lunes, 16 de abril de 2018

María Ángeles Pérez López y Tomás Sánchez Santiago

Quiero visitar estos días, antes de volver a Barcelona, a dos amigos muy queridos que no viven demasiado lejos de Mérida: María Ángeles Pérez López, vallisoletana residente en Salamanca, y Tomás Sánchez Santiago, zamorano en León. A ambos los conozco desde el siglo pasado, a resultas de un benemérito curso de verano (que versaba sobre el amor en la poesía española, aunque iba a titularse, de un modo mucho más sugerente, "El amor en la boca de los poetas", pero las autoridades académicas no lo creyeron adecuado) en el que me amigué con amigos suyos, que me hablaron muy pronto de su calidad como personas y como poetas (lo que no es tan frecuente como pueda parecer: mucha gente no habla bien de sus amigos, o ni siquiera habla de ellos). María Ángeles es profesora de la Universidad de Salamanca, especializada en literatura hispanoamericana contemporánea (y qué bien que se llame así: "hispanoamericana", esto es, de la América española; la más extendida "América Latina" es un disparate de un sociólogo francés del s. XIX, Michel Chevalier, para justificar el establecimiento de un imperio galo en suelo americano; pero su ocurrencia ha tenido éxito, al igual que la de bautizar al continente con el nombre de Americo Vespucci. Los españoles nunca nos hemos caracterizado por saber defender nuestras posiciones o logros frente a los demás, y ni siquiera ante nosotros mismos), y una poeta excelente, una de las mejores de la actualidad. Su último libro ha sido Fiebre y compasión de los metales, aparecido en Vaso Roto en 2016, con prólogo de Juan Carlos Mestre, al que han seguido dos antologías bilingües: Álgebra de los días, en Italia, y Jardin(e)s excedidos, en Portugal, de la última de las cuales me regala un ejemplar. Hablamos en la comida con la que me recibe de su reciente dimisión como directora del departamento de lengua y literatura españolas de su universidad, cuando le faltaban apenas dos meses para completar el periodo de cuatro años en que le correspondía ejercerlo. Toda dimisión supone un trago amargo —lo sé por experiencia propia—, pero María Ángeles está muy tranquila tanto con la decisión tomada como con su situación actual: liberada de responsabilidades administrativas y de gestión siempre onerosas, sus ocupaciones vuelven a ser ahora solo docentes, investigadoras y creativas. Por la tarde, ella y Miguel, su marido, me llevan a conocer el Domus Artium 2002, el centro de arte contemporáneo que se inauguró cuando Salamanca fue capital cultural europea, y que ahora luce, con renacido esplendor, en medio de un barrio industrial. Una fábrica de sulfatos emite, a poca distancia, una gran columna de humo blanco, en cuya composición y efectos preferimos no pensar. El museo es una antigua cárcel reconvertida, cuya transformación ha preservado algunos rasgos de su anterior condición, para que no se pierda la memoria colectiva ni la evidencia de la evolución de la ciudad. En la mayor sala del centro se conserva todavía una galería de celdas, con sus puertas metálicas y sus enormes cerrojos, a la que se accede cruzando una gran reja original. Y una pieza del museo es una puerta giratoria cuyas divisiones son varias de esas mismas puertas metálicas de las mazmorras. La metáfora es clara: haciéndola girar solo se atraviesa un espacio de oscuridad y no se llega a ninguna parte. Vemos sendas exposiciones de Félix Curto y Virginia Rivas. En la de esta, Soundscape, tanto María Ángeles como yo, propensos incurablemente a lo literario, reparamos con curiosidad en una pieza titulada "Sinestesia", de 2017, que consiste en un tubo de neón que dibuja la palabra sinestesia: sencillo, contundente y cosquilleante. Tras el agradable paseo por el lugar (en el que no vemos a nadie más que a nosotros y a las vigilantes de las salas, que deambulan como si fueran presas de este lugar apabullante), María Ángeles y yo tomamos un té en el café Novelty, en la plaza Mayor. Allí sigue, y allí estará hasta los restos, la estatua sedente, de tamaño natural, de Gonzalo Torrente Ballester. Ante su presencia imponente, hablamos del poema en prosa, en el que está trabajando en sus proyectos más recientes, y de la necesidad de salir de los espacios conocidos —de los ritmos, músicas y mecanismos que nos sostienen, pero que también nos coartan— y de aprender a escribir con cada libro, y de la dificultad de hallar títulos convincentes —que, tanto en su caso como el mío, o llegan como una revelación, o debemos picar piedra durante meses para alumbrarlos—. María Ángeles transmite un calor especial, una delicadeza acariciante en las formas y el pensamiento, un saber estar de mujer enérgica e ilustrada, pero que no ha dejado de cultivar la sutileza y la sonrisa. 

