Con el silencio se oye lo inaudible. Lo que palpita calladamente en un bosque. Lo que resuena sin ruido en el mar. Lo que dice un corazón enamorado. Con el silencio se llega a la frontera de lo perceptible, donde solo estamos nosotros. Con él, pues, se oye el yo. Y así es, físicamente, porque el silencio absoluto no existe. Incluso cuando no hay sonido alguno, están los sonidos de quien escucha: el flujo sanguíneo, el hincharse y deshincharse de los pulmones, los mecanismos siderúrgicos del oído. El silencio da paso a una sinfonía queda, y entonces se comprenden las evoluciones de la conciencia y los itinerarios del ser, que no son otra cosa que músculo y circunvoluciones. Los pájaros cantan con más fuerza en silencio. Los libros son tribunos. Los cristales que entrechocan, discuten, pero sin conflicto, sin derramamiento, con el excitante sosiego de lo callado. Un amante que mira a otro amante en silencio declara mucho más que si hablase. El verbo que difunde es benigno y descabellado como una rapsodia, o como los instrumentos que la pronuncian, sin manos que los toquen, olvidados en una habitación. El silencio nos salva del embrutecimiento de la confusión. Abate las defensas que hayamos aparejado contra el embate inclemente del juicio. Los fenómenos del mundo perturban. Tratan por todos los medios de que no nos quedemos a solas con nosotros mismos. El silencio nos limpia, obligándonos a enfrentarnos con nuestra suciedad innata. Y quizá descubramos, al hacerlo, un paisaje incomprensible, recorrido por fieras y turbulencias, pero también exuberante de deseo. Allí no disparatamos. El cataclismo está a la vista, amparado por el silencio, revelado por él. Como los ejércitos antiguos atacaban trompas y atabales para amedrentar al enemigo y enardecerse a sí mismos, así obra el ruido, contra el que no tenemos parapeto: el oído es el único sentido que no podemos clausurar ni abstenernos de utilizar. El ruido siempre se infiltra. Es el adversario contra el que debemos redoblar los timbales del silencio. Si lo derrotamos, el campo quedará expedito: nosotros quedaremos expeditos, asomados al páramo o a la espesura del espíritu. Quizá no veamos nada que nos agrade —más aún: Goethe esperaba que Dios no le permitiera nunca conocerse; Mafalda se preguntaba, siglos después: «¿Conócete a ti mismo? ¿Y si me conozco y no me gusto?»—, pero el silencio alumbrará una visión pura, aunque acaso lastimosa; una visión sin aditamentos, sin las adherencias de los días y las noches, dolorosamente desnuda. El silencio garantiza que no nos escapemos, pese a cuánto deseamos escapar. No obstante, arrostrar ese territorio sumidos sin remedio en el estruendo de los amaneceres y la algarabía de los anocheceres nos enfrenta a un cielo interior borrascoso, pero en el que se puede volar. El silencio procura ojos e inteligencia. El silencio descorteza la realidad de sus nudos y sus huecos, cuyos ecos laceran. El silencio nos arranca las capas de estiércol que nos recubren después de muchos años de hacer los mismos gestos, de repetirnos las mismas mentiras, de administrar las mismas tristezas. El silencio es una casa vacía en la que el menor roce provoca un estrépito. El silencio es la cama donde duermes, en la que no hay nadie. El silencio es la alameda donde se pierden los pasos que se dan y los que no se dan, que solo se encuentran en un precipicio sin abismo y sin ruido. El silencio, en los cementerios, es un temblor hipóstilo, un enzarzarse de hojas, una risa sin labios que acaricia la boca, una melancolía muda que corre por entre las tumbas y se refresca con el agua del grifo que abren los que quieren limpiar las lápidas y regar las flores que han depositado. El silencio tiene el color de la nada y el sabor del gin-tónic. El silencio nos desespera y nos fortifica. Sin él, lo soez tendría manos, y la injusticia, fusiles. Si acallamos el silencio, morimos.
