domingo, 16 de febrero de 2025

Paisa(na)je en el tren

Mi vecino ocupa todo el reposabrazos y no movería el brazo aunque amenazaran con cortárselo. El joven que tengo delante ha puesto la mochila en el suelo, entre las piernas, y me obliga a mantener retraídas las mías, que apenas encuentran sitio donde colocarse. El que tengo en diagonal se ha dormido apoyado en la ventanilla y ronca vigorosamente. Los de detrás hablan (de banalidades) como si estuvieran a metros de distancia (o fuesen duros de oído). En el grupo de asientos que está a mi lado, una mujer escucha en el móvil el sermón de un predicador sudamericano que pregona las virtudes de trabajar duro para hacerse merecedores de la gloria de Dios. Delante de ella, otra mujer contraprograma al predicador hablando ella, por el móvil, del novio de su hermana, que se ha portado como un guarro con la pobre Ana María. Una tercera mujer ha desenfundado una bolsa de patatas, que cruje ferozmente, y se zampa una a una todas las chips del paquete, masticándolas con la boca abierta. El cuarto ocupante del cuadrilátero está muy gordo y apenas le deja espacio a la feligresa del pastor venezolano, que encuentra en el apóstol la abnegación necesaria para soportar la estrechez y la grasa. Quien está de pie a mi lado no se ha duchado hoy (y seguramente ayer tampoco). El que está a su vera luce unos tatuajes repulsivos en el cuello (y supongo que en el resto del cuerpo, pero eso, por suerte, no puede verse). Más allá, un grupo de jovencitas garla con pimpante despreocupación, sumando sus voces erizadas de “¡tía!” y “random” a la algarabía general. Por entre el gentío, pasa una argentina (o uruguaya) que vende unas plaquettes de poesía a un euro el ejemplar (si compras dos, uno y medio). Cuando un viajero hace ademán de rechazarlo, ella le aclara: “Son versos”; entonces el candidato corrobora sus sospechas y lo rechaza aún con más firmeza. Tras la argentina, pasa otro trenseúnte con la mochila a la espalda, arrasando con el bártulo cuanto encuentra a su paso. Más allá, dos jóvenes se sientan en el suelo del vagón, debajo del cartel que prohíbe sentarse en el suelo en el vagón (uno de ellos se separa el pantalón de la entrepierna al hacerlo). En una parada, dos seguratas que hacen la ronda por las estaciones desisten de subir al tren abarrotado. Sí lo hace una anciana, con una muleta, que progresa dificultosamente hasta nuestros asientos y tiene que pedirle al joven de la mochila en el suelo (que la ha visto sin mostrar ninguna reacción discernible) que le ceda el asiento. El adolescente lo hace golpeándome una de las piernas retraídas con la mochila cuando la levanta del suelo (el espacio que gano vuelvo a perderlo, ahora en favor de la señora necesitada y su muleta). En otra parada, sube otro sudamericano, que se abre un hueco entre la encajonada multitud, también con dificultad (pero la necesidad apremia), y ataca con brío admirable “Cielito lindo y querido”. Después se abre camino por el vagón, como lo ha hecho pocos antes su coterránea, la poeta vendedora, paseando una gorra arrugada que aflora de la multitud irremediablemente vacía. Otra vecina, más allá, pasa de un insólito silencio a una cháchara excitada: acaba de recibir una llamada por los auriculares que le adornan las orejas como zarcillos de plástico. Unos niños no dejan de joder, ante la reprobación resignada —e inútil— de su cuidadora. Alguien, en algún lugar, estornuda como una ametralladora. Veo, por sobre las cabezas, una cresta escarlata. Pasa un viajero con un perro, que va dejando babas y pelos en todos los tobillos (por fortuna, no en los míos, que siguen retraídos debajo del asiento). Una pareja de novios discute. Una pareja de compañeros de trabajo habla lánguidamente de su trabajo. Yo paso las páginas del libro que leo procurando no molestar al que se ha colocado, de pie, a mi lado y que, a cada golpe del tren, parece ponerme la entrepierna más cerca de la cara. La señora casi impedida se levanta y se marcha, muy trabajosamente, y ocupa su lugar una joven vestida de riguroso negro, con un gorro esquimal que le cubre casi toda la cara; lo poco que no está tapado queda cubierto por unas enormes gafas de sol y unos ariscos mechones rubios que le cuelgan como estalactitas del interior de la capucha inuit (por fin puedo estirar un poco las piernas). Muchas gente mira el móvil; casi todo el mundo mira el móvil. Un obrero aún con el mono de trabajo manchado de grasa no mira el móvil; su mirada se dirige pesadamente, con reprobación, al mundo. En el otro extremo del vagón creo haber visto a alguien que leía un libro, como yo; quizá, si se encontraran nuestros ojos, cruzaríamos miradas de complicidad y reconocimiento, como dos miembros de una sociedad secreta, dos disidentes de la tiranía imperante o dos espías de un mismo país en una país extranjero. Una joven almuerza una ensalada de pasta, que huele mucho a comino, de un táper rosa que sostiene en el regazo. Hay quien escucha música por unos auriculares parecidos a los que se usan en las emisoras de radio, y uno oye la música con él (y hasta reconoce la letras de las canciones). A aquel le canta el aliento. La mirada de aquel otro irradia tristeza. Alguien se ha tirado un pedo. Ah, la humanidad.

lunes, 10 de febrero de 2025

Antitrumpiana

                     62 984 828 estadounidenses votaron a Donald J. Trump como presidente de los Estados Unidos en las elecciones de 2016; 74 223 975, en las de 2020; 77 303 569, en las de 2024.
(WIKIPEDIA)


Es por acción de amor a mi país
que te reclamo, hermano necesario,
viejo Walt Whitman de la mano gris,

para que con tu apoyo extraordinario
verso a verso matemos de raíz
a [Trump], presidente sanguinario.

Sobre la tierra no hay hombre feliz,
nadie trabaja bien en el planeta
si en Washington respira su nariz.
                                                   PABLO NERUDA, Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena (1973)


destacagado en dólares
chupapetróleo tenaza borrapueblos
lanza por las naricesaltavoz
     y la furia torcida de las córneas svásticas
sus célebres anuncios.
                                                            RAFAEL ALBERTI, Los cinco destacagados (1978)


Pity the nation that raises not its voice
Except to praise conquerors
And acclaim the bully as hero
And aims to rule the world
By force and by torture
                                                                 LAWRENCE FERLINGHETTI, «Pity the nation (after Khalil Gibran)»


