domingo, 7 de junio de 2020

Redescubrir el parque Güell

He leído en el periódico que, a causa de la pandemia, el ayuntamiento de Barcelona ha decidido devolver (temporalmente) la gratuidad al parque Güell y abrirlo por completo al público. Como hacía muchos años que no lo visitaba —por la constante muchedumbre de turistas y por tener que pagar—, he pensado que estaría bien celebrar la paulatina salida del confinamiento con un buen paseo por el parque, como he hecho tantas veces en mi juventud y como han hecho siempre los barceloneses antes de que la ciudad fuera invadida por el turismo internacional: sin prisa, sin colas, sin multitudes y sin pagar. Quedo allí con Álvaro —para que él también disfrute del parque de antaño— y llego, a bordo primero de los ferrocarriles de la Generalitat y luego del metro, a la estación de Vallcarca, la más cercana al parque. Veo, tanto en el tren como en el metropolitano, que las compañías han señalizado ya los asientos que no pueden ocuparse y los lugares en que ha de situarse la gente que viaje de pie, para mantener la distancia de seguridad  impuesta por el coronavirus. Hoy, festivo en la ciudad, los vagones van casi vacíos. Pero me pregunto cómo podrán respetarse estas prevenciones cuando el día sea laborable y ya no haya restricciones de la movilidad. Aunque mucha gente se quede en casa teletrabajando y otros decidan ir en coche a la oficina, el número de personas que se trasladan cada día a Barcelona desde Sabadell, Terrassa y todas las poblaciones que se encuentran de camino a la capital, seguirá siendo enorme. Viajar con mascarilla, por otra parte, me incomoda sobremanera. Llevar mascarilla, en cualquier circunstancia, me incomoda sobremanera: me molesta, me da calor, me descoloca y empaña las gafas, huele mal. Pero hay que llevarla, maldita sea mi estampa. En cuanto salgo a la calle, en la estación de Vallcarca, me la quito. En la calle se puede respetar la distancia de seguridad y, por lo tanto, no es obligatoria. Me viene muy bien quitármela, porque lo que me espera en el barrio, que se extiende por las estribaciones de la sierra de Collserola, es una sucesión de cuestas. En una de ellas, en la avenida del Coll del Portell, cerca ya del parque, me cruzo con dos chalés magníficos, elevados y rodeados de  una vegetación floreciente, entre la que destaca una buganvilla enorme, con su chisporroteo púrpura, que parecen preludiar, con su singularidad, la singularidad del Park Güell. Al llegar al parque, por la rambla de Mercedes, lo que me encuentro es un lienzo del muro que lo rodea parcialmente, sobre el cual se alza uno de sus mayores edificios, completamente envuelto por una de esas redes de plástico que se instalan para evitar que se produzcan desprendimientos. La impresión no es buena. Pero pronto comprobaré que el ayuntamiento ha aprovechado el parón del coronavirus para hacer obras en muchas partes del parque. Entro, por fin, por el acceso principal, en la calle Olot, en la que se despliega una sucesión de casas decimonónicas modestas, pero exquisitamente conservadas. Me recibe la famosa escalinata con el dragón, cerrada por obras. Ya veo que los barceloneses vamos a poder disfrutar otra vez del lugar, pero parcheado, tatuado, escayolado. El Park Güell se construyó entre 1900 y 1914, por iniciativa —y con la financiación— del quizá mayor industrial catalán de la época, Eusebi Güell, que fue también senador del Reino y al que Alfonso XIII hizo conde. El potentado quería construir un parque residencial para familias ricas, a imitación de las ciudades-jardín inglesas. En aquella época, todos los industriales catalanes (y, en particular, los dedicados al textil: los Güell confeccionaban pana para todo el país) se inspiraban en Inglaterra, paraíso de las ciencias aplicadas y motor de la Revolución Industrial. Por eso el nombre oficial del parque no es "parc", en catalán, ni "parque", en castellano, sino "park", en inglés: esa k final delata la anglofilia de Güell. Sin embargo, el proyecto de que se construyeran en el park más de sesenta viviendas para grandes burgueses no cuajó —los candidatos consideraban la zona demasiado agreste y excéntrica, y preferían instalarse en los fastuosos pisos del paseo de Gracia: falló, por una vez, el olfato empresarial del conde— y, en 1922, Güell se lo vendió al ayuntamiento de Barcelona. Las formas fantasiosas y serpenteantes de Gaudí —el arquitecto al que Güell encargó el trabajo, como ya había hecho en otras ocasiones— seducen desde el primer momento. Por todas partes se advierte el trencadís, ese "troceado" o "picadillo" decorativo, hecho a base de fragmentos