martes, 18 de noviembre de 2025

Manolo Hugué y Caldes de Montbui

Mi amigo Juan Carlos y yo visitamos hoy el pueblo de Caldes de Montbui y el museo de Manolo Hugué, sito en la localidad. Caldes de Montbui es una localidad termal, plagada de balnearios, hoteles y fuentes. Lo es desde el siglo II a. C., cuando los romanos construyeron aquí unas primeras termas, hoy restauradas y visitables: están en la plaza mayor, muy cerca del ayuntamiento. Para ser una localidad donde tomar las aguas, burguesa y vacacional, Caldes no ha dejado de sufrir sacudidas históricas muy violentas. A principios de 1714, durante la Guerra de Sucesión, fue asaltada por las tropas de Felipe V —mil infantes y mil jinetes, capitaneados por el conde de Montemar—, que se abrieron paso por una brecha abierta en las murallas de la villa por los minadores borbónicos. Una vez dentro, según una carta de la época, “fueron pasados a cuchillo cuantos se hallaron tenaces en su defensa, logrando otros muchos la fuga por un gran barranco que hay al otro lado de la Villa, la que luego se entregó al saqueo, y al fuego, hasta no dejar una sola casa que se reservase de tan justo castigo”. Caldes de Montbui fue, así, uno de veinte municipios catalanes arrasados por los felipistas en aquel sangriento conflicto dinástico. Un siglo y medio después, en los últimos días de julio de 1873, y tras haber sobrevivido también al paso de los franceses durante la Guerra de la Independencia (que en Cataluña se llama la Guerra del Francès), en Caldes de Montbui se libró, durante la tercera guerra carlista, una batalla entre los 500 hombres del ejército liberal, más casi 200 del somatén local, al mando del comandante Francesc Puigjaner, y las tropas carlistas, a las órdenes del coronel Martí Miret y el comandante Joan Galcerán (como se ve, las guerras carlistas en Cataluña tuvieron un carácter civil: los combatientes de ambos bandos eran catalanes). Por fin, en la Guerra Civil la localidad sufrió los desmanes de grupos descontrolados de izquierda, que, por ejemplo, quemaron la Santa Majestat, la talla románica del siglo XII de la iglesia de Santa María, aunque no fueron todo lo destructivos que querían: la cabeza sobrevivió al fuego y hoy puede admirarse en una de las capillas del templo. (Por suerte, no quemaron al cura). Cuando llegamos a la plaza mayor, no se respira en el pueblo el menor ambiente bélico. Todo lo contrario: brilla el sol, los pájaros cantan, alguna gente ha empezado a disfrutar del aperitivo en las terrazas de la plaza y unos pocos paseantes, que se mueven con templanza dominical, completan un cuadro sosegado, casi idílico. A nuestro frente queda la fuente del León, que data de 1582. Por qué se llama así no es difícil de averiguar: la corona la figura en piedra del rey de la selva. El agua sale de este manantial a 74º: apenas se puede tocar. Al lado del edificio de las termas romanas, cuya amplia piscina central se ve desde la plaza, junto a una delicada escultura de la diosa Ceres, de Manolo Hugué, se encuentra Thermalia, el museo que alberga varias colecciones, una de las cuales es la del escultor barcelonés. Entramos sin dilación. La primera planta está dedicada al termalismo romano y a las termas de Caldes de Montbui —que, tras mantenerse en funcionamiento desde su fundación hasta el siglo VI, pasaron por largos periodos de abandono o de reutilización espuria: por ejemplo, a principios del siglo XVII fueron la cárcel en la que se encerraba a las mujeres acusadas de brujería; luego, se utilizaron como granero y hasta fueron el ayuntamiento. El hallazgo más destacado en las termas ha sido el fascinus, un pequeño amuleto de oro que representa unos cojoncillos. Los romanos eran muy aficionados a invocar a la fertilidad con amuletos, figuras priápicas o relieves fálicos, y este colgante responde a esa tradición con, pese a la pequeñez de la talla, un pene de considerables proporciones y dos rotundos testículos. El segundo descubrimiento más significativo de las excavaciones que permitieron restaurar las termas es una cabeza del dios Apolo, del siglo II d. C., en mármol blanco, bien conservada (aunque sin nariz, como es costumbre), que se expone también, aunque no en esta primera planta, sino en una superior. Por lo demás, la información que aporta el Museo sobre el fascinante mundo termal de los romanos, recuerda que las termas no eran solo un lugar de baño, sino un centro social, quizá el más importante de las comunidades: muchas tenían, además de los preceptivos tepidarium, frigidarium y caldarium, saunas, salas de masaje y exfoliación, palestra (es decir, gimnasio), tabernas y hasta bibliotecas, por aquello de mens sana in corpore sano: la gente iba a asearse y descansar, chismorrear y hacer negocios (y hasta a apuñalar a alguno por la espalda), pero también a cultivar el intelecto con papiros y pergaminos. En la segunda planta, se nos ilustra sobre el termalismo calderí (este es el gentilicio catalán; no he logrado averiguar cuál es en español). Se nos informa, por ejemplo, de que en los hoteles y baños de la localidad tuvieron estancia Isabel II y su nieto Alfonso XIII, y de que en los balnearios, entre mucho otro personal, tenían un papel destacado las bañadoras (que eran las que les echaban agua por el cuerpo a los huéspedes) y también las responsables de higiene, que no sé si era el nombre que se les daba ya entonces a las meras limpiadoras o el fruto del lenguaje eufemístico y excrecente con el que transformamos hoy las denominaciones directas y comprensibles en otras, sinuosas y adecentadas, como llamar “asistente técnica sanitaria” a la enfermera o “escultor capilar” al peluquero. (Si se trata de esto, algo parecido observaremos en uno de los letreros que informan de la historia de la localidad, donde se califica la actuación de las tropas francocastellanas en la Guerra de Sucesión de “terrorismo militar”, aplicándole un concepto inexistente entonces para sustentar el juicio negativo que algunos hacen hoy de aquella ocupación; por desgracia, desde los tiempos del imperio asirio, las leyes de la guerra dictaban que a las ciudades que se resistían se las ocupaba y saqueaba, y así lo hicieron también los almogávares catalanoaragoneses en Grecia, por ejemplo. Aquello no era “terrorismo militar”, sino, tristemente, la forma en que siempre se habían hecho las cosas: el terrorismo nos lo hemos inventado en el siglo XX). Las plantas tercera y cuarta del Museo son las dedicadas a Manolo Hugué y a su gran amigo Pablo Picasso. Sin duda, Hugué tuvo una vida ajetreada y, durante muchos años, miserable. En su juventud en Barcelona, donde había nacido en 1872, pasó hambre y penalidades, y se inició en una bohemia —cuyo epicentro era Els Quatre Gats— que continuó en París en 1901, con más hambre y penalidades todavía (y el suicidio de un tiro, ante sus ojos, de su gran amigo Carles Casagemas), y de la que no saldría hasta décadas después, cuando se instaló en Ceret, en la Cataluña francesa (“un pueblo catalán con todas las ventajas de ser francés”, según Hugué), en 1910, de la mano de un marchante de arte, Daniel-Henry Kahnweiler, que le ofreció gestionar toda su obra a cambio de una mensualidad (algo parecido le sucedió a Bukowski, a quien un vendedor de muebles, fascinado por su literatura, le ofreció dejar el empleo de cartero con el que se malganaba la vida y publicar toda su obra en la editorial que había fundado con este fin, Black Sparrow Press, a cambio de un sueldo mensual vitalicio; qué pena que nada de esto me haya pasado a mí). Ceret se convirtió, alrededor del eje que suponía la personalidad magnética de Manolo Hugué, en una verdadera corte de artistas. Por allí pasaron Picasso, Braque, Max Jacob, Matisse, Chagall, Tzara, Casals, Juan Gris, Derain, Maillol y un largo etcétera. En Ceret permanecerá Hugué hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando vuelve a Barcelona. Allí le esperan las mismas penurias que ya había conocido, y escribe: “Llegué a Barcelona como un náufrago, muerto como quien dice de hambre. Aquella situación duró dos años y medio, treinta meses inacabables. (...) No podía comer siempre que tenía hambre. Fue infernal”. Al cabo de este periodo espantoso, vuelve a Ceret, donde encuentra alguna paz (y algún dinero gracias a su marchante Kahnweiler). Pero allí también se le manifiesta una poliartritis que limitará gravemente su trabajo. De hecho, ese es el motivo —la incapacidad de mover piezas grandes— por el que su obra se concentra en figuras y cuadros pequeños. La artritis lo devolverá a Cataluña, donde se instalará finalmente en Caldes de Montbui, para beneficiarse de sus aguas salutíferas. Y en Caldes —en Mas Manolo— residió desde 1927 hasta su muerte en 1945. En la obra de Manolo Hugué, predominan las figuras femeninas: encontramos una Venus, una “chula”, una “manola”, una mujer sentada, otra peinándose, una efigie de su hija adoptiva Rosa, una bailaora con abanico, una cantaora, varias maternidades y la célebre representación de “La llovera”, entre muchas otras. Son siempre figuras populares, de pequeño tamaño y formas suaves y rugosas, trabajadas en yeso y bronce negro. La representación masculina suele limitarse a toreros, banderilleros y picadores (y una “paternidad”). Hugué también diseñó joyas, hizo dibujos y acuarelas, y pintó cuadros —paisajísticos, coloristas y luminosos, frente a la oscuridad casi unánime de su escultura—. La íntima amistad que mantuvo con Pablo Picasso, ya desde sus primeros tiempos barceloneses, ha autorizado al Museo a reservar una sala para la obra de este, bien inspirada por Hugué, bien regalada a este. En ella encontramos retratos de Hugué, Totote, su esposa francesa, y su hija Rosa. Como es habitual en los cuadros y dibujos de Picasso, menudean los desnudos femeninos, algo que cuadra bien con el universo de mujeres que siempre envolvió, en su vida y su escultura, a Manolo Hugué. También hay cerámicas picassianas, en las que abundan las imágenes tauromáquicas. Me llama especialmente la atención una litografía, Els dos models, de 1954, hecho a base de levísimos trazos discontinuos, pero que bastan para dibujar una escena de gran fuerza visual: cada línea, cada delgada tinta en el papel, resulta esencial en sí misma, e imprescindible para el conjunto. Cuando salimos del Museo, no puedo evitar sentir —y así se lo digo a Juan Carlos— que Manolo Hugué es un artista menor. Hábil y hasta sugerente, sí, pero falto de la energía creadora, de la ambición que mueve a los grandes hacedores, y sin la capacidad transformadora de la mejor vanguardia. De hecho, el propio Hugué reconoció que sus mayores influencias eran el arte egipcio y el de la antigüedad grecolatina: modelos clásicos, pues, adaptados someramente a la realidad de su tiempo, y hasta hieráticos, en el caso egipcio. Como sucede con otros artistas, lo mejor de Hugué fue su personalidad, ingeniosa, estimulante, desbordante. Su obra constituye solo un aspecto lateral de una forma de ser que lo hizo famoso, y objeto de la biografía que escribió Josep Pla: Vida de Manolo contada por él mismo. La mañana concluye con un largo paseo por el pueblo. De camino al restaurante en el que vamos a comer, tapizado de hojas de arce, rojas como llamas, cruzamos el puente románico —de 1226—, en la lápida de cuya restauración, de 1878, encuentro una falta de ortografía: “... dirijido por el albañil Pablo Cortadela”; vemos el molino de l’Esclop, de 1314, donde un grupo de chicas estadounidenses se está haciendo fotos; la iglesia de Santa María, construida entre 1589 y 1714, con la hermosa portada barroca, constituida por seis columnas salomónicas, y doce capillas interiores, coronadas por hermosas vidrieras, una de las cuales alberga la imagen de la Santa Majestat (que vemos detrás de un grueso cristal protector, aunque ya no creo que haya hoy riesgo de que se le pegue fuego); y varios lavaderos públicos, grandes, limpios y todavía útiles, cuya abundancia se explica por el carácter termal de la villa: el de la Canaleta, de 1929, cuyas aguas manan a 48º, y el de la Portalera, junto a la calle Sinagoga, en el que Juan Carlos me informa de que, la última vez que lo visitó, vio a un chino lavando la ropa.

