domingo, 21 de agosto de 2016

Un finde en Londres (y II)

Hoy, domingo, iremos a Hampstead, un antiguo pueblo y hoy barrio de Londres al norte de la ciudad. Cogemos el 24. Tardaremos una hora en llegar, pero, desde el puente superior del double decker, tendremos buenas vistas de todo. Muy pronto se nos sientan detrás tres hispanas evangélicas y todo el trayecto que hacen con nosotros lo dedican a hablar de los salmos y los libros de la Biblia. Me intranquiliza que mencionen el del Apocalipsis, pero luego me alivia que citen el salmo XV ("¿Quién, Señor, puede habitar en tu santuario? / ¿Quién, vivir en tu santo monte?..."). También le dedican un recuerdo emocionado a su elocuente pastor. Tras el repaso testamentario, las muy pías damas bajan cloqueando y se llevan a la calle sus piídos. No es la única manifestación de la vigencia de la religión que observaremos en el 24. Al cabo de poco, al pasar junto a la catedral de Westminster, el hombre que se ha sentado al lado de Álvaro se persigna. El autobús atraviesa muy despacio el centro de Londres por la plaza de Trafalgar: el tráfico y la caterva de turistas son coagulantes. La lentitud es tal que los double deckers se van acumulando en comitiva: parecemos una gran serpiente roja que avanza penosamente por el légamo de la multitud de coches y la aglomeración de personas. En el pandemonio en el que estamos sumidos, de vez en cuando una chispa de ingenio o, paradójicamente, de humanidad nos vivifica. Distingo, por ejemplo, a un mendigo en la acera, que pide ayuda con un cartel en el que ha escrito: "Smile and just breathe in that power. Race calmer. Homeless & smiling" ("Sonríe y respira ese poder. Apresúrate despacio. Sin techo, pero risueño"). Y, en efecto, el hombre no deja de sonreír. Debe de ser durísimo hacerlo en un maremágnum tan hostil, tan indiferente, como el de este lugar de Londres, una ciudad indiferente y hostil. Los músculos risorios del hombre deben de tallar esa sonrisa a martillazos y sostenerla todo el día, con perseverancia hercúlea, para que no desaparezca o se convierta en una mueca grotesca. Algo más allá, otro cartel de una tienda para niños reza: "Don't grow up. It's a trap" ("No crezcas. Es una trampa"). Los ingleses descuellan por este ingenio ubicuo, por este ejercicio nunca desfalleciente de algo siempre a medio camino entre la publicidad y la ironía. Tras la hora de viaje prevista y la visita de un revisor que ha comprobado nuestros billetes con un lector electrónico nunca, en dos años y medio que he pasado en Londres, me había revisado nadie los billetes-, nos bajamos en Hampstead y comemos en un pub que, pese a serlo y llamarse "The White Horse", solo sirve comida libanesa (y fish & chips, la única concesión a la gastronomía autóctona). Con los estómagos reconfortados, remontamos el parque de Hampstead hasta Parliament Hill. El parque, conocido como "The Heath" ("El páramo", aunque de páramo tiene poco, lleno como está de estanques y vegetación), es uno de los más grandes y agrestes de la ciudad. Y Parliament Hill es su mayor elevación, desde la que se goza de unas vistas privilegiadas de Londres, que abarcan de Canary Wharf hasta el Parlamento. Nos detenemos ahí un momento para contemplar una ciudad tan fascinante como monstruosa. Otros también lo hacen, pero muchos más están en la hierba yacer en la hierba es la (in)actividad preferida de los ingleses en verano, rebozándose de sol o metiéndose discretamente mano. Bajamos luego la colina y paseamos por entre algunos de los veinticinco estanques del parque, en varios de los cuales se puede nadar. Uno es solo para hombres y, en efecto, solo vemos a bañistas varones. Su condición salta a la vista: vientres repujados de músculos, slips minúsculos y, en no pocos casos, turgentes de meollo y mucho aceite corporal, que algunas parejas se aplican mutuamente con meticulosidad de novios recientes. Algo más allá hay otro estanque solo para mujeres, aunque a este no podemos llegar, porque no se accede directamente, sino por un camino que veda la entrada a quien no lo sea. La separación por sexos, de origen victoriano, se da, pues, también aquí, en la capital de la democracia, y no solo en Yemen o Afganistán. Después de constatarlo, progresamos hasta Highgate, otro lucido barrio londinense, y seguimos descubriendo leyendas mordaces, aunque algunas sean intraducibles: "Alcohol and calculus don't mix. So if you drink, don't derive", y, a continuación, una derivada ("El alcohol y el cálculo son incompatibles. Así que, si bebes, no derives", lo que supone un juego de palabras entre "drive", conducir, y "derive", derivar, hacer derivadas). De Highgate volvemos al centro de la ciudad por Islington, un barrio populoso en el que ha vivido hasta hace poco el también populoso Boris Johnson, exalcalde de Londres y brexita militante pero menos agraciado que los que llevamos recorridos esta mañana. Vemos una tienda de patinetes, y solo de patinetes, y un local donde se diseñan pasteles, y solo pasteles. Pasamos al lado del estadio del Arsenal, el Barça de Londres, aunque sin su historial glorioso (el Madrid es el Chelsea, desde luego), y reconocemos a sus muchos aficionados, uniformados todos con la camiseta roja del equipo. Otra cosa que los hermana es que casi todos sostienen una pinta de cerveza en la mano. Por entre los ruidosos corros que forman, pasan a veces mujeres con niqabs, es decir, cubiertas completamente, excepto los ojos, por un capisayo negro. Como la caminata ha sido de aúpa, cogemos un metro en la siguiente parada que encontramos y volvemos a casa. Allí cenamos en el patio, un exiguo reducto de la propiedad que adornan una palmera enana y una no menos lacónica enredadera, y del que solo podemos disfrutar los meses de verano: los demás del año nos limitamos a verlo inundado por la lluvia (que está pudriendo la mesa y las sillas de madera) o inaccesible por el frío. Está encajonado entre otros patios vecinos y las paredes de los edificios circundantes, pero aun así nos gusta: supone una expansión del piso que nos alivia de su pequeñez. Es muy difícil que un propietario inglés renuncie a un jardín propio. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un propietario inglés renuncie a un jardín propio. Aunque viva en un rincón, en un ground floor o en el barrio menos afortunado de la ciudad, peleará por hacerse con un espacio individual donde sembrar césped y cuatro plantas, que cuidará con dedicación benedictina. Cenamos, y me invade la melancolía: mañana ya tengo que volver. Y así es, claro. Despunta un día soleado los días soleados son infrecuentes pero maravillosos en Londres; lamento que este haya llegado cuando me he de ir y me pongo en marcha. Cuando salimos a la calle con las maletas Álvaro me acompañará a Victoria, todo está como lo recordaba: el dueño del restaurante italiano en el que solíamos comer, al que llamábamos el mafioso no por nada, sino porque a todos los italianos gordos que se sientan a la puerta de su establecimiento, hablan en dialecto siciliano con sus compatriotas y conducen un Rolls Royce dorado, como hace este por las calles de Battersea, nos gusta creerlos mafiosos—, está a la puerta de su establecimiento, habla en dialecto siciliano con un compatriota y me saluda con una leve inclinación de cabeza (me reconoce aún, después de casi seis meses de ausencia: para él, sigo siendo un vecino); el cajero del Tesco continúa dándonos el dinero que necesitamos; y la estación de Victoria está tan atiborrada como siempre. Pero algunas cosas sí han cambiado: el Gatwick Express es nuevo, ahora de color rojo. Llego al aeropuerto sin novedad y tampoco hay novedad en el vuelo de Easyjet: tiene un retraso de una hora, y el avión, cuando montamos por fin en él, está sucísimo: con las migas que hay en el suelo de mi fila de asientos podría jugarse a las canicas. El sobrecargo se suma al jolgorio general anunciando que viaja con nosotros un pasajero con alergia a los frutos secos, y que eso impedirá que sirvan hoy productos que los contengan; también nos pide que no los consumamos. Una mujer saluda su petición con varios comentarios en voz alta, que no sé si son jocosos o groseros: "¡Eso! Y nosotros, que somos muy educados y solidarios, no comeremos frutos secos. ¡Venga! ¡Que todo el mundo se libre de sus frutos secos!". Es la misma tipa que me ha preguntado en la sala de embarque, cuando ya estábamos dentro, si el vuelo que salía de allí iba a Madrid. Le he dicho que sí (aunque, si hubiera sabido la que iba a montar luego, a lo mejor le habría dicho que iba a Tombuctú). "Es que me lío", ha precisado. Pero la cosa no acaba ahí: cuando despegamos, da otra voz, que retumba en toda la cabina del avión: "¡Ya era hora, cabrones!" (con lo que, a pesar de su ordinariez, muchos estamos de acuerdo, debo decir). Durante el vuelo, no deja de canturrear, dar palmas y soltar exabruptos sin destinatario conocido, pero que todos oímos. Y, cuando estamos aterrizando, se pone de pie para hurgar en el compartimento del equipaje lo que le merece una bronca por megafonía de una azafata, a la que ella no presta atención, porque no se sienta hasta que ha acabado de hacer lo que quiera que esté haciendo, aplaude sarcásticamente cuando ya rodamos por la pista, salta del asiento en cuanto nos paramos, arrollando a varios pasajeros, al grito, poco preciso gramaticalmente, de "¡Vamos, vamos, que es gerundio!", y remata su nada complaciente valoración del trabajo de la tripulación con un estentóreo "¡Venga, que sois más lentos que el caballo del malo!". Hombre, no ha sido Melendi, pero como pasajera tocacojones no está mal. Quizá tenga tanto miedo a volar que lo combata con este despliegue de groseros pronunciamientos, porque toda exhibición oculta en realidad una carencia; o quizá esté mal de la cabeza; o quizá, simplemente, se haya tomado demasiadas pastillas (o demasiado pocas). Pero el último incidente del viaje no lo protagoniza ella a la que veo alejarse por la terminal de Barajas arrastrando ruidosamente el trolley por las escaleras de bajada, sino un caballero con un enorme carro de equipaje, cargado hasta los topes, que me precede en una escalera mecánica de subida. Al llegar arriba, un pico del carrito se le engancha en la parte inferior del pasamanos y no puede salir, lo que nos empuja hacia atrás, a nosotros y a los que nos siguen, y amenaza con precipitarnos escaleras abajo. En realidad, la situación es ridícula: retrocedemos en una escalera de subida. El hombre, que no puede con el peso del carro, se limita a hacer aspavientos y exclamar: "¡Joder, joder, joder!". Yo, asomado ya al abismo, pienso que eso es exactamente lo que el hombre está haciendo, jodernos, y pruebo a darle un empujón al carrito, que se me ha venido encima, en confusa amalgama con el hombre. Eso basta: el trasto se desencallada y podemos salir por fin de la inexorable trampa mecánica. Me alegro de haber sido capaz de, literalmente, echar una mano.

1 comentario:

  1. Asombra su capacidad de observación y detalle de todo tipo, la precisión descriptiva, la riqueza de matices, tanto en lo que indica como en lo que interpreta. ¿Alguna vez le han dicho que su forma de escribir tiene algo de torrencial?

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