domingo, 24 de agosto de 2025

Elogio del paseo por la playa

¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
RAFAEL ALBERTI, Marinero en tierra

El paseo por la playa es un cordón umbilical. Quizá ignorásemos que aún estaba ahí, pero ahí sigue. Pasear por la playa nos devuelve a la placenta de la Tierra: a lo esencial. Pisamos la arena y percibimos el cosquilleo de lo que ha existido y ahora alfombra nuestros pasos. La destrucción acumulada suscita una caricia que se monta en los pies y se encarama a la piel. La arena no es sino el residuo de la acción ilimitada del tiempo, la saliva de sus lengüetazos escultóricos, el desmenuzamiento de lo que se opone al tiempo, y se desperdiga, y se pulveriza, bajos las flechas restañadoras del sol. Y ese es otro deber que nos concierne: la sumisión a la luz. Nos bañamos verticalmente. El sol derrama la claridad como si nos ungiera. Y quedamos atrapados en esa miel aun caminando: nos embrea el calor hasta desembarazarnos de toda incertidumbre. El calor es la única certeza, y nos electriza. Pero el viento también vive. Lo hace a golpes, cayendo como una pared o desapareciendo como quien debe dinero, para luego reaparecer, más árido, más benigno, transportando ecos de barcos inalcanzables o fragancias hirientes. El viento es el mensajero del mundo, y en su zurrón inalcanzable burbujean los ayes de los náufragos y la arquitectura del crepúsculo. Y el mar. El agua. La sed. El impacto azul de su transparencia. La fosforescencia verde de sus aguas someras. La resistencia de la espuma en la fugacidad de las olas, que se repiten como un espasmo muscular, como una sacudida del epitelio submarino. Paseando por la playa, los colores se colman de sal; las formas se diluyen sin perder su fijeza; y el aire, el fuego, el agua y la tierra trepan por nuestros miembros como una hiedra primordial, y se enredan en el sexo, se hacen un nudo en los ojos, se agarran a las piernas y a las axilas con igual determinación, anidando en lo saliente, hacinándose en lo abierto. La vida vuelve a nosotros. Recuperamos a las gaviotas y los charranes, extraviados en la aciaga metalurgia de los días; también a los peces siempre huidizos, como el espíritu. Y a las libélulas, que nos escoltan como una brigada de helicópteros anaranjados. Hasta cuanto nos saluda, muerto, desde la arena —jureles agujereados, mojarras petrificadas, estrellas resecas— parece vivo. Está vivo: un ejército de insectos sin identificar otorga a esas otras víctimas del tiempo la benemérita condición de cobijo y alimento. Las algas vomitadas por las olas arraigan en las dunas como penachos que se resistieran a decaer y se entregan a la desecación con la tenacidad de un eremita. Y ahí quedan, bengalas huecas, testigos acalambrados del ajetreo del mar, eructos apergaminados de las honduras arenosas, puntos suspensivos de las praderas de posidonia. En la playa, además, hay otros cuerpos, humanos. Recibimos la andanada de su materia, que nos recuerda a la nuestra, y nos repele. Pero es una repulsión amable: la de quien comulga con otros adoradores del sol y la nada, con otros siervos de la sequedad y el agua. Miramos, desbordados por tanto mundo, y nuestra mirada hace que el cielo descienda hasta posarse en el mar y, ya acostado en sus ondas, se embebe de su azul y lo transporta de nuevo a lo alto. Resolvemos el horizonte en cercanía, y las montañas en dunas, y la desnudez en armonía. Y nos abandonamos al sabor plural, pero extrañamente único, de un mundo lujuriosamente reducido a rectitudes y oscilaciones, hecho de pigmentos que no se conciertan, pero que no se contradicen, construido con desorden, con atropello, pero con una sola e interminable envoltura, sede de una plenitud por la que caminamos y que se adentra en los poros hasta alcanzar la raíz del pensamiento, el envés de la piel. 