Corónicas de Españia. Blog de Eduardo Moga
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
lunes, 29 de septiembre de 2025
Elogio del silencio
martes, 23 de septiembre de 2025
El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández.
Acaba de publicarse El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández en Los Papeles de Brighton, la editorial creada y dirigida por el poeta y hombre del Renacimiento, por su polifacético empeño, Juan Luis Calbarro. El libro es mi tesis doctoral, adaptada al formato y pretensiones de una editorial comercial. Que decidiera escribirla sobre un poeta muy poco o nada conocido como Basilio Fernández se debió a una azarosa concatenación de hechos: primero, Antonio Gamoneda me envió en 2007 la poesía de Basilio publicada en aquel momento, con la imperiosa recomendación de que me la leyera (y yo no he desatendido nunca las indicaciones del maestro); después, Ángeles, mi entonces mujer, me sugirió que la hiciera objeto de mi tesis (de ella sí desatendía propuestas, pero esta decidí aceptarla); y por fin la profesora Virginia Trueba de la Universidad de Barcelona, mi alma mater —que hoy es, además de una intelectual sobresaliente, una amiga muy querida— aceptó dirigirla. En su versión original, la tesis incluía un apartado metodológico, que ahora he suprimido, para alivio mío y de los lectores, y una edición crítica de la poesía de Basilio Fernández, tal como entonces aparecía recogida en las ediciones a cargo del albacea literario y sobrino del poeta, Emiliano Fernández. De las más de mil páginas de la tesis que defendí en abril de 2011 en la Universidad de Barcelona, hoy se presentan solamente 744. Por aquel entonces, las tesis se hacían a la antigua usanza, es decir, sin escatimar en años ni en páginas: yo tardé dos y medio en pergeñar la mía y, como he dicho, en escribir un millar largo de folios. Hacerlo así hoy provocaría el desmayo de los miembros del tribunal y, posiblemente, la declaración de no apto del doctorando. A la reducción del volumen ha contribuido también la revisión que he hecho de su contenido, a la luz de la edición alegadamente definitiva de la poesía de Basilio, aparecida en 2015, de nuevo de la mano de Emiliano Fernández. He corregido, pulido, eliminado y precisado numerosos puntos del trabajo original. Dado que este quedó depositado en el repositorio digital de la Universidad de Barcelona, a disposición de curiosos e investigadores, y ahí sigue, en el improbable caso de que alguien tenga interés en analizar la evolución de mis elucubraciones sobre uno de los mejores poetas ocultos del siglo XX español, podrá hacerlo simplemente cotejando ambas versiones: la de 2011 y la que ahora se publica, catorce años después. La verdad es que yo había renunciado ya a eso que casi todos los doctores deseamos una vez concluida nuestra tesis: verla publicada en forma de libro en una editorial digna. Pero hace algún tiempo, Juan Luis Calbarro y Los Papeles de Brighton acudieron al rescate de mis esperanzas, y hoy veo, por fin, el fruto de su invitación. Y, lo confieso, me siento muy satisfecho de ello.