Destacagado de hoy, jodedor meticuloso,
trumpeteador de todas las estridencias,
trumpero de inocentes y desprevenidos,
trumposo en el póker, los negocios y la vida,
trumpal inhabitable, infestado de alimañas y pesadillas,
trumpolín de majaderos y déspotas,
trumpo que gira y gira sin moverse una pulgada
de su sepsis, de su vómito anaranjado,
de su hígado carcomido por el rencor,
vengador humeante, amigo de los enemigos
de la decencia, malaventurado millonario
venturoso, ofidio peinadísimo, cepo de coños
y asesino putativo en la Quinta Avenida
(sin que el ladrido de su SIG Sauer P365 disuada
a ni uno solo de sus ominosos partidarios),
mequetrefe televisivo con ínfulas de Napoleón
que cubría de oprobio a los postulantes tiralevitas (se lo
                                                                                 [merecían),
vendedor de perfumes hediondos, de biblias con su efigie,
de crecepelo que también cura el cáncer y las hemorroides,
forúnculo en Solo en casa 2 (ojalá estuviese solo en su casa),
elector de bellezas convexas por fuera y cóncavas por dentro,
fornicador de neumáticas semiestrellas del porno,
inoculador de flagelos y escorbuto,
rata de ninguna biblioteca, pero de todos los archivos oficiales,
evasor de tiosames, trilero de reputaciones,
arquetipo de triunfador putrefacto, de triunfador de mierda,
de triunfador de nada, que viaja en carritos de golf
y en aviones que llevan su nombre escrito,
no en el agua, como Keats, sino en el fuselaje,
que practica la inmundicia como si se ejercitara
en un gimnasio dotado con los últimos avances
para la musculación, hijo bendecido por la estulticia,
regado de una fortuna inmerecida, si es que alguna fortuna no
                                                                                                      [lo es,
lector de nada, pensador de nada, benefactor de nada,
parásito del lujo, híbrido de gorgojo y vampiro,
deyector cuyo ano abocinado expulsa aduladores
y decapitados, albañil de esputos,
zarrapastroso con camisas de mil dólares
y gemelos que gotean sangre
y abrigos de cachemir forrados de mocos,
propietario de un corazón por el que no le darían nada
en una tienda de empeños, negrero del ladrillo con lentejuelas,
insultador a los que los insultos le cuelgan de los labios
como una baba pestífera (y con los que se embadurna cada
                                                                                                 [día),
todo él insulto, espumarajo, abominación,
cuba de heces y espanto, humillador abrasivo, zoquete
que golpea con zoquetes, tarugo que daña con tarugos,
enarbolador vesánico de la patria,
insomne artífice de berrinches y venganzas,
abrazado a la opulenta seguridad de su cochambre,
empresario rompedor y bancarroto,
irradiador de pringue, cizaña absurda, cerebelo inmoral,
protagonista de juergas hasta altas horas de la oscuridad,
inexpugnable guardián de la tribu constituida por él
y por su americanismo infecto, odiador minucioso
de cuanto no comprende, que es casi todo,
blanco ejecutor de blancuras crueles,
heterosexual amenazado por los oscuros,
cisgénero asediado por los homosexuales,
hombre cuya hombría se ve perturbada por quienes no la
                                                                                  [comparten,
anglosajón mermado por los guatemaltecos,
halcón injuriador de haitianos —caníbales para su señoría
                                                                                [destacagada,
porque se comen los perros y los gatos de los vecinos—,
detector incansable de drogadictos y violadores,
siempre mestizos, siempre mulatos, siempre
meridionales, exterminador de rojos,
erector de casinos, triturador de la compasión,
suscriptor de todas las conspiraciones,
afortunado receptor de desafortunados disparos
en la oreja, bellaco mentiroso, mentiroso vertiginoso,
mentiroso millonario de millones de mentiras,
estalinista de la mentira, portador de la mentira
en los zapatos y en el glande, mentiroso que miente
hasta cuando no miente, mentiroso que devora mentiras
como espaguetis y las regurgita para alimentar a su prole
necesitada de mentiras bien cocinadas por la ignorancia,
mentiroso que se refocila en la mentira como un puerco
en el albañal, mentiroso que se folla a la mentira, excitado
por la arrogancia y la muerte, idiota
ecuménico, enciclopédico, astronómico,
que resuelve epidemias con lejía e invasiones con
                                                              [baladronadas,
que sume a cuanto palpita en el fango de la bajeza, de la que
                                                                                      [él es adalid,
prevaricador y hermano de los prevaricadores del mundo,
tirano de todas las tiranías del libre mercado,
simpatizante de la Bolsa y la Asociación Nacional del Rifle,
antipatizante de la ciencia y la misericordia,
expectora azufre, es inclemente en la victoria
y aún más despreciable en la derrota,
estrecha manos manchadas de sangre
y se la retira a quienes no rebuznan como él,
aplica desgravaciones a los que lo tienen todo
y aranceles a los que no tienen nada,
acaricia el botón nuclear como el clítoris de sus putas caras,
es débil con los fuertes y fuerte con los débiles,
zote imperial, zar de la tribu estólida,
necesitada de certidumbres entenebrecedoras,
monopolista del ombliguismo y la barbarie,
golpista, charlista, rentista, flautista
de Hamelín de los que necesitan a un guía
para despeñarse por el precipicio del solipsismo,
casero de Guantánamo (y favorable al submarino),
bocazas tempestuoso, tanto más bocazas cuanto más esvástico,
señorón de pene pequeño y corbata grande,
caudillo de las huestes unguladas
que amenazan con matar y matan,
que huelen a estiércol y a barras y estrellas,
que niegan a Whitman y a Gershwin,
que avergüenzan a Pollock y a Woody Allen,
que deshonran a Jesse Owens y a Miles Davis,
que desdeñan a Faulkner y a Thoreau,
que mancillan a tantos como descansan
en el cementerio de Colleville-sur-Mer,
levantador de muros y atropellos,
ultrajador con sonrisa de alfanje,
señor feudal con derecho de pernada con el mundo,
perro cainita, avutarda colmatada de hiel,
oso hormiguero que mete la trumpa en todas las entrepiernas,
quebrantador de familias, instigador de desgracias,
inquisidor de la bondad, carnicero de la honradez,
héroe de pijos y rednecks, inesperadamente hermanados
por el conducator de Queens (también la muerte iguala a los
                                                                                           [dispares),
fanfarrón cuya cercanía enloda, cuyas tinieblas desquician,
mecenas de criptomonedas y criptorquiodias,
creyente que reza como si diera martillazos (y le miente a
                                                                                            [Dios),
que observa los ritos como un catecúmeno sordomudo
y matrimonia eclesialmente, que planta los diez mandamientos
en los jardines, cuidados por hondureños sin papeles,
de sus muchas mansiones —mares-a-lagos y torres y playas y
                                                                                          [naciones— 
sin cumplir ninguno, pero sigue berreando plegarias
y escupiendo maldiciones, delincuente convicto aunque
                                                                                 [inconfeso,
mártir solo de su propia vanidad monstruosa,
                                                 [monstruosamente
agraviada, reo de delitos contables e incontables,
muñidor de abogados que creen que lo más importante es la familia, empalador de jueces y funcionarios electorales,
mutilador de sueños y degollador de soñadores,
pútrido cabecilla de todas las conspiraciones,
castigador de los debeladores de los poderosos,
denunciante de las verdades que lo desafían,
difusor de patrañas con las que se acoraza
y eyacula, cultivador de insectos y verdolagas,
repartidor de trumpadas y trumpazos, chulo rebozado
de jactancia coronado de soberbia remachado de engreimiento,
firmante de hijoputeces y devastaciones y bombardeos y
                                                                                [chaladuras,
constructor de oleoductos en paraísos naturales
y de paraísos turísticos en franjas arrasadas
por fascistas talmúdicos, a cuyos naturales sobrevivientes
aspira a esconder debajo de la alfombra de los países vecinos,
okupa de groenlandias y canales, de fronteras y libertades,
capitalista que solo es capitalista cuando el capitalismo (le)
                                                                            [rinde beneficios
(y estatalista cuando no), embaucador de obreros y
                                                                    [atarantados,
de cubanos y mujeres, de aspirantes a ricos que no lo serán
                                                                                              [nunca,
oligarca aullador, ameba desorejada, plutócrata planetario,
paladín de los derechos inhumanos, narciso facundo
y jeremíaco, adolescente octogenario, perdonavidas
de academia militar (aunque no haya combatido
en jungla alguna, sino solo en la jungla de cristal y puñaladas
traperas de Manhattan; también ha visitado los pantanos de
                                                                                              [Florida,
poblados de saurios, ses semblables, ses frères),
enmascarado de fealdad, pero adversario de las mascarillas,
vacunado contra la concordia, pero opuesto a las vacunas,
archimandrita de 1,2 millones de muertos por covid,
dictador por un día (por todos los días), sutilmente
hitleriano (es su única sutileza), enamorado del éxito
que no consiste más que en dinero, enamorado de sí
—que es como caer rendido a los pies de Idi Amín
o de Samuel Little—, devorador de caviar
y hamburguesas anabolizadas, colega de sudafricanos
tecnomusolinianos tan henchidos de éxito repugnante
como él, espejo de miserables y cocainómanos,
epítome de cuanto niega la grandeza de un pueblo,
decantación grasienta de lo que hiede y espeluzna,
borborigmo horrible de la infamia,
magnificación hollywoodiense de Jesús Gil y Gil,
faro que orienta con su luz negra a Abascal y Orban, a Salvini
                                                                                             [y Le Pen,
a Milei y ese holandés de pelo de gallina,
führer de todo lo fecal del orbe,
homínido farfullante, escarabajo bípedo,
cerebro inexistente (y, aun así, rebosante de mugre),
analfabeto irredento, hacedor de grandezas vacuas,
asestador de vacíos, progenitor de víctimas,
útero de dolor, cocinero de la testosterona,
inventor de trumpantojos que solo engañan a los que desean ser engañados, receptor de elogios nauseabundos, emisor de
                                                                    [alaridos de guerra,
de facturas falsas, de arengas fatuas, de fetuas facciosas,
compañero de los fabricantes de armas, de quienes utilizan
                                                                                        [las armas
fabricadas por los fabricantes de armas, de quienes defienden
el derecho a usar armas, aunque sea para masacrar a los
                                                                                     [alumnos
de un instituto o a quienes han ido un sábado por la tarde
a un centro comercial a tomarse un helado,
jaleador de los que taladran el planeta,
de quienes derriten los hielos y la inteligencia,
de quienes no conciben límites en la capacidad
para destruir lo que nos sostiene, si no nos sostiene lo
                                                                             [suficiente,
expendedor de calamidades y vicios,
propalador de noticias falsas, de bienestares falsos, de
                                                                      [orgullos falsos,
de falsedades más falsas que su rictus,
más aterradoras que su catadura,
más sombrías que su mirada.
                                                      Trump,
triste, despiadadamente humano.

