De un tiempo a esta parte, vengo experimentando una creciente aversión por los políticos; no por la política —que me sigue pareciendo tan importante como siempre: si no la ejerce uno, la ejercerán otros por uno—, sino por los políticos: por las personas que viven para ella (y de ella). Hace no mucho, esa aversión se concentraba en algunas figuras egregias de la cosa pública. En José María Aznar, por ejemplo, ese campeón del bigote faraónico, del no bigote faraónico, de los abdominales faraónicos, de las bodas faraónicas, del españolismo faraónico, del capitalismo faraónico y de la corrupción faraónica; el faraón de la FAES, vamos, el faraón del fascismo democrático. Aunque era más que aversión: era odio burbujeante, era detestación panóptica; era verlo —el rictus cejijunto, el cerebro cejijunto— y sentir un deseo incontenible de aullar como un apache y destripar el televisor (que era, por fortuna, el único lugar en el que lo veía) a patadas o navajazos. Sin llegar, ni mucho menos, a extremos tan destructivos, y con las excepciones de rigor, he percibido que mi estima por los políticos se ha desplomado, con independencia de su mayor o menor cercanía a mis propias ideas. El derrumbe se ha visto favorecido —es obvio— por este carrusel electoral en el que nos encontramos desde hace varios años y que seguirá zarandeándonos, como mínimo, hasta el próximo 26 de mayo. Las urnas excitan lo peor de los políticos: mienten a destajo, insultan a cascoporro, sonríen siniestramente, besan niños, esgrimen banderas (y atizan con ellas), gritan, se juntan con indeseables, dicen Diego donde dijeron digo, solo ven españoles, juegan al dominó con los jubilados de Villanueva del Pardillo, hablan del Frente Popular y la Antiespaña o cantan Puente de los franceses. Y todo eso, y mucho más, me ha llevado a un estado de turbación enfermiza, de misantropía militante, en la que, a veces, ya solo deseo vivir en una isla desierta (que se autogestione) o practicar el budismo zen. Soy consciente de que las diatribas homogeneizadoras contra los políticos abonan el nihilismo de taberna y promueven el malestar que ha conducido a engendros como BOX (no es errata). Por eso, tras días preguntándome por las causas de tanta antipatía, expongo a continuación las que he podido identificar, para que no se entienda como un sarpullido de populismo o una explosión de mal humor, sino como una reacción comprensible a una situación lastimosa. En primer y fundamental lugar, los políticos, todos, viven en la certeza. La certeza de que sus ideas son las mejores para el bienestar del país y del mundo, y para la felicidad de sus habitantes; más aún: no son solo las mejores, sino las únicas: conforman un bloque infalible cuya verdad es inmune a toda otra verdad posible o imaginable. Y nada de lo que hagan los demás supondrá nunca ningún beneficio para la comunidad; nada de lo que digan será jamás sensato ni provechoso. Los programas electorales son catecismos; los argumentarios de los partidos, charlas de parroquia; los mítines, eucaristías; y todos, expresiones de lo sagrado, de lo inmutable, de lo que no admite duda. Pero a mí esa certidumbre radical me da grima. Y arcadas. Y miedo. Las únicas certidumbres son que hemos nacido y que tenemos que morir. La única certidumbre es la incertidumbre. Yo cada vez sé menos. Cuanto más aprendo, si es que aún aprendo algo, menos seguro estoy de nada. Los principios, los valores, los conceptos que en algún momento de mi vida he creído inmodificables, a salvo de la permanente subversión que es vivir, viven, cada día que vivo, sometidos al escrutinio de la duda. No hay noche en que, al acostarme, no me pregunte si aún subsiste algo de lo que he sido, si aún creo en algo de lo que creía, si todavía soy yo. Paradójicamente, esta incertidumbre procaz me sosiega, acaso porque me instala en la única humanidad deseable: la que acepta y asume su fragilidad, su desnudez y su nada. Los políticos, en cambio, viven obscenamente en lo contrario: en la afirmación incontrovertible, en una omnisciencia casi divina (Dios: el político del universo), en lo absoluto, lo cual, dada su, en general, cortedad de miras (y a menudo de luces), ni siquiera se transforma en una construcción ordenada, sino en una sarta de vulgaridades, limítrofes con el rebuzno, cuando no con el matonismo. Y eso no solo es un error, sino algo aún peor: una grosería. Y este es el segundo motivo por el que me repelen los políticos: su manejo del lenguaje, cuyo buen uso, cuyo uso veraz, para un ser lingüístico como yo, resulta primordial. En sus labios, el lenguaje —ese mecanismo privilegiado por el que experimentamos y compartimos la emoción de estar en el mundo, y con el que vivimos, en la intimidad de la conciencia, la perturbadora condición de seres transitorios y desvalidos— se convierte en un no lenguaje: un código que no obedece a la experiencia genuina de la vida, sino a los dictados del prejuicio, la conveniencia o el miedo. El lenguaje ya no vehicula las verdades (o las mentiras) palpitantes del ser, sino esas verdades (o mentiras) exoesqueléticas en las que el político está enrocado, que