martes, 22 de noviembre de 2016

Vida social (2): en el Aula Literaria Guadiana

Las aulas literarias, junto con los clubes de lectura, son uno de los grandes logros de la sociedad literaria extremeña. Antes de vivir en Extremadura, solo había sido invitado a una de ellas, la Díez Canedo, de Badajoz, dirigida por los infatigables Enrique García Fuentes y José Manuel Sánchez Paulete. Este viernes acudo al Aula Literaria Guadiana, de Don Benito, cuyos responsables son Manuel Simón Viola y José Carlos García de Paredes. No conozco Don Benito, así que la visita al Aula me servirá también para tener una primera impresión de la localidad. El primer encuentro, de los dos que se realizan a lo largo del día, tiene lugar en el colegio Claret, donde trabaja Simón. Antonio María Claret, el fundador de los colegios claretianos, fue un barcelonés viajero –nació en Sallent, en la Cataluña profunda, que también existe, muy cerca de Vic, una ciudad de acendrados sentimientos religiosos, y luego anduvo, predicando la palabra de Dios, por Roma, Lanzarote, Cuba, Madrid y Francia–, confesor de la reina Isabel II, a la que acompañó al exilio parisino, y responsable de otras prédicas menos edificantes, como las contenidas en «Avisos saludables para ser buena casada» de su Colección de opúsculos, publicado en 1849, en las que proclama, con flamígera vehemencia, la necesidad de quemar libros y, ya puestos, a sus autores. Sus sucesores, por fortuna, no comparten su furor savonarólico, sino que dan amparo hoy a los escritores, incluso a los ateos como yo, que acuden a sus centros a hablar de literatura con los alumnos. Los tiempos adelantan que es una barbaridad. Cuando llego a la recepción del colegio y pregunto por Simón, el conserje que atiende (aunque quizá sea un profesor: ya no se sabe, con tantos recortes...) me pregunta a su vez: "¿Es Ud. el escritor?". Sigue resultándome chocante que me identifiquen solamente como escritor, y aún más identificarme yo solo como tal. "Sí", respondo, "supongo que sí". Simón acude enseguida y me saluda con su cordialidad habitual. Lo primero que hace es entregarme el cuadernillo que ha publicado el Aula, con los poemas que hoy leeré, no sin lamentar unas erratas que afean la página en la que consta mi currículum. Pero no importa: la publicación es más que digna, y servirá muy bien al propósito que me trae hoy a Don Benito. Esperamos un rato, tomando un café, en una gran y desangelada sala (lo que resulta contradictorio con el hecho de que en las paredes haya cuadros de ángeles, aunque también desangelados; pero dejémoslo: me estoy liando); charlamos, y no dejo de admirar una enciclopedia Espasa que casi llena una pared como un ejército de saberes ensotanados, y esto sí resulta coherente. Pero no tardamos en pasar a la sala de actos, donde ya están reunidos los alumnos de los tres centros de enseñanza que participan en las lecturas del Aula. Simón me ha contado algunas anécdotas de un par de escritores que han visitado el Aula sin ser, o sin querer ser, conscientes de que iban a leer para adolescentes. Uno de ellos, tenido por picajoso, algo que no cuesta deducir de su prolija literatura, dio un puñetazo en la mesa cuando el runrún de las conversaciones superó el nivel de ruido, bajísimo, que estaba dispuesto a tolerar. El puñetazo fue efectivo: acalló de raíz a los parlantes. De hecho, fue tan efectivo que los acalló completamente: cuando se abrió el turno de preguntas, nadie osó abrir la boca, no fuese a ser que se la cerrara de nuevo con otro mamporrazo. Y allí quedó el escritor picajoso, defensor a trompadas de la sublimidad de su estro, sin hablar y sin que le hablaran, sumido en un silencio perfecto, reflejo insuperable de la perfección de su arte. Otro, me cuenta Simón, no recurrió a la violencia física, sino al maltrato psicológico. Cuando un alumno alabó su poesía, pero reconoció, con la tímida cordialidad de sus dieciséis o diecisiete años, que no la había entendido (lo cual, en realidad, revela a un buen lector de poesía, aquel que no subordina la apreciación de su belleza a su comprensión racional), el afamado y ya provecto vate respondió: "Pues tiene Ud. un problema... Siguiente pregunta". Para no ser otro ejemplo de engreimiento y mala educación, mi tarea consiste hoy en recordar en qué registro he de moverme, a qué nivel he de hablar: no más bajo, sino adecuado a mis interlocutores. Me esfuerzo, pues, no por explicar los poemas (sigo creyendo que, sea quien sea su destinatario, deben explicarse por sí mismos), pero sí por contextualizarlos, por dar alguna clave por la que quienes los escuchan puedan entrar en ellos, o encontrar algún asidero que les permita experimentarlos mejor. Observo que, cuando anuncio que voy a leer una décima erótica, se produce un revuelo en la sala. Yo creía que los cuchicheos y las risitas nerviosas ya habían desaparecido: que los jóvenes de hoy estaban lo suficientemente impuestos en materia sexual –a gran diferencia de nosotros, los que nos educamos en colegios de curas en la sórdida noche franquista, sin costumbres liberales, ni libros guarros (o muy pocos), ni películas porno (aún menos), ni Internet– como para no alterarse por algo tan inocente como una décima que relata una honesta felación. Pero no: se conoce que algo así continúa causando un notable alboroto en las almas juveniles, y me pregunto por qué (además de por el hecho, nada desdeñable, de que un tercio de la audiencia siga educándose en un colegio de curas). En el turno de preguntas, en el que los chicos se muestran sorprendentemente participativos (una ventaja de no aporrear la mesa cuando hablan), uno quiere saber de qué trata la décima que he leído: me niego a decírselo, claro: estoy seguro de que todos lo saben ya. Otra, luego de discutirlo apasionadamente con su compañera, sostiene que un verso de los haikús que he leído no tiene las siete sílabas preceptivas. Le explico que, según las leyes métricas del castellano, los versos que acaban en una palabra aguda suman una sílaba más a las prosódicas, y que por eso "el lánguido mastín" es heptasílabo (Simón me susurra que el poeta que pasaba a la siguiente pregunta sin haber contestado a la anterior, no habría dudado en responder a esta: "¡Aprenda Ud. a contar, señorita!"). El acto concluye, por fin, no sin que algunas alumnas (siempre son alumnas las que lo hacen) se me acerquen para pedirme, encantadoramente turbadas, que les dedique el cuadernillo. Tengo comprobado que, de la turbamulta de escolares que participan por obligación, y muchos de ellos con desgana, en estos actos, siempre sobresale alguno, o, mejor no, no sobresale: siempre reconozco a alguno que atiende con fijeza, aunque algo desvalido, desde las primeras filas, que mira con profundidad, siguiendo en un silencio lleno de inteligencia, y despreocupado de las burlas o distracciones de sus compañeros, las explicaciones del invitado. Algunas de estas chicas son de esas. Les firmo con gusto los libritos y nos retiramos todos. Simón, José Carlos, Ángeles y yo vamos a comer entonces al restaurante Quinto Cecilio, en Medellín. Es una tarde lluviosa, pero disfrutamos por igual de las vistas del pueblo, con sus iglesias (una de las cuales presenta el rasgo insólito de que el campanario, exento, sea más bajo que el templo) y su castillo. La apacibilidad del paisaje oculta un enclave torturado: desde la Conisturgis de los conios, destruida por los lusitanos, hasta la Guerra Civil española, en la que Medellín fue frente de guerra, sometida a intensos bombardeos por parte de los dos bandos, pasando por la expulsión de los visigodos por los árabes, las luchas de estos con los cristianos de la Reconquista, las peleas asociadas al conflicto dinástico entre Isabel de Castilla y Juana la Beltraneja, y la terrible batalla de Medellín, en la Guerra de la Independencia, en la que el general Claude-Victor Perrin infligió una grave derrota a las tropas españolas, al mando del general Gregorio García de la Cuesta, y luego cumplió lo prometido antes del choque, no dar cuartel, fusilando a todos los españoles que se rendían, la villa natal de Hernán Cortés (qué grande el momento en que el querido alcalde de Medellín, en nuestro reciente viaje oficial a Colombia, le entregó a su homónimo emeritense americano un busto, de varias arrobas de peso, del conquistador de México) ha concitado enfrentamientos y combates con desdichada asiduidad. Tras la comida, queremos visitar el teatro romano, pero llegamos cinco minutos tarde: cierran a las seis, y son las seis y cinco. Paseamos a su alrededor, como fieras a las que les gustaría estar enjauladas, pero no pueden entrar en la jaula. No obstante, ya falta poco para la lectura en el Museo Etnográfico, que completa la jornada en el Aula, así que allí nos dirigimos. Normalmente, las lecturas del Aula Literaria Guadiana se celebran en la Casa de Cultura, un impresionante edificio de Rafael Moneo en el centro de Don Benito, una localidad mucho más populosa de lo que imaginábamos, pero hoy está ocupada por otras actividades. No me importa en absoluto leer en el Museo Etnográfico, que José Carlos Rosales nos informa de que ha sido calificado como uno de los dos mejores de su clase en España; el otro es el de Olivenza, y ambos, señaladamente, se encuentran en Badajoz. Por desgracia, de nuevo, no podemos hacer una visita cabal al lugar: hace cinco minutos que han cerrado. Los cinco minutos de retraso nos persiguen. Ello no obstante, una empleada muy amable se ofrece a enseñarnos las salas principales alrededor del patio central del edificio, antigua residencia de los condes de Campos de Orellana. Atisbamos la acumulación de objetos heterogéneos, desde un consultorio médico hasta una tienda de ultramarinos (qué nombre tan delicioso: lo que viene de allende el mar), y saboreamos la singular mezcla de arquitectura y materiales nobles y espíritu rural. Leo en una sala central, peristilada, de techos altísimos y aire neoclásico, con reminiscencias modernistas, tras la amable presentación de Simón y unas palabras de bienvenida de la concejala de Cultura de la localidad. Entre quienes han tenido la generosidad de asistir, bastantes amigos: Elías Moro (que llega tarde: ha estado esperando fuera a que le abrieran, mientras el acto se desarrollaba ya en el interior...), Yolanda Regidor y su marido Eduardo, Antonio Reseco, Domingo Álvarez y Antonio María Flórez. También saludo a Diego González, inminente autor de la Editora Regional de Extremadura, y a su esposa, y a algunos miembros del club de lectura de Don Benito. Luego, en un bar próximo, cerveceamos y nos reímos. Al final, de eso se trata: de que la literatura, la poesía, sea un motivo para el placer y la risa. Sin alegría nada vale la pena.