Esto digo en la introducción del libro:
El primero que me habló de Basilio Fernández fue Antonio Gamoneda. En realidad, no me habló de él, sino que me lo regaló: un día encontré en el buzón un sobre con un libro desconocido, Poemas (1927-1987), de un autor desconocido, Basilio, publicado por una editorial desconocida, Llibros del Pexe, hoy ya desaparecida. Al volumen acompañaba una lacónica nota: «Léete esto», me ordenaba. No me sorprendió ni su obsequio ni su mandato: Gamoneda difunde a los poetas que le gustan (...). Pero vuelvo a Basilio, cuyo libro empecé a leer enseguida. Y, al hacerlo, caí en la cuenta de que no me era tan desconocido como yo creía. Recordaba vagamente que, algunos años atrás, había oído hablar de un poeta secreto, inédito en vida, al que habían otorgado el Premio Nacional de Poesía, aunque no me acordaba de su nombre. Recordaba también, incluso con más claridad que el propio hecho narrado, el deje de incredulidad en la voz de quien me lo refería, como si la vida literaria española estuviese llena de hechos absurdos como aquel, o de arcanos inexplicables. Los poemas de Basilio me revelaron enseguida que, por el contrario, el Premio —y el aprecio de Gamoneda— estaban justificados. Su obra es deslumbrante, aunque ese deslumbramiento no se imponga desde el principio, sino que crezca gradualmente, desde el creacionismo lúdico y, por imitado, radical de su juventud, hasta un existencialismo virulento y deshilachado, que se va nutriendo de sucesivas experiencias vitales y mutaciones ideológicas. El resultado es una poesía única, en la que el metaforismo audaz, el martilleo aliterativo y la libertad asociativa del irracionalismo se alían para expresar un pensamiento poseído por la convicción de que se ha renunciado al propio destino y, en consecuencia, por la melancolía, amarga y desengañada, por lo que se ha perdido, o, dicho con más precisión, por lo que se habría podido vivir y no se ha vivido. En efecto, la obra de Basilio constituye el reflejo o la sublimación de su renuncia personal al destino de poeta, y del dolor que esa renuncia le inflige. Tiene, pues, una fuerte impronta biográfica, porque los hechos y las decisiones de su vida determinan la inflexión y el contenido de su poesía, y porque sus circunstancias personales se transparentan en un amplio abanico de símbolos y analogías, e incluso de opciones léxicas. De él se ha escrito que es un autor sin biografía, quizá porque no se ha comprendido que su biografía era su poesía. Basilio nace en las montañas de León en los albores del siglo XX, el seno de una familia de la pequeña burguesía rural, que le transmite una visión tradicional del mundo. Recibe una educación diligente y, tras licenciarse en Derecho y sobrevivir a la guerra, abraza la seguridad del negocio familiar de alimentación en Gijón, que gestionará, con uno de sus hermanos, hasta su jubilación, en los años 80, poco antes de morir. Sin embargo, bajo las anodinas prácticas del comercio, Basilio conserva la pasión por la poesía, aunque sumergida en el flujo de unos días siempre iguales a sí mismos, caedizos e insustanciales. Y en esa poesía se plasma el sufrimiento por haber abandonado un proyecto de vida como escritor y los ideales de la juventud: la literatura, el amor y la libertad. Lo extraordinario de la obra de Basilio, y lo que la hace única en la literatura española del siglo XX, no es este reconocimiento, este desgarro, aunque sea sobresaliente, sino su capacidad para fundir la jocundia vanguardista y la gravedad existencial, para reconciliar lo festivo del creacionismo con la negrura de la orfandad trascendente. Basilio se mantiene fiel siempre a los procedimientos expresivos de la vanguardia y a su permanente busca del encantamiento y la sorpresa, y los practica en su poesía más honda, en la más luctuosa, zarandeada por la analogía perturbadora y la subversión elocutiva, por los espasmos del juego y las andanadas de la música. La intersección de ambos planos genera una literatura acalambrada, antitética, que sacude los estratos más profundos de la conciencia, pero sin dejar de acariciarnos, ni de arrastrarnos a su baile sensorial, ni de encendernos los ojos. Por eso me he atrevido a titular este libro El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández, porque esta dualidad recoge los aspectos esenciales de su propuesta: el deslumbramiento de la forma, la crepitación exultante del lenguaje y, al mismo tiempo, la oscuridad superlativa de la angustia. Por eso mismo la poesía de Basilio merece el calificativo de órfica: porque cree en la naturaleza vivificadora de la palabra, con cuya música arranca destellos de sentido al absurdo de la existencia, y porque permite un auténtico descenso a los infiernos —a los infiernos de su intimidad—, que descubre su insatisfacción, su experiencia de la pérdida y su muerte en vida. Este estudio quiere hacer transitable ese descensus ad inferos, con su constante recuerdo de la amada y los mitos de la juventud, y el ideal de libertad, erradicado, que representan.