Mi anfitrión en León es Tomás Sánchez Santiago, con quien tanto quiero. Tomás se ha jubilado hace poco como profesor de lengua y literatura españolas en un instituto de enseñanza secundaria. Su vida sin otras obligaciones que las que le dictan el gusto y el amor por la palabra (gracias al cual acaba de ver la luz su segunda novela, Años de mejor cuantía, en Eolas, tras la espléndida Calle Feria, premio Ciudad de Salamanca en 2007) le permite acompañarme en mis vagabundeos por la ciudad, o más bien dirigirlos. Los primeros vinos, de los muchos que seguirán, los tomamos en un bar de su barrio y predilección, "El Olvido": la gente se olvida en ese lugar —una grata pecera de mesitas de marmol y pinchos de tortilla sobrenaturales— del tráfago y los agobios cotidianos. Nuestros siguientes destinos serán menos afortunados, aunque nunca menos conversados. Todas las librerías de viejo a las que le he pedido que me lleve están cerradas, aunque los tablones con los horarios comerciales no digan que no abren los sábados. Tampoco está abierta la Fundación Vela Zanetti, situada en un rincón aristocrático de una ciudad aristocrática. Y a la catedral hemos de volver el domingo, porque el sábado solo está abierta por la tarde, y tenemos otros planes. Cuando por fin puedo volver a verla —tras pagar los seis eurazos de entrada, claustro aparte (otros dos)—, experimento el sentimiento de asombro que siempre me gana cuando paseo por sus naves altísimas y diáfanas. Las vidrieras, hechas, según me cuenta Tomás, por artesanos ingleses, derraman todos los colores imaginables en la sedosa penumbra del templo. Las vidrieras, con su minucioso relato de la epopeya bíblica, eran el Internet de la época. Admiramos también los retablos de Nicolás Francés y de otros maestros del gótico, y no dejo de pensar en la habilidad de aquellos pintores para estilizar la sangrienta iconografía cristiana, que siempre he encontrado sombría y hasta repulsiva, en una apoteosis de refinamiento y benignidad. En el coro Tomás me señala una misericordia adornada con un jabalí que sopla una gaita. El rostro de un monje, preservado hasta los últimos detalles, nos sorprende, con una expresión de serenidad doliente, en un sepulcro de piedra muy desgastada; de hecho, todo se lo ha comido la erosión, salvo esa cara de facciones minuciosas y rizos que envuelven la tonsura. Recorremos el claustro, y me llaman la atención los techos, historiados, con bóvedas de crucería, filacterias, medallones y molduras. Frente al lugar de recogimiento que siempre han sido los claustros, en los que nada debía distraer la introspección devota de los frailes, este luce en lo alto un ornato insólito. Por las calles de León nos cruzamos con un hombre vestido con una capa española, con gente ataviada con trajes regionales —debe de haber alguna reunión folclórica— y con una manifestación de cazadores que reivindican la caza. Otro bar donde nos propinamos el enésimo chato y la correspondiente (y enorme) tapa está decorado con fotografías y carteles taurinos (aunque compensados por los alejandrinos finales del "Soneto del vino", de Jorge Luis Borges, inscritos en una pared: "Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia / como si esta ya fuera ceniza en la memoria"). En el periódico de hoy, a disposición de los parroquianos en la barra del local, Tomás me señala el artículo de un individuo que defiende que se presente una querella por prevaricación, y hasta por cosas peores, contra quienes permitieron la devolución de los "papeles de Salamanca" a la Generalitat. Pienso —y así se lo digo a Tomás— en los muchos independentistas catalanes (y de otros sitios, supongo) que se regocijarían ante semejante despliegue de esencias celtíberas, y en cuánto los ratificaría en su voluntad de separarse. Algo estupendo a lo que Tomás también me acerca es el mercadillo de frutas, verduras y, en general, productos del campo que se celebra en la hermosa plaza mayor. Por entre el dédalo de puestos se pasea un sujeto predicando la palabra de Dios y repartiendo algo parecido a estampas marianas o aforismos píos. A un lado, una jipi —la única de León, me aclara Tomás—, con un gorro de piel de oso, bombachos estampados de flores y aire de aguerrida espiritualidad, parece indiferente ante la posibilidad de que alguien le compre algo de lo que ha dispuesto en el suelo, en una manta raída. Es una jipi de geriátrico: de las que no han superado el colocón psicodélico de los 70 y ahí siguen, exhibiendo una longevidad entre bohemia y bovina. A poca distancia ha pintado un cartel enigmático. Dice: "Qué ganas tengo de tener las tuyas". Tras una esforzada exégesis, Tomás y yo colegimos que "las tuyas" debe de referirse a "las ganas", aunque no cabe descartar la posibilidad de que aluda a otros atributos ansiados del desconocido destinatario, o destinataria, del dicho. En otro rincón de la plaza, una campesina con un abrigo abotonado hasta el cuello y gorro para la lluvia vende coles, berzas, repollos y otros productos de la huerta. Y justo encima de la cabeza cuelga un cartel que anuncia las bebidas del local de copas que tiene a su espalda: daiquiris, mojitos, piñacoladas. Es un oxímoron visual, que Tomás está resuelto a fotografiar. A la vuelta a casa, disfrutamos con otra imagen excepcional, una pintada. Alguien ha escrito en una pared, en negro, "qe es lo qe as bisto en mi", y otro alguien ha respondido debajo, en rojo, "UN DICCIONARIO NO". La estancia se completa con una visita a la cascada de Nocedo y las hoces del río Curueño, protagonista de El río del olvido, de Julio Llamazares. Tomás, su mujer Ana y yo nos acercamos a la tremenda cascada que cae entre rocas vivas y, fascinados por la rabia del agua, nos dejamos salpicar hasta casi empaparnos. La familia que nos ha precedido ha tenido la precaución de traer un paraguas, pero, con la violencia de la caída, les ha servido de poco: también acaban calados. Ana, que conduce, nos llevará luego por los altos de la Vegarada, jalonados de cuevas en las que se refugiaban los maquis, donde aún se acumula la nieve, con cuya blancura los rayos del último sol trenzan un tapiz añil y rosa.

1 comentario:

  1. No me explico que no haya estallado este blog con tal concentración de talento en una sola entrada.
    Es fantástico que María Ángeles Pérez López, junto a otras mujeres, esté entre las grandes de nuestra poesía actual. Me enorgullece, como lectora y como mujer.
    Dicen que la amistad es un tesoro, yo creo que es mucho más un refugio.

    Un beso.

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