lunes, 18 de agosto de 2025

Juan Ramón Jiménez y las drogas

Juan Ramón Jiménez ha sido, probablemente, el poeta más importante del siglo XX español, y uno de los más importantes del idioma. No digo el mejor —ese quizá haya sido Lorca—, pero sí el más sustancioso, el más trascendente, el que más peso ha tenido, por acción o por reacción, en la poesía de nuestro país. Mi vinculación con él es antigua e íntima. Recuerdo las inevitables lecturas que hacíamos en el colegio de su delicado pero embozadamente crítico Platero y yo, y las no menos inevitables (porque no había más poetas que él en la sección de literatura española de la biblioteca de mi high school) que le dediqué en Atlanta, cuando fui estudiante de intercambio allí, hace 45 años, y combatía la soledad y el extrañamiento con los poemas de su burro inmarcesible. Luego, a lo largo de los años, he leído el resto de su obra, desde aquellos primeros libros modernistas de los que abominaba, Ninfeas y Almas de violeta (y que iba por las librerías comprando —o robando— para retirarlos de una circulación que lo avergonzaba), hasta sus últimas recopilaciones, como Baladas y odas, publicado en 2023. Su dilatadísima producción —Juan Ramón Jiménez se sentía poeta, era poeta, y obró siempre en consecuencia: nunca dejó de escribir poesía, de vivir en la poesía, hasta levantar una Obra (así, en mayúscula) que honrase aquel sentimiento, aquella realidad ineludible— ha generado una bibliografía igual de vasta, que ahora acrece un libro singular, Juan Ramón Jiménez y las drogas. La influencia de los fármacos en la vida y obra del poeta de Moguer (Córdoba, El Desvelo Ediciones, 2025), del madrileño, y desde hace muchos años bibliotecario en Baños de Montemayor (Cáceres), Jonás Sánchez Pedrero (Rivas-Vaciamadrid, 1979). Es bien conocida la hipocondria e hipersensibilidad del poeta moguereño, que le llevaron a residir en sanatorios desde muy joven y a buscar después, ya adulto, la compañía de sanitarios y médicos, en varias de cuyas casas llegó también a domiciliarse. Lo que no había sido nunca estudiado en concreto, es hasta qué punto los medicamentos que le recetaron, en los múltiples tratamientos que siguió para curar sus diversas dolencias, generaron en él adicciones e innumerables malestares físicos, y de qué modo estas indeseables consecuencias condicionaron la poesía que escribía. La historia de la literatura ofrece no pocos casos de escritores alcohólicos o adictos a fármacos o drogas, cuya literatura debe mucho a esa adicción, a menudo buscada, incluso, para potenciar la creatividad. Algunos, como Thomas de Quincey, con su Confesiones de un consumidor de opio inglés, le deben su fama. Otros, como Baudelaire, han teorizado sobre el «ideal artificial» que le permitían crear el opio y el hachís. Aldous Huxley era un amante del LSD y la mescalina, de la que también era devoto Jean Paul Sartre. William Burroughs fue heroinómano muchos años. Philip K. Dick confesó que había escrito todas sus novelas bajo los efectos del speed. La lista sería interminable. Juan Ramón Jiménez se cuenta entre los opiómanos, aunque él no hacía como De Quincey y se pasaba los días en algún sórdido fumadero chino, sino que había desarrollado su adicción a resultas del tratamiento de sus muchas afecciones, reales o inventadas, como el insomnio, la diarrea o simplemente el dolor, con láudano, una sustancia que ya su madre consumía: “Mi madre despertó de su sopor de láudano, alzó los ojos a la puerta y nos llamó”, escribe Juan Ramón en Por el cristal amarillo. Jonás Sánchez Pedrero ha realizado en Juan Ramón Jiménez y las drogas un exhaustivo y minucioso análisis no solo de la poesía del autor de Platero y yo, sino también de su correspondencia, de la de Zenobia Camprubí, su abnegada esposa, de las crónicas personales de Juan Guerrero Ruiz, amigo y confidente de Juan Ramón, y de cuantos otros epistolarios o noticias arrojasen luz sobre la presencia o influencia de las drogas en su vida y en su escritura. El resultado es un muy bien documentado fresco de esa influencia, desde los primeros escarceos de Juan Ramón con las drogas gracias al botiquín familiar y a sus enamoramientos de adolescencia, necesitados de urgentes consuelos farmacológicos, hasta su fallecimiento, tras ganar el Nóbel, ver morir a Zenobia y abandonarse a un estado de total dejación, mezcla de soledad, depresión, enfermedad e intoxicación farmacopeica. Entre las páginas 40 y 50 del libro, Sánchez Pedrero enumera, primero, los médicos a los que el poeta trató personalmente o que lo tuvieron a su cuidado (74, entre los que se cuentan algunos tan insignes como Santiago Ramón y Cajal y Gregorio Marañón) y, después, los medicamentos que recibió (64, incluyendo opio, bromuro, estricnina, arsénico y hasta electrochoques): la lista acojona. También son muchas las enfermedades o dolencias de todo tipo que padeció Juan Ramón, según refiere Sánchez Pedrero, algunas rarísimas, como neuralgias faciales, anemias cerebrales, colon permeable o intoxicaciones de leche. Pero, principalmente, el poeta sufría de cuadros nerviosos (lo que antes se llamaba neurastenia o melancolía, y hoy, depresión, con brotes delirantes y episodios paranoicos al final de su vida), insomnio, trastornos gastrointestinales (colitis, cólicos, diarreas) y ataques de gota, estaba casi permanentemente resfriado y con frecuencia griposo (las gripes le hacían ver “arcoíris fúnebres”), y hasta contrajo paludismo. Era, asimismo, víctima de alergias y fobias, sobre todo a los olores y a los ruidos, y ambas han dado pie a algunos de los sucesos más estrafalarios de la vida de Juan Ramón, como que le pidiese por carta a un vecino que se llevase a otra habitación al grillo enjaulado cuyo chirrido le molestaba. El opio, como ya se ha dicho, fue la principal sustancia rectora de su vida y de su salud (o de la falta de ella), y Sánchez Pedrero no pierde ocasión de identificar los efectos de su consumo constante (y sus ocasionales interrupciones, que lo condenaban a terribles síndromes de abstinencia) en sus cartas y su poesía. A él le atribuye, por ejemplo, la “embriaguez rapsódica” y la “fuga incontenible” que embargan al poeta (y que este le confiesa así en una carta a Enrique Díez-Canedo) a la hora de escribir sus grandes libros, Tiempo y Espacio (la misma influencia opiácea y subsigüente exaltación cabe advertir, más adelante, en Animal de fondo y Dios deseado y deseante), tras una estancia obligada en un hospital de la Florida, en 1941. El opio también puede haber contribuido al alejamiento de Juan Ramón de la Generación del 27: “Dentro de los efectos secundarios de los alcaloides opiáceos está la irritabilidad del carácter, dato a considerar para vislumbrar el alejamiento paulatino de Juan Ramón con la generación lírica a la que apadrinó en sus publicaciones. Dicho distanciamiento se produce mientras el poeta está sometido a sucesivos tratamientos medicamentosos”, escribe Sánchez Pedrero. Zenobia era consciente del impacto que el opio tenía en la salud de su marido, y en una carta a Norah Borges y Guillermo de Torre lo incluye en la trinidad del poeta —colitis, opio y depresión— cuando escribe: “J. R. está pasando una racha verdaderamente mala de colitis, láudano y decaimiento”. En otra, del Año Nuevo de 1954, Zenobia recupera pero matiza esa trinidad, ahora compuesta por colitis, opio y salicilatos: “J. R. se dio ayer tarde (...) [al] consumo de las dos únicas papeletas de Vivas Pérez que no estaban estropeadas por la humedad del trópico (...). La colitis ayer hizo crisis” (las papeletas de Vivas Pérez, a las que el poeta era adicto, eran salicilatos de bismuto y cerio recetados para los desórdenes gastrointestinales). Juan Ramón Jiménez y las drogas aborda el análisis de la vida y la literatura de Juan Ramón Jiménez bien pertrechado de documentación, con claridad expositiva y un nuevo ángulo de visión. Que esta nueva perspectiva, nunca adoptada hasta ahora por los estudiosos juanramonianos, se fundamente en el proceloso mundo de la farmacopea, no mengua su valor, ni desmerece las conclusiones a las que llega, ni mucho menos reduce al poeta a la condición de mero toxicómano, porque, como dijo Rubén Darío, otro opiómano, “el opio no hace soñar a cualquiera, sino al que es capaz de soñar”. Por el contrario, los resultados de este estudio iluminan con sorprendente transparencia algunos de los impulsos y rasgos de la obra inmortal de Juan Ramón, que ahora se entienden mejor, no como fruto de una inspiración inefable, sino como consecuencia de la interacción entre un talento incontestable y una estimulación artificial.