le sirven de coraza y madriguera. El lenguaje se convierte en un arma, y un arma rudimentaria, como el garrote de un Neanderthal: despoja a las cosas de sus matices y su hondura, de sus colores cambiantes, de su latido, y las deja convertidas en pellejos, que se usan como látigos. Ya no significan lo que significan, sino, como en Alicia en el país de las maravillas, lo que quiere el que las manipula que signifiquen. Ya no pretenden establecer un espacio común en el que cada cual deposite su realidad singular, la verdad parcial, individual, que contribuya a la creación de una verdad intersubjetiva apta para todos, y respetuosa con todos, sino que actúan como baluartes, como aristas, como certezas —aquí las tenemos otra vez— inconmovibles. El lenguaje de los políticos pone el lenguaje no al servicio de los hombres (y las mujeres), sino al de su temor, su ceguera o su codicia. El lenguaje de los políticos niega la complejidad del lenguaje y, a la vez, su sencillez esencial; niega su pulsión de cosa viva; niega sus recovecos y sus contradicciones. Por último, pero no por ello menos importante, los políticos incumplen muchas de las exigencias de la buena educación. Y no solo porque alguno, como cierto chulopiscinas criptofalangista, omita el elemental deber de felicitar al ganador de las elecciones (por primera vez en la historia democrática de España, y creo que en la del mundo), sino porque todos hablan bien de sí mismos y mal de los demás. A mí, en cambio, me enseñaron que la buena educación —que no es otra cosa que la represión del yo— empieza por ponderar las virtudes de los otros y silenciar las propias, sin dejar de practicarlas. Cuanto más se empeñan las redes sociales y los planes de enseñanza en destruir la buena educación —que no solo incluye eso que antes se llamaba urbanidad o buenos modales, sino también, y sobre todo, una actitud de respeto existencial: del reconocimiento y abrazo del otro—, más necesaria se me antoja: para que la vida sea más amable y para que la ética de las formas facilite la ética de las cosas. Este egocentrismo repulsivo empeora, a menudo, en un endiosamiento intolerable: el político se cree algo más que el mero gestor público que es: alguien a quien autorizamos con nuestros votos y pagamos con nuestros impuestos para que nos represente durante algún tiempo y ejerza, en nuestro nombre, la administración de la comunidad. Nada más. Los políticos no son, ni pueden ser, en una sociedad democrática, mesías ni salvadores: solo apoderados, que obran con probidad, se expresan con modestia, rinden cuentas y abandonan el cargo, por decencia y porque así se lo exigen las leyes, a la menor equivocación. Y aquí he de volver, ay, a mi añorado Aznar, ese inspector de Hacienda que ha aparecido en algunas fotos disfrazado de Cid Campeador y al que no le parecía de mala educación plantar las botazas en la mesa del rancho del emperador de Occidente, o al tenebroso Abascal, de profesión sus reconquistas, ese trumpito vascongado que pretende inseminarnos de españolía. Si alguna vez asisto a un debate, televisado o institucional, en el que se respeten los turnos de palabra, se expongan razonada y mesuradamente las ideas propias, y se escuche con generosidad a los demás, con la intención de alcanzar alguna suerte de progreso, mejora o conclusión, o si veo a algún político, del partido que sea, reconocer públicamente que otro partido ha actuado bien, o tomado alguna medida beneficiosa, pensaré que no todo está perdido y que los políticos, por fin, han aprendido a no ser unos zotes sin educación, sino unos caballeros (y señoras) dignos de nuestra confianza.
Querido Eduardo:
ResponderEliminarNunca he conocido a nadie que diga que le gustan los políticos, aunque sospecho que sucede con esta opinión no manifestada como con el voto oculto al partido de cuyas siglas no quiero acordarme: lo real es que mucha gente admira a los políticos, le gustaría ser como ellos o estar en su lugar. A mí tampoco me gustan, desde luego que no, pero no me atribulan tanto como a ti. Lo que sí me pasa es que el desapego por los políticos va parejo al de la política, porque no concibo que semejantes personas puedan tomar decisiones y gestionar recursos de un modo honesto ni remotamente acorde a lo que una considera justo.
Su estar egocéntrico e inflexible; sus gestos, miradas, sonrisas, trajes, rayos UVA y brillo de labios... Todo ese hacer medido, pulcro y de "vitrine" no me distrae de lo que dicen: eslóganes cutres, discursos trillados, guiños torpes, arengas antediluvianas...
Los políticos españoles nunca dialogan ni discuten porque no pretenden comunicarse, que es el verdadero sentido del lenguaje; ellos hablan o gritan para oírse a sí mismos. No se interesan por utilizar lo mejor posible el lenguaje porque lo demasiado sutil y complejo no es útil como estrategia. Existen otros instrumentos más eficaces y que implican mucho menos esfuerzo e inversión personal. La planicie lingüística de nuestros políticos responde fielmente al diagnóstico que hacen del idioma que habla el grueso del electorado.
Besos
P. D. ¿Tú también con el desdoblamiento inclusivo?