jueves, 13 de noviembre de 2025

Máscara y compás, de Maruja Mallo

A mi llegada al Museo Reina Sofía para ver la exposición Máscara y compás, de Maruja Mallo, me extraña la cola de gente que encuentro a la entrada, pero no le doy importancia. (“¿Qué estará esperando tanta gente aquí?”, me pregunto para mis adentros). Como siempre había hecho hasta hoy, me dirijo a buen paso al vestíbulo donde se compran las entradas, hasta que caigo en la cuenta, con horror, de que la cola soviética que se ha formado ante el Museo es de gente que, como yo, va a ver la exposición y quiere comprar las entradas. Retrocedo, pasmado, hasta el inicio de la fila, preguntándome qué ha pasado para que nunca, en mis anteriores visitas al Reina Sofía, haya tenido que esperar ni un minuto y hoy, en cambio, se haya concentrado aquí medio Madrid, o media España. Lo que ha pasado es la masificación turística, una de las facetas más visibles de la masificación humana. En la cola, que avanza a paso de quelonio (los franceses que están detrás de mí no paran de quejarse), paso casi una hora, justo detrás de una pareja de gais —uno gordito y el otro muy parlanchín— que me llenan los oídos de noticias y exclamaciones. Cuando por fin entramos en el vestíbulo, comprendo por qué se tarda tanto: solo hay una empleada para vender las entradas a los que no las han comprado ya por internet. Una empleada para centenares de personas, quizá miles, en esta soleada mañana sabatina: he aquí un ejemplo de buena gestión de un museo público. Junto con los inverecundos chascarrillos de los jóvenes que me preceden, me entretiene también la performance de “solidaridad feminista” con El Salvador que tiene lugar en la plaza delante del Museo, y en la que un grupo de mujeres, con tambores y ropas talares, se mueve por la plaza, mientras una de ellas lee los nombres de las mujeres que han sufrido algún tipo de violencia en El Salvador, aunque no me queda claro si es una violencia machista, o gubernamental, o por haber sufrido abortos clandestinos, o todo junto. Accedo por fin, alabado sea el Hacedor, a la exposición, cuya primera sala, dedicada a las “Verbenas”, recoge la parte de la obra de la Mallo que pinta la diversión del pueblo: escenas abigarradas, coloristas, populosas, en las que se reconocen tiovivos, norias, atracciones de feria, matasuegras. Uno de los cuadros más significativos de esta sección, titulada justamente La verbena, de 1927, es el que, reproducido en un enorme cartel, da la bienvenida a los visitantes en la fachada del Museo. Lo habitan, entre muchas otras figuras de la cultura popular española, un guardia civil (solo uno: aquí no hay pareja de la Benemérita), varios marineros, algunos capirotes y hasta un camarero que lleva en la bandeja, airosamente sostenida, una sandía mordisqueada. La turbulencia del cuadro es vanguardista —vagamente surreal— y popular a la vez. En otro cuadro, El mago, de 1926, aparece eso, un mago, que tiene todo el aspecto de Valle-Inclán, con su mesopotámica barba. Kermesse, de 1928 —este, decididamente surreal—, hace un despliegue de disfraces, y en Verbena de la Pascua, de 1927, los protagonistas son los Reyes Magos y un árbol de Navidad. Las verbenas de Maruja Mallo son la parte más explosiva de su producción. El resto de su obra, plural y dilatada, persigue otros efectos, menos vívidos quizá, pero igualmente hondos. En la serie “Estampas” —que la pintora prefería llamar “simbologramas”—, predominan las figuras femeninas —una constante, por otra parte, en su obra, donde aparecen muy pocos hombres—, siempre dinámicas, vitales, y muchas de ellas de gran busto. En la siguiente, “Cloacas y campanarios”, Maruja Mallo pasa a explorar aspectos sórdidos o residuales de la sociedad. Sus cuadros, habitados ahora por figuras difusas e inhumanas, participan de un cierto tenebrismo, de una oscuridad impregnada de inquietud. La mayoría de estas piezas corresponden a la década siguiente a la festiva que vio la eclosión de las verbenas. Grajo y excremento, por ejemplo, fue ejecutado en 1931 (lo excremental está muy presente en estas piezas). Hay un Espantapájaros, de 1930, y un insólito Espantapeces, de 1931, que André Breton adquirió para su colección de rarezas subconscientes. En Antro de fósiles, encuentro esqueletos, lagartijas y herraduras: realidades rastreras o muertas que transmiten la pesadumbre de lo oscuro, encarnado en grises y negros. En muchos de los cuadros de esta sección, veo raspas de pescado: más materia consumida, inútil, pero quizá abono o esperanza de un improbable despertar. Las “Cerámicas”, con figuras animales y vegetales, sobrias y templadas, y las “Arquitecturas” no me interesan demasiado: acreditan el polifacetismo de la artista lucense, pero no consiguen entusiasmarme (pocas cerámicas lo logran: es, sin duda, una carencia mía). En “La religión del trabajo” abundan, otra vez, los rostros y figuras de mujer, pintados ahora con colores suaves (azules claros, ocres), algo naífs, pero perturbadores. En el hermoso Canto de las espigas, tres caras femeninas aparecen entrelazadas por unas espigas de color teja. Los rostros son inexpresivos, como en casi toda la obra de Maruja Mallo, cuyos personajes tiene mucho de hieráticos: la expresividad se la da la pureza de las líneas, la limpidez cromática, la composición arquitectónica y, en ocasiones, el tumulto y la mezcolanza. Las obras que integran esta “Religión del trabajo” cantan a pescadoras y agricultoras: contienen redes, espigas, mar. Maruja Mallo también trabajó para el teatro. La sección así titulada, “Teatro”, recoge su plástica escenográfica, en la que hay títeres y muñecos, y un divertido El arzobispo de Constantinopla. Cuando me acerco a observar con más detalle algunas de estas piezas dramáticas, piso sin darme cuenta unos centímetros de la línea pintada en el suelo que constituye el muro invisible que no puedo atravesar, y recibo la consabida admonición del vigilante de la sala, que se sacude así el aburrimiento, feliz de justificar su presencia en el lugar. En las diferentes salas de Máscara y compás, presto una atención especial a los libros que acompañan, en vitrinas, a las obras expuestas. Reparo en sendas primeras ediciones de La deshumanización del arte, de Ortega y Gasset; de Hércules jugando a los dados, de aquella rara avis fascista y fieramente experimental, Ernesto Giménez Caballero, a quien hasta Franco tuvo que quitarse de encima (por el singular procedimiento de nombrarlo embajador de España en Paraguay); y de Transparencias fugadas, del surrealista canario Pedro García Cabrera, todas cuyas cubiertas cuentan con una ilustración de Maruja Mallo (que también hermoseaban las de Revista de Occidente, cuando la dirigía Ortega, de las que hay muchos números en las vitrinas que veo). Sigo andando. Las “Naturalezas vivas” conforman una serie cabalmente surreal, valga el oxímoron: cada cuadro de esta sección pinta una simbiosis de plantas y animales, que alumbra criaturas imposibles: medusas y orquídeas, caracolas y rosas, estrellas de mar y uvas. Estos extraños seres, polícromos, vivísimos, revelan una imaginación incansable, que atiende tanto a la realidad natural como a las fabulaciones de la mente. Las “Cabezas bidimensionales”, por su parte, incluyen retratos (planos, como el título de la serie indica) de mujeres negras u oscuras, muchas de ellas musculosas y alguna con el pecho desnudo. Unas acróbatas protagonizan Homenaje a los Juegos del 36, pintado veinte años más tarde: el interés por las mujeres activas, deportistas, como metáfora de un espíritu libre y autosuficiente, no decae en ningún momento. El único retrato de hombre está inacabado. Otra serie de rostros, con el título de “Máscaras”, sigue en la exposición: son femeninos, desde luego, y muy hermosos; resultan más expresivos, aún llamándose “máscaras”, que los anteriores de “cabezas bidimensionales”. Las retratadas son mujeres blancas, de piel rosada y ojos azules, que conjugan tenuidad y fortaleza. Muchas son, de nuevo, atletas; otras pasean o corren por la playa. Y de los retratos pasamos a los “Autorretratos”, donde Maruja Mallo aparece fotografiada, en blanco y negro, con Pablo Neruda en las playas de Chile o, cubierta de algas, en la Isla de Pascua. La exposición llega a su fin con una sección de título múltiple: “Moradores del vacío. Viajeros del éter. Protoesquemas”, en la que la obra de la Mallo se esencializa, pierde sus atributos más figurativos y se refugia en lo abstracto, después de su largo viaje por los rincones ocultos o fabulosos de la realidad. Y como no hay concepto sin palabra, como nos recuerda una de las muchas leyendas inscritas en las paredes de la exposición, a los conceptos pintados en los cuadros corresponde una palabra, un neologismo que, una vez más, designa a seres fantásticos: almotrón, geonauta, airagu, glaucopión, protozoario, selvatro. Máscara y compás concluye con la proyección de una interesante entrevista que le hizo Pilar Chamorro a Maruja Mallo en el programa de televisión Imágenes, en 1979. Es interesante, pero también sorprendente por la cantidad de tonterías que puede llegar a decir un artista de la altura de Mallo, la gran pintora de la generación del 27. Me quedo semihipnotizado escuchando sus recuerdos y sus delirios, de pie, entre mucha gente que parece beber de sus palabras como del oráculo de Delfos.  

