martes, 20 de octubre de 2020

Laura Borràs y Josep Carner

Hoy [14 de octubre] se inaugura el Festival Nacional de Poesía de Sant Cugat. La pandemia no ha conseguido acabar con él, aunque en gran medida lo ha digitalizado, que es otra forma de matar las cosas: la mayoría de las lecturas, que antes se hacían con mucho público y no poco jolgorio, se hacen ahora ante una cámara o una pantalla de ordenador y se cuelgan en Internet. Es el sino de los tiempos. Acudo al teatro-auditorio del municipio, un espectacular edificio donde recuerdo haber visto, hace muchos años ya, a unos derviches danzantes. Hace frío: el verano ya se ha acabado, aunque yo resisto con las sandalias, el único calzado que me es cómodo; de otro modo, me duelen los pies. (A Bukowski también le pasaba: siempre le dolían los pies y siempre se quitaba los zapatos, como escribió en algún poema; yo también me los quito en todas partes). Si las temperaturas no bajan demasiado –y con el calentamiento global no lo hacen–, seguiré con ellas hasta noviembre, o quizá hasta el puente de la Inmaculada Constitución. A la frialdad del ambiente se suma la gelidez de los rumores que apuntan a un nuevo confinamiento por el coronavirus. De momento, están siendo parciales o locales, lo que ya es bastante jodienda; pero la sombra de un encierro total vuelve a cernirse sobre nuestras asendereadas cabezas, pese a los reiterados desmentidos del Gobierno. No obstante, cuando un Gobierno desmiente algo categóricamente, podemos estar seguros de que ese algo ha sucedido o va a suceder. Como en los equipos de fútbol, cuando el club ratifica su plena confianza en el entrenador, es que ese entrenador ya está desahuciado. Cuando llego al teatro-auditorio, veo a mucha gente en el vestíbulo y una cabeza que sobresale entre todas: la de Laura Borràs, actual portavoz del grupo parlamentario de Junts per Catalunya en el Congreso de los Diputados, exconsejera de Cultura en el gobierno de Quim Torra (ah, cuánto lo añoramos) y exdirectora de la Institució de les Lletres Catalanes (la entidad, por cierto, que cumple en Cataluña las mismas funciones que la Editora Regional de Extremadura y el Programa de Fomento de la Lectura en Extremadura, pero constituida en órgano de la administración, que es lo que debería hacer la Junta si quiere dotar a la cultura de la región de verdadera fuerza institucional), por cuya gestión está imputada por supuestos delitos de prevaricación, fraude a la administración, malversación de caudales públicos y falsedad documental. Se conoce que esta madre de la patria fraccionó unos cuantos contratos para adjudicárselos a un informático amigo suyo, como ya ha denunciado la Sindicatura de Cuentas de Cataluña; una práctica la del fraccionamiento muy común en la administración pública, a la que han recurrido, si leemos bien lo que cuenta la prensa, casi todas las tramas de corrupción que ha habido en España. No obstante, la Borràs sostiene, como era de prever, que la imputación obedece a una persecución política, la misma que sufren el heroico Puigdemont y los demás exiliados. Laura Borrás, que tiene algo de Cayetana Álvarez de Toledo, pero estelada, está rodeada por jefes políticos, admiradores y periodistas. Estos la fotografían como si fuera una influencer –de hecho, y por desgracia, lo es– o una vedette del music hall. Y ella, con su inextinguible mariposa amarilla, que revolotea tanto en la solapa de su chaqueta como, lo que es peor, en su cerebro, departe con unos y con otros, sonriente, desenvuelta, protagonista. Hasta saluda, muy cariñosa, a unos niños que se le acercan para decirle no sé qué. Mientras observo este y otros corrillos que se han formado a la entrada de la platea, llega por fin Pablo. Ha querido acompañarme en el acto y viene ahora del gimnasio: primero ha cultivado el cuerpo y ahora viene a sastisfacer el espíritu. Nos ponemos gel, yo hago el último pipí que siempre tengo que hacer antes de encerrarme en cualquier sitio (un cine, un autobús, un velatorio) y ocupamos nuestros asientos. Abren el acto sendos parlamentos de la actual consejera de Cultura de la Generalitat, Àngels Ponsa, que no sé a qué partido pertenece (en la ensalada de escisiones, transformaciones y siglas en que se ha convertido el independentismo catalán), pero seguro que unionista no es, y de la alcaldesa de Sant Cugat, Mireia Ingla, de Esquerra Republicana de Catalunya, las dos sancugatenses. Ambos discursos son protocolarios y funcionariales, como era también previsible. La consejera recuerda que fue ella la que concibió el festival de poesía de la ciudad hace veinte años, y tiene también unas palabras para los exiliados y los presos políticos. Un murmullo de aprobación recorre la sala. La alcaldesa precisa que Laura Borràs elevó a la categoría de "nacional" el festival organizado por Ponsa: otra hazaña de la portavoz puigdemontana. Acabadas las intervenciones, empieza el espectáculo, titulado "Josep Carner, l'home sol en la serenitat" ['Josep Carner, el hombre solo en la serenidad']. Se trata de un homenaje a Josep Carner, "el príncipe de los poetas catalanes" (del siglo XX, al menos), de cuyo fallecimiento se cumple medio siglo en 2020, que consiste en una lectura ininterrumpida de sus poemas por parte de tres actores, Jordi Boixaderas, Carme Fortuny y Emma Vilarasau. Aunque, en realidad, la lectura sí se interrumpe: lo hacen dos cantantes negras, Yolanda y Kathy Sey, que, entre poema y poema, entonan canciones o fragmentos de canciones a capela con unas voces prodigiosas. De hecho, con su primera intervención, en un inglés inmaculado, creo que son cantantes de gospel norteamericanas, como esas que llenan de marchosa espiritualidad las iglesias americanas. Pero no: son catalanas; su catalán es nativo. No son las únicas que tienen una voz privilegiada. Aunque todas son buenas, la de Boixaderas es sensacional: digna de la tragedia griega, radiofónica. La Vilarasau es muy profesional: sus modulaciones, sus pausas, se ajustan siempre a lo exigido por el poema, sin caer en la declamación histriónica, y a veces histérica, con la que muchos colegas convierten los versos en escenas dramáticas. Todo poema, incluso el mal poema, tiene su propia música, o su propio silencio, y la lectura debe respetarlo: transformarlos en algo teatral es estropearlos. Los poemas que se leen son muchos, aunque solo constituyan una parte minúscula de lo escrito por Carner: desde Llibre dels poetes ['Libro de los poetas'], publicado en 1904, hasta El tomb de l'any ['El cambio del año'], en 1966, dio a la imprenta treinta y dos poemarios, entre ellos algunos de los más importantes de la literatura catalana del siglo XX, como Els fruits saborosos ['Los frutos sabrosos'], Cor quiet ['Corazón quieto'] o Nabí. Uno de ellos, "Enyor" ['Nostalgia'], de Cor quiet, dice así:

Quan es perden els ulls en el brancatge
d'un arbre espès, tot verd, on gairebé
no entra l'or pacífic del capvespre,
                  oh, quin enyor ens ve!

Hi ha dies que les ànimes s'escapen
al floc de núvol, en el cel perdut;
hi ha dies que el camí de cada dia
                  ens sembla inconegut.

El nostre enyor ens ve de quan no érem.
Quina incertesa al caminal on som!
Oh bla sojorn, oh quietud bressada
                  que la vida interromp!

'Cuando se pierden los ojos en el ramaje
de un árbol espeso, verde, donde apenas
penetra el oro pacífico del atardecer,
                 ¡oh, cuánta nostalgia sentimos!

Hay días en que las almas se escapan
al copo de nube perdido en el cielo;
hay días en que el camino de cada día
                 nos parece desconocido.

Nuestra nostalgia proviene de cuando no éramos.
¡Cuánta incertidumbre en la senda que recorremos!
¡Oh, blando estar, oh, acunada quietud
                que la vida interrumpe!'

(La traducción es mía).

La lectura, como ya he dicho, forma un flujo constante, en el que apenas hay transiciones, salvo las que interpretan las hermanas Sey, punteadas por pequeños cambios escenográficos: unas pantallas colgadas al fondo del escenario suben o bajan y se iluminan con distintos colores. Ese flujo resulta un tanto monótono, con una monotonía que agravan los obstáculos léxicos que a veces levantan las composiciones de Carner: reconozco –y Pablo también– que el vocabulario del poeta, embastado en una lectura sin pausas ni contexto, se me hace, aquí y allá, inhóspito, y entonces el poema suena como una delicia incomprensible, como una narración extranjera. A ello contribuye igualmente el hecho de que, a ratos, las melodías de Yolanda y Kathy se solapan con la lectura de los poemas, lo cual desdibuja el resultado: ni la música cantada se disfruta del todo, ni la música leída se capta como debe ser. Las vocalistas cantan en inglés, en catalán y hasta en portugués (advierto que una canción habla de bezinhos...), pero nada se dice en castellano. El acto, de una hora y cuarto de duración, transcurre sin que se haya pronunciado ni una sola palabra de español. Me pregunto si habría sido tan difícil –o inadecuado– que alguno de los fragmentos interpretados por las Sey fuese la traducción al castellano de unos versos de Carner. Pero se ha preferido el inglés y el portugués. Tras el largo aplauso que despide a los rapsodas –que no conduce a ningún bis: no se lee ningún poema más de Carner–, la Vilarasau se despide del público con el ruego de que no los abandonemos: "La cultura es segura", dice. Hay otro aplauso, al que me sumo, pero en realidad pienso que no, que la cultura debería propagar siempre el virus del zarandeo y la agitación; que debería ser siempre insegura, que debería desasegurarnos: despojarnos de nuestras comodidades y enfrentarnos a la incertidumbre, a la confusión del mundo, sin arneses de protección.

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