Los versos de Basilio Fernández, decía, me deslumbraron, pero no habrían constituido más que una gratificante experiencia de lectura si no hubiera concurrido otra circunstancia, biográfica y azarosa, que me convenció de una extraña afinidad con el poeta. Entre los papeles de Basilio conservados en el archivo personal de Gerardo Diego, copia de los cuales me había proporcionado la Fundación homónima, gracias a la amable mediación de Pureza Canelo y Elena Diego, consta una carta manuscrita de aquel, con el membrete de su domicilio en Barcelona, ciudad a la que había llegado con el ejército de Franco al final de la Guerra Civil y donde había abierto un despacho para sus negocios. Ese domicilio se encontraba en la entonces llamada Avenida de José Antonio, 423, principal 2ª, es decir, la Granvía barcelonesa, en su esquina con la calle Entenza, a cuatro travesías de distancia de la casa donde yo me había criado y en la que aún vive mi madre. Lo cual significaba que, siendo yo niño, habíamos sido vecinos y hasta nos habíamos cruzado por la calle; quizá, incluso, algunos de los versos que estaba leyendo, y que tan intensamente percutían en mi ánimo, hubiesen sido escritos allí: me sentí atravesado por una punzada de excitación. La casa correspondiente a la dirección indicada ha sobrevivido a la especulación urbanística: es un inmueble de hechuras nobles y color entre crema y marfil, cuya fachada recorren columnas y balcones desde el suelo hasta la azotea, y rematado por sendas cúpulas a cada uno de sus lados, que ocupa la esquina entera y delimita el chaflán. Es obvio que fue construido según los patrones de la burguesía mercantil que colonizaba el Ensanche barcelonés. Me acerqué un día para escrutarlo: siendo un edificio que había formado parte tantos años de mi cotidianidad, nunca había reparado en él, como no reparamos casi nunca en lo más cercano. La entrada aparece entallada por la terraza de la brasería Galicia, un local moderadamente proletario, pero todavía alberga la despejada penumbra de un vestíbulo amplio, con un ascensor de madera al fondo y bruñidos espejos a ambos lados. La puerta alta y acañonada, los sucintos escalones que conducen al elevador, las paredes y techos, marmóreos: todo en la entrada revela la holgada dignidad de los comerciantes de antaño, que cifraban en los espacios regios, aunque sin excesos suntuarios, la respetabilidad de sus actividades y la confianza de sus clientes. Me conmovió pensar que, por aquel mismo sitio que yo ahora contemplaba discretamente desde la calle, había pasado Basilio muchas veces, camino de sus ocupaciones y acaso de sus versos, y que, de algún modo, lo seguía haciendo en mi mirada y en mi recuerdo, aunque nunca lo hubiera visto (...).
Colección: Academia, 3
Páginas: 744
Precio: 26 euros
martes, 16 de septiembre de 2025
“Cosas de Poetas”: un congreso diferente sobre poesía contemporánea
Hace unos meses, en unas jornadas literarias a las que había sido invitado, conocí a Xosé María Álvarez Cáccamo, un estupendo poeta y un hombre dotado de un sentido del humor apabullante. En las varias conversaciones que mantuvimos en aquellos días memorables, llenos de versos y de marisco, surgió también la idea de organizar un congreso diferente sobre poesía contemporánea: uno que analizara el envés de tantos asuntos relacionados con los poetas y la creación poética, y que lo hiciera con un humor muy serio, como si el coordinador del encuentro fuese Buster Keaton. Fabulamos maravillas sobre el evento, pero pronto encontramos un gran escollo que dificultaba llegar al buen puerto de su realización: ¿Quién querría acogerlo? Debía ser una institución culturalmente fuerte y financieramente solvente para que el congreso tuviese la participación y la resonancia (publicaría, por supuesto, unas actas científicas) que merecía, pero, por lo que fuera, nos parecía improbable que ninguna universidad ni, pongamos, ninguna obra social de una caja de ahorros estuviese dispuesta a organizarlo. Y ahí nos quedamos, con una gran idea, me parece, pero sin instrumentos para realizarla. Así pues, dejo ahora aquí una posible relación de los temas de los que trataría el congreso, elaborada sustancialmente por Xosé María y un servidor, con la esperanza de que encuentre, entre quienes lean esta entrada o lleguen a conocerla en su hipotético discurrir por las redes, a alguien que reconozca la gran aportación que supondría para el debate literario en este país y quiera contribuir, en el marco de una entidad honorable, a llevarlo a cabo.