miércoles, 5 de febrero de 2025

Elogio del tanga

El tanga es la hipérbole de la brevedad. Si se empequeñeciera más, desaparecería. Pero es una hipérbole inversa: cuanto más reducido, más agranda lo que guarda. Lo abrigado por el tanga —esa porción mínima de realidad— cobra, gracias a él, unas dimensiones colosales: crece a tal punto que uno duda de que pueda ser cubierto por una cortina o una sábana. Sin embargo, el tanga lo cubre. La inversión que procura el tanga no solo atañe al tamaño. Una mujer con tanga está más desnuda que sin él; también un hombre. La desnudez que confiere el tanga es una desnudez de aluminio: esférica y volátil; una desnudez a la que el chispazo del tanga ha despojado de la aristada plenitud del vaciamiento. El tanga subraya la piel: la vuelve febrilmente visible. Quien lo porta, sin embargo, parece un fruto pelado, listo para la mordedura, en la frontera misma del derretimiento: su carne es pulpa, casi compota ya. Y todo gracias a un fragmento de tela que apenas se distingue de la nada. El tanga constituye el centro: trae el centro a la periferia. Su presencia dibuja el blanco de la diana. Y su exigüidad contiene el universo. Una tilde de licra se interpone entre nosotros y lo esencial: el tanga transforma lo que toca en inevitable. Cuánta levedad para tanta distancia. Pero la levedad crea la distancia. El tanga esculpe, pero aleja. A un centímetro de ropa corresponde un eón de presencia. Una mujer con tanga evoca la urgencia del amor. Un hombre con tanga, la delicia de la fuerza. Los tangas crecen en los cuerpos como las flores en el cemento. En las grietas, donde se concentran las humedades y prenden las semillas, empuja la vegetación, y también los tangas. El tanga es una lacónica pincelada en el óleo del organismo: en el anverso, un triángulo quisquilloso; en el reverso, un hilo como un tallo, o como una esperanza. Es, asimismo, una señal: nos indica a dónde encaminarnos. Aunque tapa, es todo menos un antifaz: el tanga no alisa, sino que esculpe; no disuade, sino que desenmascara. En el tanga hallamos la mitigación de la hipocresía y la exacerbación del deseo. Pero es una exacerbación tranquila, exenta de cuanto la enturbie: no hay velos, de tejido ni de conciencia, que retirar; no hay vergüenzas que causen vergüenza. O casi no las hay. Casi no. Lo que subsiste es la menor afirmación posible, la menor turbación admisible. Porque debajo del tanga queda el hecho incontrovertible de la materia, el axioma de la ensambladura feliz, la realidad promisoria de un paraíso común. El tanga no esconde: revela. Pero su revelación está teñida de sutileza, a pesar de la magnitud embozada, como lo está un amanecer cuyos azules turbulentos atraviese, durante un instante apenas concebible de tan fugaz, un pájaro blanco.

