jueves, 9 de junio de 2022

Un Sant Jordi zarandeado

El pasado 23 de abril, Sant Jordi, me pilló en la calle. Como buen anfitrión (soy pocas cosas ya, pero esta todavía la mantengo), había salido a enseñarle la ciudad a una amiga venida del extranjero. Pero se me había olvidado cómo se pone todo en un día como ese. Además, por cortesía de la pandemia, llevábamos dos años sin un Día de Sant Jordi como Dios manda en Barcelona, con casetas por doquier, puestos de flores en todas las esquinas y, sobre todo, muchedumbres infinitas en calles, plazas y avenidas. Y la gente tenía ganas de volver al jolgorio habitual: había hambre de multitud, y no solo por parte de los libreros. Todo el mundo parecía entusiasmado con las aglomeraciones menos yo, a quien cada vez ponen más nervioso, más aún, a quien empujan resueltamente a la misantropía. No deja de sorprenderme la docilidad con la que casi todos pasan —pasamos— cada año por el tubo de esta fiesta bienintencionada, pero empalagosa e hipócrita. En España se lee poco, y se lee poco contumazmente, esto es, los que no leen, no leen nunca. Sin embargo, llega el día del caballero que mató al dragón, y que así se coronó de santidad, y todo hijo de vecino se siente obligado a regalar una rosa —la parte más amable de la festividad— y a comprar un libro —la más onerosa, pero asimismo inexcusable—. Y qué libros, además: bodrios oportunistas de gacetilleros o estrellas de la televisión rosa o amarilla en diferente grado de amojamamiento (las estrellas, no la televisión, pútrida siempre); novelones históricos e histéricos; intrigas policiales ecofeministas que, aunque pretenden practicar el género negro, conculcan todos sus mandamientos, desde el cinismo iconoclasta al antiheroísmo regenerador; y una amplia colección de diarios, memorias y reflexiones, si no resulta obsceno utilizar este termino para designar lo que publican, de políticos abolidos (por sus propios partidos o por los partidos rivales), amantes de las puertas giratorias o moderadamente corruptos. De mi relación con el 23 de abril puedo decir que, desde hace mucho tiempo, es el único día del año en el que me niego a comprar libros. En los otros trescientos sesenta y cuatro, salgo siempre a la calle dispuesto a visitar librerías, de nuevo y de viejo, y a hacerme con lo que surja, con lo que me apetezca, que suele ser mucho. El 23 de abril todo el mundo quiere lavar su conciencia y se echa a las aceras, como los guerrilleros al monte, para hacerse con algo que le permita creer que apoya la cultura, como exigen los poderes públicos y las buenas costumbres, y que forma parte de la comunidad ilustrada, que cada vez es menos común. Sin duda, el día de Sant Jordi es bueno para los profesionales del libro: editores, distribuidores, libreros y, claro, escritores, que no dejan de confesarse encantados de la comunión con el público, de ponerle cara a los destinatarios de su solitaria actividad (o la de su negro), aunque esa comunión solo signifique echar firmas y garabatear dedicatorias maquinales a un número, mayor o menor, de desconocidos (o de despistados: siempre hay quien le lleva a firmar a Pérez Reverte un libro de Matilde Asensi, o viceversa). Que un negocio permanentemente amenazado por la crisis cuente con una jornada así al año, no deja de ser plausible. Pero vivirla a pie de calle es durísimo. Nosotros tardamos un cuarto de hora en recorrer el tramo que va desde la calle Fontanella a la ronda de San Pedro, justo delante de El Corte Inglés: unos doscientos metros. El trafico estaba colapsado en ambas vías, y en todo el centro, porque el gentío desbordaba las aceras y se tomaba los semáforos a chirigota. Enjambres de turistas engrosaban alegremente el hervidero local. Una rosa valía siete euros. Y los carteristas hacían su agosto. Todo volvía a su ser, para solaz de la mayoría. Por desgracia, en algún momento del día cayó una tromba de agua y hasta granizó en Barcelona. Hubo holocausto de libros y desbandada de multitudes, que, no obstante, cuando la tormenta amainó, volvieron ectoplásmicamente a saturar el espacio. (Algunos libreros se quejarían después de que los toldos facilitados por el ayuntamiento no estaban preparados para soportar tamaña inclemencia, y que debían ser compensados por la imprevisión; su protesta me recordó a la de los italianos: Piove, porco governo). Yo, pese al hormiguero en el que estábamos atrapados, alcancé a echar un vistazo a un puesto de libros usados, atendido por una señora muy parlanchina, en el que me llamó la atención un grueso ejemplar, no demasiado fatigado, de Guía de la Costa Brava, de Josep Pla, publicado por Destino en 1948. No era una primera edición, pero lucía bien, con sus fotografías en blanco y negro y sus mapas en color, y, sobre todo, con la prosa privilegiada de aquel conservador socarrón, que disimulaba su perspicacia con una gorra mugrienta y un puro hediondo, y que, insólitamente, escribía igual de bien tanto en castellano como en catalán. Viendo mi interés por el libro, mi amiga decidió regalármelo, pese a mis protestas. Luego redondearía las exigencias de la tradición con una hermosa rosa blanca. «Hemos de dejar, pues, atrás las frondas del Tordera que se dibujan, pomposas y musicales, en el espigón arenoso del grao de este río sobre una faja de pinos enanos que la revolución ha clareado; y la Maresma, tan dulce y un poco bobalicona, en cuyas frondas, a pesar de sus soberbias huertas, se come tan mal; y la villa de Malgrat con su fértil llano que produce la alubia blanca del carall, insuperada; y el hórrido ferrocarril, trasto viejísimo, más anciano y típico que un carro y cuyo tufillo ya no volveremos a sentir hasta Port-Bou en la raya de Francia...». Así empieza Guía de la Costa Brava, describiendo un paisaje en el que pasé un verano adolescente, de mucho ajetreo transalpino y neerlandés, trabajando de camarero en un camping. Ya no se escribe así. Ni se pasan veranos como aquel. Finalmente, el Día de Sant Jordi me había proporcionado un melancólico placer. Entre muchísimos empujones. 

[Este artículo se ha publicado en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 3 de junio de 2022: https://www.elnortedecastilla.es/culturas/la-sombra-del-cipres/jordi-zarandeado-20220603132549-nt.html]

1 comentario:

  1. Muy recomendable y uno se divierte mucho con tus peripecias y se le olvidan sus problemas momentáneamente. Un saludo. Diego

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