jueves, 11 de septiembre de 2025
La vuelta al mundo en 80 museos
jueves, 4 de septiembre de 2025
Qué pereza
Qué pereza que se acaben las vacaciones y vuelvan los políticos con su rictus avinagrado y su lengua de madera, con la que asestan duros golpes a la cultura, el humanismo y la inteligencia.
(Qué pereza Tellado [Miguel, no Corín], con esa pinta de lactante satisfecho y un cerebro lleno solo de consignas mamporreras. Qué pereza Abascal, el visir Iznogud del neofascismo patrio. Qué pereza María Jesús Montero, a la que solo le faltan dos pompones para ser la jefa de las animadoras de un Pedro Sánchez estragado por el poder, o por la falta de él).
Qué pereza que vuelva la prensa ultra a su plena y viscosa actividad, bullente de bulos, iniquidad y estupidez.
Qué pereza que vuelva el fútbol, tiznando a todas horas el televisor de verde y los oídos del lenguaje putrefacto de los periodistas deportivos y la nada balbuceante de los futbolistas, la mayoría de los cuales son retrasados mentales.
Qué pereza que vuelva la rutina laboral, anestesiante, deprimente, en la que chapoteamos como autómatas, a la espera de que nuestros amos vuelvan a concedernos la libertad provisional, 22 días de 365, de la cárcel del trabajo.
Qué pereza que se abra ya en el horizonte el horror de la Navidad, con su perspectiva de turrones hiperglucémicos, felicidad de serie, un aluvión de ceremonias religiosas, comidas (y cenas) con parientes insufribles, regalos espantosos, cotillones carísimos, disparatadas iluminaciones en Vigo, colas para comprar una lotería que nunca toca, despliegues absurdos para ver quién tiene el abeto más grande, discursos monárquicos (de humo), anuncios de colonias y juguetes, y atragantamientos con uvas.
Qué pereza que se acorten los días y llegue el frío.
Qué pereza que los lugares medio vacíos por las vacaciones de los parroquianos vuelvan a estar como siempre: abarrotados de gente y perros.
Qué pereza que las editoriales te comuniquen que se retrasa, una vez más, la publicación de tus libros.
Qué pereza tener que saludar otra vez a los vecinos, y hablar del tiempo en el ascensor, y preguntar a los compañeros de trabajo, estúpidamente, cómo han ido las vacaciones.
Qué pereza que los trenes vuelvan a parecer un producto de la industria conservera.
Qué pereza escribir entradas como esta, que revelan al gruñón en que, contra mi voluntad, me estoy convirtiendo.
(Qué bien, no obstante, que por fin venga el carpintero a arreglarte esa puerta del armario que se estropeó el 1 de agosto, y que desaparezcan del mundo [al menos hasta la próxima temporada] los vomitivos programas del verano, como el "El Grand Prix", y con ellos sus nauseabundos presentadores).