viernes, 7 de noviembre de 2025

El Premio de Traducción Ángel Crespo por "Transfiguraciones"

El lunes pasado tuve la satisfacción de saber que había ganado el XXVIII Premio de Traducción Ángel Crespo, al que había concurrido con la traducción de Transfigurations, del poeta estadounidense Jay Wright (Transfigurations: Collected Poems, Baton Rouge: Louisiana State University Press, 2000), publicado, con el título de Transfiguraciones, por la editorial sevillana Hojas de Hierba en 2024, y quiero desde aquí agradecer al jurado su decisión. Ha sido un gran honor recibirlo: el Premio Ángel Crespo, convocado por tres importantes organizaciones profesionales: la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, el Centro Español de Derechos Reprográficos y el Gremi d'Editors de Catalunya, es un galardón prestigioso y consolidado —viene concediéndose desde 1998—, que honra la memoria de Ángel Crespo, un gran poeta y un gran traductor. En su nómina de ganadores, figuran numerosos autores a los que admiro y a los que me honra acompañar: Carmen Martín Gaite, José María Micó, Carlos Vitale, Anne-Hélène Suárez-Girard. Este es el enlace con la noticia de la concesión del premio: https://www.acec-web.org/spa/ARTICLE.ASP?ID=6617.

Aunque ya me ocupé de Transfiguraciones en este blog cuando apareció, en noviembre de 2024 (https://eduardomoga1.blogspot.com/2024/11/transfiguraciones.html), y dadas las felices circunstancias que motivan esta entrada, voy a permitirme repetir el asunto, aunque plenamente centrado en la tarea de la traducción. Transcribo, pues, a continuación el original y la versión al castellano del poema 14 del libro Boleros —publicado en 1991—, el séptimo de los ocho que componen Transfiguraciones.

(CALLIOPE ↔ SAHU)

Night enters the Plaza, step by step, in the singular
flaring of lamps on churro carts, taco stands,
benches set with deep bowls of pozole,
on rugs embroidered with relics, crosses, bones,
                                pamphlets, dream books.
Around this Cathedral, there is an order never shaken;
all our eyes and postures speak of the certainty
                               of being forever in place.
These are the ones who always hear the veiled day fall,
the street tile's serpentine hiss under the evening's drone.
Compadre, not all have come from Reforma, along Madero.
There are those whose spotless white manta tells me
they are not from here—as now, you see, a village
wedding party come to engage the virgin's peace.

This evening, in the Zócalo, lanterns become candles,
or starlight, whatever recalls a woman,
beating her clothes on rocks in a village stream.
At her side, a man buckets the muddy water for his stove.
What does the spirit say, in its seating,
when such impurity can console,
and the slipped vowels of an unfamiliar name
                                       rise from the shallows?
Lovers meet here,
and carry consummation's black weed into dawn,
and meet again when the full moon,
                       on its flamboyant feet, surges
over the mud floor of a barrio Saturday night.
She, of the rock, has offered the water man
beans, flour tortillas, cebollas encurtidas and atole,
a hand for the bell dance that rings all night,
the surprise of knowing the name of the horse
that waits in the shadows when the dance has gone.

She knows this room, where every saint has danced,
revolves on its own foundation,
and that the noon heat ache beneath her hair
guides her through a love's lost steps.
Her love lies deeper than a heart's desire,
far beyond even her hand's intention,
when midnight at the feast sings
with the singular arrow that flies by day,
                                          a sagitta mortis.
Now, in her presence, I always return to hands,
parts of that “unwieldly flesh about our souls,”
where the life of Fridays, the year of Lent, the wilderness,
lies and invites another danger.

I sit at the mass,
and mark the quail movement of the priests' hands,
as they draw submission from us.
The long night of atonement that burrs our knees
                                      feeds those hands.
But there are other hands—our own, yet another's—
in the mortar, in the glass,
               tight with blood and innocence.
A cathedral moment may last for centuries,
given to us as a day, and a day, and half a day,
as a baroque insistence lying over classic form,
as the womb from which the nation rises whole.
Inside there, the nation walks the Chinese rail,
arrives at the Altar of Pardon,
                                           lingers, goes on,
to the grotto where the kings stand in holy elation.

Perhaps, this reticent man and woman will find
that moment of exhilaration in marriage, born
on the mud floor when they entered each other
for the good hidden in each, in flesh that needs
                                                   no propitiation.
There must be a “Canticle, a love-song,
an Epithalamion, a marriage song of God, to our souls,
wrapped up, if we would open it, and read it.”

             Adorar es dar para recibir.
How much we have given to this Cathedral's life.
How often we have heard prophecies of famine,
or war, or pestilence, advocacies of labor
and fortune that have failed to sustain.
Compadre, I wish I were clever enough to sleep
in a room of saints, and close my senses
to the gaming, the burl of grilled meat and pulque,
the sweet talk of political murders, the corrido
laughter that follows a jefe to his bed,
all these silences, all these intimations
of something still to be constructed.
But forgive me for knowing this,
                    that I have been touched by fire,
and that, even in spiritual things, nothing is perfect.
And this I understand,
in the Cathedral grotto, where the kings have buckled on
their customary deeds, the darkest lady has entered.
Be still, and hear the singing, while Calliope encounters
                                                                         the saints.
The wedding party,
austerely figured in this man and woman,
advances to the spot where the virgin
                               once sat to receive us.

