sábado, 26 de mayo de 2018

Estampas de Mánchester (2)

Mánchester abunda en bibliotecas estupendas. Y no solo modernas, vinculadas a sus muchas e igualmente estupendas universidades, sino también, y sobre todo, históricas, con todo el sabor de siglos y generaciones de lectores. Una es la John Rylands; otra es la Chetham's, que visitamos hoy. Con la primera, la viuda de un industrial del algodón quiso lavar su conciencia del acaso insoportable peso de haberse hecho millonarios gracias al trabajo de niños de siete años durante catorce horas al día en pavorosas maquilas decimonónicas, a cambio de unos pocos peniques, si es que llegaban a cobrar un salario. La segunda, creada por Humphrey Chetham, terrateniente y comerciante de telas, e imbuida de un mismo espíritu filantrópico, aspiraba a contribuir a la educación de "los hijos de padres honorables, industriosos y abnegados", pero también a prestar servicio a los scholars. Se inició en la tarea muy pronto, en 1653, y hasta hoy: es la biblioteca pública en funcionamiento ininterrumpido más antigua del Reino Unido. La entrada para quienes quieran consultar libros sigue siendo gratuita. Se aloja en un edificio de 1421, que fue, durante mucho tiempo, colegiata, es decir, residencia sacerdotal. Los curas tenían en ella todo lo que necesitaban para sobrevivir y, singularmente, una cervecería: eran curas ingleses. También un claustro de dos pisos, sombrío y apretado, y celdas con gateras. Los felinos les ayudaban a limpiar el lugar de ratas y les hacían compañía en las gélidas jornadas mancunianas. Tras casi cuatrocientos años de labor, la Chetham's alberga hoy más de 100 000 volúmenes impresos, 60 000 de los cuales son anteriores a 1851. Entre las primeras ediciones que se conservan en ella, destacan algunos títulos imprescindibles de la ciencia y la cultura occidentales, como el Paraíso perdido, de John Milton; los Principia Mathematica, de Isaac Newton; y el Diccionario de la lengua inglesa, del doctor Johnson, ese lexicón sin igual en el que, por ejemplo, se definía así el término "avena": "Cereal que en Inglaterra sirve de alimento a los caballos, pero del que en Escocia se alimentan las personas"; y así el término "patrocinador": "Alguien que tolera, apoya o protege a otros. Usualmente, un desgraciado que apoya con insolencia, y es pagado con adulación". Quien nos enseña la biblioteca –al que le hemos caído en gracia, quizá porque le hemos hecho preguntas, y los demás que integran el grupo no nos señala los dos tomos del Diccionario, encuadernados en blanco, que se encuentran en la sala principal. Pero no podemos cogerlos y abrirlos: para hacerlo, tendríamos que haberlo solicitado con antelación. No obstante, su cercanía me produce un extraño cosquilleo, un prurito que podríamos llamar bibliográfico, que solo se ha observado en letraheridos de herida profunda, bibliófilos reincidentes y eruditos de varia condición. Todos los fondos se encuentran en plúteos protegidos con rejas, que solo pueden abrirse con llave. Pero esta puede decirse que es una instalación moderna. En sus inicios, los libros estaban encadenados. Eran objetos carísimos, de lujo, y la biblioteca no se podía permitir que se los robaran (y no lo hacían para leerlos, sino para revenderlos, enteros o troceados). En una de las salas de la Chetham's todavía se conserva una estantería con los libros y sus argollas. En aquellos tiempos, los lectores iban hasta el lugar donde estaba el volumen que quisieran consultar y lo leían sentados en unos taburetes de roble, aún en uso, identificados con la letra ese, de stool, 'taburete'. En otra se exhibe una imprenta de madera de principios del s. XVII. Nuestro guía nos indica, con el discreto orgullo de los ingleses, que, si quisiéramos, aún podríamos imprimir con ella. Con ser muy atractivo todo lo que vemos y nos cuentan, lo que me resulta más impactante es una tribuna de la sala central de la biblioteca en la que Carlos Marx y Federico Engels pasaron muchos días del verano de 1845 leyendo libros de economía, sociología y política, unos libros que aún siguen ahí, al alcance de la mano de quien quiera consultarlos, y de cuya lectura surgieron muchas de las ideas que plasmaron, poco después, en el Manifiesto comunista, aunque también les debió de inspirar mucho el espantoso suburbio industrial que rodeaba entonces la biblioteca y que veían, horrorizados, desde su rincón de estudio. Las manos de ambos próceres del socialismo sostuvieron estas cubiertas que ahora acaricio yo, y sus augustos culos reposaron exactamente en el mismo banco en el que he puesto hoy el mío. Intento que algo de su grandeza se me infunda a mí, siquiera por vía rectal. Ángeles, en cambio, se niega a sentarse. A ella estos lugares por donde pasa tanta gente siempre le han dado algún reparo. Y, además, es de derechas.