3 comentarios:

  1. Buenas noches, Eduardo. En primer lugar: felicidades por el blog. Me gusta mucho cómo escribes y la precisión en el uso del lenguaje. Yo soy un modesto lector que disfruta leyendo y que le gustaría escribir mejor. Y, sin duda, leer tu blog es una excelente vía para mejorar en el uso de la pluma :-)

    He de decirte que en varias ocasiones me ha tentado mucho escribir un comentario en el blog para preguntarte algo sobre la entrada publicada... pero no he querido "molestar". Esta vez no me resisto y me gustaría plantearte una duda (si te da pereza, o piensas que la pregunta es una "chorrada"... don't worry, entiendo perfectamente que no la contestes).

    Allá voy: me ha gustado mucho la siguiente imagen: "no dejo de admirar una enciclopedia Espasa que casi llena una pared como un ejército de saberes ensotanados, y esto sí resulta coherente". En relación al uso de "ensotanados" me planteo lo siguiente:

    a) En el DRAE no se recoge "ensotanar" ni "ensotanado". Ahora bien, soy consciente que en el día a día el común de los mortales sí que las utilizamos. Es más, en el diccionario de María Moliner sí que aparece, al menos, el adjetivo "ensotanado". Desde un punto de vista literario, como corrector/editor/autor, ¿pondrías alguna objeción en escribir ensotanado tal cual (es decir, sin apuntar su singularidad mediante las comillas o haciendo uso de la cursiva)?

    b) La imagen que has escrito con el término "ensotanado", repito que me encanta... es muy gráfica y tiene mucha fuerza. Dicho lo cual, teniendo presente que el DRAE sí que cita "ensotarse" (meterse, ocultarse en un soto) ¿Como verías que en la imagen de marras en vez de "ensotanado" dijera "ensotado"?¿sería muy forzado o directamente un disparate?

    Gracias por tus entradas y ya me perdonarás la brasa de mi comentario.

    J.

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  2. Gracias, J., por tu comentario y tu interés en lo que escribo.

    Respondo a tus preguntas: a la primera, no, no pondría ninguna objeción a escribir "ensotanado" tal cual, como no la he tenido a la hora de escribirlo. Soy consciente de que no es un término normativo, pero también de que su uso común, recogido en el Moliner, autoriza a emplearlo sin marcas. En general, opino que, cuantas menos especificaciones ornen el flujo natural del discurso escrito, mejor.

    A la segunda: en el contexto en el que yo utilizaba "ensotanado" no tiene sentido utilizar "ensotado", cuyo significado difiere del anterior. La idea es que estábamos en un colegio de curas y que aquella formación de libros me recordaba también a los curas, por la negrura de su encuadernación, es decir, por sus sotanas. "Meterse" u "ocultarse" no encaja aquí en absoluto: los libros no estaban escondidos, sino, por el contrario, muy expuestos y visibles.

    Te mando saludo muy cordial.

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  3. Eduardo, la respuesta: genial. Igual que tus entradas. Mil gracias!

    J.

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