(CALÍOPE ↔ SAHU)

La noche entra en la Plaza, paso a paso, con el singular
resplandor de las farolas en los carritos de churros, en los                                                                                            [puestos de tacos, 
en las bancas con grandes tazones de pozole
en los tapetes bordados de reliquias, cruces, huesos, 
                                         folletos, libros para interpretar los                                                                                                             [sueños.
Alrededor de esta Catedral, hay un orden que nunca peligra;
nuestras miradas y posturas revelan la certeza 
                                        de estar para siempre en su lugar.
Son los que siempre oyen caer el velo del día,
el siseo de serpiente de las baldosas de la calle, mientras                                                                                                [zumba la tarde. 
Compadre, no todos han venido de Reforma, por Madero. 
Hay algunos cuya manta blanca e inmaculada me dice 
que no son de aquí. Ahora, ya ves, llega de un pueblo
un cortejo nupcial que va a comprometer la paz de la virgen.

Esta tarde, en el Zócalo, los faroles se vuelven velas,
o luz de estrellas, lo que sea que recuerde a una mujer
que lava la ropa contra las piedras de un arroyo del pueblo.
A su lado, un hombre saca cubos de agua fangosa para la                                                                                                              [estufa. 
¿Qué dice el espíritu, desde su sede, 
cuando tal impureza puede ser un consuelo 
y las vocales susurradas de un nombre desconocido 
                                                     surgen de los bajíos?
Los amantes se encuentran aquí, 
y prolongan la ambrosía de la consumación hasta el amanecer, 
y vuelven a encontrarse cuando la luna llena, 
                                           de pies esplendorosos, crece 
en el suelo de barro de un sábado de barrio por la noche. 
Ella, la de la piedra, le ha ofrecido al aguador 
frijoles, tortillas de trigo, cebollas encurtidas y atole, 
una mano para el baile de campanas que suena toda la noche,
la sorpresa de saber el nombre del caballo 
que espera en las sombras al acabar el baile.

Ella sabe que esta habitación, donde todos los santos han                                                                                                            [bailado, 
gira sobre sus cimientos,
y que el dolor que siente bajo el pelo por el calor del mediodía 
la guía por entre los pasos perdidos del amor. 
Su amor yace a mayor profundidad que los anhelos del                                                                                                           [corazón, 
mucho más allá incluso que la intenciones de su mano, 
cuando la medianoche, en la fiesta, canta 
con la flecha singular que vuela de día, 
                                    una sagitta mortis.
Ahora, en su presencia, siempre vuelvo a las manos, 
partes de esa «carne ingobernable que rodea a nuestra alma», 
donde se encuentra la vida de los viernes, el año de 
                                                   [Cuaresma, el desierto, 
que invita a nuevos peligros.  

Me siento a oír misa 
y observo los ademanes sinuosos de los sacerdotes, 
que nos mueven a obediencia.
La larga noche de expiación que nos desuella las rodillas 
                                          alimenta esas manos.
Pero hay otras manos —nuestras, pero ajenas— 
en el mortero, en el cristal, 
               empapadas de sangre e inocencia.
Un momento en la catedral puede durar siglos, 
que se nos dan como un día, y otro día, y medio día, 
como una insistencia barroca con forma clásica, 
como el vientre del que surge la nación entera. 
Allí dentro, la nación sigue la barandilla china, 
llega al Altar del Perdón, 
                            se detiene y luego sigue
hasta la gruta donde los reyes se alzan con santa euforia.

Quizá este hombre y esta mujer reticentes encuentren 
ese momento de júbilo en el matrimonio, nacido 
en el suelo de barro cuando entraron el uno en el otro 
a por el bien oculto en cada uno, en la carne que no necesita 
                                                                                    propiciación.
Debería haber un «Cántico, una canción de amor, 
un Epitalamio, una canción de boda con Dios, para 
                                                               [nuestras almas, 
envuelto, que pudiéramos abrir y leer».

                    Adorar es dar para recibir.
Cuánto hemos dado a la vida de esta Catedral. 
Cuántas veces hemos oído profetizar hambrunas,
guerras o pestilencias, y prever trabajos 
y venturas que no se han cumplido.
Compadre, ojalá fuera lo bastante listo para dormir 
en una sala de los Santos, y cerrar los sentidos 
al juego, al nudo de la carne asada y el pulque,
a la dulce charla de los asesinatos políticos, a la risa 
de corrido que acompaña a un jefe hasta la cama,
a todos estos silencios, a todas estas insinuaciones 
de algo aún por construir. 
Pero perdóname por saber
             que he sido tocado por el fuego
y que ni siquiera en las cosas del espíritu hay nada perfecto.
Y entiendo que
en la gruta de la catedral, donde los reyes se han ceñido 
a sus deberes de siempre, ha entrado la dama más oscura.
No te muevas, y escucha el canto, mientras Calíope se                                                                                                         [encuentra 
                                                                       con los santos.
El cortejo nupcial,
austeramente cifrado en este hombre y esta mujer,
avanza hasta el lugar en el que la virgen 
se sentó una vez para recibirnos.

Cubierta de la segunda edición de Transfiguraciones, que estará en librerías en los primeros días del próximo diciembre.

domingo, 2 de noviembre de 2025

El número 10 de la revista Surco

Surco. Cuadernos de Poesía, la revista creada y dirigida en Sevilla por Antonio López Cañestro, ese poeta y editor con aspecto de príncipe asirio, ha alcanzado este otoño su número 10, que es el 11, en realidad, porque el inaugural recibió el número 0. Tres años, pues, de vida intensa y de exquisita labor entregada a la poesía, porque Surco es, que yo sepa, la única publicación periódica (trimestral) en España, hecha solo en papel, dedicada exclusivamente a la poesía y distribuida en todo el país. En este número, Surco mantiene el nivel de calidad que ha acreditado en los anteriores, cohonestando modernidad y clasicismo, y vuelve a impactar con una portada vigorosa y una entereza de materiales insólita. Continúa asimismo su espíritu cosmopolita, con una atención singular a los poetas de Hispanoamérica los chilenos Jorge Teillier y Enrique Lihn, la mexicana Elsa Cross, el argentino José Ignacio Hernández y la venezolana Cristina Gutiérrez Leal, sin descuidar a los autores españoles, como Emilia Conejo o el poeta al que homenajea este número, el malagueño Francisco Cumpián, amén de la que presta a la poeta lituana Judita Vaiciunaité, con traducción de Pietro U. Dini, y, en la sección “Entrada de Carruajes”, al estadounidense Cecil Taylor, entrevistado por Chris Funkhouser, con traducción de Javier Romero. A una significativa antología de la obra de Francisco Cumpián, fallecido hace pocos meses, “Nunca se puede ser definitivo”, preparada por Antonio López Cañestro, acompañan una semblanza del poeta, escrita por Chantal Maillard, y una hermosa “Elegía al poeta Francisco Cumpián”, del también malagueño Juan Miguel González. El cuaderno in memoriam de Cumpián constituye el eje de un número que gira en torno a la muerte. El epígrafe que precede las 234 páginas de este Surco es un verso de Odyseas Elytis: “La poesía comienza allí donde la muerte no tiene la última palabra”. El poema de Teillier, que puede considerarse el prólogo del número, es una honda elegía al poeta francés René-Guy Cadou, fallecido a los 31 años, en el que se lee: “Pocos saben aquí (...) cómo debe morir un poeta. / Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera / mirando un cesto con manzanas. / ‘He visto morir a un príncipe’, / dijo uno de sus amigos. // Y este primero de Noviembre / cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo / pienso en tu serena y ruda fe...”. Entre los poemas de Francisco Cumpián, encontramos el titulado “Querida muerte”, en el que leemos: “Querida muerte / tengo un lunar en mi hendida penumbra / hay un rascacielos en mi boca / Estas son las señales / pero ya me conoces / Un cáliz derramado / una estrella fugaz que me abandona / (...) Querida muerte / yo te resucito”. Y, en fin, mi contribución al número ha sido un largo artículo, “Memento mori, sí, pero non omnis moriar”, una ojeada panorámica al tratamiento de la muerte en la literatura universal. Reproduzco a continuación el principio de este trabajo:

Escribimos porque sabemos que hemos de morir. Si la muerte no nos estuviera esperando al final del camino con una sonrisa en los labios que no tiene, la escritura no nos reclamaría: no sentiríamos la necesidad de atestiguar lo que hemos sido, lo que hemos aleado en el tambaleante alambique del yo, ante la pavorosa presencia de la nada. Ese testimonio implica un ejercicio de memoria y, como ha escrito Antonio Gamoneda en El cuerpo de los símbolos, «la memoria es siempre conciencia de la pérdida (…), conciencia, por tanto, de consunción del tiempo correspondiente a mi vida y, por esto mismo, conciencia de ir hacia la muerte». La poesía supone, pues, como también ha escrito el autor leonés en Descripción de la mentira, contemplar los propios actos en el espejo de la muerte: sentirlos ciertos, pero ya reflejados —diluidos— en esa luna cruel. 

