El paseo por la playa es un cordón umbilical. Quizá ignorásemos que aún estaba ahí, pero ahí sigue. Pasear por la playa nos devuelve a la placenta de la Tierra: a lo esencial. Pisamos la arena y percibimos el cosquilleo de lo que ha existido y ahora alfombra nuestros pasos. La destrucción acumulada suscita una caricia que se monta en los pies y se encarama a la piel. La arena no es sino el residuo de la acción ilimitada del tiempo, la saliva de sus lengüetazos escultóricos, el desmenuzamiento de lo que se opone al tiempo, y se desperdiga, y se pulveriza, bajos las flechas restañadoras del sol. Y ese es otro deber que nos concierne: la sumisión a la luz. Nos bañamos verticalmente. El sol derrama la claridad como si nos ungiera. Y quedamos atrapados en esa miel aun caminando: nos embrea el calor hasta desembarazarnos de toda incertidumbre. El calor es la única certeza, y nos electriza. Pero el viento también vive. Lo hace a golpes, cayendo como una pared o desapareciendo como quien debe dinero, para luego reaparecer, más árido, más benigno, transportando ecos de barcos inalcanzables o fragancias hirientes. El viento es el mensajero del mundo, y en su zurrón inalcanzable burbujean los ayes de los náufragos y la arquitectura del crepúsculo. Y el mar. El agua. La sed. El impacto azul de su transparencia. La fosforescencia verde de sus aguas someras. La resistencia de la espuma en la fugacidad de las olas, que se repiten como un espasmo muscular, como una sacudida del epitelio submarino. Paseando por la playa, los colores se colman de sal; las formas se diluyen sin perder su fijeza; y el aire, el fuego, el agua y la tierra trepan por nuestros miembros como una hiedra primordial, y se enredan en el sexo, se hacen un nudo en los ojos, se agarran a las piernas y a las axilas con igual determinación, anidando en lo saliente, hacinándose en lo abierto. La vida vuelve a nosotros. Recuperamos a las gaviotas y los charranes, extraviados en la aciaga metalurgia de los días; también a los peces siempre huidizos, como el espíritu. Y a las libélulas, que nos escoltan como una brigada de helicópteros anaranjados. Hasta cuanto nos saluda, muerto, desde la arena —jureles agujereados, mojarras petrificadas, estrellas resecas— parece vivo. Está vivo: un ejército de insectos sin identificar otorga a esas otras víctimas del tiempo la benemérita condición de cobijo y alimento. Las algas vomitadas por las olas arraigan en las dunas como penachos que se resistieran a decaer y se entregan a la desecación con la tenacidad de un eremita. Y ahí quedan, bengalas huecas, testigos acalambrados del ajetreo del mar, eructos apergaminados de las honduras arenosas, puntos suspensivos de las praderas de posidonia. En la playa, además, hay otros cuerpos, humanos. Recibimos la andanada de su materia, que nos recuerda a la nuestra, y nos repele. Pero es una repulsión amable: la de quien comulga con otros adoradores del sol y la nada, con otros siervos de la sequedad y el agua. Miramos, desbordados por tanto mundo, y nuestra mirada hace que el cielo descienda hasta posarse en el mar y, ya acostado en sus ondas, se embebe de su azul y lo transporta de nuevo a lo alto. Resolvemos el horizonte en cercanía, y las montañas en dunas, y la desnudez en armonía. Y nos abandonamos al sabor plural, pero extrañamente único, de un mundo lujuriosamente reducido a rectitudes y oscilaciones, hecho de pigmentos que no se conciertan, pero que no se contradicen, construido con desorden, con atropello, pero con una sola e interminable envoltura, sede de una plenitud por la que caminamos y que se adentra en los poros hasta alcanzar la raíz del pensamiento, el envés de la piel.
Corónicas de Españia. Blog de Eduardo Moga
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
domingo, 24 de agosto de 2025
Elogio del paseo por la playa
lunes, 18 de agosto de 2025
Juan Ramón Jiménez y las drogas
martes, 12 de agosto de 2025
Me han robado
miércoles, 6 de agosto de 2025
El Vinseum de Vilafranca del Penedès
jueves, 31 de julio de 2025
Una cornucopia sin fin: la poesía reunida de Eduardo Moga
sábado, 26 de julio de 2025
Cosas que veo (y oigo) por la mañana al ir a trabajar
domingo, 20 de julio de 2025
Tan sumamente ligero
El poeta Juan López-Carrillo protagoniza Tan sumamente ligero, un documental biográfico —un biopic— dirigido por Santi Suárez-Baldrís y producido por Un Capricho de Ediciones en 2024. Juan ingresa así en la escueta nómina de poetas del mundo (Neruda, Lorca, Rimbaud, Wilde, Emily Dickinson, Sylvia Plath) sobre los que se ha rodado una película. El hecho de que el filme de Suárez-Baldrís solo dure doce minutos (y quince segundos) no empece para que Juan —y sus lectores y admiradores, entre los que me cuento— pueda considerarse un privilegiado. Su imponente figura aparece en pantalla recorriendo las calles de Reus, donde vive (o quizá sean las de Tarragona, no estoy seguro), mientras la voz en off del poeta Ramón García Mateos, otro de sus grandes amigos y valedores, recita los versos del poema “Suma levedad”, de Los muertos no van al cine (2006), uno de los cuales da título a la obra: “Paradojas de mi vida./ Yo que estoy tan gordo/ que me hice plural/ al llegar a cien kilos/ sufro la triste evidencia/ de pasar por tu vida/ como alguien/ que no ocupa espacio,/ vacío, volátil,/ tan sumamente