martes, 12 de agosto de 2025

Me han robado

A veces me da por hacer estadísticas de mi propia vida: ¿Cuántas veces me he roto un hueso? ¿Cuántas veces he visto un partido de fútbol en directo? ¿Cuántas veces me han multado por exceso de velocidad? ¿Cuántas veces he hecho el amor? ¿Cuántas veces me he enamorado? Las lista de preguntas podría ser tan larga como la propia vida. Últimamente, se me ha ocurrido preguntarme: ¿cuántas veces me han robado? Y me he respondido con esta lista:

La primera fue en la adolescencia. Debía de tener yo quince o dieciséis años. Era sábado o domingo y salía de casa de un amigo, Xavier, en el barrio de Les Corts. No recuerdo qué habíamos estado haciendo. Probablemente, jugar al pimpón (entonces decíamos ping pong) en la azotea del edificio, donde había una mesa para disfrute de los vecinos e invitados, como hacíamos tantas tardes sudorosas, o quizá escuchar discos de Simón y Garfunkel en su habitación, o puede que simplemente charlar de las cosas que se nos ocurrían, que entonces eran muchas y muy tontas, pero que nos resultaban siempre apasionantes. La cuestión es que, justo al salir de su casa, me abordaron dos rateros, uno alto y fornido, y otro más bajo y rechoncho, pero ambos cetrinos y con pinta de gitanillos de La Mina. El más chaparro, con el casquete de una repulsiva melenita con la raya en medio, me puso una navaja en la tripa y me pidió el dinero. A nuestro alrededor no pasaba nadie (debía de ser domingo). Y se lo di: doscientas pesetas, que en 1977 o 78 no eran moco de pavo. Recuerdo que no me asusté. Aquellos chavales eran unos navajeros (una figura legendaria de nuestra adolescencia: el navajero, que aterrorizaba a los alumnos de colegios de pago en barrios acomodados, como yo), pero no tenían aspecto de monstruos (pese a la melenita y la raya en medio). Me pareció que dejarme atracar y entregarles aquellas pesetas constituía una experiencia interesante (y novedosa: era la primera vez que me pasaba), otro mito de aquellos años (acumular experiencias, buenas o malas, era lo que queríamos todos los jóvenes que nos preciábamos de inquietos). Cuando digo dejarme atracar y entregarles aquellas pesetas”, no quiero implicar que podría haberme resistido, fajándome heroicamente con el quinqui, su sirla y el gorila. No tenía, nunca he tenido el coraje suficiente para hacerlo. Solo digo que, para salvar el orgullo y justificar el miedo, metabolicé aquella desagradable situación como una experiencia provechosa, como un hito más en la aventura de la vida. De hecho, ni siquiera denuncié el robo. Volví a mi casa (andando, porque ya no tenía dinero para el autobús) y seguí escuchando a Simón y Garfunkel en mi habitación.