sábado, 30 de agosto de 2025
Rubens y un montón de flamencos
Eso es lo que nos encontramos mi amiga Sol y yo en el concurrido, como siempre, Caixafórum: una amplia muestra, traída del museo del Prado, de la obra de Pedro Pablo Rubens (y siento decir esto en una entrada supuestamente seria, pero el nombre del pintor siempre me ha parecido picapiédrico), de sus muchos discípulos y seguidores, y de una larga lista de otros pintores de su tiempo. El hecho de que las piezas provengan del Prado supone que las haya visto ya, pero no estoy seguro de haberlas examinado con el suficiente detenimiento. El Prado es una monstruosidad con tantas obras maestras que, a menudo, no prestamos a otros cuadros, también muy interesantes, la atención que merecen, o solo una muy superficial. De hecho, la muestra no incluye demasiadas obras de Rubens, sino que se centra en su amplísimo cortejo de alumnos, imitadores y coetáneos. Ciertamente, Flandes bullía de pintores en los siglos XVI y XVII. De Rubens encontramos, al poco de entrar, tres cuadros destacados: El rapto de Europa, una copia (pero qué copia) del óleo de Tiziano del mismo título, en el que Europa, en el lomo del toro (de musculatura y expresión humanas, aunque extrañamente impávido), parece querer huir de los amorcillos revoloteantes que la amenazan con sus flechas; El juicio de Paris, en el que aparecen dos pastores rosados y tres ninfas blancas, con los sexos convenientemente tapados (aunque eso no librara al cuadro de ser considerado impúdico por el rey Carlos III, que ordenó que se quemara; por suerte, el monarca murió antes de que se cumpliera su orden y, una vez cadáver, sus criados tuvieron el buen gusto de desobedecerle), más dos angelotes (asexuados), un perro y varias ovejas; y Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros, que describe una confusión de cuerpos: los de los sátiros que han dado con las ninfas en el bosque, y los de estas, que tratan de eludir su abrazo, a excepción de la diosa, Diana, que se enfrenta a ellos con una lanza. De nuevo, la piel de los agresores es más oscura que la de las agredidas, radiantemente blanca, pese a lo mucho que debía de correrles la sangre por las venas a causa de la emboscada, y, de nuevo también, en el cuadro hay perros, como uno que le muerde un talón a una de las infortunadas ninfas, mientras que un sátiro intenta agarrarla por el pecho. La pintura de Rubens, vista una vez más, me parece lo que siempre me ha parecido: un derroche de sensualidad, color y movimiento, y un festival de la carne. Las ninfas, pródigas en lorzas, exhiben una desnudez abundante, que no solo obedecía a los cánones estéticos de la época, sino también a sus preceptos sociosanitarios: una mujer con grasa era una mujer bien alimentada (hoy no diríamos lo mismo, pero los tiempos han cambiado), y por lo tanto sana, y por lo tanto apta para dar placer y ser madre. Aunque es imposible eludir la dimensión erótica de la cosa: el despliegue de mujeres en estado natural en los lienzos rubensianos, aunque disimuladas por su condición mitológica y vueltas así tolerables para las autoridades religiosas, era una incitación franca al desenfreno. A esta llamada a la lujuria no solo contribuían los cuerpos rubicundos de diosas y féminas, sino también todos los demás elementos presentes en los cuadros de Rubens, que exaltaban la pujanza de la naturaleza y el placer de los sentidos: frutos apetitosos, arboledas exuberantes, ríos muy húmedos, flores luminosas, ojos ávidos, animales que brincan, movimientos apasionados. Así debió de verlo (y sentirlo) Carlos III, como tanta otra gente de aquellos siglos escasamente desenfrenados: era imposible contemplar a Rubens y no sentirse alterado, corporalmente arrebatado; y sigue siéndolo, me parece. La mitología, como se ha dicho ya, suavizaba la exposición de las pasiones humanas: era una suerte de bromuro ideológico. Y la misma función cumplía la pintura de motivos bíblicos o inspiración religiosa. Así, nos encontramos con Aquiles entre las hijas de Licomedes (que son seis, ahora todas vestidas), del propio Rubens; Mercurio y Argos, pintado por Rubens y por artistas de su taller (un interesante documental explica, basándose en esta obra, el proceso de creación de los cuadros y la participación del maestro y de sus aprendices en la composición final); La Inmaculada