jueves, 25 de febrero de 2021

Gambito de dama y las cosas del ajedrez

El ajedrez está de moda, y se lo debemos al cine: después de mil quinientos años de historia, tiene su gracia que haya venido a revitalizarlo una serie de Netflix, Gambito de dama. No obstante, el éxito de la producción puede atribuirse, en buena parte, al rasgo que singulariza la novela homónima en la que se inspira, de Walter Tevis, publicada en 1983: el protagonismo femenino, que ha recaído en la bellísima actriz Anya Taylor-Joy, aunque en la novela la heroína fuera una niña muy fea, y aunque ese protagonismo fuese por completo inverosímil en la época en la que transcurría la acción. Era imposible que, en los años 60 y 70 del siglo pasado, una mujer alcanzara el nivel ajedrecístico que consigue Beth Harmon y más imposible aún que llegara a disputar el campeonato del mundo y lo ganara. Y no porque las mujeres no tuvieran capacidad para ello —esto conviene aclararlo para que nadie sienta la tentación de matar al mensajero—, sino porque el ajedrez es una disciplina que requiere un aprendizaje sostenido y una práctica entregada, y a las mujeres ni se las consideraba aptas para ninguna de ambas cosas, ni se les proporcionaban los medios y estímulos necesarios para lograrlo. El ajedrez era, cultural y materialmente, cosa de hombres, y asunto zanjado. Mi interés por el ajedrez proviene de mi padre, que siempre tuvo un tablero en casa y me enseñó a jugar. En unos años en los que los entretenimientos en un hogar tan modesto como el nuestro escaseaban, un tablero de ajedrez podía ser una gran diversión, que, además, como deporte mental que era, satisfacía la necesidad que tenía mi padre de ocuparse en tareas intelectuales. Las cartas, el dominó, los dados eran para las tabernas; las damas, para los flojos de espíritu; el ajedrez, en cambio, era propio de gente distinguida (que mi padre asociaba con "superior"). Así pues, cuando se cansaba de leer La Vanguardia o el libro con el que anduviera trasteando, o de ver la tele —cuando por fin llegó a casa, a principios de los 70—, me proponía echar una partida. Y yo siempre aceptaba: a mí, un mocoso sin hermanos, también me divertía. Además, casi siempre le ganaba. Me daba un poco de pena derrotarlo tantas veces, pero él no parecía lamentarlo. Al contrario, creo que le enorgullecía que su hijo lo superara en aquello, como en cualquier otra cosa. No era un mal maestro mi padre: sabía que ese ha de ser el objetivo último de todo el que se proponga enseñar algo a alguien: que el discípulo sea mejor que él. En el colegio, que era muy innovador y muy postconciliar, había un club de ajedrez —es decir, un aula con tableros y relojes—, al que fui durante algún tiempo. Recuerdo que el mejor jugador de la escuela era un chico de mi curso que se llamaba Calpe, y al que nosotros llamábamos Kalpov. También recuerdo que ya era, con doce o trece años, casi calvo. De hecho, también habríamos podido llamarlo Kalvov, y alguno creo que lo hizo, pero, extrañamente, prevaleció la misericordia y optamos por el primer mote, más aséptico. Una vez le pedí que me prestara el peine después de la clase de gimnasia, y él me dijo que sí, que me lo prestaba, pero que viera yo lo que hacía, porque tenía una enfermedad de la piel y no me recomendaba compartir las púas. Entonces entendí lo de su calvicie, que hasta aquel momento había atribuido a su intensa actividad craneal. Kalpov era muy bueno: nos ganaba a todos sin despeinarse, y nunca mejor dicho, y me parece que llegó a participar en campeonatos regionales, aunque nunca supimos que hubiera llegado demasiado lejos. Y es que había, y sigue habiendo, mucha competencia. El alias del pobre Calpe provenía de quien era el campeón del mundo en aquellos años: Anatoli Kárpov, soviético, una bestia parda que fue campeón mundial una década, del 75 al 85, y que protagonizó una de las rivalidades más salvajes de la historia del ajedrez (hay quien dice de la historia del deporte) con otro jugador descomunal, Gari Kaspárov, que finalmente lo vencería. (El bueno de Kárpov no tuvo bastante con ser campeón mundial de ajedrez y se doctoró en Filosofía y Economía). Pero la forma que Kárpov tuvo de hacerse con la corona fue también muy singular: por incomparecencia de su rival, el entonces campeón, el norteamericano Bobby Fischer. Fischer fue otro personaje de leyenda: nacido, de madre judía, en una familia paupérrima, había sido el primero en derrotar a los soviéticos en ajedrez, y eso lo convirtió en un héroe de su país, inmerso en la Guerra Fría con, como diría Reagan, el Imperio del Mal. Pero Fischer, a quien muchos consideran el mejor jugador de la historia, tenía una personalidad tortuosa, como, por otra parte, muchos de los mejores jugadores de la historia, y, tras ganar a Boris Spassky en la mítica final de 1972, se negó a defender el título, que pasó entonces al candidato retador en 1975, Kárpov. Fischer, aunque todavía dio alguna lucha ajedrecística en los años que siguieron, nunca volvió a ser el mismo, y, de hecho, acabó sumiéndose en algo muy parecido a la locura: vivió como un indigente en los Estados Unidos y hasta fue detenido, al confundirlo la policía con un atracador de bancos. Luego abandonó el país, al que nunca volvería, y se dedicó a ensartar proclamas antisemitas y antinorteamericanas —él, que era judío y norteamericano—: se declaraba admirador de Hitler, negaba el Holocausto, abogaba por un golpe en los Estados Unidos que acabara con las sinagogas y los judíos, y celebró ruidosamente el atentado contra