Sufrí el segundo robo de mi vida en Rotterdam, unos años más tarde. Andaba yo de Interrail por Europa (una suerte de Erasmus ferroviario avant la lettre) y había hecho una parada en los Países Bajos para pasar unos días con una novia holandesa que tenía por entonces. Estábamos visitando la ciudad, donde ella vivía, y nos habíamos sentado a descansar en uno de los muchos parques que la jalonan. Y entonces cometí una de las mayores estupideces de mi vida: me saqué la cartera del bolsillo trasero del pantalón —sentado en la hierba, se me clavaba en el glúteo— y, en lugar de guardarla en otro lugar o simplemente tenerla en la mano, la dejé a mi lado, en el pasto, a la vista de todos. Pensé que quedaba lo suficientemente cerca de mí como para nadie se atreviera a echarle mano. Pero no conté con la habilidad de los cacos holandeses. Uno, de piel oscura —probablemente surinamés—, se me acercó para ofrecerme droga. Se agachó hasta donde yo estaba, me metió una bolsita de un polvillo blanco en la cara y con la mano libre, oculta bajo una enorme gabardina, aunque era verano, me birló la cartera. Lo más duro de aquel robo, además de lo idiota que me sentí, fue que con el surinamés desapareció una buena parte de mi dinero, mi carné de identidad y, lo peor de todo, mi tarjeta del Interrail (por suerte, había dejado el pasaporte en la casa de mi novia). Hube de pedir urgentemente a mis padres que me enviaran dinero para reponer la pérdida y comprar otra tarjeta de tren con la que proseguir viaje. Pero esta vez sí denuncié el latrocinio, lo que, a la postre, me sirvió para sumar otra experiencia a la que acababa de tener: acudir a una comisaría de la policía de Rotterdam para hacer una ronda de identificación. Sí: habían detenido a alguien que sospechaban era el chorizo, pero debíamos identificarlo. Tras el cristal había cinco tipos, todos hombres jóvenes de piel oscura. Yo no estaba seguro de nada, pero mi novia sí: con mucha firmeza, dijo que el ladrón no era ninguno de aquellos. Y así acabó la historia de mi segundo espolio (y mi relación con la holandesa).

(Los robos que sufrí en la mili no cuentan. Allí formaban parte de las normas de la casa, y nadie se alteraba por ello: si alguien perdía la gorra, se la robaba a un compañero [y este la recuperaba mangándosela a otro]; si a alguien le trincaban el chocolate que su madre le había enviado por Navidad, él chorizaba el jamón que había recibido otro colega; si te desaparecía el gel de baño, tú se lo desaparecías al vecino; y así sucesivamente).

La tercera fue una combinación de idiotez y mala suerte. Ya era mayorcito. Había acudido a un juzgado laboral de Barcelona para hacer una gestión, ya no recuerdo si relacionada con mi trabajo o por razones personales (aunque yo, que he sido funcionario toda la vida, ¿qué razones personales podía tener para ir a un juzgado donde se dirimen los conflictos laborales?). Recuerdo que estuve esperando un buen rato, sentado en un pasillo, a que me atendieran. Y otra vez —porque no hay refrán más certero en el pánico refranero español que ese que dice que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra— dejé la cartera, que volvía a molestarme en el bolsillo trasero, en el breve tablero de la silla donde estaba. Esta vez no me la quitó nadie. Me la olvidé cuando me levanté para entrar en la oficina que me correspondía y, resuelto el trámite, me fui del juzgado tan campante. Después, en la calle, me di cuenta de que me la había olvidado y volví corriendo al lugar. Se me abrió el cielo cuando el mismo funcionario que me había atendido, y en cuyo despacho había irrumpido yo con la esperanza de que alguien hubiera encontrado la cartera y se la hubiese entregado, me dijo que sí, que alguien la había encontrado y se la había entregado. Abrió entonces el primer cajón de su mesa y... no la encontró. “¿Pero cómo? Si la he dejado aquí hace un momento...”. La habían robado. Así, en una misma mañana, y en una secuencia estadísticamente insólita, la cartera había sido perdida, encontrada y vuelta a perder. Me fui de aquel juzgado de nuevo sin denunciar la sustracción, aunque tenía, quizá, más motivos que nunca para hacerlo, por haberse cometido en una dependencia pública. Supongo que quería castigarme por habérmela olvidado. Y lo hice a conciencia.

