perdida en los pliegues del cuerpo, en sus rincones salobres, en los dedos de los pies y las axilas hospitalarias; la omisión de los signos de puntuación, elocuentemente visible en el título, transcribe la omisión de las jerarquías y los códigos que experimentan los cuerpos empastados, los cuerpos fluyentes, los cuerpos que no conocen pausas ni ordenaciones ni telegrafías; las repeticiones, en fin, bombean el mismo latido de los dos cuerpos unidos, o de un solo cuerpo deseoso. Jade helado tigre blanco desviste las metáforas como se desvisten los amantes, empotra las metáforas como se empotran los seres, proyecta las metáforas como proyectan sus humores los enamorados: en Jade helado tigre blanco, todo es otro decir para decir lo que tenemos entre las manos o entre las piernas; todo cambia para que todo sea lo que es. Jade helado tigre blanco abarca también la ausencia y la indiferencia —la refutación del deseo— y nos asoma el baldío de la nada, donde los cuerpos granan en desesperación. (My dear/ I miss the joy of your flesh, dice Jade helado tigre blanco). Pero esta es una desesperación distinta: no la signa la exaltación ni la cincela la impaciencia, sino que proviene de la raíz de lo humano: la soledad. Jade helado tigre blanco —símbolos en la cultura china de las sexualidades masculina y femenina— oblitera la soledad con el bramido persistente del deseo, con el «vientre abierto en carne viva/ esdrújulo tórrido y frenético vértigo». Ana M. González ha construido en Jade helado tigre blanco una erupción y un refugio, una obra impura y sanguínea, un lugar felizmente violento donde descansar de la violencia de una vida sin alegría.

Y este es el poema “Amantes” del libro:

amantes los que aman
los que desnudan y besan
los que convierten en tatamis las camas
la impúdica plusvalía de caricias
en un sudario que es resurrección y muerte
y vuelta a empezar
porque no hay sepulcro ni lacre que extinga
las llamas que la ventolera aviva
desnudez hecha pantagruélica barra libre
que ni así sacia la insaciable sed de las manos
de los miembros famélicos el hambre dolorida
el agónico vacío cósmico que los muslos cabalgan

amantes los que ponen erecta el alma
en el paroxismo apátrida
de ese empotre despiadado que nos funde en uno
borra difumina condena a karma
sofá cama pared pasillo
pasillo pared cama sofá

amantes los que como polillas
devoran calendarios y rutinas
prenden incienso agasajan con lascivia
    I missed you so much
el kamasutra la ley que abrazan
    honey so hot
rompen no contemplan lencería desgarran
    my dear so high
    my dear so sweet
    go on baby go

gracias por el funambulismo
en alambres incandescentes
sobre riadas de lava y vahídos
sábanas perfumadas de almizcle
licores añejos a tragos
paroxismos que de impostados
cobraron realidad
tantas veces y así olvidar
a quien mucho se le ama
pero poco se le folla

gracias por enseñar a mi piel
cuántas primaveras
en sus escalofríos caben
por las clandestinas adormideras para el alma
por el deseo profesado
por el deseo ejecutado
por las mentiras        por las verdades

muerdo la almohada y siento el rugir de los océanos
me aparto el pelo
me muerdo los dedos
no sé si finjo o apostato
hibernado el corazón sobrevivo
encarnada encendida en el filo
estado líquido forense de mi carne
    qué me haces no pares
auroras boreales diviso

no recuerdo vuestros nombres pero extasiados
entre mis pechos
rugiendo por el aire que falta
me hacéis inmortal
    olvido y vivo