cerámicos unidos con argamasa. Lo inventó Gaudí, pero fue su colaborador Josep Maria Jujol el que le dio su perfil característico y lo enriqueció hasta extremos casi delirantes. El brillo del esmalte del trencadís se mezcla hoy con la exuberante vegetación del parque, pintada de amarillo, naranja, rosa y violeta, y la mezcla de ambas explosiones cromáticas es casi dolorosa para los ojos. El canto de los pájaros llena también los sentidos: la ausencia de multitudes, destructoras per se, ha devuelto espacio y sosiego a las aves, y ellas parecen agradecer la deferencia con trinos incansables, de barroquismos sinfónicos. Me acerco a ver al dragón —aunque a mí siempre me ha parecido más bien un lagarto— desde una puerta de acceso a la escalinata, cerrada pero cercana a la escultura. El bicho mide casi dos metros y medio, y está revestido de trencadís, en el que predominan los azules. Parece echar una espuma verde por la boca, pero es solo musgo. Un hilo de agua de la fuente que se alza a su espalda —donde beben dos palomas— surte del morro. Hay discusiones sobre el significado del animal. A Gaudí le gustaba el simbolismo mistérico, y todo el parque está plagado de emblemas sin duda cristianos —como las cruces, que se observan por doquier—, pero también de otros enigmáticos e interpretables. Así, el dragón podría ser la salamandra alquímica, el mitológico Pitón del templo de Delfos y hasta el cocodrilo del escudo de la ciudad de Nîmes, donde Gaudí se había criado. Lo que está claro es que no es el símbolo del mal al que vence el campeón del bien, San Jorge, en la tradición mitológica catalana y en tantas otras. Por eso se ha convertido en un icono de la ciudad de Barcelona. Antes esa función la cumplía, con ventaja, Copito de Nieve, pero, desde que el gorila blanco se fue al cielo de los gorilas, el dragón de piedra del park Güell ha ganado peso en la representación simbólica de la urbe. Tanto del dragón como de todo lo construido por Gaudí y su taller me fascina la irregularidad controlada: nada es igual, aunque nada sea distinto. Todos los mosaicos difieren, pero proyectan una paradójica sensación de unidad. Ningún elemento tiene la misma forma, y ni siquiera la misma función, pero de todos se desprende una turbulenta homogeneidad. Cruzo los jardines de Austria —así llamados porque las plantas que se plantaron cuando se abrió, en los años 60, y que hoy revientan de color, provenían de ese país— para acceder a la sala hipóstila, también llamada "sala de las cien columnas", aunque solo tenga ochenta y seis. En realidad, había de tener noventa, pero Gaudí, siempre religioso, siempre preocupado por dotar de un sentido devocional a cuanto hacía, decidió retirar cuatro para que los espacios abiertos recordasen a las tres naves de los templos católicos. En el techo ganado situó cuatro grandes plafones ornamentales, de trencadís, deliciosamente surreales, obra de Jujol, para representar las cuatro estaciones del año, que se suman a los catorce plafones más pequeños que ocupan el centro de las bóvedas, y que describen el ciclo lunar. Las columnas exteriores se inclinan hacia el interior. Esta inclinación cumple una función: mejorar el sustentación del conjunto, pero no deja de sorprenderme, porque uno piensa que las columnas están precisamente para eso, para sustentar, y que una torcida poco va a poder hacerlo. Pero a Gaudí le gustaba romper las expectativas, y en el parque abundan las columnas que parecen negar su propia naturaleza, ladeadas. Uno de los lados de la sala hipóstila —cuánto me gusta esta palabra— está ocupado por andamios hasta el techo, desde los cuales los obreros se afanan por reparar lo estropeado. Cosquillea pensar que que esta sala, que hoy parece un ágora techada, un lugar sin otro propósito que el paseo despreocupado, estaba pensada para alojar el mercado del parque, donde las criadas pudieran hacer la compra que necesitasen cada día los señores. Las columnas sostienen un extremo de la plaza de la Naturaleza, un amplio terreno circundado por un banco de piedra de más de cien metros de longitud, construido con el omnipresente trencadís y también, parcialmente, en obras. La plaza central debía ser un teatro griego, pero, como tantos otros elementos del parque, al decaer el proyecto residencial, también este decayó. Hoy acoge a los paseantes y les ofrece una bonita vista de la escalinata, la entrada y los aledaños del parque. Y hace honor a su nombre, al practicar algunos de los principios de la ecología que hoy tenemos tan asumidos que ni nos damos cuenta ya, pero que, a principios del siglo XX, constituían técnicas revolucionarias, como