sábado, 21 de mayo de 2022

Esperando al Rey de España

Eso es lo que muchos llevaban tiempo haciendo: esperar al rey de España. Pero, sorprendentemente, también es el título de un libro de poesía: Waiting for the King of Spain, 'Esperando al Rey de España', escrito por una poeta norteamericana, Diane Wakoski, y publicado por la editorial californiana Black Sparrow Press —la misma que dio a conocer casi toda la obra de Charles Bukowski— en 1976, muy poco después, por cierto, de que muchos españoles hubieran visto satisfecho su deseo de que la monarquía regresara a España. Eso ocurrió en 1975. También ellos llevaban años esperando al rey de España. Descubrí el libro en una librería de viejo en mi último viaje a los Estados Unidos, y me llamó la atención tanto el título como la textura de los poemas: dinámicos, biográficos, sentimentales, alegres, desgarrados. Y escritos por una mujer. En la librería, de pie, picoteando en los poemas del libro, no tardé en comprender que el rey de España que aparecía en ellos no era una figura histórica, esto es, no era ninguno de los preclaros monarcas españoles que habían iluminado nuestro devenir colectivo, y mucho menos el entonces recién coronado (y hoy recién regresado al lugar del crimen), sino una figura mítica, un símbolo dentro del vasto cosmos simbólico de la autora. El rey de España significa para Diane Wakoski el amante ideal. Y en eso sí acierta la poeta, porque nuestras testas coronadas, y en particular los Borbones (los Austrias eran un poco más abstinentes y contrarreformistas, con la excepción de Felipe IV, el rey pasmado, que era un rijoso de órdago, aunque reprimido), siempre han destacado por sus capacidades amatorias; y no digamos el penúltimo de ellos, el insuperable Emérito, que nos ha enseñado a todos cómo hay que tratar a una mujer: con regalos rumbosos, más aún, munificentes, haciendo barbacoas (esos inventos del demonio) con los hijos de las amadas, y organizando suntuosas cacerías en el África negra. En cualquier caso, el poemario de Wakoski es un espléndido ejemplo, a mi juicio, de una poesía hondamente enclavada en la vida, que no se avergüenza de exponer los miedos e inseguridades que asaltan a una mujer deseosa de amor, y que maneja con pericia admirable los ritmos de una poesía inquisitiva y sensorial. Esperando al Rey de España participa de la bohemia californiana de los setenta, pero también de un amplio conocimiento de las tradiciones poéticas estadounidenses, tanto clásicas como contemporáneas, entre las cuales la más influyente es, en Wakoski, la de los poetas de la San Francisco Renaissance —Kenneth Rexroth, Robert Duncan, Jack Spicer y Madeline Gleason—, y logra un equilibrio infrecuente entre experimentación y relato, entre atrevimiento y mesura, entre carnalidad y abstracción. Reproduzco a continuación un fragmento del prólogo del libro:

Esperando al Rey de España es un diario amoroso, que alberga un concienzudo análisis de los sentimientos: es, pues, intimidad revelada, angustia sacada a la luz. En el proceso hay verdad: persuadida de que el pudor es uno de los grandes enemigos de la literatura, a Wakoski no la arredra revelar que su amante la ha dejado ni preguntarse por qué, entre otras cuestiones comprometedoras. En «Contando tus bendiciones con los seis dedos de la mano: una vigilia», reconoce necesitar al hombre al que ama: lo necesita «en casa, / como necesito el fuego, / como necesito agua para beber, / como necesito algo de aire para respirar, / como necesito (…) tus ojos». Es un reconocimiento franco, que desvela una fragilidad muy humana, una dependencia más allá del decoro, que arraiga en la pasión inmoderada de amar y ser amada. En «Noche vacía, cuando oyes el golpear de las olas», la poeta se describe en soledad: ella ama a hombres, pero ninguno la ama a ella. La escena de la protagonista sola en casa, o en un bar, bebiendo algo, se repite en varios poemas del libro. En otros alude a un físico que considera poco afortunado, y que explica, en parte, su pertinaz fracaso sentimental. En «Oda a una fuente libanesa de olivas», uno de las composiciones más significativas de Esperando al Rey de España, escribe: «A veces me pregunto / si, de haber nacido guapa, / de haber sido una Venus en la costa de California, / habría aprendido a comer y beber tan bien. / Porque (…) / de haber tenido un rostro agraciado o un cuerpo armonioso, / seguramente no habría encontrado el mismo placer / en la comida». Esta valentía introspectiva aguza su propuesta y asombra por su desnudez. La acompaña un erotismo confeso, pero nunca explícito, condicionado por una duda permanente sobre la respuesta del otro, suscitada, a su vez, por la inseguridad sobre el atractivo o el valor de uno mismo. Así, en «El esquiador», la poeta —sola, de nuevo, en una casa oscura— recuerda al atleta al que deseó «mucho más de lo que tú me habrías deseado jamás a mí»». Diane Wakoski, pese a haber sido reconocida como una poeta feminista, no considera que lo sea. Sostiene que «feminista» es un término político, y que ella no escribe sobre los aspectos políticos de ser mujer, sino como mujer. 

Y un poema del libro:

BUSCANDO AL REY DE ESPAÑA

Suenan voces de mujer,
como etiquetas de botellas conocidas,
en el corredor.
Y yo, sola, con el kimono amarillo,
pienso en el sueño de anoche.
Sigo siendo aquella niña
que dormía desnuda en el viejo baúl con una colcha bordada
con rosas y signos del zodíaco.
Todavía pende una espada
sobre mi cabeza.
Y debajo de mí, en el arcón,
están los huesos de los muertos.
Despertarme significa enfrentarme a la vida
sin ti,
a quien con tanta imprecisión llamaba El Hombre de la
                                                                       [Hebilla de Plata
hasta le compré esa hebilla
para tener la integridad de la leyenda
en las manos.

Pero, por supuesto, no eras el Hombre de Plata ni el Rey
de España.
Solo un hombre llamado
M.,
como todos.

Las voces de mujer
podrían haberme alertado,
o incluso aquella misteriosa voz de tu padre,
si hubiera escuchado.
Pero esas voces
sonaban como
meros murmullos de pasillo,
y yo llevaba entonces también el kimono amarillo,
y escribía,
y escuchaba los sonidos de seda.

Y, estúpidamente,
no oí lo que decían,
porque estaba escuchando música o quizá
otra voz,
una que creía tuya.
El Rey de España, que a menudo pronunciaba palabras de
                                                                                                [amor.
Aquello debería haber bastado para ponerme sobre aviso:
la voz no era tuya.

Mi amante está tocado por la oscuridad.
Tú, en cambio, M.,
te plantas ahí para que todos te vean.

Ahora ya no se oyen las voces del pasillo.
Pero oigo pisadas.
¿Son las tuyas, visibles, M.,
o pertenecerán esta vez a mi amante de verdad,
el hombre al que he hablado
tantos años en la oscuridad?




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