domingo, 19 de julio de 2020

Una participación singular en el Festival Nacional de Poesía de Sant Cugat

Estoy citado hoy, a las cinco y media de la tarde, en el claustro del monasterio de Sant Cugat para grabar mi intervención en el próximo Festival Nacional de Poesía de Sant Cugat. Este festival, uno de los más importantes de Cataluña, cuenta con una ya larga tradición la de 2020 será la vigésima edición, pero el coronavirus manda y hogaño se hará prácticamente todo por Internet, es decir, teleleeremos, telerecitaremos y hasta teleactuaremos. La tele, como se ve, sigue siendo muy importante en nuestras vidas. Por suerte, el festival nacional de poesía no es un festival de poesía nacional. Si lo fuese, no creo que mi poesía tuviera cabida. Hasta 2013, solo era el festival de poesía de Sant Cugat. Al año siguiente se le añadió "nacional" al título, por decisión, supongo, de algún munícipe especialmente interesado en subrayar el carácter soberano del acaecimiento, y así, autóctono, vernáculo y hasta patriótico, ha lucido y sigue luciendo hoy. Hace tiempo, cuando me radiqué en este pueblo hoy ya ciudad, con más de 90.000 habitantes, me invitaron en un par de ocasiones a leer poemas en alguno de sus actos, y lo hice con placer. Recuerdo una lectura en un bar atiborrado (por las copas, claro, no por mi presencia) y otra con Jordi Virallonga y Francesc Garriga en la biblioteca Gabriel Ferrater, epónima del poeta que se suicidó en Sant Cugat al cumplir cincuenta años: había prometido que no superaría esa edad y cumplió su palabra por el expeditivo procedimiento de vaciarse un frasco de barbitúricos en el estómago. Pero, tras aquellas ya lejanas participaciones, desaparecí del mapa poético del festival. Este año, para mi sorpresa, han vuelto a contar conmigo. Y yo, de nuevo con mucho gusto, participo en el acontecimiento. Cuando llego al monasterio, todavía no hay nadie del equipo de filmación. Pero veo algo raro: dos caballos de madera, pintados como cebras. Para mayor rareza, las rayas blancas y negras que los adornan forman ángulos. Me pregunto qué harán estas criaturas, de piel zigzagueante, en un claustro del siglo XII, pero hace tiempo que aprendí que en el mundo pasan cosas muy extrañas y prosigo mi recorrido. Luego me siento en una silla que encuentro en el patio del claustro, alfombrado de césped donde hay apiladas muchas junto a un pequeño escenario para conciertos—, y disfruto de la paz del lugar. He estado muchas veces aquí, pero siempre me parece la primera vez (y esta es, sin duda, la primera en que lo veo con dos caballos disfrazados de cebras). Hoy hace calor y en esta sombra se está de perlas. Oigo el leve frufrú de los pasos de los escasísimos visitantes una pareja con un bebé en un carrito, dos señoras que reparan en todos los detalles y contemplo los gigantescos cipreses que llevan aquí desde tiempo inmemorial. Los muros son blancos. Los capiteles todos distintos: Arnau Cadell, su hacedor, gustaba de singularizar sus obras; y todos sobre columnas dobles, salvo uno, asentado en una triple: así no se les derrumbaba— introducen una sutil maraña gris en la alba lisura de la piedra. Sobrevuelan pájaros, con chillidos que no rebotan en la piedra, sino que son absorbidos por ella. Josep, el empleado de la concejalía de Cultura que me ha citado hoy aquí, aparece por fin y me presenta a Jordi, el director del rodaje, que lleva una mascarilla roja. Yo, beneficiándome del privilegio de ser el invitado y el único que ha de hablar públicamente, me he quitado la mía al llegar. A continuación, Jordi me aclara la razón de la presencia de los equinos: forman parte del decorado de la filmación. Como también la cama que me enseña en la sala capitular. Dado que el tema que vertebra el festival de este año son los sueños, se ha creído que ambos, caballos y cama, en este entorno subrayaban el carácter onírico del encuentro. Pero, si bien los caballos conservan cierta