miércoles, 29 de enero de 2025

Charles Bukowski, el monarca del underground

Charles Bukowski (Andernach, Alemania, 1920-Los Ángeles, EE. UU., 1994) no fue un gran poeta. No tenía demasiada formación; escribía a patadas y a menudo borracho; era soez y descuidado, repetitivo y vulgar; sus poemas se parecen siempre mucho unos a otros: en su obra apenas hay evolución ni sorpresa, y, desde luego, ninguna sutileza; y su elogiada falta de retórica no es tal, sino otra retórica, fundada en exabruptos y elipsis, en escatología y sexo, en una estudiada improvisación y una imperativa astringencia. El propio Bukowski dijo muchas veces, en sus cartas y entrevistas, que le gustaba muy poco de lo que había escrito, que muchos de sus poemas eran malos y que ya se había olvidado de la mayoría. Sin embargo, logró convertirse en poeta, y muy celebrado (John Martin, su editor, lo consideraba «el nuevo Whitman»), a fuerza de querer serlo: por tracción animal, por ciega e indestructible obcecación de escribir, quizá porque sentía, con una intensidad insoportable, que la escritura era la única justificación posible de una existencia que siempre le resultó hostil e incomprensible, y a la que estuvo cerca de renunciar voluntariamente en Atlanta, en 1943, y en Los Ángeles, en 1961. Escribió uno o varios poemas (o relatos) casi todos los días de su vida, incluso entre los años 1945 y 1955, el periodo de sequía creativa más largo que había padecido nunca, según decía, y que bautizó como sus «diez años de borrachera» (aunque no hay que hacer demasiado caso de sus declaraciones: estaban siempre subordinadas al personaje que Bukowski había hecho de sí mismo). E inundó las revistas literarias de su país —todas: tanto las alternativas o underground, que vivieron su edad de oro con la revolución del mimeógrafo entre el final de la Segunda Guerra Mundial y los años 70 del siglo pasado, si es que puede hablarse de «oro» en el caso de unas publicaciones constitutivamente impecunes, como las más respetables y académicas, como Kenyon Review, Poetry: A Magazine of Verse o Beloit Poetry Journal, entre otras— con los poemas que pergeñaba sin descanso, a máquina, turbiamente iluminado por el alcohol, con un cigarrillo en los labios y el sonido de fondo de la música clásica que no dejaba de escuchar por la radio. Los mandaba por correo, sin hacer copias (e incluso sin poner remite), y se olvidaba de ellos. La mayoría eran rechazados. Algunas revistas los juzgaban tan abominables (por beodos, desmañados o indecentes, o por todo a la vez) que ni se molestaban en responder al envío; otras los zanjaban con la consabida nota de rechazo: Bukowski las coleccionaba en una carpeta que no dejaba de engordar, y hasta acabó escribiendo piezas en los que se mofaba de ellas. Si le devolvían los poemas, se los enviaba a otra revista, tan hampante o más que la primera: eso importaba poco. Su rarísima, sobrehumana perseverancia logró que sus poemas crudos, groseros, reveladores de una sensibilidad zarandeada por las ásperas convenciones puritanas de una sociedad estadounidense febril de posguerra y capitalismo, y sacudidos, a veces, por una conmoción existencial que abría a los pies del lector un abismo de sobrecogimiento, fueran calando entre los lectores y críticos, y condujo a Bukowski, a finales de los 60, a lo que siempre había deseado: el reconocimiento y la aceptación literarios. Cuando John Martin, uno de los muchos que se había sentido cautivado por su poesía y que hasta entonces se había dedicado a vender muebles, decidió crear una editorial en 1970, Black Sparrow Press, para publicar la obra de Bukowski y pagarle un sueldo vitalicio de 100 dólares al mes, tanto si escribía como si no, la suficiencia económica, de la que el autor de Cartero no había disfrutado nunca, se sumó al reconocimiento público y le permitió cumplir otro de sus sueños: dedicarse solo a la literatura (sin tener que trabajar en Correos, donde llevaba penando diez años y de donde estaba a punto de ser despedido tanto por su absentismo como, peor aún, por publicar columnas obscenas en la prensa).

De esta inverosímil tenacidad trata, sobre todo, Bukowski. Rey del underground, de Abel Debritto (Madrid, Punto de Vista, 2024), que hace un retrato minuciosísimo de su relación de tres décadas con las revistas alternativas de los Estados Unidos, en las que Bukowski encontró el medio adecuado para encauzar su incontenible creatividad y satisfacer su necesidad de difusión, y que a la postre fueron, como subraya Abel Debritto, fundamentales para su éxito posterior. Debritto destaca también la independencia de Bukowski: pese a sus provocaciones juveniles —acudía a las clases del Los Angeles City College a principios de los 40 con un brazalete con una esvástica— y a que luego se le considerase algo así como un escritor libertario, Bukowski siempre se declaró apolítico: no compartió las reivindicaciones sociales de la generación beat, la más crítica con el sistema, ni ejerció de escritor contestatario, y, ciertamente, en su poesía no hay casi ninguna referencia a los numerosos conflictos políticos y sociales de la segunda mitad del siglo XX. Como dijo en no pocas ocasiones, toda aquella mierda no le interesaba. La obra de Bukowski solo trata de Bukowski: de él, de sus encuentros (y sus peleas) con mujeres, de sus borracheras y de sus apuestas en el hipódromo. Tampoco asumió ningún compromiso estético con nadie que no fuese él mismo. Y tanto le daba publicar en una revista de los Black Mountain como en otra pornográfica (como hizo a menudo en los 70). Se encontraba más cómodo en las revistas alternativas, menos estiradas y puntillosas, pero no desdeñaba —y hasta elogiaba— a las más reputadas del país.

Bukowski. Rey del underground traza, al hilo del relato de las peripecias de Bukowski, un panorama muy documentado del mundo de la edición en los Estados Unidos de la Guerra Fría y de las siempre problemáticas relaciones de los escritores con los editores, los críticos y los demás autores. Debritto, que ha traducido muy bien a Bukowski, se revela como un investigador animado por un tesón equiparable al del poeta angelino. Pertrechado con una vasta y hasta hoy desconocida información, que ha obtenido del examen de la correspondencia y numerosos documentos inéditos del archivo personal de Bukowski, se mete hasta la cocina de la edición alternativa y desvela muchos de sus trucos y miserias. En su afán por remachar lo descubierto, incurre en algunas repeticiones: que las revistas underground fueron decisivas para el triunfo de Bukowski; o que el escritor no se desanimaba con los rechazos; o que quería publicar a toda costa, sin importarle el sesgo o los defectos del medio en que lo hiciera. Un cierto pulimiento habría podido evitar estas insistencias innecesarias. Su trabajo, no obstante, es luminoso y está bien urdido. Pinta con respeto, pero también con sentido crítico, a un autor al que admira. Así, no oculta sus declaraciones extemporáneas, que fueron muchas, ni sus comportamientos reprobables (en las tres ocasiones en que Bukowski fue editor de revistas, para desquitarse de las muchas veces en que había sido rechazado, se ensañaba con los poetas que le enviaban poemas: sus notas de rechazo eran feroces, y hasta llegó a devolver los poemas con anotaciones insultantes o bañados en cerveza o huevo; y en una de esas revistas, Harlequin, rechazó material que su mujer ya había aceptado para vengarse de los editores que habían descartado su obra en el pasado), pero tampoco su vulnerabilidad y, al mismo tiempo, su entereza, una entereza que le hizo mantenerse en pie, aferrado a la literatura, hasta que, rozando los cincuenta años, consiguió acceder al esquivo, largamente perseguido y tan ansiado éxito —en su caso, planetario—, del que solo acabó privándolo, en 1994, una leucemia mielógena.