La muerte nos constituye como humanos, porque nos distingue de cuanto no lo es: de los dioses y su inmortalidad insoportable. La Epopeya de Gilgamesh refiere, entre muchas otras aventuras, el duelo del protagonista, Gilgamesh, por su amigo Enkidu, al que los dioses han condenado a morir en plena juventud por sus actos impíos, como matar al Toro del Cielo. Pero esta terrible desaparición subraya la singularidad y a la vez la paradójica grandeza de los hombres, cuyo mundo es otro que el de las abstracciones empíreas, cuya realidad es inseparable de su provisionalidad. La muerte nos humaniza, porque nos obliga a apurar la vida. Aunque el fragmento no aparezca en La Ilíada, sino que sea fruto del fecundo magín de los guionistas de Hollywood, el breve monólogo del musculoso Aquiles sobre la envidia que sienten los dioses por los hombres —«Te contaré un secreto, algo que no se enseña en tu templo: los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último. Todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más hermosa de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí…»— resulta certero: lo que da valor a la vida es que se acaba, aunque eso también nos dé responsabilidad: la de vivirla plenamente, la de vivirla con la grave responsabilidad de que sea única e irrecuperable. La muerte nos hace ser, a diferencia de los dioses, que no la necesitan para existir y que, por eso, no se juegan nada en ningún embate: ni en la gloria eterna, como el Dios de los cristianos o de los musulmanes (más entretenidos con las setenta y dos huríes que los esperan en el paraíso de Alá, vírgenes, jóvenes e infinitamente afectuosas, que los primeros, que solo aspiran a participar de una inconcreta y uno sospecha que más bien insípida beatitud eterna), ni en los amoríos, zafarranchos y tejemanejes de la mitología grecolatina.

Pero la muerte —las palabras son ahora de otro poeta, Miguel de Unamuno, aquel dudante, pese a proclamarse creyente, que gritó en uno de sus libros que no le daba la gana morirse; Calderón ya había dicho en La vida es sueño: «¡Dos higas para la muerte!»— es el gran escándalo de la existencia. Puede que le dé sentido, pero también la desquicia: la vuelve preciosa, pero exasperante e incomprensible. Todas las culturas han buscado refutar su presencia irrefutable. El mecanismo más común para hacerla tolerable ha sido considerarla puerta o frontera de otra vida. La muerte no es, según este ejemplo milenario de pensamiento desiderativo, el final de nada, sino el principio de todo; y la vida no es sino un prólogo que resultaría prescindible si no fuera porque da paso al gran viaje del ser: la continuación de la vida en otro mundo no sometido al peso ominoso de la desaparición. Este es el fundamento de todas las religiones: la negación del poder debelador de la muerte y el esclarecimiento de la oscuridad en que nos sume. Para que la muerte sea la consunción definitiva, sin nada después que la redima, tendrá que llegar el racionalismo ateo, cuyo materialismo desmiente el dualismo platónico y reduce el ser a una expresión de la naturaleza, que esta reclama para sí cuando se ha cumplido su ciclo vital: el polvo eres y en polvo te convertirás que Dios le espeta en el Génesis a un pecaminoso Adán es una frase perfectamente descreída, que el barón de Holbach o Richard Dawkins suscribirían con entusiasmo. (...)


miércoles, 22 de octubre de 2025

Polémicas literarias

En las estancadas aguas de la literatura española actual viene a caer, de vez en cuando, alguna piedra, en forma de polémica, que las agita y atribula. Aunque es una tribulación fugaz, de ondas concéntricas que apenas alcanzan la orilla. Hace algunas semanas, las redes sociales, que tienen atrapado a casi todo el mundo con más fuerza que las almadrabas de los pescadores gaditanos a los atunes del Estrecho, ardieron —como suele decirse— con las manifestaciones de alguien llamada, si no recuerdo mal, María Pombo, que al parecer es una influyente —traduzco del inglés—, es decir, alguien cuya principal ocupación conocida consiste en influir en los demás. Siempre que sé de algún influyente, me pregunto: ¿influir? ¿En qué? ¿Para qué? Y, sobre todo, ¿en virtud de qué? Porque la influencia, como la fama, se ha desvinculado del mérito. Antes, uno influía porque era un científico reputado, o un filósofo iluminador, o un escritor estimable, o un artista revolucionario, o un intelectual crítico, o un político sinceramente comprometido con el bien común, y había trabajado —estudiado, leído, reflexionado— largamente para serlo. Ahora, uno influye porque es influyente. Como María Pombo, a la que no le ha hecho falta nada más, para alcanzar esa privilegiada condición, que ser rica, mona y pija. Antes, también, la influencia derivaba de un saber, de una ciencia, de una autoridad intelectual. El médico no influía por influir, sino porque había descubierto nuevos tratamientos para las enfermedades o innovadores procedimientos quirúrgicos; el jurista tampoco, sino por haber contribuido a mejorar las leyes que regulan la vida de la comunidad; ni el escritor, que bastante hacía con escribir lo mejor que pudiera para preocuparse por influir en los demás. Ahora, el conocimiento no es necesario; basta con saber influir, aunque no haya nada que transmitir, nada que acrezca el patrimonio cultural ni intelectual de los influidos. Pero he divagado. Estaba diciendo que la influyente Pombo había encendido las redes afirmando que a ella no le gustaba leer y que “leer no os hace mejores personas” (se dirigía, al parecer, a los que le habían preguntado, o más bien reprochado, que no tuviera libros en su casa de lujo, decorada con el gusto exquisito de quien no tiene otra cosa que hacer que decorar la casa de lujo). Lo que me sorprendió no fue la soplapollez de la Pombo, experta en soplapolleces, como ha de ser cualquier influyente que se precie, sino la reacción indignada de tantos, que convertía aquella fruslería en una afirmación merecedora de análisis. Muchos, para rebatirla, utilizaron el viejo recurso retórico de darle la razón prima facie —“claro que leer no nos hace mejor personas...”— para, a continuación, subvertir el fondo —si es que lo había— con las verdaderas aportaciones de la lectura (o con los perjuicios de la no lectura, como la que trágicamente aqueja a la Pombo): “...pero sí nos hace menos ignorantes, o más humanos, o nos enriquece mucho, o nos permite vivir más, o nos divierte...” (elíjase aquí la categoría que cada cual prefiera). En realidad, leer nos hace mejores personas, aunque se pueda ser una gran persona sin leer, y también aunque los mayores monstruos de la historia (Hitler, Mao, Stalin sobre todo) hayan sido grandes lectores (y hasta escritores: Hitler pergeñó un libro muy influyente, y Stalin y Mao ¡eran poetas!): a ellos leer no los benefició nada, porque ya eran Hitler, Stalin y Mao. La quimioterapia mejora —y hasta cura— a los enfermos de cáncer, aunque a todos no: hay quien no responde al tratamiento. Las escuelas mejoran —construyen— la educación de todos, aunque algunos alumnos suspendan, o sufran acoso escolar, o los profesores se depriman. Los trenes mejoran las condiciones de vida de la gente —y hasta le son imprescindibles—, aunque a veces se produzca un descarrilamiento o un atropello (o un atentado). La lista de analogías es interminable. Leer no solo reporta placer —que ya es, por sí solo, un mérito muy relevante—: es también una herramienta ética para nuestro crecimiento, para ser más —y mejor— lo que somos: expande la mente, flexibiliza las ideas, relativiza las certidumbres, dilata el lenguaje —la sustancia de nuestro pensamiento—, acrece la compasión y la solidaridad, nos hace más conscientes de nosotros mismos y de quienes constituyen con nosotros el mundo. En suma, nos perfecciona, aunque, naturalmente, no sea el único factor que determine nuestro desempeño ni nuestro destino como seres humanos. Seguramente, a un asesino en serie no le haga ningún bien, o ninguno apreciable en el océano de maldad en el que vive. Aunque quizá, también, la lectura haya rescatado a alguno de la cárcel, o de la delincuencia, o de la sociopatía (y del suicidio). En todo caso, lo más preocupante de este debate chusco no son las sandeces de una millonaria cabezahueca, sino el hecho de que miles de personas —entre las que, ay, ahora me cuento— les presten atención. Lo criticable no es que alguien como María Pombo influya en la sociedad; lo criticable es que miles de miembros de la sociedad le reconozcan ese papel aventajado y se dejen influir por ella. Lo lamentable, en fin, no es que existan las opiniones de la Pombo (ni siquiera la propia Pombo), sino que tantos las ensalcen y las suscriban. 

