Mi amigo Juan Carlos y yo visitamos hoy el pueblo de Caldes de Montbui y el museo de Manolo Hugué, sito en la localidad. Caldes de Montbui es una localidad termal, plagada de balnearios, hoteles y fuentes. Lo es desde el siglo II a. C., cuando los romanos construyeron aquí unas primeras termas, hoy restauradas y visitables: están en la plaza mayor, muy cerca del ayuntamiento. Para ser una localidad donde tomar las aguas, burguesa y vacacional, Caldes no ha dejado de sufrir sacudidas históricas muy violentas. A principios de 1714, durante la Guerra de Sucesión, fue asaltada por las tropas de Felipe V —mil infantes y mil jinetes, capitaneados por el conde de Montemar—, que se abrieron paso por una brecha abierta en las murallas de la villa por los minadores borbónicos. Una vez dentro, según una carta de la época, “fueron pasados a cuchillo cuantos se hallaron tenaces en su defensa, logrando otros muchos la fuga por un gran barranco que hay al otro lado de la Villa, la que luego se entregó al saqueo, y al fuego, hasta no dejar una sola casa que se reservase de tan justo castigo”. Caldes de Montbui fue, así, uno de veinte municipios catalanes arrasados por los felipistas en aquel sangriento conflicto dinástico. Un siglo y medio después, en los últimos días de julio de 1873, y tras haber sobrevivido también al paso de los franceses durante la Guerra de la Independencia (que en Cataluña se llama la Guerra del Francès), en Caldes de Montbui se libró, durante la tercera guerra carlista, una batalla entre los 500 hombres del ejército liberal, más casi 200 del somatén local, al mando del comandante Francesc Puigjaner, y las tropas carlistas, a las órdenes del coronel Martí Miret y el comandante Joan Galcerán (como se ve, las guerras carlistas en Cataluña tuvieron un carácter civil: los combatientes de ambos bandos eran catalanes). Por fin, en la Guerra Civil la localidad sufrió los desmanes de grupos descontrolados de izquierda, que, por ejemplo, quemaron la Santa Majestat, la talla románica del siglo XII de la iglesia de Santa María, aunque no fueron todo lo destructivos que querían: la cabeza sobrevivió al fuego y hoy puede admirarse en una de las capillas del templo. (Por suerte, no quemaron al cura). Cuando llegamos a la plaza mayor, no se respira en el pueblo el menor ambiente bélico. Todo lo contrario: brilla el sol, los pájaros cantan, alguna gente ha empezado a disfrutar del aperitivo en las terrazas de la plaza y unos pocos paseantes, que se mueven con templanza dominical, completan un cuadro sosegado, casi idílico. A nuestro frente queda la fuente del León, que data de 1582. Por qué se llama así no es difícil de averiguar: la corona la figura en piedra del rey de la selva. El agua sale de este manantial a 74º: apenas se puede tocar. Al lado del edificio de las termas romanas, cuya amplia piscina central se ve desde la plaza, junto a una delicada escultura de la diosa Ceres, de Manolo Hugué, se encuentra Thermalia, el museo que alberga varias colecciones, una de las cuales es la del escultor barcelonés. Entramos sin dilación. La primera planta está dedicada al termalismo romano y a las termas de Caldes de Montbui —que, tras mantenerse en funcionamiento desde su fundación hasta el siglo VI, pasaron por largos periodos de abandono o de reutilización espuria: por ejemplo, a principios del siglo XVII fueron la cárcel en la que se encerraba a las mujeres acusadas de brujería; luego, se utilizaron como granero y hasta fueron el ayuntamiento. El hallazgo más destacado en las termas ha sido el fascinus, un pequeño amuleto de oro que representa unos cojoncillos. Los romanos eran muy aficionados a invocar a la fertilidad con amuletos, figuras priápicas o relieves fálicos, y este colgante responde a esa tradición con, pese a la pequeñez de la talla, un pene de considerables proporciones y dos rotundos testículos. El segundo descubrimiento más significativo de las excavaciones que permitieron restaurar las termas es una cabeza del dios Apolo, del siglo II d. C., en mármol blanco, bien conservada (aunque sin nariz, como es costumbre), que se expone también, aunque no en esta primera planta, sino en una superior. Por lo demás, la información que aporta el Museo sobre el fascinante mundo termal de los romanos, recuerda que las termas no eran solo un lugar de baño, sino un centro social, quizá el más importante de las comunidades: muchas tenían, además de los preceptivos tepidarium, frigidarium y caldarium, saunas, salas de masaje y exfoliación, palestra (es decir, gimnasio), tabernas y hasta bibliotecas, por aquello de mens sana in corpore sano: la gente iba a asearse y descansar, chismorrear y hacer negocios (y hasta a apuñalar a alguno por la espalda), pero también a cultivar el intelecto con papiros y pergaminos. En la segunda planta, se nos ilustra sobre el termalismo calderí (este es el gentilicio catalán; no he logrado averiguar cuál es en español). Se nos informa, por ejemplo, de que en los hoteles y baños de la localidad tuvieron estancia Isabel II y su nieto Alfonso XIII, y de que en los balnearios, entre mucho otro personal, tenían un papel destacado las bañadoras (que eran las que les echaban agua por el cuerpo a los huéspedes) y también las responsables de higiene, que no sé si era el nombre que se les daba ya entonces a las meras limpiadoras o el fruto del lenguaje eufemístico y excrecente con el que transformamos hoy las denominaciones directas y comprensibles en otras, sinuosas y adecentadas, como llamar “asistente técnica sanitaria” a la enfermera o “escultor capilar” al peluquero. (Si se trata de esto, algo parecido observaremos en uno de los letreros que informan de la historia de la localidad, donde se califica la actuación de las tropas francocastellanas en la Guerra de Sucesión de “terrorismo militar”, aplicándole un concepto inexistente entonces para sustentar el juicio negativo que algunos hacen hoy de aquella ocupación; por desgracia, desde los tiempos del imperio asirio, las leyes de la guerra dictaban que a las ciudades que se resistían se las ocupaba y saqueaba, y así lo hicieron también los almogávares catalanoaragoneses en Grecia, por ejemplo. Aquello no era “terrorismo militar”, sino, tristemente, la forma en que siempre se habían hecho las cosas: el terrorismo nos lo hemos inventado en el siglo XX). Las plantas tercera y cuarta del Museo son las dedicadas a Manolo Hugué y a su gran amigo Pablo Picasso. Sin duda, Hugué tuvo una vida ajetreada y, durante muchos años, miserable. En su juventud en Barcelona, donde había nacido en 1872, pasó hambre y penalidades, y se inició en una bohemia —cuyo epicentro era Els Quatre Gats— que continuó en París en 1901, con más hambre y penalidades todavía (y el suicidio de un tiro, ante sus ojos, de su gran amigo Carles Casagemas), y de la que no saldría hasta décadas después, cuando se instaló en Ceret, en la Cataluña francesa (“un pueblo catalán con todas las ventajas de ser francés”, según Hugué), en 1910, de la mano de un marchante de arte, Daniel-Henry Kahnweiler, que le ofreció gestionar toda su obra a cambio de una mensualidad (algo parecido le sucedió a Bukowski, a quien un vendedor de muebles, fascinado por su literatura, le ofreció dejar el empleo de cartero con el que se malganaba la vida y publicar toda su obra en la editorial que había fundado con este fin, Black Sparrow Press, a cambio de un sueldo mensual vitalicio; qué pena que nada de esto me haya pasado a mí). Ceret se convirtió, alrededor del eje que suponía la personalidad magnética de Manolo Hugué, en una verdadera corte de artistas. Por allí pasaron Picasso, Braque, Max Jacob, Matisse, Chagall, Tzara, Casals, Juan Gris, Derain, Maillol y un largo etcétera. En Ceret permanecerá Hugué hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando vuelve a Barcelona. Allí le esperan las mismas penurias que ya había conocido, y escribe: “Llegué a Barcelona como un náufrago, muerto como quien dice de hambre. Aquella situación duró dos años y medio, treinta meses inacabables. (...) No podía comer siempre que tenía hambre. Fue infernal”. Al cabo de este