domingo, 25 de octubre de 2020

La tontería de Halloween

Halloween fue la primera fiesta que pasé en los Estados Unidos. Yo tenía diecisiete años y lo que sabía de Halloween era, más o menos, lo que sabía todo el mundo: que era el equivalente a la fiesta de Todos los Santos en España y que se celebraba en la misma fecha: la víspera del 1 de noviembre. El cine había difundido la fiesta (justamente en 1979, cuando llegué a Atlanta, había sido un éxito internacional la película Halloween, de John Carpenter, un clásico del cine de terror de serie B) y ya se conocían sus prácticas principales: que los niños salían disfrazados a martirizar a los vecinos con el dilema del trick or treat (que en español se ha traducido, literal y macarrónicamente, por 'truco o trato', siendo la traducción correcta, aunque menos sintética y mucho menos aliterativa, 'broma o golosina' o 'susto o caramelo'); que los jardines y porches de las casas se llenaban de calabazas pintadas como caras, en cuyo interior se había colocado una vela o una linterna (las famosas jack-o'-lantern); y que las familias se reunían en grandes ágapes equiparables a los que los españoles organizábamos en Navidad, cuñados incluidos. Pero aquella fiesta que prometía ser un gran acontecimiento resultó ser un fiasco. Y no solo porque la familia con la que yo vivía era muy reducida una madre divorciada y su único hijo, sin abuelos que la dulcificaran ni cuñados que la agriaran; otros dos hijos de aquella madre, trágicamente, habían muerto en un naufragio en Florida, sino porque la fiesta en sí me pareció de lo más plúmbea. Por suerte, no hube de salir a las calles a llamar a timbres, provisto un zurrón para recolectar las dádivas, y esperar a ver la jeta, sonriente o hastiada, del vecino correspondiente: era demasiado mayor para eso y, además, era español. Los españoles, y los guiris en general, están eximidos de las celebraciones colectivas: no les atañen. Recuerdo que me pasé la noche de Halloween en mi cuarto, haciendo eso a lo que se recurre en algunas películas para representar el máximo grado de aburrimiento: tirar las caras de una baraja (francesa) a un sombrero. Como no tenía sombrero, utilicé una gorra de béisbol. Descubrí que acertar con las cartas en el sombrero/gorra era mucho más difícil de lo que creía: aunque las mandaras en la dirección correcta, su nulo aerodinamismo hacía que volaran hacia donde les diese la gana y que muy pocas aterrizasen en el objetivo. El suelo de mi cuarto quedó sembrado de naipes. Aprender eso fue la gran contribución de Halloween a mi vida. Y también lo despacio que puede pasar el tiempo: aquellas horas de lanzamiento de cartas fueron algunas de las más espesas y absurdas de mi adolescencia. No guardo, pues, ninguna simpatía por una festividad que siempre me ha parecido innecesariamente barroca y muy poco estimulante, películas de terror aparte. No obstante, entiendo que forme parte del folclore norteamericano y que sea importante para sus gentes. Aunque no es autóctona: fueron los irlandeses los que, con ocasión de la multitudinaria emigración causada por la Gran Hambruna a mediados del siglo XIX, la llevaron a los Estados Unidos. En realidad, Halloween (una forma abreviada de All Hallows Even: 'víspera de Todos los Santos') es un festejo de origen celta, el samhain, con el que se celebraba el fin del verano, y del que quedan trazas en la península ibérica, sobre todo en los territorios de mayor influencia céltica, como Galicia o Asturias. La Santa Compaña es, seguramente, la más famosa de las versiones hispanas del samhain, es decir, de Halloween, y se sabe también de muchos pueblos de Castilla donde se decoraban las casas con calabazas vaciadas en cuyo interior se había puesto una vela, aunque en algunos municipios, acérrimamente españoles, preferían utilizar como recipientes cosas más del terruño, como botijos y hasta calaveras de burro. Aún hoy, en Soria, se celebra el ritual de las ánimas, una procesión nocturna en la que la gente desfila entonando cánticos y con calabazas o cacharros de barro agujereados, con una vela dentro, en las manos. A mí me interesan poco las tradiciones populares me aburro como un oso polar, pero, de haber algunas, son estas, las arraigadas en la tierra en la cultura– de cada cual, las que tienen sentido y las que deberían pervivir. Las tradiciones importadas en crudo, como esta cosa anglosajona del Halloween, me resultan idiotas, como una competición de bobsleigh en Jamaica o una corrida de toros en Chicago. Halloween se ha traído a España, como Papá Noel (en detrimento de los entrañables Reyes Magos, que ni fueron reyes ni magos, pero, qué narices, cuentan con el aval insuperable del Hacedor), por la fuerza de su industria cinematográfica, que es uno de los más briosos representantes de su fuerza cultural. El arraigo creciente de este Halloween importado (e impostado) en los colegios y las familias españoles es otro ejemplo, por si hacía falta alguno más, de nuestra subordinación provinciana, de nuestro papanatismo cultural, de nuestra fascinación alelada, valga la redundancia, por las mojigangas de una comunidad a la que creemos que nos prestigia imitar. A los Estados Unidos haríamos bien, sí, en imitarlos en muchas cosas la energía de su cine y la vitalidad de su literatura; la potencia de sus universidades; el dinamismo de su economía; el permanente inconformismo de sus jóvenes; su dedicación a la investigación; su espíritu emprendedor; el pragmatismo de su pensamiento-, pero no hay ninguna necesidad de adoptar, sin más, sus costumbres, moldeadas según principios y necesidades que se parecen tanto a los nuestros como un camión a un plato de sopa. Ver a niños y niñas de Sabadell o de Valverde del Fresno vestidos de diablillos o brujitas, enarbolando escobas y prorrumpiendo en "trucos o tratos" por las esquinas, me entristece tanto como el espectáculo del bombero torero, aunque esta sea una tradición, por desgracia, bien nuestra. En realidad, si lo hacemos, es porque nos gusta la fiesta. La fiesta tiene, en España, una importancia singular. Una fiesta, en España, es una fiesta es una fiesta es una fiesta. O, como diría Angelus Silesius, la fiesta es sin porqué. Se trata de arramblar con lo que sea que haya por ahí que pueda darnos otro pretexto para el jolgorio. ¿Que hay una cosa en los Estados Unidos que se llama Halloween y que permite una jornada más de parranda y cachondeo? Pues la trincamos y a disfrutar. Que sus protagonistas sean los niños nos da cierta coartada moral: es una fiesta para ellos; para hacerlos felices, aunque sea con una gilipollez extraterrestre, todo está justificado. Yo propongo que les devolvamos este Halloween de cuchufleta a los americanos y que instauremos en el país de Trump la tomatina de Buñol o el lanzamiento de hueso de la oliva mollar chafá, de Cieza (en el que, por cierto, Teodoro García Egea, el fiel escudero de Pablo Casado, es campeón del mundo; podría ir a Idaho a hacer demostraciones), que también dan mucha risa. Aunque no sé yo si las adoptarían, por muchos esfuerzos que hicieran la diplomacia del Estado y el Instituto Cervantes.

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