Una segunda polémica deleznable, pero recurrente —sucede todos los años desde hace una década, más o menos—, ha surgido con la concesión del Premio Planeta a alguien que atiende por Juan del Val. Que el premio literario mejor dotado económicamente del mundo (un millón de euros, más que el Nobel, que este año le reportará 934.000 euros al húngaro de apellido impronunciable que lo ha ganado) vaya a parar a un escritor o escritora desorejados, pero bien situados en el mundo digital y los medios de comunicación, por una novela abominable, se ha convertido en una costumbre española, como lo era sueca no conceder el premio Nobel a Jorge Luis Borges. En cuanto se supo la noticia, brotaron como champiñones las opiniones, no menos indignadas que las de tantos con la Pombo, según las cuales el Premio Planeta se había convertido en un fiasco que desatendía cualquier mérito literario y solo primaba el éxito comercial, que se buscaba con su concesión a una figura atractiva y, sobre todo, mediática. Pero estas opiniones furiosas yerran, no porque no sea cierto lo que dicen —que el Planeta no tiene ya nada que ver con la (buena) literatura y solo responde a un propósito económico—, sino porque sigan considerándolo un premio literario. El Premio Planeta dejó hace mucho tiempo de serlo. Hoy solo es una operación comercial, en la que podemos creer como los niños creen en los Reyes Magos, porque todo el mundo se ha concertado para sostener la fábula, pero que no obedece a nada más que a los intereses mercantiles de una empresa privada. La satisfacción de estos intereses es un objetivo legítimo, mientras todos aceptemos vivir en una economía de mercado: el Grupo Atresmedia, del que es accionista preferente la editorial Planeta, tiene derecho a perseguir los mayores beneficios en su actividad, y para ello acuerda la concesión del premio con una figura ampliamente conocida que crea le va a garantizar mejor la venta de muchos, muchísimos ejemplares. Lo único que cabe reprocharle es que siga llamando premio a esta operación. Eso sí es publicidad engañosa. Para mantener la ficción, este premio fake desde hace tantos años continúa teniendo un jurado —entre cuyos miembros se cuentan literatos del fuste de Pere Gimferrer y hayan figurado en el pasado otros admirables, como Juan Marsé, Carlos Pujol o mi querido José María Valverde; verdaderamente, no alcanzo a imaginarme de qué debaten cuando se reúnen para la concesión del premio— y, lo que es aún más pasmoso, a miles de ilusos que concurren a cada convocatoria. En 2025, han sido 1320, un récord histórico. ¡1320 personas con la ofuscación y la vanidad suficientes como para creer que podían ganar, o ser finalistas, o al menos ser invitados al cóctel que festeja el premio! Este es, de nuevo, el meollo del asunto: lo deplorable no es que una empresa actúe en el mercado para aumentar sus ganancias, aunque sea con la pantomima de un premio que no lo es, sino que los clientes de ese mercado avalen su actuación y compren sus productos. Al cabo de todo este truculento proceso, lo que habrá serán varios cientos de miles de ejemplares de una obra vomitiva publicados, comprados y quizá leídos por otras tantas personas (a las que difícilmente hará mejores). Y estas son las que le hacen realmente el juego a la editorial, los que legitiman la farsa. Para quienes creemos en la literatura, para quienes vivimos en la literatura, hace mucho tiempo que el premio Planeta no significa nada. O sí: lo que no es, lo que no debe ser la literatura. Nuestros intereses están en otra parte. 

Una tercera polémica, y última por hoy, no menos irrelevante que las anteriores, aunque de una mayor perfil institucional, ha sido la que han protagonizado hace muy poco el Instituto Cervantes y la RAE, en las personas de sus respectivos directores: el poeta Luis García Montero y el ensayista —y catedrático de Derecho Administrativo— Santiago Muñoz Machado. La polémica, iniciada por García Montero, refleja bien el espíritu cainita español. Las dos principales instituciones que deben velar por la unidad, limpieza, difusión y progreso de la lengua española, se enzarzan públicamente en una discusión ad personam, perfectamente prescindible, en lugar de trabajar juntas por un objetivo común, cada una ejerciendo las competencias que tiene legalmente asignadas. Es seguro que las diferencias personales ocultan diferencias ideológicas, pero ninguna diferencia ideológica tiene por qué enturbiar el esfuerzo conjunto de ambas entidades por una causa superior. El soplamocos de García Montero a Muñoz Machado y, por extensión, a la RAE fue injusto e improcedente. También lo fueron las respuestas destempladas de Álvaro Pombo, en un artículo caótico y visceral publicado en el ABC, en el que cubría de insultos al director del Cervantes, casi todos de corte ideológico (comunista, burócrata, subvencionado, tiñoso y faltón), menos los referidos a su condición de poeta, en los que acierta (“poeta menor, agradablemente menor”, dice) —Pombo no es un mal escritor, pero lo que sin duda es, es un mal analista político: no por casualidad militó en la desastrosa y fachísima UPyD—; y del inefable Arturo Pérez Reverte, a quien le gusta más una pelea que a un tonto un lápiz, quizá porque necesita afirmar siempre su hombría, al que le faltó tiempo para sumarse a los detractores de García Montero con un mensaje en la red X en el que despachaba sus cogitaciones. Según él, García Montero es una “criatura de Albares” —el ministro de Asuntos Exteriores, del que depende el Instituto Cervantes— y un “mediocre y paniaguado”. El pergeñador de Alatriste remata su dicterio con la pintoresca teoría de que también es el testaferro que el pérfido Gobierno sanchista utiliza “para controlar la Academia” (como si el Gobierno, del que depende financieramente en gran medida la RAE, no pudiera, cuando quisiese, controlar a la Docta Casa por el expeditivo procedimiento de eliminar, reducir o condicionar las generosas ayudas que le presta). Toda esta bronca no ha sido más que una pelea de gallos, impertinentes, bocazas, muy patrios y, lo peor de todos, faltos completamente de sentido y lealtad institucionales.

miércoles, 15 de octubre de 2025

Cartografía del fuego

En Ediciones la Discreta, uno de esos sellos literarios independientes que obran con tanta prudencia como finura, dirigida por el poeta y profesor Santiago López Navia, acaba de ver la luz Cartografía del fuego, un conjunto de tres poemarios —El fuego y la frontera, El vuelco de las batallas y Cualidades de la madera— del poeta barcelonés Miquel-Lluís Muntané, un acreditado autor, de larga trayectoria, en lengua catalana, con la excelente traducción de Antonio García Lorente y Silvia Rins. Estos tres títulos dan una visión sintética pero panorámica de la obra de Muntané, uno de los pocos poetas catalanes actuales que ha cultivado —con la traducción de sus libros al castellano, su presencia en el mundo cultural español y su amistad tanto con los escritores catalanes que escriben en castellano como con el resto de escritores españoles— el nexo entre la literatura hecha en Cataluña y la que se hace en el resto del Estado, un nexo que mantuvieron vivo grandes autores del siglo XX, como Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Joan Maragall y Salvador Espriu, así como la escuela de Barcelona al completo, con Gil de Biedma y Carlos Barral a la cabeza, pero que, en estos últimos y atribulados tiempos, las convulsiones políticas han resquebrajado, si no destruido. 

Este es el segundo poema de Cualidades de la madera:

PIEDRA, PAPEL, TIJERA

Si cierro el corazón antes que tú lo cierres,
¿te habré vencido? ¿Y qué suerte
de triunfo sería esta?
¿El orgullo somete a la soledad?
Hijos del dolor, atizamos, tal vez,
la memoria con el deseo
que secuestra la sangre, y con el peso de la añoranza
se ablanda la furia.
Pero, si te abro el corazón, ¿quién me salvará?
¿Quién gana a quién?
Quien causa daño es siempre el perdedor.

Y esto digo en el prólogo del libro, que he titulado “Escribir el tiempo”:

Los tres poemarios reunidos en Cartografía del fuego reflejan una evolución que puede identificarse tanto con una parábola como con una recta. Espigados de una obra extensa y poliédrica, en la que Miquel-Lluís Muntané ha cultivado casi todos los géneros posibles, y escritos en décadas diferentes (1997, 2009 y 2016), cada uno plasma un asedio distinto a la palabra, una mirada discrepante, pero no enemiga, de su mirada anterior, un matiz esencial. El primero, El fuego y la frontera ―que es el quinto de su producción, iniciada con L’esperança del jonc (‘La esperanza del junco’), en 1980―, cuyo título recuerda al cántico de Juan de Yepes («Buscando mis amores, / yré por esos montes y riberas; / […] y passaré los fuertes y fronteras»), despliega una poesía esmerada, preciosista, de léxico suntuoso, efervescencia cromática y trepidación sensual, en la que las figuraciones oníricas se abrazan a los ecos novecentistas y el virtuosismo técnico no empaña, sino que corrobora, el significado que vehicula.