Encontramos otro lugar de libros en Didsbury, un pueblo residencial al que se puede llegar en tranvía desde el centro de Mánchester. No sabemos si es una librería a la que se ha adosado una cafetería o una cafetería a la que le ha crecido una librería. Un cartel a la entrada identifica lo que fue este local en el pasado: el Blackhall Youth Club, un club juvenil. Aunque bastante juvenil sigue siendo: casi todos sus clientes son veinteañeros; de hecho, nosotros, cincuentones, somos los ancianos del lugar. El lugar es amorosamente cutre: todas las sillas y mesas son distintas entre sí, un perro lanudo se pasea por entre las patas de los muebles y de los parroquianos, las paredes están atestadas de flores y pintadas, y la clientela se compone sobre todo de estudiantes y lectores que pasan aquí toda la tarde (es decir, hasta las cinco: las tardes inglesas acaban a las cinco) con mucho ordenador y un té o un café con leche, quién sabe si relaxing. La librería, trasera, es más que caótica: es casi infranqueable. Los libros se amontonan en diabólico desorden y el sendero por el que se transita parece una trocha de la selva vietnamita. Al pasar, observo en el centro del pandemonio que algo se mueve. Quizá sea el perro sonriente de la cafetería, que se ha colado en el cenagal de celulosa, u otro animal sin identificar: los ingleses aman tanto a las bestias que podrían tener a cualquiera de ellas en cualquier parte. Pero no: es un ser humano, un señor mayor semienterrado entre los libros, casi vuelto libro él mismo. Al reconocer también él a un congénere (con alguna sorpresa, como si le asombrara que pasase alguien por allí), se interesa por lo que busco y por quién soy. Le doy un par de respuestas apresuradas, pero suficientes para despertar su ansia de conversación, o más bien de monólogo: el caballero es un miembro avezado de la ingente cofradía universal de los habladores no escuchadores, particularmente frecuente entre las personas de edad. Y este tiene ya unos cuantos años, aunque, como se preocupa por aclararme, está casado con una mujer veinte años más joven que él, que ahora mismo está en Rusia. Cuando interrumpo su soliloquio, como quien se lanza a cruzar una calle atravesada de tráfico, para preguntarle si tiene algo de literatura en español, me dice que muy poco, y que le parece extraño que se conozca a tan pocos escritores españoles en Inglaterra. Ay, qué me va a contar a mí. ¿Por qué cree Ud. que es así?, se suelta a preguntarme. Si tradujeran Uds. más, le respondo, quizá descubrirían a los muchos buenos escritores que hay y ha habido en mi país.

Uno de los rincones más bonitos de Mánchester es la iglesia de Santa Ana, en la plaza del mismo nombre. Consagrada en 1712, ha sobrevivido a los bombardeos de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial de los que se conserva un proyectil incendiario que cayó en el tejado, pero no llegó a explotar y a la bomba del IRA que destrozó el centro de la ciudad en 1996 y acabó con las bellísimas vidrieras originales de uno de los lados de la iglesia. Por suerte, el órgano, de 1730, que también estaba en ese costado, había sido trasladado para que lo repararan, y se salvó de la destrucción. Me siento en un banco central y disfruto de la serena hermosura del templo, de columnas blancas y maderas nobles, con un hermoso Descendimiento de la cruz, de Annibale Carracci, vecino de una vidriera art déco. El pastor, que a mi llegada estaba hojeando un periódico deportivo, se da cuenta de que tomo notas en una libreta y me pregunta si estoy escribiendo mi autobiografía. Le contesto que en cierto modo sí. Me sonríe, pero no se detiene. Yo también le sonrío, pero no dejo de tomar notas. Aquí está enterrada Elizabeth, la hermana de Thomas de Quincey, el autor de El asesinato considerado como una de las bellas artes. La placa que informa sobre los enterramientos dice que no se merecen que los pisoteemos ni que los utilicemos como mesas de pícnic. Estoy de acuerdo. Los repaso todos, sin rozarlos, y visito la cercana plaza Lincoln, así llamada por estar presidida por una enorme estatua en bronce de Abraham Lincoln, el presidente de los Estados Unidos. La efigie iba a acompañar a las de otros prohombres en las Casas del Parlamento, en Londres, pero se juzgó carente de la majestuosidad exigible para ocupar tan prominente lugar. La reclamó entonces la ciudad de Mánchester, alegando que sus trabajadores habían hecho grandes sacrificios para suministrar algodón a la Unión durante la Guerra de Secesión, y que querían homenajear a su vencedor, que había abolido la esclavitud. Y aquí está ahora Abe, algo adusto pero sin duda imponente, compartiendo espacio con otro monumento en recuerdo de Diana de Gales, la princesa del pueblo, cuyos merecimientos, a juzgar por los británicos, fueron iguales que los del libertador de los negros y mantenedor de la Unión. En la vecina King's Street se conservan algunas de las escasísimas muestras de arquitectura georgiana que perduran en Mánchester. Los bajos de uno de estos edificios acogen una tienda de ropa que se anuncia como fabulously British, lo que, a la vista de cómo visten algunos aquí, no sé si es un acicate o un demérito. El establecimiento está delante de El Gato Negro, un bar de tapas español. La Barton Arcade, asimismo próxima Mánchester tiene el tamaño de Zaragoza y todo está, en realidad, a tiro de piedra, es un pequeño y lujoso palacio de cristal en el que se aglomeran las tiendas finas y los establecimientos singulares, entre ellos uno de productos catalanes (se llama Lunya, y no tiene lazos amarillos a la entrada) y la peluquería para hombres probablemente más bonita del mundo, que presta servicio a scoundrels & gentlemen, es decir, a "sinvergüenzas y caballeros", aunque quienes así se venden quizá no hayan reparado en que, en algunos casos, ambos pueden ser una misma persona. Desde el piso superior de la Arcade, un señor se asoma de pronto a la baranda y nos invita a subir a degustar un whisky, y yo me apresuro a aceptar su invitación. La amabilidad de Mancunia es proverbial.

1 comentario:

  1. Me gusta la estampa que dibujas por las bibliotecas, los libros y los diccionarios pero, sobre todo, por la naturalísima aleación en tu palabra del trayecto descrito y la mirada de quien lo recorre. En efecto, tal y como el protagonista responde al pastor, esta visión de Manchester es una estampa de ti: ¿quién sino tú nos haría pensar en esos culetes insignes calentando los taburetes o en esos caballeros sinvergüenzas que (no) hemos llegado a conocer?

    Un beso.

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