El cuarto robo fue en el coche. Mi entonces mujer y yo habíamos ido a Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real, donde me habían invitado a unas jornadas poéticas (en la casa de Cultura, que antes había sido la casa de la Inquisición: un progreso encomiable). No se nos ocurrió meter el coche en un aparcamiento vigilado: estábamos en un pueblo; dudo incluso de que hubiera aparcamientos vigilados. Y tampoco era un gran vehículo: se trataba de un Nissan Almera muy común y bastante asendereado ya. Pero cumplía uno de los requisitos fundamentales para ser objetivo de los ladrones: era foráneo; no pertenecía a nadie del pueblo. Así que, tras una lectura de poemas, volvimos a nuestro hotel, cerca del cual estaba aparcado, y descubrimos uno de los cristales delanteros roto y el interior saqueado, aunque había muy poco que saquear: ni siquiera teníamos un aparato de música que pudieran llevarse. El daño principal era la propia luna hecha añicos. Cuando acudimos a la policía local para denunciarlo, nos estaban esperando: ya habían visto el coche con la ventanilla pulverizada y sabían que no tardaríamos en aparecer. Con la denuncia, el seguro cubrió los daños. Lo que no cubrió fue el frío que pasamos —era entrado el otoño y en la Meseta hace mucho frío en otoño— de regreso a Madrid, sin ventanilla que nos protegiera.

El peor pillaje que he sufrido fue el quinto: nos entraron en casa. Yo hacía poco que me había instalado en Londres con mi familia (era, pues, principios de 2014), pero mi hijo mayor seguía viviendo en la casa familiar, en Sant Cugat. Una mañana infausta recibimos una llamada suya: se había ido a trabajar y, aprovechando su ausencia, alguien (algunos, sin duda) había reventado la puerta y se había llevado cierta cantidad de dinero y un puñado de joyas. La puerta era blindada, pero daba igual: los desvalijadores eran capaces de echar abajo cualquier cosa, desde una puerta como la mía hasta un cerramiento industrial; utilizaban, si hacía falta, arietes hidráulicos, y nada se les resistía. Yo regresé de urgencia de Londres aquel mismo día, pero solo pude constatar los daños. No se habían llevado ni electrodomésticos ni ordenadores ni cuadros ni mucho menos libros, de los que había en abundancia, sino solo lo líquido y lo que podía licuarse inmediatamente: dinero y oro. Ni siquiera habían afanado la plata. Y por suerte, tampoco habían dejado su firma cagando en el sofá o meando en la cama de matrimonio, como hacen otros desvalijadores que son dos veces hijos de puta. Mi mujer lamentó sobremanera que se hubieran llevado unas monedas de oro que le había regalado su madre y unas joyas legadas por su abuela, y yo lloré la pérdida de las dos únicas piezas que había heredado de mi padre: su alianza de matrimonio y una aguja de corbata (corta, no era muy cómoda, pero no me importaba) que se ponía cuando quería parecer elegante. A mi hijo le robaron 400 euros que guardaba en un cajón. De nuevo, el seguro cubrió la reparación de la puerta y la devolución del dinero, pero no el valor de las joyas, porque, como no teníamos factura, dado que casi todas habían sido regaladas o heredadas, no pudimos demostrar que fuésemos sus propietarios, ni su precio. Recuerdo que lo que nos resultó más difícil de digerir fue, más que las pérdidas y destrozos materiales —que también—, la sensación de que nos habían violado: de que habían pisoteado nuestra intimidad; de que unos facinerosos habían revuelto nuestros cajones, habían tocado las mesas y manteles en los que comíamos, se habían paseado por nuestros dormitorios. Mi preocupación al volver de Londres fue acompañar a mi hijo, presentar la denuncia y comunicar el robo al seguro, pero, sobre todo, quería volver a tener la sensación de que controlaba mi espacio, de que volvía a ser dueño de mi intimidad: limpié a fondo la casa, coloqué una puerta de seguridad mejor (aun sabiendo que también esta podrían abrirla cuando quisieran) e instalé una alarma, que todavía mantengo. Luego me enteré de que, en aquellos años, varias bandas de delincuentes extranjeros, especializadas en robos domiciliarios, estaban asolando Sant Cugat y otras poblaciones de la comarca. De hecho, los Mossos de Esquadra me llamaron unos meses después para comunicarme que habían desarticulado una de estas bandas, que sospechaban era la que había allanado mi casa. Mi mujer y yo acudimos a la comisaría de Manresa para comprobar si alguna de las joyas que les habían decomisado eran las nuestras. Pero no: no lo eran. Las que había allí no tenían demasiado valor. Las buenas, como las nuestras, ya las habían vendido, o fundido, o regalado a sus putas.

