miércoles, 22 de octubre de 2025

Polémicas literarias

En las estancadas aguas de la literatura española actual viene a caer, de vez en cuando, alguna piedra, en forma de polémica, que las agita y atribula. Aunque es una tribulación fugaz, de ondas concéntricas que apenas alcanzan la orilla. Hace algunas semanas, las redes sociales, que tienen atrapado a casi todo el mundo con más fuerza que las almadrabas de los pescadores gaditanos a los atunes del Estrecho, ardieron —como suele decirse— con las manifestaciones de alguien llamada, si no recuerdo mal, María Pombo, que al parecer es una influyente —traduzco del inglés—, es decir, alguien cuya principal ocupación conocida consiste en influir en los demás. Siempre que sé de algún influyente, me pregunto: ¿influir? ¿En qué? ¿Para qué? Y, sobre todo, ¿en virtud de qué? Porque la influencia, como la fama, se ha desvinculado del mérito. Antes, uno influía porque era un científico reputado, o un filósofo iluminador, o un escritor estimable, o un artista revolucionario, o un intelectual crítico, o un político sinceramente comprometido con el bien común, y había trabajado —estudiado, leído, reflexionado— largamente para serlo. Ahora, uno influye porque es influyente. Como María Pombo, a la que no le ha hecho falta nada más, para alcanzar esa privilegiada condición, que ser rica, mona y pija. Antes, también, la influencia derivaba de un saber, de una ciencia, de una autoridad intelectual. El médico no influía por influir, sino porque había descubierto nuevos tratamientos para las enfermedades o innovadores procedimientos quirúrgicos; el jurista tampoco, sino por haber contribuido a mejorar las leyes que regulan la vida de la comunidad; ni el escritor, que bastante hacía con escribir lo mejor que pudiera para preocuparse por influir en los demás. Ahora, el conocimiento no es necesario; basta con saber influir, aunque no haya nada que transmitir, nada que acrezca el patrimonio cultural ni intelectual de los influidos. Pero he divagado. Estaba diciendo que la influyente Pombo había encendido las redes afirmando que a ella no le gustaba leer y que “leer no os hace mejores personas” (se dirigía, al parecer, a los que le habían preguntado, o más bien reprochado, que no tuviera libros en su casa de lujo, decorada con el gusto exquisito de quien no tiene otra cosa que hacer que decorar la casa de lujo). Lo que me sorprendió no fue la soplapollez de la Pombo, experta en soplapolleces, como ha de ser cualquier influyente que se precie, sino la reacción indignada de tantos, que convertía aquella fruslería en una afirmación merecedora de análisis. Muchos, para rebatirla, utilizaron el viejo recurso retórico de darle la razón prima facie —“claro que leer no nos hace mejor personas...”— para, a continuación, subvertir el fondo —si es que lo había— con las verdaderas aportaciones de la lectura (o con los perjuicios de la no lectura, como la que trágicamente aqueja a la Pombo): “...pero sí nos hace menos ignorantes, o más humanos, o nos enriquece mucho, o nos permite vivir más, o nos divierte...” (elíjase aquí la categoría que cada cual prefiera). En realidad, leer nos hace mejores personas, aunque se pueda ser una gran persona sin leer, y también aunque los mayores monstruos de la historia (Hitler, Mao, Stalin sobre todo) hayan sido grandes lectores (y hasta escritores: Hitler pergeñó un libro muy influyente, y Stalin y Mao ¡eran poetas!): a ellos leer no los benefició nada, porque ya eran Hitler, Stalin y Mao. La quimioterapia mejora —y hasta cura— a los enfermos de cáncer, aunque a todos no: hay quien no responde al tratamiento. Las escuelas mejoran —construyen— la educación de todos, aunque algunos alumnos suspendan, o sufran acoso escolar, o los profesores se depriman. Los trenes mejoran las condiciones de vida de la gente —y hasta le son imprescindibles—, aunque a veces se produzca un descarrilamiento o un atropello (o un atentado). La lista de analogías es interminable. Leer no solo reporta placer —que ya es, por sí solo, un mérito muy relevante—: es también una herramienta ética para nuestro crecimiento, para ser más —y mejor— lo que somos: expande la mente, flexibiliza las ideas, relativiza las certidumbres, dilata el lenguaje —la sustancia de nuestro pensamiento—, acrece la compasión y la solidaridad, nos hace más conscientes de nosotros mismos y de quienes constituyen con nosotros el mundo. En suma, nos perfecciona, aunque, naturalmente, no sea el único factor que determine nuestro desempeño ni nuestro destino como seres humanos. Seguramente, a un asesino en serie no le haga ningún bien, o ninguno apreciable en el océano de maldad en el que vive. Aunque quizá, también, la lectura haya rescatado a alguno de la cárcel, o de la delincuencia, o de la sociopatía (y del suicidio). En todo caso, lo más preocupante de este debate chusco no son las sandeces de una millonaria cabezahueca, sino el hecho de que miles de personas —entre las que, ay, ahora me cuento— les presten atención. Lo criticable no es que alguien como María Pombo influya en la sociedad; lo criticable es que miles de miembros de la sociedad le reconozcan ese papel aventajado y se dejen influir por ella. Lo lamentable, en fin, no es que existan las opiniones de la Pombo (ni siquiera la propia Pombo), sino que tantos las ensalcen y las suscriban. 