esbeltez, la cama no más que es un colchón viejo colocado en un armazón metálico, blanco, de cabecera y pie ligeramente historiados. Jordi me dice que l0 sacarán a la galería del claustro y que leeré los poemas sentado o acostado en él, como yo quiera. En realidad, no quiero: el colchón parece extraído de un orfanato de Charles Dickens. Al advertir mi expresión dubitativa, Jordi me aclara que, aunque parezca mugriento, lo han lavado. Le agradezco la precisión, pero seguiré sin acostarme en él. Como mucho, me sentaré, y en un cantito. Además, no me imagino recitando poemas míos acostado en un jergón: se me antoja vagamente indigno. Cuando informo a Jordi de mis intenciones, me revela que, de todos los invitados que ya han pasado por aquí, solo una, de profesión actriz, se ha tumbado en la cama, lo que me confirma en la sensatez de mi decisión y en lo alocado del gremio de los actores. Dispuesto el dudoso lecho en la galería occidental, justo delante del primero de los dos caballos claustrales, Jordi me sugiere que lea con las piernas cruzadas, con aire nonchalant. Lo entiendo: todos los cineastas buscan imágenes con alguna singularidad, no meros bultos parlantes, pero, cuando empiece la perorata, descubriré que estar sentado en el borde de una cama vieja con las piernas cruzadas mientras se leen poemas de un libro en voz alta, procurando no equivocarse ni olvidar a qué cámara hay que mirar cuando se levanta la vista, no resulta lo más cómodo del mundo, así que, al segundo poema, las destrenzaré y las mantendré así, destrenzadas, hasta el final de la filmación. Pero, antes de empezar a leer, el equipo ha de prepararse. Hay de todo: un micrófono gordo como un pepino premiado en alguna feria agrícola, una ayudante que introduce cada, digamos, escena con un golpe de claqueta, y hasta un trávelin: una cámara que se acerca y aleja por un riel para, como me explica Jordi, subjetivizar la lectura: para parecer que el espectador se introduce en mí. Y son cinco los trabajadores que están montando la cosa. Cuando empieza la grabación propiamente dicha, noto lo que siempre he notado en estos casos: un inevitable envaramiento. Por más que me esfuerzo por mostrarme natural ante la cámara, o sea, como si la cámara no estuviera, no puedo: nunca dejo de percibir que los miembros se me acartonan, que los movimientos se vuelven torpes (es decir, más torpes de lo que ya son), que no sé qué hacer con el cuerpo, que la palabra suena impostada. Y esto es terrible cuando estás recitando versos tuyos. A las dificultades del protagonista se suman los imponderables del rodaje. En medio de la lectura de un poema, pasa un avión. Los aviones tienen esa mala costumbre: pasar. Hemos de parar hasta que deja de hacer ruido y volver a empezar. En medio de la lectura de otro poema, repican las campanas del monasterio, algo, por otra parte, bastante previsible cuando se está en un monasterio. También entonces hay que parar hasta que los bronces dejan de sonar. En otra ocasión, pasa un avión y doblan las campanas del monasterio al mismo tiempo: al menos entonces al parar matamos dos pájaros de un tiro. Y, hablando de pájaros, le hago notar al equipo de rodaje que varios están cantando en el patio, pero me responden que el canto de los pájaros no perturba el sonido de la escena. Los pájaros no les preocupan, aunque no sé yo qué dirían si, en lugar de los mirlos que trinan con delicadeza en el oblongo ramaje de los cipreses, fueran cotorras argentinas. Hay muchas por aquí. Cada vez que vuelvo a recitar un poema que ya he empezado a recitar, o incluso recitado entero, siento que la repetición va a hacerlo aún menos natural que la primera vez, y me afano por insuflarle una soltura adicional, que es, en realidad, una torpeza adicional. Rozo, incluso, un momento de desesperación: mientras leo por tercera vez un poema, tras un Boeing 737 y las siete menos cuarto en el campanario, veo que, al otro extremo de