Uno que no se despierta cuando llegamos a la última estación, y al que otros viajeros sacuden inútilmente: quizá esté muerto. Una reata de personas cariacontecidas que enfilan los túneles de salida del metro para ir a trabajar. Los plátanos querenciosos de la Rambla, cuyas copas se besan. Un cielo de ceniza. Una limpiadora dentro de un escaparate, que se mueve como un maniquí que hubiese cobrado vida. Un joven manco que pasa con prisa. Un indigente que duerme en la plaza y que se parece a Verlaine. El gigantesco termómetro rojo de la avenida que desemboca en la plaza, y que ya marca veinticinco grados. Una gaviota que desgarra a picotazos el cadáver de una paloma al lado de unos grandes almacenes. La fachada del edificio donde enterré seis años de trabajo miserable, en la que aún reconozco el balcón por el que se me iban la mirada y el alma (y me habría gustado tirarme). Una cafetería, y otra, y otra, atendidas todas por hispanoamericanas, que están abriendo o acaban de abrir. Una empleada de una de esas franquicias, que limpia con un trapo húmedo el marco de falso mármol de la entrada. La Casa de la Estilográfica. Un sex shop que se anuncia con colores celestes y formas redondeadas, como una tienda de ropa para bebés. Una mujer muy delgada que sale del metro con mascarilla. Una zanja por obras, que desnuda el entramado de cables y cañerías que nos sostiene, y que recorre toda una acera, delante del lugar donde antes había un cine porno. Una escultura metálica de un nadador que entra en el agua, rodeada por una cola de inmigrantes. Un rutilante supermercado de 24 horas. Un anciano que saca una pila de sillas encajadas de un bar a la terraza. Un indigente que duerme, tendido en la acera, junto a una papelera rebosante de basura, de la que resulta difícil distinguirlo. Una fachada noble en cuyos balcones historiados crecen monsteras deliciosas. Un chino que enciende una colilla sentado en un banco. Un hombre que riega generosamente las plantas de su establecimiento. Un abuelo, con una gorra de una caja de ahorros, que cruza muy despacio un paso de peatones con un vasito de plástico en la mano y el bastón en la otra. Una rata que se pierde tras una esquina. Una chica que pasa tatuada hasta las cejas. Dos guiris que vuelven, bulliciosos, de una noche de fiesta. Un indigente que duerme con los brazos extrañamente entrelazados y suspendidos en el aire. Un patinador que me pasa rozando. Uno que pasa con la cabeza ladeada para morderse mejor los ángulos difíciles de las uñas. Los vasos de plástico, las latas vacías y las botellas rotas que puntean el camino que hago. Un hombre con un maletín. Otro que se recoloca el paquete mientras anda. El olor a agua sucia de bares y puestos de kebabs. Un cartel, junto al que duerme un indigente, en el que se lee: “Si respetas el descanso de los vecinos, cuidas Barcelona”. Una mujer que pasa en sujetador. Las casas calladas. Las calles nacientes. Alguien que mira el móvil en un banco. Dos indigentes que duermen, siempre en la misma esquina, uno al lado del otro: el más joven está sentado en su colchoneta mugrienta, rascándose la cabeza; al pasar junto a él, me da los buenos días y sonríe. Una nube rota, que parece que vaya a desplomarse sobre la ciudad. Una pintada en una pared: tamos artos de to. Una chica que me mira mal cuando cruzo una calle con el semáforo en rojo y casi he de correr para evitar que me atropellen. Un gato negro con el que me cruzo. Un súbito remolino de hojas secas. Una mujer que pasa con un chihuahua en brazos. Un mendigo, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, que pordiosea con un recipiente de plástico apoyado en un libro cuyo título no alcanzo a leer. Dos currantes que descargan cajas de cerveza de una camioneta. Un coche que pasa con la ventanilla del conductor bajada y la música al volumen al que se interpreta Lucía de Lammermoor. El graznido furioso de una gaviota. Una mancha de orina en una pared, que se extiende por la acera, ignoro si humana o animal. Un empleado que friega con un mocho la parcela de calle que da a su local. Alguien salido de la noche, laxo, oscuro, tambaleante. Una que enciende un cigarrillo sin dejar de andar muy deprisa. Un indigente, todavía dormido, rodeado por los restos de su última comida: un bocadillo inacabado, un botellín vacío de bífidus, una caja de patatas fritas de hamburguesería, pañuelos arrugados. Un negro que me dice algo en un lenguaje que no entiendo. Una que pasa con un escote tan escandaloso que, si estornudara, se le saldrían las tetas. Otra con una mini que no es una falda, sino un cinturón ancho. La insensata policromía de un grafiti en la persiana de un negocio. Un perro muy viejo que sigue con dificultad a su ama, también muy vieja. Un coche que entra en su garaje como un bólido en el box durante una carrera. Un indigente enterrado en un ataúd de cartones. Otro que se ha hecho una pequeña chabola con ellos y un carrito de supermercado, apoyada en la persiana de un negocio que ha cerrado. Un corredor con los músculos enfundados en licra, como una segunda piel. El irritante ruido que hace el carrito del que tira un turista. Tres monjas con el pelo muy corto y la ropa gris, dos de las cuales van cogidas del brazo y la otra es filipina. Un vigilante de seguridad calvo y con un balón medicinal por barriga, que fuma un pitillo a la entrada del banco que ha de vigilar. Un portero de finca urbana, de camisa blanca y pantalón negro, que fuma también delante de su portal. Una gran red verde dispuesta debajo de una fachada modernista para evitar que los cascotes que se desprendan de ella caigan sobre la gente. Una bandada de cotorras argentinas, amadrigadas en un plátano y excitadas por el petardeo de una moto. El H12 que pasa, con origen y final en el Polígono Gornal. Un indigente con los pies indeciblemente sucios. Un grupo de turistas que organiza tumultuosamente las maletas a la entrada de un hotel. Uno que pasea al perro y que tironea, irritado, del chucho que olisquea. Una ráfaga de viento que sacude los setos de la avenida, que suenan como maracas. Dos cariátides que sostienen un balcón. Una mujer que se abanica enérgicamente en la parada del autobús, donde espera mucha gente. Un gran azulejo multicolor en una fachada, con figuras de dragones y perfiles florales. El alboroto, a lo lejos, del grupo escultórico dedicado al doctor Robert. Un indigente que duerme en el portal de una sucursal bancaria. Una placa que recuerda que el famoso pianista Joaquim Malats dejó de existir en esa finca el 22 de octubre de 1912, y otra, un poco más arriba, que celebra algo de Francesc Ferrer i Guàrdia, pero que no llego a descifrar: la impresión en altorrelieve, en un metal oscuro, la vuelve ilegible. Un centro de periodismo LGTBI. La entrada de un colegio religioso, desierta de estudiantes. Una paloma blanca que picotea unas migas. La fachada del edificio donde ahora trabajo.
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