ligero”. La película empieza, en realidad, en la escena siguiente, en la que Carme Riera y García Mateos departen animadamente sobre la poesía de Juan López-Carrillo en el jardín romántico del Ateneo de Barcelona, mientras este se zampa unos mejillones y unas patatas fritas, regadas con una generosa copa de cerveza, sin abrir la boca más que para introducir en ella los sabrosos mitílidos y el resto de avíos del aperitivo. Es, sin duda, un acierto de la película, porque así es la vida de Juan: come, bebe, vive y escribe, y qué sea eso que escribe, que lo decidan los demás. Tan sumamente ligero relata después, en fotogramas austeros, sintéticos, y siempre con el fondo de los poemas de Juan recitados por la voz radiofónica de García Mateos, un día en la vida del poeta. Pierde por la calle un billete de cincuenta euros (y con eso, dice el poema, hace un amigo que nunca conocerá); llega a casa, donde lo primero que hace, como casi todos, es quitarse los zapatos y los pantalones; se pone a continuación a pelar judías en la mesa de la cocina; luego las cocina y se las come (“la frontera de mi patria/ es el borde de mi plato”, dice el poema “Nacionalismo” que da voz a la escena), y remata el sucinto ágape con un café de cafetera italiana de las de toda la vida, nada de cartuchos ni nespressos; recibe una llamada del banco, que le reclama el pago de las cuotas atrasadas de un préstamo, el único momento en el que oímos la voz del protagonista: dice dos veces “sí”, mientras escuchamos los versos del poema “Consuelo”: “La máquina implacable de la banca/ procede a su tarea/ y una voz anónima me salva/ de la soledad y el abandono/ por el precio/ de unos intereses de demora”; se sienta a la mesa de trabajo y se limpia las gafas para leer; oye un ruido sospechoso en el piso de al lado y, al acercarse a la pared medianera, oye follar a los vecinos, lo que lo sume en un estado de comprensible postración (“soy un poeta deprimido/, un poeta melancólico y seriamente enfermo,/ un poeta que está más que harto y cansado / de escribir amargos poemas de amor”, dice en un poema, “Amistad auténtica”, anafórico y gildebiedmiano); luego, quizá para quemar la energía que no ha podido dedicar a la misma —y añorada— actividad que sus afortunados vecinos, se enfunda en un chándal y echa un rato en la bicicleta estática (y este es el momento en el que me siento más personalmente implicado en la película, porque en los versos que la ilustran, del poema “Placidez”, yo soy uno de los “dos íntimos amigos míos [que], dentro de muy poco, marcharán al extranjero: uno [Ramón García Mateos] se irá con la familia a Lisboa a dar clases de literatura y a escribir futuros libros; el otro [un servidor], con plaza en Manchester, ya prepara las maletas para reunirse con su familia y para escribir futuros libros”; Juan López-Carrillo emula a sus amigos viajeros y se compra una bicicleta estática; y valga precisar que en Mánchester ni tuve plaza, ni escribí ningún libro, ni presente ni futuro, sino que culminé un desatino y coprotagonicé un divorcio); tras la sesión de bici, que no imaginamos demasiado intensa, aunque Suárez-Baldrís se empeña en demostrarnos que suda, Juan se ducha, y, en la única escena (dudosamente) erótica de la película, columbramos su garridas hechuras tras la mampara del baño y vemos el brazo reluciente (solo el brazo) que asoma para coger el albornoz que cuelga de la pared; después, lee un rato y manifiesta sus ardientes deseos de no ir a trabajar y mandar a paseo a su jefa (un anhelo que compartimos casi todos y que Bartleby, el escribiente, inmortalizó con su definitivo I would prefer not to [‘preferiría no hacerlo’], aunque Juan no sea tan sutil como el personaje de Melville: “Hoy no me da la gana de ir a trabajar/, y no me apetece lo más mínimo/ tener que verte un día más la cara/. Hoy me quedo en la cama, porque sí”, dice en el poema “Porteña”, de Los años vencidos [1997]); y por fin, el poeta fríe unos huevos (que aliña golosamente con especias), añora una vez más a una mujer y se acuesta, tras enmascararse con el artilugio que le permite dormir sin apneas. El gran tema de Tan sumamente ligero es la soledad: doce minutos de exposición de una vida solitaria, cuya gran ausencia es el amor, y cuyos consuelos son la amistad, la literatura y los placeres cotidianos. La burla de sí mismo, siempre bienhumorada, canaliza el malestar existencial sin que resulte opresivo, libre de una acritud que podría mudar en corrosión. Como he escrito en otro lugar —el prólogo de Los muertos no van al cine—, la poesía de López-Carrillo “suscita la inmediata simpatía del lector. Su recurso al humor es constante (...). Todos sus versos, aun los más amargos, (...) aparecen impregnados de una comicidad honda, que a veces se resuelve en carcajada y otras se estiliza en ironía. (...) Pero no debemos equivocarnos: el humor es otra forma de la tristeza. (...) Un torrente de desesperanza atraviesa su poesía, a veces de forma explícita y otras embozada de sarcasmo o elegía”. Y este juicio, todavía válido para su poesía, me parece, lo es también para esta película, porque sus versos la recorren desde el primer hasta el último fotograma, erigiéndose, así, en la columna vertebral que los sostiene a todos —limpios, directos, magnéticos— en el espléndido edificio de Tan sumamente ligero.