Algunos antecedentes iluminan, con extraña precisión, el hecho de que Ciento noventa espejos (Hiperión, 2017), de Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954), exista. Irazoki formó parte del grupo CLOC, que en San Sebastián, entre 1978 y 1981, renovó, una vez más –toda vanguardia ha de ser siempre renovada–, los modos surrealistas. En el CLOC –cuyo nombre, según Fernando Aramburu, el hoy aclamado autor de Patria, pero entonces inquieto aprendiz de escritor, es la onomatopeya del «sonido que producen veinte mil garbanzos arrojados desde el octavo piso contra las cabezas de los ignorantes»– se iniciaron en la literatura, o en el activismo literario, Aramburu, Álvaro Bermejo e Irazoki, entre otros. Luego, tras escribir este algunos libros de versos, ejercer como crítico musical en Madrid, establecerse en París y un silencio editorial de diez años, reaparece con Notas del camino (2002) y otros tres poemarios, dos de los cuales se componen de poemas en prosa: Los hombres intermitentes (2006) y Orquesta de desaparecidos (2015). Estas composiciones muestran ya la principal característica de los textos que integran Ciento noventa espejos: un lirismo que conjuga la comprensión cordial de los vericuetos de la realidad, a menudo tenebrosos, y el vuelo incisivo y fulgurante de la imaginación, y que se materializa en un discurso ajustadísimo, por la dolorosa exactitud del léxico y la candente musculatura de la sintaxis, y a la vez exuberante, colmado de ternura, evocación y misterio. En Ciento noventa espejos ese lirismo sigue presente, pero depurado, afinado aún más, adelgazado hasta un límite casi insuperable de adensamiento. Y a esa radicalidad expresiva –que es, también, radicalidad de la inteligencia– contribuye decisivamente la estructura formal del libro. Ciento noventa espejos son 190 páginas que contienen 95 textos de 190 palabras. En los orígenes de CLOC, lúcidos y lúdicos, y en su espíritu experimentador y riguroso aleteaba el precedente de OuLiPo, aquel célebre Taller de Literatura Potencial en el que militaban matemáticos y poetas, y que se dio desde su creación, en 1960, a una busca afanosa de nuevas formas de expresión. Los hallazgos de ese rastreo, que fueron muchos, no fueron tan importantes como el del principio que subyacía en todos: la arbitrariedad de las formas literarias; la evidencia de que la literatura no es más que una ars combinatoria. Acogiéndose a las revueltas que OuLiPo dio a las argamasas y armazones de los discursos poéticos, Irazoki practica el recurso de la constricción liberadora. Séneca decía que para ser libres hay que ser esclavos de las leyes. Irazoki lo demuestra en Ciento noventa espejos, componiendo piezas que son, en sus propias palabras, «una especie de soneto en prosa». Las leyes a las que se somete son una manera muy eficaz de estimular la creación: fuerzan la imaginación y la mirada, y suscitan escorzos expresivos improbables con un cultivo despreocupado del verso. Por los textos –que ignoro si son poemas en prosa, o prosas poéticas, o anotaciones de diario, o microensayos; seguramente son un poco de todo, pero es estimulante no saberlo, y aún más leerlos sin que nos concierna–, escritos con una concisión y una diafanidad ejemplares, en los que nada sobra y nada disuena, desfilan muchas de las preocupaciones de un hombre que quiere aprehender el mundo y su sinuosa complejidad: la música y los músicos, los escritores de su agrado (a menudo poco conocidos, como el español Jorge G. Aranguren, el danés Michael Strunge o el ucraniano Sigismund Krzyzanowski, cuyo apellido es «ideal para dormir a la intemperie»), los espacios urbanos (por los que, en muchas ciudades del planeta, pasea con el ánimo permeable del flâneur), la fotografía y el cine, la condena de los autoritarismos, los recuerdos de juventud, la buena mesa. Muchas piezas son una poética: los tres secretos para escribir un buen libro son, para Irazoki, la falta de atadura (comercial, se entiende, porque si algo hay en Ciento noventa espejos son ataduras, y es un libro excelente), la supresión de lo innecesario y el cuidado artesanal. La última es un proyecto de vida, que concluye así: «No ser el bufón de la propia conciencia. Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio». No es mal plan.
Transcribo el espejo 50:
Albert Camus define así a la persona rebelde: «Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento». Anoto en una página el destino que quiero darle a la palabra no. Cuento mis diecisiete frases iniciadas con una negación. Las pronuncio. No aprender gritos. No herir a los hombres diferentes, sino celebrarlos. No conocer los himnos con que se dibujan las fronteras de las razas. No condimentar con resentimiento mi vida breve. No adherirme a ninguna rebeldía cómoda. No tener tiempo para medir el error ajeno. No ir nunca a las playas de los rencorosos. No refugiarme bajo el techo del viva yo colectivo. No poseer otra bandera que una ética secreta. No afilar mi fracaso para que sea la flecha de un insulto. No sostener los platillos de sangre de la justicia. No aplaudir los disfraces de la crueldad. No a las multitudes que silencian al individuo. No huir de mi imagen reflejada en la vejez. No colaborar con mis habitantes cínicos. No ser un monje dormido en la niebla de su convento. No ser un segador amargado.
[Reseña publicada, bajo el título de «Hermoso y exacto», en Quimera, núm. 412, abril 2018, p. 63]
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