[Este artículo se ha publicado, con el título de «Tenacidad triunfante», en Letras Libres, nº 280, enero de 2025, pp. 56-57]

viernes, 24 de enero de 2025

El premio de poesía “Lorenzo Gomis”

Anteayer se celebró en la librería Byron de Barcelona el acto de entrega del V premio de poesía “Lorenzo Gomis”, convocado por la revista El Ciervo. Y, como resulta que lo había ganado yo, ex aequo con Juan Vicente Piqueras, no tuve más remedio que asistir. Fue un placer, desde luego, y no solo por el reconocimiento que supone, sino porque constituye una ocasión ideal para renovar lazos de amistad y sentir el afecto de quienes te aprecian (y para que ellos sientan el tuyo). Por allí andaban mis queridos Sergio Gaspar, Jordi Virallonga, Álex Chico (que se encargó, y muy bien, de la glosa del poema de Juan Vicente Piqueras), Anay Sala, Silvia Rins, José María Micó, Alfonso Alegre, Alejandro Duque Amusco y Jorge León Gustà, entre otros que me dejo. También hizo acto de presencia, para mi sorpresa, Estrella Montolio, hoy catedrática de Lengua Española y experta en comunicación, y hace treinta años profesora mía de Lingüística en la Universidad de Barcelona, una de las más competentes (y, sin duda, la más guapa) que tuve en aquellos años aurorales, a la que no había vuelto a ver desde entonces. El hecho de que haya sido precisamente la revista El Ciervo (la decana de las revistas de pensamiento y cultura en España: se fundó en 1951, y sus 74 años de publicación ininterrumpida autorizan a considerarla la más antigua del país, más que la Revista de Occidente, creada en 1923, pero que ha atravesado varios periodos de silencio, uno de ellos especialmente largo, de casi tres décadas, como ayer me recordaba, con comprensible prurito reivindicativo y su habitual bonhomía, el director de la revista barcelonesa, Jaume Boix) la que me haya concedido el galardón (por medio de un jurado en el que figuraban poetas y escritores a los que admiro, como Jesús Aguado, Jordi Doce y Lola Irún, amén del propio Jaume Boix) hace que lo tenga aún en más estima. El Ciervo ha sido siempre un referente literario y cultural, una compañía sosegada y al mismo tiempo incisiva en los procelosos años de la dictadura franquista, de la transición democrática y de hoy mismo, cuando la razón maquinal del tecnocapitalismo —personificada por los magnates digitales constituidos en cohorte plutocrática del infame faraón Trump, con el neonazi Elon Musk a la cabeza— amenaza con arrumbar el legado humanista del diálogo, los derechos humanos y la justicia social que la revista siempre ha defendido. Uno podía no compartir el ideario cristiano que animaba a la publicación, pero no podía dejar de agradecer el espíritu dialogante y progresista con el que lo manifestaba, y sentirse reconfortado por él, como siempre me ha sucedido a mí. Desde esta posición de respeto y defensa de los valores de la Ilustración y la cultura, El Ciervo ha reservado siempre un importante espacio a la poesía, algo para lo que, sin duda, fue determinante la figura de su fundador y director, Lorenzo Gomis, poeta y uno de los pocos ganadores catalanes del prestigioso premio Adonáis. (Hace años, Lorenzo Gomis presentó uno de mis libros de poesía, y eso es algo de lo que todavía me enorgullezco). En ese espacio de preservación de la poesía —y digo bien: “preservación”: como la del lince ibérico, como la de cualquier especie animal en peligro de extinción— se sitúan el premio de poesía que he tenido el honor de recibir (que ya va por su quinta edición, y que han ganado autores tan sobresalientes como José Ángel Cilleruelo, que hizo ayer una espléndida glosa de mi poema, José Luis Rey, Jordi Doce o mi compañero de hoy, Juan Vicente Piqueras) y la constante atención de la revista a la poesía (iba a escribir “al género”, pero he recordado que no lo es, y he optado por la repetición del término). Transcribo a continuación el poema que ha merecido el reconocimiento del “Lorenzo Gomis”. Debo confesar que el hecho de que se premiase un solo poema y de que este no pudiera sobrepasar los treinta versos, me ayudó a vencer la natural vastedad con la que siempre abordo la creación poética. Quienes me conocen, saben que con treinta versos no tengo ni para empezar. Pero esta vez con treinta versos no solo he tenido que empezar, sino también que acabar. Y eso me ha ayudado decisivamente (aunque he utilizado los treinta: no quería desaprovechar ni una sílaba).

LA CASA

No encontrarás la casa en los lugares donde la buscas,
por los que pasas como una sombra que cabalgara a un
                                                                                             [relámpago.
Tampoco en las palabras con que acompañas
la huida, arraigada en las cosas indóciles, en lo que
se insubordina al ser,
en cuanto se desprende de la piel
                                                             y abraza la hoguera
                                                                         [declinante de la tarde.
Esas palabras solo guarecen tu soledad, en cuyo recinto oscuro
fructifican la fiebre y los fantasmas.
                                                                  No darás con nada que
                                                                            [desmienta a la nada,
con nada a lo que puedas acogerte como se acoge el náufrago
a la ola que lo envuelve o al fuste que lo salva. Seguirás
                                                                              [deslizándote por la
superficie de tu propio vaciarte,
por el cauce ametalado de lo que ocurre
y te atraviesa, de los remolinos como dragas
que recorren tu cuerpo y se recluyen en tu cuerpo,
de tantos actos arrumbados en el erial que eres,
a la luz descoyuntada de un amanecer al que no sigue un día.
En esa ladera por la que ruedan papeles en los que depositas
                                                                                               [cicatrices;
en esa ladera en la que ausencia y mundo
se intercambian la piel sin tocar el suelo, como los vencejos,
que honran el aire que los encarcela; en esa ladera donde los
                                                                                                     [perros
lamen tu fugacidad, y tus pasos resuenan exentos de ti,
condescendientes con la muerte, sólidos como el ayer,
en esa ladera, digo, yacerás hasta que el movimiento concluya
y caigas de tu cuerpo como un ojo ácimo,
como un útero que se deshilacha.
                                                              Tu casa es la errancia.
La encontrarás en el aire, habitada
por alguien que no eres tú.