El último robo de la lista, de momento, lo padecí la pasada noche de San Juan. Quizá sea el más inverosímil de todos. Había ido yo a cenar con una amiga estadounidense a un buen restaurante de la Barceloneta. Al llegar, nos ofrecieron dejar los bultos que llevábamos (yo, una mochila) en la consigna del local, y lo hicimos confiadamente. Se cena mucho mejor sin estar preocupado por que los vecinos te roben el bolso. Cenamos —opíparamente, por cierto— y, a la salida, fuimos a recoger nuestras cosas. La bolsa que había dejado mi acompañante salió enseguida, pero mi mochila no. De hecho, mi mochila no salió en absoluto: la habían robado de la consigna. ¿Cómo pudo ser? Se conoce que delante de la consigna había un aseo, que los empleados del restaurante dejaban utilizar tanto a los clientes que llegaban o que ya se iban, como, por cortesía, a la gente de la calle que lo solicitaba. Y resulta que en aquel aseo se había metido una mujer —así se veía en la grabación de las cámaras de seguridad— que, a la salida, había echado mano al bulto de la consigna que le quedaba más cerca, que la mala suerte quiso que fuera mi mochila. Hecho lo cual, salió rápida y disimuladamente del local, con mi mochila (naranja: qué raro que los recepcionistas, que eran los mismos que la habían depositado en la consigna, no advirtieran nada) en las manos. Técnicamente, pues, no fue a mí a quien robaron, sino al restaurante. El problema es que lo que robaron era mío. Entre lo que se llevaron, figuraba una crucecita de oro que me había regalado mi madre, y que tenía para mí un gran valor sentimental, y, lo peor en la práctica, las llaves de mi casa. A resultas del hurto, pues, lo que iba a ser una agradable velada de San Juan, con paseo por la playa y contemplación de las hogueras y el cielo estrellado incluidos, se convirtió en una noche de espanto, en la que nos paseamos, sí, pero no por la playa, sino hasta la comisaría de los Mossos para interponer la imprescindible denuncia, luego de hacer un trayecto en taxi que nos tuvo más de media hora en un pavoroso embotellamiento sanjuanero, y antes de hacer varios viajes más en taxi hasta la casa de mi hijo menor, para que me prestara sus llaves de mi casa y así pudiera dormir yo en mi cama en lugar de en el sofá de la suya; después, hasta el hotel de mi acompañante, que hizo honor a su condición y me acompañó estoica y generosamente toda la noche (incluyendo la hora que pasamos en las dependencias de los Mossos, que tan alegres resultan siempre); y, por fin, hasta mi casa en Sant Cugat, a donde llegué, agotado, a las dos y pico de la madrugada. El restaurante se ha quejado amargamente, por boca de su director general, de que Barcelona estigui plena de lladres ('esté llena de ladrones'), pero ha asumido su responsabilidad y, a medias con su seguro, me ha pagado por todo lo que me robaron, además de la ristra de taxis que hube de tomar. Y no solo eso: también me ha regalado una cena gratis para dos personas, cuando yo quiera, para quitarme el mal sabor de boca que me dejó la noche de marras. Pienso aprovecharla y disfrutar de un buen marisco. Y, cuando lo haga, me reiré sardónicamente de la caca que me robó, porque me imaginaré su cara al abrir aquella mochila en la que, por lo mucho que pesaba, debió de pensar que contenía muchas cosas valiosas, y comprobar que solo había unas llaves inútiles, una toalla barata, un bañador viejo, un cargador de móvil y dos libros, uno de los cuales era la poesía completa de Julio Cortázar, de más de ochocientas páginas y dos kilos de peso.

Así pues, me han robado seis veces. Tengo casi 63 años: sale a un robo por década. Espero que me dejen tranquilo hasta 2032. 

