domingo, 20 de mayo de 2018

Estampas de Mánchester (1)

Hoy cenamos en el Asmara, un restaurante eritreo. Es un local austero, sin apenas decoración, como el país. Solo brillan unas luces sobre la barra, de los mismos colores que la bandera nacional: verde, rojo y azul. Ángeles se sorprende de que sepa cómo es la bandera de Eritrea. En realidad, no se sorprende: sabe que la vexilología es una de mis aficiones ocultas (y banales). Comemos tef (eragrostis tef), una gramínea parecida al cereal, el alimento básico de la dieta eritrea, y lo hacemos con las manos. Otra cosa que aquí no hay ni debe haber son cubiertos. Africanamente, nos pringamos los dedos para envolver con el tef la carne y las verduras que son la enjundia del plato. Me siento pelícano: formo el bocado, levanto la cabeza, abro la boca y lo engullo como a una trucha. Pero cometo el error de hacer trozos demasiado grandes. El truco para comer tef sin exhibir en la pechera un cuadro expresionista es que los trozos sean pequeños. Un eritreo que está en una mesa vecina lo hace con una finura admirable, que intento emular, con resultados catastróficos. Yo he pedido una cerveza eritrea when in Rome, do as the Romans do–, pero él se está bebiendo una San Miguel. Ah, los prodigios de la globalización. Cuando ya hemos acabado, otro parroquiano, ganoso de conversación, nos pregunta por qué hemos cenado allí. Lo hace sin acritud, por curiosidad: se conoce que los blancos de Mancunia no frecuentan el Asmara. Aprovecha para carcajearse de la comida inglesa ("fish and chips!", exclama, entre compasivo y burlón) y del fútbol inglés. Él y sus compatriotas prefieren ver la segunda división española a la Premier League. También cree que España puede ganar el próximo mundial. Pienso en cuánto han hecho la gastronomía y el balompié por el entendimiento (y la incomprensión) entre los pueblos. Luego se va, precedido por una sonrisa negra, iluminada por una dentadura blanca.

En Mánchester llueve. Llueve mucho. Llueve siempre. Ante el hecho incontrovertible de la lluvia, algunos van pertrechados y a otros les da igual. Los primeros visten impermeables de última generación, o despliegan paraguas grandes como cóndores, o se calan gorras indestructibles, capaces de resistir el sirimiri más tenaz y el peor diluvio; y de ambos hay aquí. Los segundos, en cambio, transitan como si el agua fuera aire, o como si estuvieran en España. Parecen tontos, pero, en realidad, son más listos que nadie: han comprendido que la lluvia es imbatible y que, mientras vivan en Mánchester, será una compañera fatal. Mejor, pues, aceptarla con indiferencia, y hasta con alegría, que empeñarse en un combate del que solo pueden salir derrotados. El estoicismo de los ingleses empapados, y contentos de estarlo, me gusta. Son los mendigos, que no buscan ningún refugio cuando estallan las nubes y siguen con sus cantinelas petitorias o su abstracción desamparada; y los cantantes callejeros, que no interrumpen sus actuaciones aunque caigan chuzos de punta (y aun a riesgo de electrocutarse, si lo que tocan es una guitarra eléctrica); y los muchos transeúntes que pasan, calados de pies a cabeza, sin dejar de hablar por el móvil, o de escuchar música, o de charlar, con mucho jolgorio, con sus acompañantes. Uno anda cantando: literalmente, singing in the rain.