sábado, 18 de enero de 2025

La Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters

Acaba de aparecer, publicada por Galaxia Gutenberg, la Antología de Spoon River, del estadounidense Edgar Lee Masters, un clásico de la poesía contemporánea en lengua inglesa, cuya primera edición data de 1915, pero que se había publicado por entregas desde mediados de 1914 en el Reedy’s Mirror, un periódico de San Luis, dirigido por su amigo William Marion Reedy. Este había animado a Masters a leer la Antología palatina y lo había guiado, así, hasta la obra que le inspiraría su propia antología, o, al menos, hasta la forma —el epitafio— que esta iba memorablemente a adoptar. La Antología de Spoon River ha sido abundantemente traducida al español, sobre todo en los últimos años. Pero ya Jorge Luis Borges había vertido en castellano dos poemas de la Antología de Spoon River y uno de su continuación (mucho menos exitosa que la primera), La nueva Spoon River, en la revista Sur, en 1931, y luego muchos otros lo hicieron, como el catalán exiliado en México Agustí Bartra, los nicaragüenses José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, y el argentino Alberto Girri, cuya versión fue la primera que apareció en España, de la mano de Carlos Barral, en 1974, aunque solo fuese una antología de la Antología: de los 244 poemas del libro, Girri solo nos ofrecía 100, en una traducción pundonorosa, pero no del todo acertada. El caso de Edgar Lee Masters es curioso porque se le suele poner como ejemplo de autor de un solo libro, aunque a su muerte, en 1950, hubiese escrito casi una cincuentena, entre obras de teatro, poemarios, novelas, ensayos y biografías. Tras un puñado de poemarios desafortunadamente enraizados en la literatura victoriana que tantos escritores norteamericanos tenían aún como modelo, Lee Masters se descolgó, en plena Primera Guerra Mundial, con este volumen insólito, anómalo, lleno de energía y de verdad, asentadas ambas en su profundo conocimiento de las gentes y la realidad social del Medio Oeste americano (que había adquirido siendo cobrador domiciliario de los recibos de una compañía de electricidad y, luego, abogado laboralista). Su éxito, pese a las críticas negativas que resultan inevitables cuando se ofrece algo tan singular y distinto, tan ajeno a las convenciones de la época, como la Antología —como ya había padecido Whitman con Hojas de hierba, una de las mayores influencias de Lee Masters—, fue inmediato y arrasador. Pero tuvo una consecuencia lamentable: hizo que Edgar Lee Masters se pasara el resto de su vida buscando repetir aquel éxito inesperado. Y, por más que lo intentó —y lo hizo, como he dicho, en una cincuentena de ocasiones—, nunca lo consiguió. No volvió a dar con esa tecla mágica que permite a un escritor alumbrar una obra prodigiosa, lo que, pese al reconocimiento general y a la concesión de algunos premios importantes al final de su carrera, lo sumió en una progresiva tristeza que acabó en un aislamiento amargo y destructivo. Se ha dicho que la clave de su éxito radicaba en que Masters no sabía muy bien lo que estaba haciendo cuando escribía la Antología, y que seguía sin saberlo cuando ya la había escrito. Si fue así —y es muy probable que lo fuera—, debemos agradecer a esa ignorancia uno de los volúmenes más austeros, veraces y fascinantes de la historia de la poesía contemporánea.

Transcribo algunos pasajes del prólogo:

En los poemas de la Antología de Spoon River, Edgar Lee Masters presenta una suerte de diorama de la vida y los conflictos de una pequeña comunidad rural de los Estados Unidos. Y lo hace desde una perspectiva crítica, con un realismo cruento: cuenta (es decir, los propios muertos cuentan) los adulterios de hombres y mujeres, las estafas que unos cometen y otros padecen, las quiebras fraudulentas de los banqueros, el maltrato que infligen los policías, las manipulaciones y mentiras de los políticos, los abortos vergonzosos, los matrimonios insoportables, los caracteres agriados por el infortunio o la maldad, la indignidad de los borrachos, la desatención o, por el contrario, la opresión de los padres (o de los hijos por sus mayores), las vidas sin presente ni futuro, la venalidad de los jueces, la crueldad y la estupidez de los partidarios de la guerra, el calvinismo desalmado de los predicadores, las elecciones amañadas, la mediocridad de los poetas y los pretendidos intelectuales, las envidias y las disputas vecinales, el clasismo de los que se creen superiores, la moral irrespirable instituida por las autoridades, las iniquidades de los poderosos, la pobreza de tantos. Con pocas salvedades, la Antología de Spoon River es una fascinante galería de miserias, fracasos y abominaciones, formulada con un verbo prieto, pero también con una fogosidad tan puritana como la de los propios puritanos que denuncia. 
(...)
Con este inglés apenas metafórico, salvo en  «La espuniada» y el «Epílogo» —y es mejor que así sea; como en Whitman, las metáforas de Masters resultan gravosamente deudoras de la tradición victoriana—, coloquial, corriente, atento a las cosas cotidianas y los sentimientos comunes, Edgar Lee Masters construye los parlamentos de los muertos, que son síntesis autobiográficas —microbiografías— y monólogos dramáticos: relatos de lo que les ha sucedido en vida, exposición de sus defectos y sus errores —o de las injusticias que han sufrido—, sólidos relámpagos de una memoria arraigada en el sufrimiento o el desengaño. Cada poema constituye un pequeño drama, que puede limitarse a una escena o abarcar una vida entera, trágicamente sustanciada. La voz de los muertos suena, sin excepción, individual e intransigente, subjetiva, parcial, propia de alguien acaso irrelevante, pero siempre único, que ha sucumbido a los agravios de la sociedad, a las injurias del tiempo y a sus propias y fatales imperfecciones, pero que afirma su singularidad irrenunciable, su ser atormentado y cierto. 
(...)
La interpretación de la Antología de Spoon River no puede quedarse —aunque así se haya hecho durante mucho tiempo y por parte de muchos lectores— en la descripción de un pueblo del Medio Oeste americano, por reveladora que sea de una realidad social cierta y difícil, y de unas vivencias personales, tan crudas como nostálgicas. En toda representación crítica de la realidad subyace un modelo ético, un ideal que se anticipa y se desea, o que se ha perdido y se recuerda o reivindica. Y así sucede también en la Antología. Ese diorama de seres que manotean en el caldo hirviente de lo que han sido, compuesto de aspiraciones no sustentadas en aptitudes, o de aptitudes no sustentadas en posibilidades; de esperanzas ilusas o de realidades devoradoras; de virtudes indeseables o vicios seductores; de pequeñeces corrosivas o grandezas inalcanzables; del contacto infamante o exaltador con los otros; de la abrasión creciente de un capitalismo voraz y la ruralidad sofocante de la aldea; toda esa población de muertos parlantes, devastados por la acrimonia de la vida y la severidad de la muerte, forman parte de un cosmos superior, donde residen la justicia y la felicidad, al que se dirigen tanto el autor como sus personajes, en busca de la resolución de sus conflictos y de la salvación existencial. En la exposición de todos estos males y este sufrimiento, de tantos vicios e iniquidades como refiere la Antología, no solo se desnuda a una comunidad, sino también a la comunidad ideal a la que esa otra, real, traiciona y subvierte. 
(...)
La visión que Masters quiere restaurar es la que él conservaba de su niñez en Petersburg, en la granja de sus abuelos, que personificaban a los americanos aún no corrompidos por las bajezas de una modernidad invasora, habitantes de un paisaje paradisíaco y adornados con todas las virtudes de los seres trabajadores, creyentes en Dios y en la igualdad, y tan llenos de individualismo como defensores de la comunidad; y, por extensión, la de una América limpia y pacífica, sin hipocresía ni iniquidad. Un paraíso perdido, en suma, que albergaba esa gran visión democrática que, antes que él, Thomas Jefferson —Masters era un devoto jeffersoniano— y Walt Whitman habían contribuido a canonizar.