Concepción, también de Rubens, en el que la Virgen aparece envuelta por un halo deslumbrante y escoltada por dos ángeles, mientras pisa una serpiente enorme, símbolo del pecado; La piedad, de Jacques Jordaens; o El nacimiento de la Virgen, de Erasmus Quellinus II. Debo admitir que el arte sacro, quitando a El Greco, Ribera y algún otro, nunca ha sido mi preferido. Me motivan poco los crucificados, con todos mis respetos por Velázquez y Dalí, las vírgenes llorosas o extáticas, o los santos martirizados. Yo prefiero el arte terrenal, mundano, histórico. Por eso celebro ver en esta muestra La muerte de Séneca, del taller de Rubens, en el que sus aprendices hicieron un gran trabajo con la musculatura del filósofo, que parece más bien un halterófilo, y donde Séneca está de pie en un barreño para que la sangre que le están sacando del brazo no se derrame por el suelo y lo ponga todo perdido. También me llama la atención La infanta Isabel Clara Eugenia, que tiene cara de mala leche (y se entiende: fue gobernadora de los Países Bajos cuando en los Países Bajos de libraban todas las batallas de Europa), pero luce, gracias al virtuosismo de Rubens, unos negros y unos rojos estupendos. Esta infanta vuelve a aparecer en otro cuadro que lleva su nombre, Isabel Clara Eugenia en el sitio de Breda, de Peter Snayers, una rara mezcla de mapa y cuadro. Parece evidente que la toma de Breda, en 1625, fue fructífera para el arte: además de la célebre rendición velazqueña, encontramos esta descomunal y muy topográfica pieza de Snayers. Hecho poco después, en 1626, encontramos un grabado relacionado con otro de los protagonistas políticos de aquellos años belicosos: Retrato alegórico del conde-duque de Olivares, de Paulus Pontius, en el que no puedo evitar que el conde-duque me parezca Javier Gurruchaga, que lo representó con ascético acierto en la maravillosa El rey pasmado. Los retratos históricos no acaban aquí: en otra sala, encontramos dos versiones del mismo personaje, Maria de Medici, que fue reina de Francia —primero consorte y luego regente— de 1600 a 1617. Un retrato es de Frans Pourbus el Joven y otro, de Rubens. En ambos aparece enterrada en un traje negro, grande como un castillo, del que solo emerge la cabeza (en caso de rellenarlo con sus carnes, sería prodigioso), con una gorguera fabulosa y un collar de perlas gordísimas que, en el cuadro de Pourbus, me recuerda a los que gustaba de gastar la inolvidable Carmen Polo de Franco, alias la collares: le llega hasta el bajo vientre. Muchos otros pintores están representados en la exposición: Jacques Jordaens, por ejemplo, a quien ya hemos mencionado, aporta el autobiográfico La familia del pintor, representación paradigmática de una familia flamenca burguesa de principios del siglo XVII, llena de muebles buenos, ropa cara y muchas sonrisas; y con un loro y un perro al fondo, ambos símbolos de la fidelidad que debían guardarse los cónyuges y todos los miembros del clan entre sí. David Teniers, por su parte, entrega El mono pintor, un óleo sobre tabla, de 1660, que anticipa a los surrealistas. En él, un mono con atributos de pintor bosqueja algo en un lienzo de caballete, en un gabinete de pinturas; el cliente, otro simio —un langur común, como el que pinta— con tocado de plumas, cadena de oro y faltriquera grande, observa atentamente las evoluciones del artista. Jan Brueghel el Viejo no podía faltar en la muestra: suyas son varias estampas florales y el óleo sobre lienzo Mercado y lavadero en Flandes, pintado al alimón con Joost de Momper II: Brueghel se encargó de los grupos de figuras humanas, como las lavanderas que ponen a secar delicadamente la ropa en la hierba, y Momper, de los paisajes. De Paul de Vos es un interesante Ciervo acosado por una jauría de perros —los perros parecen galgos—, y, en fin, Jan Fyt firma un Concierto de aves, en el que, en la experta opinión de Sol, salvo el rojo del guacamayo que ocupa el centro del cuadro, todo está mal: no hay perspectiva ni punto de fuga, los tamaños son equivocados y la composición, un desastre. A mí no me parece tan errado, pero acepto con humildad el juicio de mi amiga. Después de lo cual, nos vamos al bar del Caixafórum a tomarnos un aperitivo. Los cuerpos del Botero avant la lettre que fue Rubens y los muchos bodegones de la exposición nos han abierto el apetito.