En El fuego y la frontera, el poeta atiende a los hechos de la cotidianidad, que son, a menudo, minucias, pero que él transustancia en realidad imperiosa ―en epopeya humilde― por medio de la alquimia musical: pormenores elevados a motetes. Miquel-Lluís Muntané recurre con frecuencia a la escansión para cimentar la eufonía de sus versos y, de la mano de sus diligentes traductores, no descuida aquellos mecanismos retóricos que ensanchan la sonoridad de lo escrito, como la aliteración, con la que gusta de subrayar las metálicas sibilancias de algunos fonemas fricativos: «Cuanto más huye de él, / más le azuza Luzbel»; «contornos que surcar / ―con cenefa azulada / y una pátina de paz delicada». (...). Miquel-Lluís Muntané es siempre un poeta musical, y lo es, en particular, en El fuego y la frontera. No solo habla de «compases binarios», «madrigales», «cantos» o «cantatas», sino que transforma la propia voz en madrigal o cantata: explora recurrencias melódicas, se deja acariciar por la azarosa deriva de las consonancias –y nos acaricia a nosotros con ellas– y siembra una fluidez arrulladora y arrolladora en poemas que, por otra parte, son a veces lluviosos y hasta ásperos. No hay contradicción en ello, sino simbiosis. A esta musicalidad radical contribuye también la querencia del poeta por los finales contundentes, que dibujan una suerte de fortissimo con el que cesa, y a la vez culmina, el discurrir lírico. Estas codas o remates acendran lo sugerido o murmurado y, aunque no son moralejas, participan de un cierto propósito moral. 

Porque El fuego y la frontera no oculta una dimensión ética. El poema «Carta de navegar», por ejemplo, es un decálogo moral, de inspiración horaciana. Cada verso enuncia un deber, y todos esos deberes concluyen en el amor, un asunto capital en la poesía de Miquel-Lluís Muntané. (...) Es muy significativo, también, que este poema se titule «Carta de navegar», que el poemario al que pertenece incluya la palabra «frontera» en su título, y que el libro que los abarca a ambos cartografíe el fuego.  (...) Todos aluden a la planimetría, a los accidentes o irregularidades encerrados en un papel, a la geografía amansada por latitudes y longitudes, a los paisajes recorridos o pendientes de recorrer. Y todos metaforizan la vida como un lugar por el que peregrinar, en una versión contemporánea del homo viator barroco, y que medir, para no extraviarnos o para recobrar el aliento y la esperanza después de habernos extraviado. Los poemas de Miquel-Lluís Muntané son breves mapas existenciales: rutas inscritas en su conciencia que despliega ante nuestros ojos como los capitanes de barco desplegaban antes los legajos que revelaban los escollos en los que se podía naufragar o desentrañaban las traicioneras corrientes marinas.  (...) Uno de los sostenes de su confianza en el valor y el significado de lo vivido son sus convicciones religiosas: el poeta se define como «cristiano y de izquierdas», aunque su fe nunca se coagule en tesis, nunca, por fortuna, oscurezca doctrinalmente los poemas. (...)

El vuelco de las batallas, publicado doce años después de El fuego y la frontera, se adentra por las trochas del figurativismo, sin abandonar todavía los parajes, a la vez corpóreos e inmateriales, de su estilo pulimentado. O quizá sería mejor decir que sale de las delicadas espesuras de ese lenguaje anterior para caminar por unas llanuras indóciles, en las que se alternan roquedales y sembradíos. En El vuelco de las batallas prevalecen los recuerdos (...). El poeta evoca escenas antiguas en el pueblo y en el campo, pero también en las ciudades –en Muntané conviven el locus amoenus de la naturaleza y el tráfago de la urbe–, impregnadas de una pureza infantil ―«el paso evanescente de un espectro fugaz: / la infancia remota»― y una recia añoranza. Sus relatos –porque sus poemas también son narraciones– siguen refiriéndose, en su mayoría, a hechos cercanos, a recodos menudos de la existencia, en los que se vuelca una actitud trascendente, o de los que se extrae un aprendizaje moral: hay que soportar el disgusto y el escepticismo que suscitan los fracasos y las injurias de los días para acceder al paraíso de la ilusión, o del amor que no declina, o del humor que diluye lo amargo. (...) No obstante, y pese al amparo que ofrece el amor, la tristeza y la melancolía parecen ganar la batalla en este libro. El tiempo no deja de fluir, y ese fluir llena las riberas de cadáveres. La desembocadura de todo es la muerte, que comparece en varios poemas. (...) Pero el poeta se guarda un as en la manga: el distanciamiento irónico, un donaire elegante, muy británico ―«leve, casi piadoso», dice Eduard Sanahuja en el prólogo de la edición original―, que pretende rebajar las aristas de la muerte. (...)

En Cualidades de la madera, se completa el arco que describe la poesía de Miquel-Luís Muntané, cuya clave de bóveda ―así se titula uno de los poemas de El fuego y la frontera― es una evolución esencializadora del lenguaje. Este tercer libro de Cartografía del fuego enfrenta los poemas a una desnudez doliente. Los sucesos de la realidad y las aflicciones de la intimidad se enroscan en sí mismos y se despojan de toda galanura, para devenir ensueños tangibles, artefactos fibrosos y susurrantes. Desde cierta perspectiva, los poemas de Cualidades de la madera se acercan a lo que, en la poesía española de los últimos cuarenta años, se ha llamado «la poesía de la experiencia», por su inmersión en lo cotidiano, su afán de transparencia y su empeño transitivo. La poesía de Miquel-Lluís Muntané trasciende, sin embargo, los resbaladizos —y a veces viscosos— límites de esta aurea mediocritas para internarse en una incisiva exploración de lo sencillo y abismal. No hay mutación en los asuntos; si acaso, ahondamiento. (...) El pesimismo que ha pespunteado Cartografía del fuego desde el principio, ese reverso oscuro de una moneda cuyo anverso es la esperanza, fermenta ahora en misantropía (...). La dimensión existencial de Cualidades de la madera es ancha y poderosa, aunque los poemas sean concisos y, en apariencia, livianos. Ha crecido desde la semilla inicial de El fuego y la frontera, donde la encubría el trasiego verbal, los relumbres de la música. El paso del tiempo es ahora un paso marcial, que no deja huellas sino depresiones en el camino, y la nostalgia se recrudece hasta morder (...). [Pero] el amor sigue siendo nuestra última causa, el objetivo final de nuestro ser. Y, en efecto, en «Nieve en la luna», el poeta, pese a todas las negruras con las que ha de convivir, o precisamente por ellas, quiere, sutilmente ardiente, «recorrer con los labios / [los] puntos cardinales» de la amada; o en «Pendiente de derribo» sabe, recordando las tardes pasadas en las salas de cine, que «la lágrima clandestina, / el pulso acelerado y el temblor / de poner una mano blanca entre las tuyas, / celebrando la penumbra, / se volverán ceniza junto a ti». (...) Por fin (...) llegamos al último poema del libro, «Principio de acuerdo», en el que se cifra, tras tanto padecimiento o tanto esfuerzo por sobrellevarlo sin perder la sonrisa, el núcleo significativo de esta poesía mesurada pero inquisitiva. El poeta alcanza aquí un compromiso con la vida y consigo mismo: luego de sentir las «lenguas de fuego [que] transitan / por el vientre de la tierra», desaprender «el sutil resplandor de las palabras» y malgastar la vida «en timbas de vacío», algo sucede —un gesto, un recuerdo, un placer, una sorpresa— que nos descubre la grandeza de respirar, que nos une a la naturaleza y a nuestro propio yo; y es entonces, en uno de los finales, sobre rotundos, más conmovedores del libro —el último dístico de Cartografía del fuego—, cuando «podemos sentarnos en el pórtico de los días / ungidos de una paz que no prescribe». Así, Miquel-Lluís Muntané subvierte las premisas, pero suscribe el sentido de lo que dijo Robert Browning y después recordó Borges: «Cuando nos sentimos más seguros, ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».