martes, 8 de julio de 2025

Siempre hay ruinas a menos de dos horas

La poesía de Jordi Virallonga (Barcelona, 1955), construida a lo largo de casi medio siglo —su primera entrega fue la plaquette A la voz que me acompaña, publicada en 1980—, se reúne ahora en Siempre hay ruinas a menos de dos horas (Madrid, Dilema, 2025), con el excelente estudio preliminar de José Antonio Jiménez. De esta obra compuesta por diez poemarios, los ocho primeros en castellano y los dos últimos en catalán, solo se excluye un par de títulos: Animalons, un libro de versos para niños en catalán, y, precisamente, A la voz que me acompaña; Virallonga honra así la tradición de tantos poetas que han descartado incluir su primer libro, acaso demasiado juvenil o tentativo, en su obra reunida. La poesía del autor barcelonés obedece a un espíritu realista, de inspiración entre goliárdica y machadiana, pero siempre punteado por encrespamientos neovanguardistas y suavemente teñido de sensatas irracionalidades. Donde mejor se advierte esta infrecuente fusión de figurativismo y ruptura es en el retorcimiento de la sintaxis, que ya se manifiesta en sus primeros libros y que atraviesa toda su obra: «Si le hablara a ella de estas cosas:/ de una madre verde un parque grande/ le diría que te raptó la cabra loca/ que de la luna baja por unos grandes barandales/ y va en busca de las niñas todas/ para dormirse buena en la poca luz de sus desvanes», escribe Virallonga en «La cabra loca», de Perímetro de un día (1986). A la distorsión sintáctica, y hasta ortográfica, conduce a veces la desarticulación perceptiva, en un eco sosegado pero reconocible de aquel desarreglo de los sentidos rimbaldiano que contenía el germen de la verdadera poesía. Aun con las grandes inflexiones que inevitablemente se alojan en una obra tan dilatada —reunida en los dos volúmenes de Siempre hay ruinas a menos de dos horas—, el tono de Jordi Virallonga tiende a lo coloquial, incluso a lo oral, que permea no pocas veces el verso. Su lenguaje parece normal, y lo es, pero no lo es: vehicula un conflicto interior, una guerra con los sentimientos, un descreimiento o burla del mundo, o una rebelión íntima contra él. Expresión evidente de esta revuelta son los muy conversacionales exabruptos que a veces salpican los poemas —y los textos que los acompañan—, los más aventurados de los cuales no eluden lo soez. Así, en el magnífico «Una explicación según de varia misérrima», el prólogo autoral de Los poemas de Turín (2001), uno de sus libros más sobresalientes, Virallonga habla de «los piadosos y propicios compañeros de armas en esta puta vida», se presenta «cagado de respeto» y expresa su necesidad «de proyectar ser alguien, ¡hostia ya!, de una puñetera vez por todas». En la poesía de Jordi Virallonga, la cotidianidad, y la realidad toda, se revelan transformadas, y a menudo fracturadas, por el lenguaje. «Totum revolutum (final desbocado)», la composición que cierra El perfil de los pacíficos (1992) —un poema del ir viviendo, entre recuerdos y estupores domésticos, intentando entender y entenderse, transparentemente confuso y turbiamente iluminado—, es una buena muestra de ello: «En el día de hoy/ y aparte de otras muchas cosas/ debieran estar prohibidas algunas cuestiones/ domésticas como estas:// buscar dinero para cubrir descubiertos/ que no aparezca ningún periódico/ que aunque no aparezcan estuvieran al menos abiertos los quioscos/ cortar el agua/ pensar solo en cómo dejar de fumar…». En el fluir lírico asoma lo simbólico y, en ocasiones, felizmente, lo disparatado. Uno de los mayores méritos de la poesía de Jordi Virallonga es que siempre resulta imprevisible: maneja los elementos comunes del lenguaje —las frases hechas, los mensajes publicitarios, el léxico familiar—, pero ese empleo, tan natural, nunca conduce a lo esperable: siempre se formula extrañamente. Y también le sirve para alcanzar un objetivo inamovible: reflejar lo absurdo de los discursos establecidos, de las parlas institucionales, de esa langue de bois que infecta todos los ámbitos lingüísticos y destruye la esperanza de que lo que se diga sea verdad o simplemente digno. Por ejemplo, el poema «Asunto concreto», de Todo parece indicar (2003) —cuyo título es una de esas locuciones fosilizadas a las que me acabo de referir—, no es sino una sucesión de frases vacías, pero repetidas ad nauseam (iba a escribir «hasta la saciedad», pero me he dado cuenta de que eso también, a fuerza de repetirse, se ha convertido en una expresión vacía): «Es un dato a tener presente,/ fiable de tres a cuatro puntos/ que, aun no siendo definitivo,/ parece bastante favorable,/ estamos en ello./ Todo depende del punto de vista,/ siempre respetable,/ cada cosa en su lugar/ y entender las causas objetivas». Paradójicamente, pero muy virallonguianamente, esta sarta de vaciedades concluye en un final sorprendente, que las rescata, de pronto, de su nulidad: «Qué vamos a hacer si a todo esto/ al final resulta que Dios no existe». El libro donde más se desmanda el lenguaje, de toda la obra de Jordi Virallonga, es Los poemas de Turín. Abundan aquí, en versos atravesados por una soledad que muerde y una luminosa negrura, las oraciones yuxtapuestas, acumulativas, quebrantadas. En cualquier caso, y como he escrito en otro lugar —la reseña que publiqué sobre Incluso la muerte tarda en mi blog Corónicas de Ingalaterra el 10 de febrero de 2016—, «de Jordi Virallonga me ha interesado siempre (…) la naturalidad del verso, la fluidez con que la palabra más anodina, y hasta la más vulgar, se llena de sentido poético. El discurso hablado aparece en los poemas de Virallonga con una entereza y una incisividad de las que carecía antes de volcarse en ellos, gracias a sutiles transformaciones lingüísticas y a un arsenal retórico tan extenso como discreto. Me gustan, en particular, cierto sentido del humor del que el poeta, sabiamente, no se desprende jamás, así hable de las coyunturas más penosas del individuo o la sociedad actuales, y la ira impasible a la que no pocas veces se entrega: “Soy un tipo vulgar que trabaja por un sueldo,/ pero ellos sí saben quiénes son,/ y que a los hijos de los perros,/ si son hombres,/ se les llama hijos de puta”, escribe en “Analogía entre hombres y perros”».