Y este es el primer poema del libro, el célebre “La colina”.

¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley,
el pusilánime, el fortachón, el payaso, el bebedor, el
     camorrista?
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

A uno se lo llevó una fiebre,
otro se abrasó en una mina,
a otro lo mataron en una reyerta,
otro murió en la cárcel
y el otro se cayó del puente en el que trabajaba para
     mantener a la familia.
Duermen, duermen, están durmiendo todos en la colina.

¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Lizzie y Edith,
la de buen corazón, el alma de cántaro, la vocinglera, la
     orgullosa, la feliz?
Duermen, están durmiendo todas en la colina.

Una murió de parto vergonzoso,
otra, de mal de amores,
otra, a manos de un cafre en un burdel,
otra, de orgullo herido, por haber querido satisfacer los
     deseos del corazón,
y a la otra, que había vivido lejos, en Londres y París,
la trajeron a su palmo de tierra Ella y Kate y Mag.
Duermen, duermen, están durmiendo todas en la colina.

¿Dónde están el tío Isaac y la tía Emily,
y el viejo Towny Kincaid, y Sevigne Houghton,
y el mayor Walker, que había conocido
a los venerables hombres de la Revolución?
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

Les habían devuelto a los hijos muertos de la guerra,
a las hijas aplastadas por la vida,
con hijos sin padre, llorando.
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

¿Dónde está el viejo Jones, el violinista,
que se lo pasó en grande los noventa años que vivió,
desafiando la cellisca a pecho descubierto,
bebiendo, alborotando, sin pensar nunca en la mujer ni en la
     familia,
ni en el dinero, ni en el amor, ni en el cielo?
¡Míralo!, recordando las antiguas comilonas,
las carreras de caballos de antaño en Clary’s Grove,
lo que dijo una vez
Abe Lincoln en Springfield.



Publicado por: Galaxia Gutenberg
Colección: Serie Mayor
ISBN: 978-84-10317-31-4
Publicado: 29/01/2025
Páginas: 696
Precio: 28€