la galería, entran varias personas a visitar el claustro y temo que empiecen a gritar su admiración; si lo hacen, habré de leerlo por cuarta vez. Por suerte, se percatan de que allí está sucediendo algo que merece silencio —y que no es la presencia del Espíritu Santo— y refrenan las voces. Benditas sean. Tengo una sensación general de desastre, que Jordi se empeña en desmentir: "Molt bé, molt bé, genial", insiste. Uno de los poemas que he de repetir es el único que he leído en catalán, de mi reciente antología bilingüe De vegades sento ganes de cridar, que ya he presentado en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2020/07/de-vegades-sento-ganes-de-cridar-veces.html). Jordi aprovecha la circunstancia para corregir una palabra que no he dicho bien: letargia, cuyo acento, en catalán, recae en la i, y no en la primera a, como en castellano, que es como la he pronunciado. Recito, para acabar, un poema que me han pedido que memorizase (he considerado fugazmente la posibilidad de declamar mi La luz oída, de 900 alejandrinos, pero me decanto, al fin, por una décima) y leo también un poema en inglés, de mis Selected Poems, que el festival utilizará como tarjeta de presentación internacional del evento, según me han dicho. Pero, aunque la lectura haya concluido, todavía hay que filmar algunos planos extras. En uno acuestan al libro del que he leído en el colchón y me piden que me lo quede mirando un rato y luego lo acaricie u hojee. Opto por hojearlo. Acariciar un libro, aunque sea mío, se me hace raro. Otra escena me lleva al extremo de la galería en la que nos encontramos. Allí, tras hacerme cambiar de lado para evitar una perturbadora mancha de sol (y retengo ese oxímoron, "mancha de sol", para algún poema futuro), Jordi me filma acariciando el relieve de la lápida frontal de algún noble u obispo enterrado en el monasterio. Ha pensado que, como la muerte es una de las obsesiones de mi poesía, ese gesto se la hará visible al espectador. Obedezco y recorro el altorrelieve con la mano, con significativa pausa en el cuello del difunto, al que no sigue cabeza alguna. Quizá así, acariciando al decapitado, subraye el sentimiento de ausencia que procura la muerte. Por último, el fotógrafo del festival me toma varias fotos contra la pared de la galería y sosteniendo un cubo de cartón con el nombre del festival. Seguramente, y pese a todos los pesares, cuando vea el resultado me sentiré satisfecho, pero esta factura previa, este andamiaje invisible que te obliga a posar y decir y actuar, cuando tú solo eres, o pretendes ser, un poeta que lee sus versos, me resulta incómodo y artificioso. Recuerdo a unos profesionales de la televisión que conocí en Mérida, que, mientras nos tomábamos unas cañas y unas lonchas de jamón, me aseguraron con aplomo: "Todo lo que pasa en la televisión es mentira". Sabían de lo que hablaban. Lo de hoy en el monasterio no ha sido un programa de televisión, pero se le parece bastante. Y lo que más me aterra de estas cosas es que la verdad que pueden contener mis versos, poca o mucha, pero mía, se extravíe en la tramoya inevitable del artefacto, hecho con profesionalidad, pero fatalmente ajeno, exterior. Liberado ya de toda obligación actoral o poética, recojo mis cosas de la sala en que me han permitido dejarlas y Josep me informa de los pasos que debo dar para presentar la factura por mi participación en el festival. Añoro aquellos tiempos en que uno actuaba, le firmaba un papel al encargado de la organización convocante y, al cabo de un tiempo, recibía el ingreso correspondiente; y aquí paz y después gloria. Hoy hay que presentar un presupuesto y una factura, y presentar la factura comporta más trámites que los descritos en El proceso de Kafka. Cuando me marcho, el equipo de Jordi está recogiendo los bártulos y en el claustro siguen cantando los pájaros. El sol ha empezado a declinar.

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