Algunos asuntos —me resisto a hablar de «temas» cuando hablo de poesía: la poesía no tiene temas— son fundamentales en la obra de Virallonga. Y el primero y más importante acaso sea el amor y su corolario inseparable —pero siempre matizado, indirecto—, el sexo. «Si escribo de amor es porque no se me ocurre/ otra forma posible de comprender la vida», escribe el poeta en «La amplitud de la miseria», perteneciente a Crónicas de usura (1997). El amor se erige, así, en el sostén principal de su edificio poético y adopta todas las formas posibles de expresión, correspondientes a todos los encendimientos, meandros, estallidos y clausuras de un sentimiento fundacional, entre los que también se encuentra, y de una forma especialmente destacada, el fracaso, esto es, el adulterio —si es que el adulterio no es otra forma de amar—, la pérdida, el olvido: el desamor, en definitiva. 

Pero el amor no solo sirve, en la poesía de Jordi Virallonga, a su propia causa. También nos introduce en otros intrincados laberintos: el de la identidad, por ejemplo, y el de la soledad. Ambos se funden en algunos trechos de su obra. Así sucede en la sección «El doble eco de un contorno», de El perfil de los pacíficos, donde la voz del poeta se desdobla —se multiplica—, como si perteneciese a varios personajes, para interrogarse a sí mismo y comunicar su aislamiento y su desolación. El tipo de letra utilizado —la cursiva o la redonda, que se alternan— señala que las voces y los personajes son distintos. En el segundo poema de la sección, responde a una pregunta formulada en el primero: «¿Y tú? Dime qué haces tú/ aquí escribiendo/ creando de nuevo las naciones,/ fijando la afonía de la tinta en ley de sangre,// como si no fuera cierto/ que ahí fuera existe ya la vida». El cuarto ya no pregunta, sino que afirma, atormentadamente: «Sabes cuánto tiempo hace que vivo solo,/ que reconozco en este continuo halar el único paso,/ que me sirvo para que nunca te falta nada,/ que visito por ti los burdeles,/ que por ti asisto a los consejos de familia;// no te confundas:/ yo soy los hombres requeridos por tu miedo». El encadenamiento de los poemas es otra técnica utilizada por Jordi Virallonga en diversos trechos de su obra. Un encadenamiento que reproduce la fragmentada continuidad vital: del hallazgo y del abandono, del canto y el silencio, de la realidad y el deseo.