periodo espantoso, vuelve a Ceret, donde encuentra alguna paz (y algún dinero gracias a su marchante Kahnweiler). Pero allí también se le manifiesta una poliartritis que limitará gravemente su trabajo. De hecho, ese es el motivo —la incapacidad de mover piezas grandes— por el que su obra se concentra en figuras y cuadros pequeños. La artritis lo devolverá a Cataluña, donde se instalará finalmente en Caldes de Montbui, para beneficiarse de sus aguas salutíferas. Y en Caldes —en Mas Manolo— residió desde 1927 hasta su muerte en 1945. En la obra de Manolo Hugué, predominan las figuras femeninas: encontramos una Venus, una “chula”, una “manola”, una mujer sentada, otra peinándose, una efigie de su hija adoptiva Rosa, una bailaora con abanico, una cantaora, varias maternidades y la célebre representación de “La llovera”, entre muchas otras. Son siempre figuras populares, de pequeño tamaño y formas suaves y rugosas, trabajadas en yeso y bronce negro. La representación masculina suele limitarse a toreros, banderilleros y picadores (y una “paternidad”). Hugué también diseñó joyas, hizo dibujos y acuarelas, y pintó cuadros —paisajísticos, coloristas y luminosos, frente a la oscuridad casi unánime de su escultura—. La íntima amistad que mantuvo con Pablo Picasso, ya desde sus primeros tiempos barceloneses, ha autorizado al Museo a reservar una sala para la obra de este, bien inspirada por Hugué, bien regalada a este. En ella encontramos retratos de Hugué, Totote, su esposa francesa, y su hija Rosa. Como es habitual en los cuadros y dibujos de Picasso, menudean los desnudos femeninos, algo que cuadra bien con el universo de mujeres que siempre envolvió, en su vida y su escultura, a Manolo Hugué. También hay cerámicas picassianas, en las que abundan las imágenes tauromáquicas. Me llama especialmente la atención una litografía, Els dos models, de 1954, hecho a base de levísimos trazos discontinuos, pero que bastan para dibujar una escena de gran fuerza visual: cada línea, cada delgada tinta en el papel, resulta esencial en sí misma, e imprescindible para el conjunto. Cuando salimos del Museo, no puedo evitar sentir —y así se lo digo a Juan Carlos— que Manolo Hugué es un artista menor. Hábil y hasta sugerente, sí, pero falto de la energía creadora, de la ambición que mueve a los grandes hacedores, y sin la capacidad transformadora de la mejor vanguardia. De hecho, el propio Hugué reconoció que sus mayores influencias eran el arte egipcio y el de la antigüedad grecolatina: modelos clásicos, pues, adaptados someramente a la realidad de su tiempo, y hasta hieráticos, en el caso egipcio. Como sucede con otros artistas, lo mejor de Hugué fue su personalidad, ingeniosa, estimulante, desbordante. Su obra constituye solo un aspecto lateral de una forma de ser que lo hizo famoso, y objeto de la biografía que escribió Josep Pla: Vida de Manolo contada por él mismo. La mañana concluye con un largo paseo por el pueblo. De camino al restaurante en el que vamos a comer, tapizado de hojas de arce, rojas como llamas, cruzamos el puente románico —de 1226—, en la lápida de cuya restauración, de 1878, encuentro una falta de ortografía: “... dirijido por el albañil Pablo Cortadela”; vemos el molino de l’Esclop, de 1314, donde un grupo de chicas estadounidenses se está haciendo fotos; la iglesia de Santa María, construida entre 1589 y 1714, con la hermosa portada barroca, constituida por seis columnas salomónicas, y doce capillas interiores, coronadas por hermosas vidrieras, una de las cuales alberga la imagen de la Santa Majestat (que vemos detrás de un grueso cristal protector, aunque ya no creo que haya hoy riesgo de que se le pegue fuego); y varios lavaderos públicos, grandes, limpios y todavía útiles, cuya abundancia se explica por el carácter termal de la villa: el de la Canaleta, de 1929, cuyas aguas manan a 48º, y el de la Portalera, junto a la calle Sinagoga, en el que Juan Carlos me informa de que, la última vez que lo visitó, vio a un chino lavando la ropa.
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