lunes, 5 de octubre de 2020

Poetas españolas en Gran Bretaña

La poesía española, tanto clásica como, sobre todo, contemporánea, es poco conocida en Gran Bretaña. En mis repetidas visitas a las librerías de Londres, solo daba —cuando daba con algo— con García Lorca, por supuesto, y don Antonio Machado. Muy raramente aparecía algún otro autor. Los hispanoamericanos sí estaban más representados, aunque tampoco era para echar cohetes: Borges, Neruda, a veces Octavio Paz. En este panorama que rozaba lo desolador, solo la editorial Shearsman, capitaneada por Tony Frazer, un ejecutivo de la City que un buen día decidió hacerse editor, constituía una excepción. Es, probablemente, el único sello británico actual que da a conocer a autores españoles de todos los tiempos, pero, en particular, del presente, con regularidad y buenas traducciones, firmadas por escritores como Luis Ingelmo, Michael Smith y Terence Dooley, además del propio Frazer. Shearsman gusta de traducir, y solo eso ya es noticia en un país donde la traducción se practica poco y se lee menos. En su catálogo han visto la luz, en edición bilingüe, poetas como Claudio Rodríguez, Andrés Sánchez Robayna, Aníbal Núñez, Jordi Doce, Mariano Peyrou, Mario Martín Gijón o un servidor, y clásicos como Fernando de Herrera (hay que tener arrestos para publicar hoy al autor de Amores de Lausino y Corona), Góngora, Machado o el inmarcesible Gustavo Adolfo Bécquer. Shearsman también se ha preocupado por las demás literaturas peninsulares, con una acusada querencia por la poesía en gallego (de la que ha traducido, sobre todo, a mujeres: Rosalía de Castro, Yolanda Castaño, María do Cebreiro y Chus Pato; y también a Manuel Rivas, un poeta enmascarado de novelista). Prosigue ahora su línea cosmopolita y atenta a la lírica de nuestro país con la publicación de Ten Contemporary Spanish Women Poets ('Diez poetas españolas contemporáneas'), cuya selección y traducción ha corrido a cargo de Terence Dooley, que, además de ser un excelente traductor, es un buen conocedor de la poesía española actual. Lo que no obsta para que sea también un hombre modesto: su contribución crítica al volumen, amén de la propia selección realizada, es un breve epílogo, al que casi exceden las notas bibliográficas con que se completa la antología. Las diez autoras cubren un período de casi 30 años, desde la mayor, Graciela Baquero, nacida en 1960, hasta la más joven, Berta García Faet, en 1988, aunque predominan las nacidas en la década de los 70 y que ahora se encuentran, en general, en su madurez creativa. Dooley subraya en el epílogo el escaso reconocimiento de la poesía escrita por mujeres en España y la polifonía de voces que recoge la antología, aunque muchas de ellas coincidan en abordar el debate sobre la tradicional caracterización de la poesía femenina como «confesional» «sentimental»: algunas para negarla, otras para rehuirla y otras, en fin, para asumirla, pero subvirtiéndola o radicalizándola hasta hacer estallar el estereotipo, que es lo mejor que se puede hacer siempre con los estereotipos. La exploración y la reivindicación— de la condición de mujer y el asedio crítico a una realidad inhóspita para casi todo el mundo, pero en particular para las mujeres, constituyen asimismo rasgos comunes a todas. Los poemas seleccionados de Pilar Adón hablan de la abuela y de la madre, y de una cotidianidad en la que predomina la decadencia y la soledad. Y lo hacen con sobriedad y concisión. Su delicadeza, no obstante, no elude el desgarro, y la tristeza, el cansancio, el malestar que suscita la brega con lo doméstico, asoman casi siempre, a veces con fiereza. «Me hablaba / y aprendí el significado de la palabra suicidio / a la edad de cuatro años. / (...) Me hablaba / y en mis ojos no había más que fervor de hijaniña / que soñaba con romper la tristeza de quien no lo fue», escribe Adón en el quinto poema de Decálogo. Martha Asunción Alonso recuerda asimismo a los abuelos y los sucesos de la infancia con una mirada melancólica a la par que ácida. En «Los ángeles», canta a las sacrificadas mujeres de la posguerra, aquellas que «en las siestas de agosto, / en taburetes cojos a la puerta con moscas / del infierno, aligachas, sus manos nos limpiaban / los frijoles sagrados / de la noche». La añoranza también aflora por el amor perdido y la indignación popular que alumbró el 15-M en España, y que fue y sigue siendo la de los humillados y ofendidos: «Nadie te desaloje de tu nombre», concluye Alonso, vinculando la protesta de todos con la dignidad de cada uno. Graciela Baquero aporta diecisiete poemas en prosa de Crónicas de Olvido, donde narra una historia de pobreza y abandono en un Madrid esperpéntico y hostil, valga la redundancia. Olvido se quiere hermana de la protagonista de los poemas, y la acompaña a los rincones y profundidades de una ciudad de vislumbres tenebrosos, que es metáfora de la conciencia. «Ella pierde por mí, cae enferma, huye, blasfema, muere, se golpea, la golpean, se droga, se revienta, mientras yo observo desde la frontera de una extraña salud. Pero no estoy a salvo. Sangro por el cuerpo de mi Olvido, sin hacerme señales, con todo este dolor sin pertenencia», leemos en el poema 5. Mercedes Cebrián cultiva una poesía irónica, casi burlesca, pero sin sangre, suavemente. Los poemas tratan del hoy, de las innumerables minucias —también políticas— del hoy, para expresar el desconcierto y, a menudo, el desapego de una realidad que se tiene por absurda.  