Estos diálogos —consigo mismo, con un tú que identificamos con la amada (o desamada) y con sus hijos, entre muchos otros interlocutores— revelan otra de las características más descollantes de la poesía de Jordi Virallonga: su construcción de personajes. Su obra parece trasudar biografía. Pero quienes aparecen en ella, y cuanto sucede en sus páginas, no son necesariamente personajes o episodios de la vida del poeta, sino creaciones suyas, animadas por sus visiones y sus juicios, pero independientes de su existencia. Virallonga insufla vida a los seres con los que narra lo que le pasa, y deja luego que actúen, acertada o equivocadamente, en unos poemas siempre populosos, siempre conflictivos, repletos de giros de guion, generosos de acontecimientos. Quizá por eso sus versos resulten celebratorios (como él mismo afirma en «Sobre la celebración», de Crónicas de usura, «de nada sirve la vida/ si tan solo hay películas, teléfonos,/ manos,  piernas, cartas, buzones,/ sonrisas, camas y frascos/ y yo y los niños y amigos y hostias benditas,/ pero no celebración»): porque están llenos de sudor, de hambre, de tumulto, de humanidad. Aunque el poema sea crítico o pesimista, o incluso desprenda tristeza, y pese a la rabia subyacente que se percibe en toda su literatura, lo que escribe Virallonga transmite pasión por la vida, y esa pasión, tensa y verdadera, se comunica eléctricamente al lector. 

Para la creación de los personajes que pueblan Siempre hay ruinas a menos de dos horas, y para su interacción narrativa o dramática, se reconoce una influencia fundamental: la de Antología de Spoon River, el libro del estadounidense Edgar Lee Masters, publicado en 1916, en el que se reúnen más de trescientos epitafios de otros tantos personajes de un pueblo ficticio, Spoon River. En esos epitafios se cuentan las peripecias y azares, mayormente infaustos, de una población del Medio Oeste americano, muchos de los cuales involucran a varios personajes, esto es, se despliegan en varios poemas, levantando una malla de cruzamientos, amores y muertes. Se trata, escribe Jordi Virallonga en un artículo, «Antología de Spoon River», que publicó en la revista Poiesis (nº 8, Barcelona, primavera-verano de 1999), de «poesía moderna, de seres que viven en una macroestructura social incuestionable que se convierte en rectora de sus vidas y les obliga, juzga, justifica o condena (…), seres en busca de explicaciones, no de verdades, que se interrelacionan basándose en sus propias experiencias y, en consecuencia, desde sus propios puntos de vista y planteamientos morales». Virallonga ha interiorizado esta construcción en mosaico, que se extiende a toda su obra —no a un solo libro, como en el caso de Lee Masters, que no consiguió sobreponerse al éxito de la Antología— y la practica con deliberación, pero también con su propio estilo: más lingüísticamente crítico, más detallista y sinuoso en la construcción del relato, más airado incluso, pero también más melancólico, más declaradamente vulnerable. No obstante, la multitudinaria población de Siempre hay ruinas a menos de dos horas no solo constituye un acre diorama social, sino asimismo un vibrante testimonio personal, con el que Virallonga da cuenta del inacabable debate sobre el hacer y el hacerse de la conciencia y los días, y de la certidumbre de lo caedizo de todo, aunque esta fragilidad —esta quebradura— no se exprese mediante abstracciones, sino que aparezca fuertemente ligada a la realidad de la vida, a sus accidentes, espejismos y adversidades. El yo de Jordi Virallonga se edifica con el yo de sus personajes. Su conciencia adopta las formas sutiles y cambiantes de las voces que convoca: se encarna en ellas, y dice heridas, y sombras, y contradicciones, pero también placeres y alegrías. Y todo ello se integra en un paisaje vital henchido de energía, que obra en todos los rincones de su literatura y de nuestra lectura. Esta fuerza existencial y el impulso arrebatado de la dicción, como también sucede en la Antología de Spoon River, encuentran una encarnadura propicia en la crítica social, a la que Virallonga se da siempre que tiene ocasión, que es casi siempre. Aun hablando del tú y del yo, del amor y de la muerte del amor, de la soledad y de los recuerdos de la infancia, no siempre felices, el poeta nunca se olvida de la comunidad en la que vive, de sus padecimientos y miserias, y desliza sus preocupaciones por ella. En «Los prácticos. Romance histórico», de Los poemas de Turín, recorre, con ferocidad e ironía, una sociedad plagada de hipócritas e impresentables, y dibuja un fresco satírico, cuya destemplanza se plasma, entre otros recursos, en las paradojas y los neologismos, una manifestación más de la inquietud sintáctica que caracteriza la poesía de Jordi Virallonga: «curas comunistas, demócratas tribales,/ soldados pacifistas, personas reciclables,/ fascistas abortistas, tiranos liberales,/ café sin cafeína, agentes muy amables,/ saciables muy promiscuas, ninfómanas vestales,/ artistas de revista, amantes deplorables,/ católicos budistas, pero no practicantes,/ geniales futbolistas, azar justificable/ y pías que repían y bombas que no maten/ y nacen muchas niñas a morirse de hambre».