el hecho de que la plaza no esté pavimentada para poder recoger —a través de las columnas de la sala hipóstila— el agua de la lluvia y regar con ella el parque (cuando excede la capacidad de los aljibes desagua por la boca del dragón, esa de la que hoy apenas sale nada), o de que el caótico trencadís del asiento, en el que se identifican, no obstante, algunas figuras —peces, cangrejos, estrellas, flores—, se hiciera con materiales de desecho —baldosas, botellas y vajillas rotas— y sea, por lo tanto, fruto del reciclaje. Las familias deambulan por la gran explanada, contándoles a los niños la historia del dragón-lagarto o admirándose de las vistas. Algunos rememoran a Gaudí o intentan desentrañar alguno de los símbolos ocultos en el parque. Pero también hay parejas que se besan en el banco, como siempre se ha hecho —veo a un joven que va más allá y se recoloca los bajos con la mano, por debajo del pantalón de chándal, ante la mirada inquisitiva de la novia—, y visitantes solitarios como yo. Vuelvo a tener esa sensación de redescubrimiento que he percibido desde que he llegado. Es como si los barceloneses volvieran a entrar en el cuarto de la abuela, una habitación en la que se han divertido muchas tardes de infancia, pero que llevaba cerrada mucho tiempo. Ahí ven, otra vez, los juguetes que usaron, los rincones en los que se escondieron, la luz y la sombra añoradas. Llega por fin Álvaro, con el que recorro los lugares que ya he recorrido —pero no me importa— y advierto detalles que se me habían escapado, como las gárgolas con forma de cabezas de león y los grupos anejos de cuatro gotas de piedra —aunque a mí me recuerdan higos o testículos, pero también podrían remitir a las cuatro barras catalanas— que jalonan la cornisa que forma el banco de la plaza en el techo de la sala hipóstila. Nos adentramos luego en las crestas boscosas del parque por el paseo de las palmeras y seguimos en dirección al mirador de Joan Sales, uno de los varios que atesora el lugar. Muchos senderos están cortados —las obras se desarrollan por todas partes—, pero el camino principal prosigue sin interrupciones hasta la atalaya. En muchas zonas nos acompañan las columnas exentas, de piedra rústica, asimismo típicas del parque. Parecen hormigueros gigantescos. En el mirador —dedicado al que fue el primer editor de La plaça del diamant, de Mercè Rodoreda, y Bearn, de Llorenç Villalonga— disfrutamos de una excelente panorámica de Barcelona, con el falo de la Torre Agbar a la izquierda, las torres gemelas del hotel Mapfre y el hotel Arts, en el centro, y el hotel W —también llamado hotel Vela, por la forma que tiene— cerca de Montjuïc, y, en plena ciudad, la catedral y la siempre creciente Sagrada Familia, cuya faraónica torre central atacan ya multitud de grúas. Cuando era pequeño y visitaba el templo con mis padres, mi padre siempre decía que ni siquiera mis nietos la verían acabada. Medio siglo después, a la Sagrada Familia solo le faltan unos pocos años para estar concluida, siempre que siga afluyendo el raudal de monises con que el turismo internacional la ha regado desde los juegos olímpicos. En cualquier caso, mi padre no lo verá. Suenan campanas. No sabemos de dónde vienen; puede que de la misma Sagrada Familia. Bajo el cielo de pronto gris, las campanadas cobran un tono lánguido, una melancolía de ceniza. Como Álvaro tiene sed por la caminata que se ha dado para llegar al parque, nos acercamos a la fuente del mirador. Deberíamos haber pensado que el enorme charco que la rodea significaba algo, pero, acuciados por la sed, hemos omitido toda consideración racional y apretado a lo loco el botón del agua. Era un sensor a presión. El chorrazo que sale casi le incrusta las lentillas en los ojos a Álvaro, que no solo sacia la sed, sino que se refresca enteramente para el resto de la mañana. Cuando me toca el turno, rozo ligeramente el taimado sensor y bebo sin sobresaltos. Estas cosas suelen pasarme a mí. Que le haya pasado a Álvaro es, sin duda, legado mío. A la salida del parque, divisamos a nuestra izquierda el Turó de la Rovira, la colina en la que se instaló, en 1937, la principal batería antiaérea de Barcelona, con cuatro cañones Vickers traídos de Cartagena, durante la Guerra Civil. No sirvió de mucho: la ciudad fue machacada por la Aviación Legionaria italiana que operaba desde Mallorca. En la posguerra, la colina se llenó de las barracas que construían los inmigrantes andaluces y extremeños. Hoy, ya sin chabolas, los antiguos búnqueres son un lugar ideal para botellones y otras efusiones adolescentes. 

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