miércoles, 6 de agosto de 2025

El Vinseum de Vilafranca del Penedès

No recuerdo haber estado nunca en Vilafranca del Penedès, a donde he venido hoy con mi amigo Juan Carlos para conocer la ciudad y, en particular, el Vinseum o Museo de las Culturas del Vino de Cataluña, como reza su título oficial. Todo me resulta, pues, nuevo, aunque, al mismo tiempo, todo me resulta conocido. Como Vilafranca hay muchas ciudades pequeñas o pueblos grandes en Cataluña: interiores, con un marcado pasado agrícola, y en los que se mezcla la herencia medieval y la arquitectura modernista. Aunque aquí, hoy, me sorprende encontrar una Escola Esotèrica en pleno centro de la ciudad, junto a la iglesia de Santa María y al monumento a los castellers, un pilar de cinco pisos, a los que aquí hay mucha afición. También hay un mercadillo de ropa. Antes de adentrarnos en el Museo, queremos visitar la iglesia, que tiene la condición de basílica y que no fue fácil de construir: las obras se prolongaron dos siglos, desde 1285 hasta 1484. Paseamos por la única nave del templo, gótico, arrullados por música de órgano, aunque no sé si el verbo “arrullar” es el más conveniente para describir lo que hace este instrumento. Yo reparo en dos jóvenes que parecen rezar con mucha devoción, pero que, en realidad, están encorvados mirando el móvil. También advierto que la cripta está abierta, y esa es una feliz casualidad, porque solo abre un par de horas los sábados por la mañana. Bajo, pues, para descubrir el altar de San Félix y el grupo escultórico de El entierro de Cristo, que el gran Josep Llimona, adalid de la escultura modernista, ejecutó, con mármol de Carrara, en 1916. El olor a humedad rancia de la cripta no nos impide apreciar la belleza de la obra de Llimona, configurada por seis personajes: Cristo amortajado; José de Arimatea, que cubre, con gesto delicado, el cuerpo del Nazareno; Nicodemo, que sostiene el tarro de las esencias con las que se ungía entonces a los difuntos; y las tres Marías: Salomé, en primer término; la Virgen, sostenida por San Juan; y Magdalena, llorando a los pies del crucificado, todas en comprensiblemente doloroso trance. Una de las paredes de la cripta está enteramente cubierta por los goigs a llaor del gloriós Sant Fèlix Màrtir [gozos en loor del glorioso San Félix Mártir], esas canciones populares que alaban a la Virgen, a Cristo o a los santos, entonadas en las misas, las procesiones o las fiestas de guardar, y que a mí siempre me han dado mucho sueño. Salimos otra vez a la luz del día y nos dirigimos al Vinseum, que ocupa un palacio del siglo XIII, de los reyes de la Casa de Barcelona, justo delante de la basílica. El Museo nos saluda con un sirenio colgado del techo. Al verlo, me parece una marsopa, pero leo en el rótulo informativo que se trata de un sirenio: un mamífero marino hervíboro, también llamado, con poca imaginación pero bastante acierto, a la vista de sus hechuras, “vaca marina”. Reproduce el fósil del bicho de una tonelada de peso que triscaba hace dieciséis millones de años en el paisaje tropical, cubierto por el mar, que era entonces la comarca del Penedès, y que descubrieron unos campesinos en Olèrdola, un pueblo vecino de Vilafranca, en 1869. Y aquí luce ahora, paradójicamente ingrávido, su rechoncha figura. En la planta -1 encontramos un despliegue de vitrinas en las que se encapsulan distintos capítulos de la historia de Vilafranca: desde el mioceno, cuando el simpático sirenio del techo pacía por estas tierras, entonces submarinas (y también muchos otros animales, de los que el Vinseum exhibe restos: dientes de tiburón y de cocodrilo, conchas marinas, gasterópodos, corales de mar, cangrejos, vértebras de delfín), hasta la actualidad —un tanto anacrónicamente ilustrada por una máquina de escribir Olivetti Lexicon 80, casi tan monstruosa como el sirenio, y con la que yo empecé a trabajar en la Generalitat, hace casi cuarenta años—, pasando por un hermoso mosaico romano del siglo I d. C.; un no menos sugerente retablo de la Virgen, atribuido a Pasqual Ortoneda, de 1459; un saco de patatas, que evoca la figura del doctor patata, Manel Barba i Roca, un abogado y agrarista villafranquino del siglo XVIII que desarrolló el cultivo del tubérculo, hasta entonces considerado comida para cerdos o propia del diablo, según la Iglesia, porque crecía bajo tierra; y ejemplares de varias revistas curiosas, publicadas en la ciudad, como la decimonónica El Labriego. Revista Quincenal de Agricultura, Ciencias, Artes y Literatura, en cuya cabecera aparece el labriego en cuestión, con barretina y leyendo, o la vanguardista Hèlix [hélice], dirigida por el mítico, aunque un poco fascista, Juan Ramón Masoliver, y de la que solo aparecieron diez números, entre 1929 y 1930, una de las pocas revistas que se entregaron en Cataluña, con los brazos abiertos, a los ismos y la experimentación. En la planta 0 del Vinseum, donde se informa audiovisualmente de las características de los vinos catalanes y de todas las denominaciones de origen de la comunidad, dos objetos destacan sobre los demás: el espléndido y colorista mural La vinya i el vi [la viña y el vino], realizado por Pau Boada en 1960, que celebra la secular dedicación de su localidad natal a la viticultura; y una no menos impresionante prensa de viga, construida en 1832, de ocho toneladas: la más grande de Cataluña y probablemente de España. Con ella se aplastaba la uva recogida y se obtenía el mosto, que luego, gracias a la fermentación, se convertía en vino. Seguimos subiendo y en la planta primera encontramos un verdadero