Como tantos otros poetas vitalistas y cantores del amor (e, insisto, del desamor), Jordi Virallonga es también un espectador avezado de la muerte. En  la constitución de su poesía ha desempeñado un papel fundamental, como ya hemos visto, la Antología de Spoon River, un coro de voces muertas. Y en sus últimos títulos en castellano, Todo parece indicar (2003), Hace triste (2010) e Incluso la muerte tarda (2015), el asunto de la muerte cobra una dimensión singular, como demuestra el título del tercero. Una conmovedora elegía a la madre, «La última lección», el segundo poema de Todo parece indicar, escrito ante la evidencia de un piso de pronto deshabitado que hay que vaciar, refleja esta luctuosa preocupación: «Hoy empiezas la última lección y espero/ saber morir, mirarte donde estés,/ cerrar los ojos». En Hace triste se encuentra uno de los poemas mortuorios más penetrantes de la obra de Virallonga, «La muerte no es la muerte, es un muerto», en el que vuelve a aflorar el vitalismo del poeta, que se manifiesta indiferente ante el fin, a condición de que el camino que manriqueñamente conduce a él conserve siempre su dignidad y su alegría: «No te preocupa ser quien pasa,/ que el agua llegue al mar,/ sino que deje de ser dulce y de ser río./ (…) la muerte no es la muerte, es un muerto,/ y habita en el recuerdo de algo vivo,/ como un ojo en el salitre de la puerta». En Incluso la muerte tarda, el poema que da título al libro —precedido por un epígrafe de Edgar Lee Masters: «Se debería estar muerto/ cuando se está medio muerto», del poema «Pauline Barrett»— concluye con un descoyuntado cúmulo de negruras: «Pero incluso la muerte tarda,/ mientras tanto concilia, porque sí, un pensamiento,/ se desarticula en el sofá con una copa de vino negro, negro,/ y las múltiples arañas del National Geographic». Incluso la muerte tarda incorpora, además de la importante faceta crítica que ya sabemos característica de Virallonga —con una activa preocupación por los pobres y los desfavorecidos—, una caudalosa veta reflexiva, que atiende, una vez más, al amor y a la pérdida, al yo resquebrajado, a los rincones en penumbra —o en oscuridad total— de la conciencia, y se dispone como un viaje homérico, igual que el viaje de la vida, que concluye sin remedio en la muerte. También convocan a la muerte los muchos poetas mexicanos citados por Virallonga —que escribió el libro en México—, para los que la santa muerte constituye un referente cultural ineludible. En «La medida imposible del mar», en fin, encontramos una nueva elegía a la madre muerta (y una nueva afirmación de la inexistencia de Dios): «Hola, mamá, no te enfurezcas,/ sé que estás muerta y que Dios no existe,/ que debo ser feliz, y que hago mal preocupándome por cosas/ que te harían desgraciada,/ (…) y te echo de menos por el azúcar y los cubiertos,/ por las ganas de que existas,/ que ya ves, ya sé que no me ves,/ y que no voy a preguntarte por mis hijos».