domingo, 12 de enero de 2025

El Museo de la Garrotxa y el paisajismo de Olot

Hacía mucho que quería visitar el Museo de la Garrotxa, en Olot. Sabía que albergaba una de las mejores colecciones de la escuela paisajista catalana —también llamada de Olot—, de la que mi padre se hacía lenguas cuando yo era niño y empezaba a interesarme por las cosas del arte, y me apetecía mucho conocerla. Así que hoy, aprovechando que un amigo me ha invitado a pasar el día en Cadaqués, hago un alto en la capital de la comarca para visitar el lugar. El Museo se distribuye en las tres plantas del edificio en el que está ubicado, el Hospicio del siglo XVIII, obra de Ventura Rodríguez: una mole imponente, cuyo patio está ahora ocupado por el belén navideño montado por el ayuntamiento. Por sobre las figuras, de tamaño natural, o incluso sobrenatural, se despliegan unas grandes telas de gasa que representan, supongo, los haces de luz que iluminan la escena, y que constituyen la aportación singular de sus creadores a la entrañable historia del pesebrismo navideño. La colección de los paisajistas está en la tercera planta, a la que se accede previo pago de un pequeño óbolo de tres euros. Lo primero que veo es un trozo del paisaje catalán, pero de hace unos 12.000 años: un fragmento fosilizado de unos molares de elephas primigenius, es decir, de mamut, que se conoce campaban por estos lares cuando los volcanes de la región aún no se habían apagado. Aquellas bestias aprendieron a convivir con las erupciones volcánicas, a diferencia de los dinosaurios, que no supieron sobreponerse a los meteoritos. Junto al diente de mamut, encuentro otra pieza curiosa, y que no tiene nada que ver con los demás objetos expuestos en el Museo: una caja de cerámica que representa una caja de pomelos, con el nombre impreso de “Indian River. Citrus. Florida”, obra de Kimiyo Mishima, una artista japonesa, de 1986. Dada mi actual vinculación sentimental con la península de Florida y, en particular, con una de sus habitantes, encuentro grata esta coincidencia, aunque no me explico qué diantres hace una pieza de arte contemporáneo tan exótica como esta en un lugar de hechuras decimonónicas como el Museo de la Garrotxa. Pero aparto este breve desconcierto, que se suma a los muchos que padezco diariamente, y sigo adelante. Y no tardo en llegar a las salas en las que se expone la obra de los principales representantes del paisajismo que he venido a buscar: Joaquim Vayreda i Vila, su hermano Marian y Josep Berga i Boix, adalides de un movimiento en el que, en la segunda mitad del siglo XIX, militaron muchos otros, como Joan Carles Panyó i Figaró, Lluís Rigalt i Farriols, Ramon Martí i Alsina, Jaume Pons i Martí,  Enric Ferau i Alsina, Melcior Domenge i Antiga y Fèlix Urgellés i de Tovar. La pintura de estos autores, influida por la escuela francesa de Barbizon, se sumerge en los hermosos paisajes que los rodeaban —hace ciento cincuenta años, mucho más vírgenes que hoy, a pesar de la industralización que ya había hecho presa en ellos por entonces— para reproducirlos con amabilidad y una sensible inclinación impresionista. Casi todos son paisajes de bosques verdes, entrecruzados de caminos serpenteantes o ríos, o acotados por campos de labor, en los que brilla una luz clara o, si ya ha atardecido, de una penumbra clara. Abundan los payeses con barretina (Olot ha sido, históricamente, una gran productora de barretinas: en 1777, los talleres de la ciudad fabricaban 120 al día, que se exportaban al Rosellón, Nápoles y Marsella) y también las ovejas y las vacas: los personajes de un Olot rural que no escapaba a la idealización: una Arcadia catalana en la que no se pintaban conflictos ni guerras, sino un mundo sosegado, bucólico, con el que se reivindicaba un modo de vida que el trajín del comercio y las fábricas estaba dejando atrás. En casi todos los cuadros —aquí predomina el óleo; casi no hay acuarelas—, se advierte un telo, como una gasa que recubre el paisaje: una claridad neblinosa, nada sorollesca, agónica, melancólica, como de atmósfera que se diluye, de espacio difuminado y huidizo. Pese a la paz de las escenas que recogieron en las telas, la vida de los Vayreda, los capitanes del movimiento, gozó de muy poca paz. Joaquim, el fundador, hombre emprendedor además de artista —llevó la electricidad a Olot—, murió a los 51 años, abrumado por la ruina de sus negocios. Su hermano Marian (con el que, al parecer, se repartía el trabajo: aquel pintaba los paisajes y este, las figuras) falleció también muy joven, con cincuenta años. Muy religioso y tradicionalista, decidió combatir por Dios, por la Patria y el Rey en la Tercera Guerra Carlista, y llegó a formar parte del estado mayor de Francisco Savalls, el comandante general de los carlistas en Gerona, un aguerrido bigotudo del Ampurdán que, en flagrante inferioridad numérica, mantuvo en jaque a las tropas liberales durante los tres años de hostilidades. Marian Vayreda, que era también un escritor solvente, dejó escrito en sus diarios que había llegado a distinguir las balas de Rémington o de Bérdan por el ruido que hacían: más silenciosas las primeras, zumbantes las segundas. Por suerte para él, ninguna le alcanzó fatalmente, pero, con la derrota final de Savalls y sus huestes, tuvo que partir al exilio, y lo hizo a París, claro, el mejor lugar para que se exiliara un artista. Francesc Vayreda, en fin, el hijo de Joaquim, nació con una deformidad y solo alcanzó a vivir 41 años. En las fotos que se exponen de él, presenta una mirada vivaz y un aire a lo Toulouse-Lautrec. En una de ellas, aparece con los dos picos del cuello de la camisa levantados, como dos cuernecitos que le amenazaran la garganta. Muy catalanista, como toda su familia, Francesc se involucró en la lucha política y fue encarcelado por la dictadura de Primo de Rivera. Tras las salas dedicadas al Modernismo —en las que se incluye la célebre serie de carteles publicitarios de los “Cigarrillos París”, en uno de los cuales aparecen dos niños de ocho o diez años fumando, y la cartela se ve obligada a explicar que en aquel entonces no se conocían todavía los males indecibles que acarreaba el tabaco—, me llevo la grata sorpresa de encontrar el no menos famoso cuadro La carga, de Ramón Casas, pintado en 1899 en Barcelona —donde proliferaban las huelgas y las manifestaciones—, con la imagen de una multitud ahuyentada por unos guardias civiles a caballo. En primer plano, uno de los tricornios, sable en mano, ha derribado a un manifestante, que acaba de caer a los pies del caballo, y parece que vaya a salir del cuadro para embestir también al observador. A su lado, ocupando el vasto centro de la pintura, un gran vacío, el principal acierto figurativo de Casas: esa ausencia es el resultado de la represión, de la fuerza bruta, y en ella radica la protesta del pintor. Un no haber dice más que si hubiera sembrado la plaza de gente golpeada, o incluso de cadáveres. Rodeando ese centro, la masa apeñuscada y fugitiva: gente sin rostro que huye de la Benemérita. Ni un solo rasgo humano se advierte en ella. En los jinetes que disuelven la concentración, en cambio, sí se reconocen algunas facciones, oscuras, adustas, y muchos bigotes. El rostro del que monta el caballo que ha arrollado al manifestante y amenaza a quien contempla el cuadro, aparece casi tapado por el cuello de la guerrera, pero el mostacho, bajo el tricornio acharolado, luce espléndido. Al fondo, una mezcla indistinguible, rosada y gris, de nubes y humo de fábricas. El siguiente autor destacado en el Museo es el escultor Josep Clarà i Ayats, también olotino, una de cuyas obras, La diosa, brilla con luz propia en la horrenda plaza de Cataluña de Barcelona, y otra, El desconsol (‘el desconsuelo’), ha ocupado, durante buena parte del siglo XX, el estanque que se encuentra delante del Parlamento de Cataluña (y lo sigue haciendo, pero desde 1985 es solo una copia; el original, que se estaba deteriorando a la intemperie, ha pasado al palacio de la Generalitat). Yo veía esa figura de una mujer desnuda, con la melena derramada y poseída por el abatimiento, escrupulosamente blanca, siempre que iba a pasear, solo o con alguna novia, al parque de la Ciudadela. Aquella visión me llenaba de melancolía, pero también de un poderoso sentimiento de armonía y bienestar, porque, como recuerda Antonio Gamoneda, también el arte que expresa dolor produce placer. Clarà se especializó en mujeres desnudas (en mármol; de las de carne su biografía no nos dice nada especial), una tarea para la que encontró numerosos discípulos, como Enric Casanovas i Roy o Joaquim Sunyer i de Miró, que aporta un infrecuente desnudo integral en Dues figures femenines nues (‘dos figuras femeninas desnudas’), de 1913. (Los escultores de Olot eran diligentes con las formas, pero poco imaginativos con los nombres: a una mujer de pie la titulan “mujer de pie”; a una mujer desnuda, “mujer desnuda”). Hombres desnudos esculpidos por Clarà, en cambio, solo veo uno en el Museo. Frente a los pechos erguidos y montes de Venus poderosos de sus figuras femeninas, este varón me parece bastante escuchimizado. A diferencia de la mayoría de los demás artistas de Olot, Clarà no pertenecía a una familia acomodada: su padre era alpargatero. Como, dada su humilde condición, no podía pagar la exención del servicio militar que lo libraría de ir a pegar tiros en las guerras coloniales y africanas que insensatamente mantenía una paupérrima España, y en las que morían a miles los hijos de los pobres, el escultor se tuvo que exiliar en Toulouse y luego en París, donde conoció a Auguste Rodin y Aristide Maillol, que tuvieron una gran influencia en su arte. El exilio y la represión política han sido una constante en la vida de los artistas de la comarca. Otro de ellos, El pintor Iu Pasqual i Rodés, fue depurado en 1939 por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, por el incalificable crimen de haber dirigido la Escuela de Bellas Artes de Olot, vinculado a la Generalitat, durante los años de la República (de la que, por cierto, hay un hermosísimo busto en mármol en el Museo, cuya amplísima fecha de composición, “entre 1873 y 1939”, indica que no se sabe si fue hecha en la Primera o en la Segunda República). En cualquier caso, el franquismo acogió con benevolencia la escuela paisajista de Olot, aunque sus miembros hubiesen sido catalanistas y republicanos, porque describía un mundo tranquilo y tradicional, lleno de virtudes cristianas, que cantaba a la naturaleza y no se metía en política. Una breve grabación del No-Do, aquel lisérgico noticiario documental que se proyectaba antes de las películas en los cines españoles desde 1942 hasta 1977 (y que debo confesar que, de niño, no me disgustaba ver: es uno de mis muchos placeres culpables), titulada “En el paisaje de Olot”, elogia la forma que tienen los pintores de la comarca de representar “la campiña olotina”. Y lo hace con aquella voz grave, atildada, que seguramente emitía alguien con bigotillo y gomina en el pelo, propia de los galanes de los cincuenta; una voz, no obstante, que pronuncia los nombres y apellidos en catalán como si fueran turcomanos. El Museo de la Garrotxa me reserva una última sorpresa: entre las obras de los artistas olotinos más actuales, encuentro una, Matèria, de un tal Jordi Curós i Ventura, nacido en 1930 y muerto en 2017. Y sitúo así, por fin, al autor de un cuadro que compré en una subasta en Barcelona hace muchos años —un paisaje de playa, de trazo deliberadamente tosco, pero muy luminoso— firmado por “Jordi Curós”. Mi busca en Internet de información sobre el pintor había sido infructuosa, seguramente por mi impericia al hacerlo. Pero hoy subsano esa laguna y me congratulo de poseer una pieza de un afamado representante de la promoción contemporánea de admirable escuela paisajista catalana.