domingo, 24 de agosto de 2025
Elogio del paseo por la playa
El paseo por la playa es un cordón umbilical. Quizá ignorásemos que aún estaba ahí, pero ahí sigue. Pasear por la playa nos devuelve a la placenta de la Tierra: a lo esencial. Pisamos la arena y percibimos el cosquilleo de lo que ha existido y ahora alfombra nuestros pasos. La destrucción acumulada suscita una caricia que se monta en los pies y se encarama a la piel. La arena no es sino el residuo de la acción ilimitada del tiempo, la saliva de sus lengüetazos escultóricos, el desmenuzamiento de lo que se opone al tiempo, y se desperdiga, y se pulveriza, bajos las flechas restañadoras del sol. Y ese es otro deber que nos concierne: la sumisión a la luz. Nos bañamos verticalmente. El sol derrama la claridad como si nos ungiera. Y quedamos atrapados en esa miel aun caminando: nos embrea el calor hasta desembarazarnos de toda incertidumbre. El calor es la única certeza, y nos electriza. Pero el viento también vive. Lo hace a golpes, cayendo como una pared o desapareciendo como quien debe dinero, para luego reaparecer, más árido, más benigno, transportando ecos de barcos inalcanzables o fragancias hirientes. El viento es el mensajero del mundo, y en su zurrón inalcanzable burbujean los ayes de los náufragos y la arquitectura del crepúsculo. Y el mar. El agua. La sed. El impacto azul de su transparencia. La fosforescencia verde de sus aguas someras. La resistencia de la espuma en la fugacidad de las olas, que se repiten como un espasmo muscular, como una sacudida del epitelio submarino. Paseando por la playa, los colores se colman de sal; las formas se diluyen sin perder su fijeza; y el aire, el fuego, el agua y la tierra trepan por nuestros miembros como una hiedra primordial, y se enredan en el sexo, se hacen un nudo en los ojos, se agarran a las piernas y a las axilas con igual determinación, anidando en lo saliente, hacinándose en lo abierto. La vida vuelve a nosotros. Recuperamos a las gaviotas y los charranes, extraviados en la aciaga metalurgia de los días; también a los peces siempre huidizos, como el espíritu. Y a las libélulas, que nos escoltan como una brigada de helicópteros anaranjados. Hasta cuanto nos saluda, muerto, desde la arena —jureles agujereados, mojarras petrificadas, estrellas resecas— parece vivo. Está vivo: un ejército de insectos sin identificar otorga a esas otras víctimas del tiempo la benemérita condición de cobijo y alimento. Las algas vomitadas por las olas arraigan en las dunas como penachos que se resistieran a decaer y se entregan a la desecación con la tenacidad de un eremita. Y ahí quedan, bengalas huecas, testigos acalambrados del ajetreo del mar, eructos apergaminados de las honduras arenosas, puntos suspensivos de las praderas de posidonia. En la playa, además, hay otros cuerpos, humanos. Recibimos la andanada de su materia, que nos recuerda a la nuestra, y nos repele. Pero es una repulsión amable: la de quien comulga con otros adoradores del sol y la nada, con otros siervos de la sequedad y el agua. Miramos, desbordados por tanto mundo, y nuestra mirada hace que el cielo descienda hasta posarse en el mar y, ya acostado en sus ondas, se embebe de su azul y lo transporta de nuevo a lo alto. Resolvemos el horizonte en cercanía, y las montañas en dunas, y la desnudez en armonía. Y nos abandonamos al sabor plural, pero extrañamente único, de un mundo lujuriosamente reducido a rectitudes y oscilaciones, hecho de pigmentos que no se conciertan, pero que no se contradicen, construido con desorden, con atropello, pero con una sola e interminable envoltura, sede de una plenitud por la que caminamos y que se adentra en los poros hasta alcanzar la raíz del pensamiento, el envés de la piel.