El segundo volumen de Siempre hay ruinas a menos de dos horas recoge los dos libros que Jordi Virallonga ha publicado en catalán: Amor de fet / Amor de hecho (2016) y A favor de l’enemic / A favor del enemigo (2021), que han sido sus últimas entregas, traducidos, respectivamente, por Pedro Casas y por José Antonio Arcediano, así como un amplio conjunto de textos parapoéticos y críticos: dedicatorias y agradecimientos, los prólogos de los libros incluidos en esta poesía reunida, una extensa bibliografía y la entrevista que le hizo en 2018 el escritor mexicano José Ángel Leyva, y que apareció en el tercer y último volumen de Voz que madura. La poesía iberoamericana a través de sus poetas, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. 

[Este artículo se publicó en Caravansari. Poesía Contemporánea en Lenguas Peninsulares, junio de 2025, bajo el título de “Y también edificios magníficos”: https://caravansari.com/siempre-hay-ruinas-a-menos-de-dos-horas/]

miércoles, 2 de julio de 2025

Trato carnal

Ayer, un grupo de poetas nos dedicamos al trato carnal en el Centre Cívic Can Deu. Por desgracia, ese trato no consistió en un gozoso intercambio de fluidos, sino que se limitó a lo que nos permitía nuestra condición de poetas: leímos poemas. No hubo, pues, orgías ni despelotes, ni siquiera un triste manoseo, pero quiero pensar que nuestra lectura hizo subir la temperatura del local, aunque no estoy seguro de que eso fuera bueno: Barcelona estaba entonces a más de treinta grados. La lectura, titulada así, "Trato carnal", se inscribía en la Setmana de l'Eròtica organizada por el centro cívico que nos acogió, en la hermosa plaza de la Concordia (una plaza, presidida por la iglesia del Remei, construida en 1850, y por el palacete modernista que hoy es el centro cívico, de 1847, que todavía conserva las características de una plaza de barrio, y en la que he pasado muchos ratos agradables con mis amigos: el colegio donde estudiaba, hace cincuenta años, estaba a diez minutos caminando del lugar). El poeta Pedro Alcarria fue el maestro de ceremonias, y se distinguió, como siempre, por su cordialidad, su buen hacer y la diligencia con la que presenta a los poetas: no los despacha con un par de vaguedades desordenadas, como suelen hacer tantos presentadores desorejados, sino que pergeña verdaderos microensayos, en los que resalta las características particulares de cada cual e invita a escucharlos con atención. Participaron en la lectura nueve poetas, además del propio Alcarria, que leyó una pieza prologal: Silvia Rins, Jorge León Gustà, la hispanomexicana Blanca Estela Domínguez, José Ramón Ayllón Guerrero, Dolors Fernández Guerrero, el hispanoestadounidense Craig Martin Goetz, Gloria Bosch, Iris Parra y un servidor. Me felicité especialmente por la participación de Silvia, Jorge y Blanca, buenos amigos, además de buenos poetas. (También entre el público había gente querida, como Sol Mussons, a quien dediqué mi lectura, Lola Irún y Mateo Rello; y hasta público no poeta, como señaló con satisfacción Pedro Alcarria en la inexcusable cerveza postlectura). La pluralidad de sensiblidades estaba garantizada: hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, leímos en feliz mezcolanza y plena libertad. No hubo demasiadas guarrerías: el tono, en general, fue antes lírico que sicalíptico. Yo sostuve un debate íntimo que no resolví hasta el último momento: no me decidía a leer una de mis sextinas soeces, que quizá habrían aportado una saludable cuota de pornografía al evento, y finalmente no lo hice: opté por un poema serio e institucionalmente erótico, perteneciente a Tú no morirás (Pre-Textos, 2021), con el que, precisamente, concluyó el acto. Quien sí se dejó de zalamerías y cantó a algo tan prosaico, masculino y lamentable como que el badajo haya languidecido en colgajo, fue Jorge León, que cerró su poema con este apóstrofe memorable: "¡Oh, cielos! ¡Oh, cialis!".