Visito el barrio de Castlefield. Mánchester es, como Londres, como tantas ciudades inglesas, pero con especial intensidad, una maraña de laberintos históricos, una mezcla aluvial de arquitecturas y espacios, desde ruinas antiguas hasta iglesias medievales y rascacielos superferolíticos, pasando por las antiguas fábricas y almacenes de la Revolución Industrial y los nobles edificios victorianos con los que se blanqueaban las miserias de la Revolución Industrial. Mánchester, además, está surcada por tres ríos, el Irwell, el Medlock y el Irk, y múltiples canales. El agua de unos y otros alimentaba las máquinas de vapor de las usinas y, a falta de carreteras, transportaba lo que producían. También eran albañales, las cloacas de la ciudad. Hoy estos ríos ya no cumplen esas penosas funciones, pero aún son escuálidas cintas marrones que circulan, avergonzadas, por entre las casas de los peores barrios: siguen exhaustos, después de una explotación secular. En Castlefield radica el instituto Cervantes de la ciudad, señalado a la entrada por una bandera rojigualda que resulta chillona en la grisura circundante. Hace años, en mi primera visita a la ciudad, asistí a la lectura de poemas que hizo aquí Manuel Rico. Es un lugar, si no suntuario, sí vistoso, que contrasta vivamente con la modestia con la que se presenta, en un piso del centro, una institución cultural tan linajuda como la Alliance Française. Paso por delante de un teatro en cuya fachada se despliega un enorme fotografía de Tom Cruise. Al pie del cartel leo: Tom Cruise is not appearing at this performance [Tom Cruise no actúa en esta obra]. Más allá, en un bar, leo también: I am one gin away from telling the neighbours what I really think of them [Un gin más y les diré a mis vecinos lo que de verdad pienso de ellos]. Cruzan por dondequiera que vaya tranvías amarillos, como en Lisboa. Pero estos no son carruajes vetustos, de engranajes que chirrían como huesos desparejados, sino vehículos silenciosos, eficaces, vagamente aeroespaciales. En Castlefield se conservan las ruinas del asentamiento romano que dio origen a la ciudad, Mamucium, con las plantas de varias casas una taberna, un almacén, una vivienda y un lienzo reconstruido de la muralla del fuerte que la protegía, defendido desde el 79 hasta el 410 d. C. Algo más allá, visito los restos de los graneros, hoy suaves taludes de tierra, alfombrados de hierba. El césped, alimentado por la lluvia omnipresente, lo tapiza todo, y los narcisos, de un amarillo insultante, lo acuchillan. En un rincón del parque que alberga las ruinas se ha instalado un mendigo. Pero es un mendigo pudiente, que vive en una quechua, a la entrada de la cual se amontonan sus descabaladas pertenencias: cajas, ropas, un saco de dormir, restos de comida. Ciñen el parque dos pubs: el White Lion y el Oxnoble. En el segundo me recupero de tanta antigüedad con una pinta que me sabe a gloria.

Por la noche cenamos en Matt & Phreds (el truco idiota de transformar Rafael en Raphael sigue vigente, constato con decepción), un local con música en directo. Hay muchos tugurios como este en la ciudad, cuyo amor por la música continúa muy vivo. El barrio en el que se encuentra inspira poca confianza, pero eso hace al bar aún más prometedor. Y, en efecto, pronto comprobamos que el lugar es razonablemente cutre, con esa cutrez chispeante, simpática, que augura relajación y espontaneidad. Pedimos una botella de vino blanco español, "Castillo de Piedra" (que no conocemos, pero se trata de hacer patria), que en la carta se identifica como "Castillio de Piedra". La botella más una copa extra y dos pizzas una griega y una cajoun cuesta 20 libras, un precio ridículo comparado con lo que nos cobrarían por lo mismo en Londres, y hasta en Barcelona. Los músicos son excelentes: la cantante, blanca, tiene voz de negra, y el guitarrista que la acompaña parece el sobrino de Andrés Segovia. Por desgracia, la gente se amontona delante de nosotros y no los vemos actuar. Pero los oímos y eso basta. La lluvia de sus notas nos redime de la otra, de la que nos ha acompañado todo el día, con pertinacia hiperbórea. 

1 comentario:

  1. Mi hermano y mi hijo tienen la misma afición que tú, lo que yo no sabía es que se llama vexilología. Recuerdo el día que mi hermano me enseñó una bandera. Era la de Vanuatu. Lo miré como quien mira a un marciano y le dije: ¿pero qué necesidad tienes tú de reconocerla?. Mi hijo ha heredado la misma afición y tiene una aplicación en el móvil que es un juego de identificar las banderas del mundo en tiempo récord. Una locura, pero a él le encanta. Otro marciano. Y también conozco personas que han estudiado Geografía e Historia y solo conocen la de los países más importantes...y bastantes veces, se confunden. Qué cosas.

    Besos para ti y para Ángeles.

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