No hay solemnidad en la poesía de Cebrián, sino detalle, inteligencia, crujido; no hay espesura, sino un fino adentramiento en las cosas. «Cuando cantas el himno de tu patria, / te veo la campanilla y dos o tres empastes», escribe en «Muchacha de Castilla» y uno casi ve la sonrisa esbozada al escribirlo. María Eloy García trenza, en las casas y los hogares, su particular crítica de la vida de pareja (y luego de familia), porque, como dice en el primer poema seleccionado, «La sopera», y como diría yo que creen la mayoría de las poetas antologadas, «la cuestión de lo artístico se resuelve en lo cotidiano». La poeta maneja el lenguaje y los conceptos de la filosofía y la ciencia, y construye poemas de amor que son pequeños tratados de genética: «me vinieron ganas de multiplicarte / de dispersar cromosomas por ahí / de que mutáramos juntos / así que puse a mis nucleótidos a trabajar / y bueno tuvimos un xy para ser exactos / mientras tú llorabas de emoción», dice en «Depresión posparto». Un lenguaje irónicamente empírico la ayuda a desgajar el poema de lo convencionalmente sentimental. El ser, en fin, es para ella un edificio y una fuente de angustia: lo existencial impregna el imponente «El canto de cada cual». Berta García Faet escribe una poesía vigorosa, atravesada por un irracionalismo moderado y un culturalismo bien ceñido. El análisis del presente, matriz del desconcierto y la soledad, se hace con lucidez, y el del amor un amor juvenil, naciente—, con saludable iconoclasia. Las repeticiones y paradojas apuntalan el fluir de poemas casi siempre largos, en los que trepida la conciencia del tiempo y del lenguaje, y que persiguen no la mera afinidad del lector, sino su comunión plena: un abandonarse al barro cristalino de los versos. «Constantemente estoy al borde de creer en cosas extremas / soy una muchacha exaltada envidio a los párrocos / del mundo rural y a todas las señoras espirituales / aviso: tengo muchísimo miedo / de la locura / y de la maldad / y del teatro de eugene o'neill y de edward albee / (...) aviso: aspiro a morirme con mucha tristeza de morirme / siendo ya muy anciana», sostiene en «Me gustaría meter a todos los chicos que he besado desde el año 1999 en una misma habitación». Erika Martínez, de estirpe figurativa, se ocupa de las cosas próximas y de cuanto atañe a su más carnal intimidad: el deseo y el cuerpo. En la sutil parodia que es «Albada vertical», canta al limpiador su amante vertical que le limpia las ventanas. Sus poemas albergan una engañosa ligereza, que transmite, en realidad, una contenida pesadumbre. La casa aparece en sus poemas, como ya lo ha hecho en los poemas de María Eloy García, como lo que protege y lo que destruye: «Tantas mujeres fregando sus baldosas, / pariendo en sus baldosas, escondiendo debajo de las baldosas / que pisaron sus hijos ebrios / y sus sobrios maridos / que trabajaron y fornicaron / por el bien de un país en el que no creían. / Tantos siglos para que yo / (...) mire el techo de mi dormitorio / y se me venga la casa encima», dice en «La casa encima», un poema en el que resuenan Ángel González y Jorge Luis Borges, y al que sigue el sobresaliente «Abolirse». Elena Medel conjuga, sin perder cierto aire de candor, la exaltación amorosa con la preocupación existencial. Lo doméstico se mezcla con la muerte, como las mujeres se mezclan con los hombres, y todo resulta en una vibración claroscura, donde restalla el verso enérgico y la reflexión punzante, la afirmación del yo y la duda sobre el yo. «Quién soy, quién soy, ni siquiera sé quién soy», escribe en «I will survive»; y más adelante, en «Árbol genealógico»«Yo pertenezco a una raza de mujeres con el corazón biodegradable», cuyas aortas sangran «clavadas en la tierra, igual que las raíces». La casa vuelve a aparecer como corazón y nudo de los conflictos vitales: «Toda mujer se casa con su casa», dice en «Maceta de hortensias en nuestra terraza: ascenso». Miriam Reyes fuerza el lenguaje para decir lo que el poema aspira a decir: practica la elipsis, construye textos solo con preguntas, omite signos de puntuación. En la reflexión sobre las relaciones sentimentales o el yo que las vive, crea espacios de sombra, reflejos titubeantes o que no se corresponden con lo reflejado, y alienta dudas. También se pregunta por el lenguaje con el que se pregunta por los seres y las cosas. El cuerpo es, en estos poemas, la materialización inmediata del espacio, y un mundo que explorar y que gozar, pero también en el que luchar. «Las preposiciones no siempre se ajustan / deberían tener gomas en las esquinas / como las sábanas bajeras / para aguantar en su sitio / las convulsiones de un cuerpo. / Cuando dices que piensas en mí no piensas en mí / piensas acerca de mí pero desde lejos», dice uno de sus poemas sin título y breves como disparos. Julieta Valero también lleva a la piel del lenguaje, a su constitución física, los conflictos que mantiene con la existencia y con los otros. Fracturada, a veces surreal, aborda con decisión la crítica social y las dificultades de pareja. Su mirada, panorámica, en ocasiones satírica, oscila de las minucias de la convivencia a los «fiordos del Mediterráneo», las últimas declaraciones de la ministra de Trabajo o las declaraciones de «la señorita Nos» a las puertas del juzgado. El cuerpo es también objeto de su atención, y la maternidad. «Es tan incómodo estar vivo», afirma en «In the mood for love».

No hay comentarios:

Publicar un comentario