las Torres Gemelas. "¡A la mierda mi país!", gritó en una entrevista. Acabo sus días en Islandia, donde se había disputado aquella final del campeonato del mundo que le había ganado a Spassky (el cual, por cierto, tampoco lo pasó bien tras el encuentro: el Estado lo responsabilizó de una humillación histórica ante el enemigo capitalista y lo condenó a galeras: menudos eran los soviéticos en aquellas cosas patrióticas; Spassky también escapó de su país, pero él prefirió hacerse francés), sin dejar de soltar barbaridades, y en Islandia murió, a los 64 años, y está enterrado. Del ajedrez siempre me han interesado mucho todas estas cosas, acaso más que el propio juego: los conflictos, las personalidades, la intrahistoria. Y eso porque me he dado cuenta —no me ha quedado más remedio— de que, aunque ganase a mi padre y hasta hiciera tablas alguna vez con Kalpov, lo mío no es, ni puede ser, el ajedrez. Aún hoy, tras muchos años de partidas contra unos y otros, o, ahora, contra el ordenador (que, claro, siempre me aplasta), sigo sorprendiéndome (pero no, realidad: soy así) de la cantidad de movimientos estúpidos que soy capaz de hacer. Incluso cuando gano, lo que pienso es que lo he hecho porque el otro ha jugado aún peor que yo: sus pifias han sido más abundantes o decisivas que las mías. Hace poco he leído El peón, de Paco Cerdà, un excelente libro sobre Arturo Pomar y la partida que jugó contra Fischer en el torneo interzonal de 1962, celebrado en Estocolmo, que daba paso a la disputa de la final de candidatos al campeonato del mundo de aquel año. Arturo Pomar fue un niño prodigio del ajedrez (por eso se le incrustó el diminutivo en el nombre, y durante toda su vida no se le dejó de llamar Arturito Pomar), que tuvo la mala suerte de crecer en pleno franquismo. Mi padre me habló mucho de él: había seguido con admiración sus pasos en la prensa de los 40 y 50, que lo ensalzaba con mucha pompa y circunstancia. El régimen, necesitado de triunfos internacionales, utilizaba a aquel jovel mallorquín, discreto y educado, que a los 12 años, en 1944, había hecho tablas con el campeón del mundo Alexander Alekhine (aunque, sin quitarle méritos a Pomar, quizá había ayudado un poco que Alekhine estuviera casi siempre borracho), para publicitarse en el mundo. Lo alababa como a un semidiós y lo explotaba como a un esclavo. Hasta que el crío fue dejando atrás la infancia y perdió buena parte de la gracia que lo había acompañado cuando viajaba por el planeta como representante oficioso de la nueva España (y representante real de una España famélica), lo cual coincidió con la creciente aceptación del Régimen en el concierto de las naciones. Justo en aquel momento Pomar afrontó la mayor prueba de su vida: el interzonal de Estocolmo, a donde acudió solo, sin la ayuda de nadie, aprovechando un permiso sin sueldo que le habían concedido en el trabajo, y con un único libro sobre aperturas para principiantes en el zurrón, a diferencia de todos los demás candidatos, a los que sus federaciones les pagaban el viaje, y que contaban con uno o varios ayudantes que los apoyaban emocionalmente, analizaban las partidas y les permitían descansar entre enfrentamientos. La infinita cutrez de aquella España ennegrecida, tan incuriosa siempre con sus hijos, se mostró sin caretas en el desvalimiento del joven Pomar, que, no obstante, con un esfuerzo titánico, llegó al término del torneo con posibilidades de meterse entre los seis primeros, que accedían a la fase final. Pero, agotado, tuvo malos resultados en las últimas partidas y no lo consiguió: quedó el undécimo entre veintitrés, con brillantes victorias contra Efim Geller (que quedó segundo) y el húngaro Istvan Bilek, y un legendario empate, con negras, con Bobby Fischer. Al final de aquella partida, que duró nueve horas repartidas en dos días, el estadounidense, admirado, pronunció una frase memorable: “Pobre cartero español, con el enorme talento que tienes, y tendrás que volver a una oficina de Madrid, a pegar sellos”. Pomar, en efecto, trabajaba en Correos, donde lo había colocado el Régimen para garantizarle el sustento, a falta de un apoyo mejor, y donde seguiría haciéndolo hasta su jubilación, muchos años después. Leyendo El peón, me he asombrado de saber que Pomar se trasladó a Barcelona en 1963 y que se estableció poco después en Sant Cugat del Vallès, donde murió, en 2016, y está enterrado. Aquí jugaba apaciblemente en la Unió Santcugatenca, paseaba por las calles y tomaba café en los bares: vivía. Y yo, que radico en la ciudad desde 1998, con el paréntesis de Londres y Extremadura (por eso no me enteré de su fallecimiento: vivía entonces en Mérida), debo de haberme cruzado con él muchas veces sin advertirlo. Qué pena. Me habría gustado saludarlo y mostrarle mi admiración. Me habría gustado, incluso, jugar una partida con él, si me lo hubiera permitido. Qué honor. Pero estoy seguro de que aquel rostro siempre amable, siempre sonriente, siempre resignado, me habría causado tristeza. Los rusos, que sentían un enorme respeto por él, decían que, si hubiera nacido en la URSS, seguramente habría sido candidato al título mundial. Franco, ese hombre, encumbró a un chaval de Mallorca y luego lo arrumbó en el olvido. Pomar podría haber sido el segundo campeón mundial español de ajedrez, después de Ruy López de Segura, aquel clérigo de Zafra al que se considera el primero. Pero solo fue un modesto funcionario de Correos. De todos modos, me habría gustado mucho jugar con él.

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