arsenal de artefactos relacionados con el cultivo de la vid y la obtención del vino, muchos de los cuales resultan perfectamente exóticos para un urbanita como yo, que se deleita con un buen caldo, pero que lo ignora todo de las máquinas necesarias para producirlo: sulfatadoras de arrastre, cañones granífugos, inyectores de sulfuro de carbono, entre muchas otras con nombres no menos estupefacientes. Y este despliegue no se limita a las invenciones modernas: el Vinseum alberga también varias ánforas en las que los pueblos antiguos transportaban el morapio y varios arados romanos, que se han seguido utilizando en España hasta la primera mitad del siglo XX. Y es que, cuando los romanos construían algo, lo construían bien. En esta planta, nos enteramos también de algunos datos sorprendentes: por ejemplo, que de la vitis vinifera hay más de 10.000 variedades en el mundo, y que fueron los fenicios los que la introdujeron en la península ibérica en el siglo VII a. C. (junto con la higuera, el olivo, el almendro, el alfabeto, el torno de alfarero y la cremación de los muertos: gente muy inventiva también, y africana, por cierto, como la mayoría de los que sus ingratos descendientes neofascistas quieren expulsar de España). En esta planta nos ilustramos asimismo sobre los grandes enemigos de la vid (y, consecuentemente, del vino, junto con todas las puritanas sociedades defensoras de la templanza que en el mundo han sido): el oidio, un hongo que mató innumerables vides en 1853; el mildiu, otro hongo, responsable de una nueva catástrofe en 1883; y el peor de todos, la terrible filoxera, un hemíptero homóptero voracísimo, proveniente de los Estados Unidos, que arrasó con la totalidad de las cepas en el fatídico 1879 y cuya expansión se prolongó hasta principios del siglo XX. El agro y la industria vitivinícola necesitaron décadas para reponerse del desastre. En esta planta se exponen también diferentes tipos de prensas, el principio general de cuyo funcionamiento es sencillo (se aplica una presión en un punto, que se traslada a la uva amontonada, la cual libera entonces el precioso líquido), pero cuya materialización concreta ha diferido mucho a lo largo de la historia. Me llama la atención, por ejemplo, la prensa, expuesta en maqueta, que utilizaban los egipcios, que no empleaban pesos ni contrapesos para chafar la uva, como se ha hecho en Occidente, sino que la metían en un gran saco y, retorciéndolo por los extremos, extraían el mosto. Los diferentes mecanismos de las prensas —que no siempre son fáciles de entender, sobre todo para gente como yo, que no destaca por su inteligencia espacial; es más, en los tests psicotécnicos que nos hacían en el colegio, siempre daba “subnormal” en este apartado— se comprenden muy bien gracias a unos vídeos muy didácticos que se muestran en unas pantallas al pie de cada una. El Vinseum destaca en el apartado audiovisual. En todas las plantas se proyectan sucintos pero acertados documentales sobre los fondos expuestos. En la tercera hay incluso un rincón, con la abreviada disposición de un cine, en el que echan fragmentos de películas en los que aparece significativamente el vino, desde El gran dictador, de Chaplin, hasta Otra ronda, con el gran Mads Mikkelsen. Pese a la importancia de las imágenes, el Vinseum no se olvida del lenguaje, y ofrece juegos con los que averiguar el significado de las palabras (en catalán) utilizadas para designar los diferentes aspectos del cultivo de la vid y de la producción del vino, y también una cuidadosa traducción de todos los objetos expuestos al español, inglés y francés. Me imagino que de muchos de ellos, singularísimos y locales, habrá sido difícil encontrar la traducción. En la última planta, seguimos admirando extraños adminículos propios de la viticultura: pasteurizadoras (a las que acompaña un ejemplar de Études sur le vin [Estudios sobre el vino], de Louis Pasteur, publicado en París en 1873), bombas de trasiego, sulfitómetros, alambiques y toneles de todo tipo y tamaño, muchos de los cuales son enzunchados, lo que me sume primero en el estupor, pero me obliga después a averiguar que “enzunchar”, una palabra desconocida para mí hasta este momento, significa, según el DRAE, “asegurar y reforzar cajones, fardos, etc., con zunchos o flejes”, esto es, con cintas metálicas o plásticas. La mayoría de estos aparatos y barricas, antiguos, se me antojan muy hermosos, aunque muchos tengan cierto aspecto arácnido. Este nivel del Vinseum revela el impacto social y estético del vino. Expone objetos de diferentes profesiones tradicionalmente relacionadas con él, como toneleros, odreros, vidrieros y taponeros, y la constancia del enriquecimiento de numerosas familias catalanas gracias al vino (y a los espumosos), como la de Magí Pladellorens, descendiente de varias generaciones de vinateros rurales, que consiguió que se exportara desde las costas catalanas hasta los últimos rincones del globo, y que amasó así una fortuna de más de cinco millones de pesetas a mediados del siglo XIX, amén de un patrimonio inmobiliario espectacular, lo cual constituía una fortuna colosal para la época. Nuestra visita al Vinseum, grande, enorme, constituido por una laberinto de salas, salitas y salones, concluye con la contemplación de algunas obras de los mejores artistas catalanes contemporáneos, como Plensa, Guinovart o Ràfols-Casamada, cuyo protagonista es, cómo no, el vino, y con la compra, también cómo no, de un buen caldo en la tienda del museo. Yo me quedo con un priorato del 23. Juan Carlos opta por una botella de aceite de oliva.