Yo leí cinco piezas: dos décimas, dos haikús y este poema en prosa:

El cuerpo es anterior a la posesión, pero no existe sin ella. El cuerpo se insinúa con ferocidad de nube, cunde con la urgencia del granizo y nunca se disipa: persevera en su espesura de torrente, en su fuego cartilaginoso. El cuerpo sucede como si un rayo arañase la oscuridad que lo acoraza, como si un animal indecible derrotara a la opacidad, y desovara monstruosamente, y se me subiera al pecho, inflamándose, sepultándose.

Ese cuerpo, tu cuerpo, se desembaraza de veladuras y es: emerge del tacto con que lo envuelvo —de ese tacto mío que es su membrana—, de las imágenes con que lo invisto para aplacarlo y aplacarme, de la lluvia que deposito, con la punta de la lengua, en el recinto amurallado de su existencia. Se deshoja, con una lentitud que afluye a la lentitud de la tarde, de las adherencias del tiempo, de cuanto el tiempo le ha arrancado con sus espátulas voraces, y comparece, tormentoso, en la menudencia turquesa de un sujetador, o en la ínfima tormenta de un aroma, o en el recuerdo urente de algo que no ha ocurrido. El cuerpo se desprende de sus asideros y me exhorta a claudicar: renuncio, pues, a mis espuelas; abandono el páramo de lo conocido. Luego, da en isla. Se ha agostado la maleza en que se abrigaba lo inclemente. El ahora que abarca todos los minutos, el ahora irreversible, el ahora sin otro presente que lo ya sucedido y lo aún por suceder, fracasa sin ruido, pero con la inevitabilidad de una estrella que nace, y reaparece con fiereza de rosa, rehecho de felpa y explosión, como seda cárstica semejante a algo nunca muerto, a una pupila que todavía no conoce al ojo, a un estruendo quedo que cae como un cuerpo y se ofrece a la opresión de los muslos, a la extirpación de la oscuridad.

El cuerpo, ahora, después, tu cuerpo, me avienta y me enraíza, me excede como una ola sin orilla en que morir, me envisca como si no fuese un cuerpo, sino una lengua, me asimila como los pétalos asimilan el rocío, o como lo conciben. A tu cuerpo voy como si me perdiera, enzarzado en la refriega inmóvil de tus vértebras, en la ablación de lo que pesa, de lo que se sobrepone al desamparo y prodiga el ácido de la mansedumbre. Repudio la soledad cuando me agolpo en tu vientre y ocluyo sus oquedades con el mío. Lamo mucosas: contabilizo meteoros. Irrumpo en la sequedad de tus ríos. Abrazo apéndices: lloro, amo. En el cuenco de tus lomas, donde se embravece la sangre y naufraga en una tierra sin incertidumbre, me ratifico: me sueño. Estás aquí: soy. Acuno rodillas, bebo uñas, ablando dientes, imanto tendones: poseerte me desposee. Cuanto más crece esta savia que acendra mi delirio, más me llago, más se espesa la sinrazón. Mis labios recalan en tu boca: se acuestan en tus encías y, en la pradera escarlata de la lengua, sobreviven a la injuria de los días, a la pesadumbre del latido. Persiguen algo sin mancha, algo que refute la hipocresía, un hálito o desnudez que desenmascare al anochecer, que desbarate los arrequives de la mentira.

El cuerpo es una isla, y yo la circunnavego: colonizo sus arroyos y sus vaguadas; opto por la hiel, si es tuya; me adentro en el légamo de tu tibieza; no me arredro ante la enramada de tus entrañas; oigo lo que desoyes y lo que escupes, como si te formaran estratos desacordes, como si no pudieses decir y tus llamas solo se sometieran a mi caricia.

Entro en ti, isla, aunque tú no estés. Y salgo a las riberas de tu cuerpo desparejado, entre tumultos de médanos y mordeduras; y me ahínco en tu olor y tus caderas; y me abandono a las trochas vírgenes de tu noche, donde ululan seres sin voz, donde me reconstruyo; y me inhumo en tus pechos; y me alío con tu saliva, que escuece como una ofensa —pero sabe a mundo: a ti—; y piso el aire, e imprimo en él mis huellas, que son las que has dejado tú en la tierra.

Tu cuerpo ha sobrevivido a todos los combates, y yo he sobrevivido a su menoscabo. Tu cuerpo no morirá. Tu cuerpo es perenne como la muerte.