Una segunda polémica deleznable, pero recurrente —sucede todos los años desde hace una década, más o menos—, ha surgido con la concesión del Premio Planeta a alguien que atiende por Juan del Val. Que el premio literario mejor dotado económicamente del mundo (un millón de euros, más que el Nobel, que este año le reportará 934.000 euros al húngaro de apellido impronunciable que lo ha ganado) vaya a parar a un escritor o escritora desorejados, pero bien situados en el mundo digital y los medios de comunicación, por una novela abominable, se ha convertido en una costumbre española, como lo era sueca no conceder el premio Nobel a Jorge Luis Borges. En cuanto se supo la noticia, brotaron como champiñones las opiniones, no menos indignadas que las de tantos con la Pombo, según las cuales el Premio Planeta se había convertido en un fiasco que desatendía cualquier mérito literario y solo primaba el éxito comercial, que se buscaba con su concesión a una figura atractiva y, sobre todo, mediática. Pero estas opiniones furiosas yerran, no porque no sea cierto lo que dicen —que el Planeta no tiene ya nada que ver con la (buena) literatura y solo responde a un propósito económico—, sino porque sigan considerándolo un premio literario. El Premio Planeta dejó hace mucho tiempo de serlo. Hoy solo es una operación comercial, en la que podemos creer como los niños creen en los Reyes Magos, porque todo el mundo se ha concertado para sostener la fábula, pero que no obedece a nada más que a los intereses mercantiles de una empresa privada. La satisfacción de estos intereses es un objetivo legítimo, mientras todos aceptemos vivir en una economía de mercado: el Grupo Atresmedia, del que es accionista preferente la editorial Planeta, tiene derecho a perseguir los mayores beneficios en su actividad, y para ello acuerda la concesión del premio con una figura ampliamente conocida que crea le va a garantizar mejor la venta de muchos, muchísimos ejemplares. Lo único que cabe reprocharle es que siga llamando premio a esta operación. Eso sí es publicidad engañosa. Para mantener la ficción, este premio fake desde hace tantos años continúa teniendo un jurado —entre cuyos miembros se cuentan literatos del fuste de Pere Gimferrer y hayan figurado en el pasado otros admirables, como Juan Marsé, Carlos Pujol o mi querido José María Valverde; verdaderamente, no alcanzo a imaginarme de qué debaten cuando se reúnen para la concesión del premio— y, lo que es aún más pasmoso, a miles de ilusos que concurren a cada convocatoria. En 2025, han sido 1320, un récord histórico. ¡1320 personas con la ofuscación y la vanidad suficientes como para creer que podían ganar, o ser finalistas, o al menos ser invitados al cóctel que festeja el premio! Este es, de nuevo, el meollo del asunto: lo deplorable no es que una empresa actúe en el mercado para aumentar sus ganancias, aunque sea con la pantomima de un premio que no lo es, sino que los clientes de ese mercado avalen su actuación y compren sus productos. Al cabo de todo este truculento proceso, lo que habrá serán varios cientos de miles de ejemplares de una obra vomitiva publicados, comprados y quizá leídos por otras tantas personas (a las que difícilmente hará mejores). Y estas son las que le hacen realmente el juego a la editorial, los que legitiman la farsa. Para quienes creemos en la literatura, para quienes vivimos en la literatura, hace mucho tiempo que el premio Planeta no significa nada. O sí: lo que no es, lo que no debe ser la literatura. Nuestros intereses están en otra parte. 

Una tercera polémica, y última por hoy, no menos irrelevante que las anteriores, aunque de una mayor perfil institucional, ha sido la que han protagonizado hace muy poco el Instituto Cervantes y la RAE, en las personas de sus respectivos directores: el poeta Luis García Montero y el ensayista —y catedrático de Derecho Administrativo— Santiago Muñoz Machado. La polémica, iniciada por García Montero, refleja bien el espíritu cainita español. Las dos principales instituciones que deben velar por la unidad, limpieza, difusión y progreso de la lengua española, se enzarzan públicamente en una discusión ad personam, perfectamente prescindible, en lugar de trabajar juntas por un objetivo común, cada una ejerciendo las competencias que tiene legalmente asignadas. Es seguro que las diferencias personales ocultan diferencias ideológicas, pero ninguna diferencia ideológica tiene por qué enturbiar el esfuerzo conjunto de ambas entidades por una causa superior. El soplamocos de García Montero a Muñoz Machado y, por extensión, a la RAE fue injusto e improcedente. También lo fueron las respuestas destempladas de Álvaro Pombo, en un artículo caótico y visceral publicado en el ABC, en el que cubría de insultos al director del Cervantes, casi todos de corte ideológico (comunista, burócrata, subvencionado, tiñoso y faltón), menos los referidos a su condición de poeta, en los que acierta (“poeta menor, agradablemente menor”, dice) —Pombo no es un mal escritor, pero lo que sin duda es, es un mal analista político: no por casualidad militó en la desastrosa y fachísima UPyD—; y del inefable Arturo Pérez Reverte, a quien le gusta más una pelea que a un tonto un lápiz, quizá porque necesita afirmar siempre su hombría, al que le faltó tiempo para sumarse a los detractores de García Montero con un mensaje en la red X en el que despachaba sus cogitaciones. Según él, García Montero es una “criatura de Albares” —el ministro de Asuntos Exteriores, del que depende el Instituto Cervantes— y un “mediocre y paniaguado”. El pergeñador de Alatriste remata su dicterio con la pintoresca teoría de que también es el testaferro que el pérfido Gobierno sanchista utiliza “para controlar la Academia” (como si el Gobierno, del que depende financieramente en gran medida la RAE, no pudiera, cuando quisiese, controlar a la Docta Casa por el expeditivo procedimiento de eliminar, reducir o condicionar las generosas ayudas que le presta). Toda esta bronca no ha sido más que una pelea de gallos, impertinentes, bocazas, muy patrios y, lo peor de todos, faltos completamente de sentido y lealtad institucionales.

1 comentario:

  1. Te has despachado a gusto… madre mía. Si, soy yo la anónima.

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