sábado, 4 de octubre de 2025

Paseando por Llançà

Este año, mi familia y yo hemos decidido pasar unos días en Llançà, uno de los pocos pueblos de la Costa Brava que ninguno de nosotros conoce. Nos alojamos en la casa de unos franceses que goza de unas vistas espléndidas sobre El Port —el barrio en el que nos encontramos; la otra parte de Llançà es la Vila— y el Mediterráneo. La contrapartida de la buena ubicación de la casa es su pésima decoración, una mezcla de plásticos de colores chillones (el rosa es el predominante), setentera y kitsch. (Destaca con luz propia, y nunca mejor dicho, una lámpara de mesa cuyo interruptor es el pene de la figurita que funge de estructura: para encenderla, hay que llevarlo hacia arriba). A uno de mis hijos, la decoración le recuerda a la de La naranja mecánica. La no excesiva comodidad del mobiliario contribuye también a que pronto abandonemos el lugar y empecemos a explorar el pueblo. La primera tarde, en que Álvaro y yo aún estamos solos, y tras zamparnos una buena paella vegetariana en uno de los pocos restaurantes no totalmente carnívoros de la localidad, bajamos hasta la playa del Cros, una de las que jalonan los siete kilómetros de costa del pueblo, y que resulta la más próxima a nuestra residencia. Todo está tranquilo —es finales de septiembre, y la caterva de turistas que lo invaden todo en julio y agosto se han desvanecido, afortunadamente— y disfrutamos de un largo paseo por la playa y el camino de ronda que recorre la costa desde Port de la Selva hasta Colera, el penúltimo pueblo de la Costa Brava, más allá del cual solo queda Port-Bou, cuyo principal atractivo consiste en ser el lugar donde se suicidó —y está enterrado— Walter Benjamin, el filósofo perseguido por la Gestapo. Quizá inspirados por la figura trágica de Benjamin, Álvaro y yo hablamos de la noticia del día, el discurso —por llamarlo algo— de Donald Trump ayer en la sede de las Naciones Unidas. “Hablar” también es un eufemismo, porque a lo que nos dedicamos es a despotricar, saturados de indignación, por la nueva sarta de barbaridades que ha soltado el energúmeno de la Casa Blanca. Mientras nos desahogamos ante las olas del Mediterráneo, que se nos acercan indiferentes, observamos, en el otro extremo de la playa, plantada junto a unas barcas deportivas volcadas en la arena, una tienda de campaña y a unos excursionistas. Habría jurado que acampar en la playa estaba prohibido en Cataluña, pero esta gente no ha tenido, ni tiene, inconveniente en hacerlo. Es más, uno de los campistas está pescando tranquilamente en el mar. Cuando volvemos a casa ya está atardeciendo, y observamos entonces un paisaje encantador: Lançà iluminada, con ese juego de ocres y dorados que difumina los volúmenes y a la vez los enardece. Al día siguiente, ya todos reunidos, seguimos paseando por el hermoso camino de ronda que atraviesa el pueblo. Iniciamos la marcha en el Castellar, el islote que en los años 60 del siglo pasado acabó uniéndose a tierra firme, justo delante de lo que hoy es el puerto deportivo de Llançà, limpio, ordenado, de barcas pequeñas, nada de los yates ostentosos que colonizan otras radas e instalaciones. En el Castellar, una pequeña elevación rocosa, se aúnan vestigios de la Edad del Bronce —se conoce que algunos sapiens ya venían a refugiarse aquí hace 5.000 años—, restos de una torre de vigilancia circular de la Edad Media —otra atalaya de las muchas que recorrían esta costa inveteradamente saqueada por piratas de toda suerte— y los dos búnkeres que la República construyó, durante la Guerra Civil, para protegerse de los ataques de la aviación fascista italiana (otra especie pirata) que machacaba Cataluña desde Palma de Mallorca y de un eventual desembarco de las fuerzas de Franco en la costa catalana —que nunca se produjo—. El paisaje que admiramos es pizarroso, y el negro del granito se alía polémicamente con el blanco del oleaje. El camino prosigue por la tarde en dirección a la Punta d’en Rafel y la playa del Borró. Al principio de la ruta, pasamos por delante de unas casitas antiguas —de los 60 o 70—, que me recuerdan a las que veíamos en el paseo de Calpe, en Alicante, cuando veraneábamos allí, mucho antes de que el hermoso pueblo de pescadores del que hablara con tanta melancolía Arturo Barea en La forja de un rebelde se convirtiera en el Benidorm B que es ahora. Los vecinos han embellecido el camino con barcas de colores, colmatadas de tierra y plantadas de flores, a las que han añadido leyendas convivenciales, algo empalagosas: “No cortes la belleza”, dice una; y otra: “Tú eres el jardín”. (Más adelante, ya en el bosque, comprobaremos que no ceja el ánimo docente de los lugareños: otro cartel nos insta a que no utilicemos el bosque de letrina y nos recuerda que el papel no es biodegradable, aunque se equivoca en ambas cosas: el abono humano contribuye a la lozanía del bosque y el papel sí es biodegradable). También nos cruzamos con seres peculiares: un pastor alemán de tres patas, por ejemplo, y varios alemanes de dos, enfundadas en sandalias y calcetines. Durante el paseo, apreciamos mejor el paisaje torturado de la Costa Brava, los roquedales lávicos, las sendas pedregosas, flanqueadas por pinos que reptan, aplastados contra el suelo por los vientos inclementes, y por cardúmenes de cardos, y los búnkeres que siguen apareciendo, como bocas de cemento, con los labios pintarrajeados de grafitis, entre la vegetación espinosa. Esta abundancia de fortines me recuerda a Albania, donde la obsesión de Enver Hoxha por construirlos, para evitar una invasión del país por parte de los Estados Unidos que el amado líder albanés estaba convencido de que se iba a producir, llenó de ellos los campos y las playas. Como los Estados Unidos tenían mejores cosas que hacer que invadir Albania, desde aquellos búnkeres nunca se disparó un tiro, y quedaron abandonados. Y así, durante décadas, la irrisoria línea Maginot de Hoxha fue utilizada por los empobrecidos albaneses como retrete de campaña o para cultivar champiñones, lo que no deja de ser un comportamiento poético: T. S. Eliot decía que escribir poesía consiste en sacar el máximo partido de una mala situación. En la playa del Borró, que bordea una hermosa bahía, vemos un solitario velero fondeado, que se balancea levemente al suave empuje del agua, y también, sentado en una roca, a un paseante con un chaleco amarillo y un gorro rojo. En la arena, dos bañistas, un hombre y una mujer, se desnudan y se lanzan al mar, cuya temperatura no invita al chapuzón. Pero ellos son audaces y nadan vigorosamente lejos de la playa. Al otro extremo de la bahía, vemos un tren interrumpir fugazmente el paisaje. Nuestra siguiente visita, durante la estancia en Llançà, es el monasterio de Sant Quirze de Colera, en el municipio vecino de Colera. Nos ha recomendado conocerlo Marta, una de mis alumnas de los cursos de poesía que imparto en la librería Nollegiu de Barcelona, y veraneante habitual en Llançà. El monasterio, del siglo X —el propio Carlomagno había autorizado su fundación—, es de un románico primitivo, muy puro. Como no se puede visitar —de hecho, parece algo dejado: la maleza crece junto a los muros y también en el interior—, lo rodeamos paseando. Estuvo fortificado, y conserva la grandeza de los lugares preparados para resistir el ataque de los enemigos, fuesen cuales fuesen; quedan hasta los restos de un foso. Abundan los cardos y el hinojo, cuyo olor anisa el aire. A poca distancia, se alza la iglesia de Santa María, de líneas asimismo muy sencillas, pero deliciosas. Y ambas construcciones ocupan el centro de un pequeño valle, muy verde, sin ninguna otra construcción, salvo el restaurante que las escolta, que, cuando llegamos, está ocupado por una turba de moteros franceses que recuperan, en la terraza del establecimiento, las fuerzas que necesitan para llenar el ambiente de humo y de ruido. Por suerte, tardan poco en irse (estruendosamente) y nosotros ocupamos su lugar (silenciosamente). En el restaurante nos atizamos al cabo de poco un arroz seco con butifarra y bolets que resucitaría a un muerto. En la explanada que antes ocupaban las cabras de los moteros, solo quedan ahora un par de coches y un curioso sidecar lila, que no sabemos si admirar o compadecer. En nuestro último día de estancia, visitamos lo que quizá deberíamos haber visto primero: el centro histórico de Llançà, que es pequeño pero ameno. Para llegar a la plaza Mayor, pasamos por calles engalanadas no con banderines o farolillos, sino con bordados colgados. Se conoce que aquí el bordado es tradición. En una de ellas, hemos de apartarnos, pegándonos a las paredes, para que pase un muro móvil de jubilados que está visitando el lugar y ocupa, como los bordados, toda la vía, de lado a lado. Ya en la plaza Mayor, el primer asombro nos lo proporciona el llamado Árbol de la Libertad, un único plátano plantado en su centro, en 1870, de veinticinco metros de altura, y cuya copa cubre literalmente (es decir, cuya copa copa) toda la plaza. La iglesia de San Vicente destaca junto al árbol, aunque su atractivo radica solo en las empinadas escaleras que conducen a ella, flanqueada por grandes tiestos de flores rojas, y en la propia fachada del templo, de un neoclasicismo despejado y suave, aunque perturbado por una Virgen moderna, a lo Subirachs, en la hornacina que corona la portada. El interior del templo resulta anodino y, como me apunta Álvaro, ni siquiera tiene órgano. No obstante, cuando salimos, dos señoras acarician con devoción las rodillas del Cristo crucificado que se encuentra junto a la puerta de salida, y que, ennegrecidas y gastadas, lucen ya el rastro de muchísimas manos pertenecientes a personas que albergan el pensamiento mágico de que tocar un trozo de madera les pone en contacto con la divinidad. Muy cerca de la iglesia, se encuentra la torre románica, que era el campanario de la antigua iglesia de San Vicente, que fue demolida cuando se construyó la nueva, entre 1690 y 1730. Pero como esta se erigió sin campanario, los llansanenses decidieron conservar la torre y el suyo.