Rafael Cadenas (Barquisimeto, Venezuela, 1930) es uno de los grandes poetas en castellano del siglo XX. Su obra, ahora aparecida en España bajo el título de Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995), documenta alguna de las preocupaciones esenciales de la contemporaneidad y refleja una evolución singularísima, desde una eclosión primera arraigada en lo surreal hasta la negación del estilo, como si a la busca de la más estricta cabalidad personal solo pudiera corresponder una desnudez total, una palabra nuclear y silenciada.
El eje del pensamiento poético de Cadenas se sitúa en el absoluto desvalimiento del yo. El ser que habla en sus poemas es siempre alguien frágil y levísimo, enfrentado a la enormidad anonadante del mundo. Y es así desde sus primeros poemas, contenidos en Una isla (1958), hasta sus más recientes composiciones, como si el paso del tiempo no hubiera hecho sino acentuar una debilidad que la energía juvenil camuflaba. El yo poemático es torpe, vulnerable, insapiente, quebradizo hasta lo volátil; su conciencia es una membrana escueta, próxima a la nada, que la realidad —la demasiada realidad— aplasta con su peso. «Soy desmañado, camino lentamente y balanceándome por los hombros (…) como un matiz, sobrevivo en la indecisión», leemos en el primer poema de Los cuadernos del destierro (1960). Este ser consciente de su incapacidad para hacer frente a las exigencias del mundo, penetra pronto en un bucle esquizoide, muy propio de nuestra modernidad cisoria. A veces, es guardián de su propia desgracia o su propio rehén, pero ello constituye, en realidad, al par que el reconocimiento de una cobardía, la confesión de una superioridad moral: la de quien acepta su responsabilidad por haberse convertido en lo que es. Otras veces, este yo desamparado duda sobre la identidad —otras escisión indisociable de nuestro tiempo— y aun sobre la existencia: «Si ambos fuésemos reales, no nos desgastaríamos en esta persecución, pero nuestra servidumbre es la misma: somos personajes. Nos acompaña el miedo», dice en «El enemigo», de Memorial (1977). El yo es una tramoya, una pluralidad de oscuridades; a diferencia del otro que era para Rimbaud —y que afirmaba, con su enajenación, su presencia—, el yo de Cadenas es nadie: «Soy esta vacilante disponibilidad,/ esta ausencia de rostro,/ este descolor.// Soy este en quien se extingue/ hasta la idea de hombre», reza otro de los brevísimos poemas de Memorial. Pero esta inexistencia no evita la ruptura. El yo no es dueño de sí: vive expulsado, a trasmano, inmóvil, pero no en la inmersión extática del quietismo, ni en la parálisis jubilosa del amor, sino en su propia ausencia, en su propio desconocimiento. En Memorial abunda el motivo de la extrañeza, como si el yo que habla en los poemas hubiera sido arrancado de sí, como si fuese ajeno a sí: «No es mía la luz que te recobra.// Yo solo me pliego a lo que ocurre.// Hace tiempo mis manos dejaron de obedecerme./ Hace tiempo trabajo para alguien que no conozco». La realidad constituye, en cualquier caso, un monstruo envolvente, que derriba al ser, que lo sume en la mudez y el fracaso, y que le inyecta su propia monstruosidad. Ésta es la peor de sus conductas: no solo vuelve consciente al hombre de su insuficiencia y su necedad, sino que lo incorpora a su tiniebla: lo impregna de nulidad. El yo padece transformaciones espectrales, y queda retratado en etopeyas delirantes: la angustia lo abraza como una hiedra tóxica. Frente a la flaqueza, la demencia y el vómito, el yo poemático de Cadenas busca una huida imposible, o la ocultación: «Ya es bastante, claridad del día, ya es bastante, tornasol del rayo, ya es bastante, jilguero de la mañana, ya es bastante, relente de la medianoche. Voy a ocultarme de nuevo». Aunque participe de la cosmogonía romántica, que sitúa en el yo y en sus fértiles abismos el núcleo de todo conflicto, la poesía de Cadenas es antirromántica: nada hay en sus personajes —que son, en realidad, uno solo: el hombre sumido en la sinrazón del mundo— del héroe que, en defensa de su ser libérrimo, ofrece su pecho desnudo a los zarpazos de la adversidad. Sus figuras son más bien entes abrumados por la grosería de las cosas, temerosos de su grisura invencible, que conviven con su náusea y su inutilidad, que manotean en el vacío, sabedores —hasta la desesperación— de su insignificancia en el flujo inconcebible del universo, y que solo aspiran a sobrellevar, con resignación, su propia fragilidad. Sin embargo, saben también que el enemigo no está en las cosas, pese a su apremio constante, sino en su propio interior: «¡Oh! tú, mi enemigo, dentro de mí, entrégame las llaves definitivas para abrir el más claro aire, las arcas transparentes», reza otro fragmento de Los cuadernos del destierro. La mirada de Cadenas es siempre hacia ahí, hacia la «nuez de los adentros», hacia lo que vive bajo la piel: un análisis —o crítica— de lo entrañado, donde brota, como señala con acierto Darío Jaramillo Agudelo en su prólogo, «la luz quemante y enceguecedora de las revelaciones», la tiniebla estremecedora de quien escruta su subsuelo.
Si un poema de Rafael Cadenas recoge esta cosmovisión, es «Derrota», que data de 1963, quizá el más antologado y conocido de toda su obra. «Derrota» es una larga enumeración, burlesca y desgarrada, de los fracasos del yo, una confidencia a gritos, en la que el poeta afirma ser «imbécil y más que imbécil de nacimiento», con la que no resulta difícil identificarse, porque, como bien dice Jaramillo Agudelo, «se necesita ser demasiado imbécil para no haberse sentido imbécil alguna vez». En el poema se suceden las pinceladas autobiográficas y se mezclan hachazos nihilistas («no soy lo que soy ni lo que no soy») con lúcidos erizamientos metafóricos: «he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi flotación, mi extravío, una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano». El texto mantiene un óptimo equilibrio entre el hervor y la coloquialidad, entre el rétor y el payaso, entre lo humilde y lo soberbio, y acaso a ello se deba su extraordinaria popularidad. Por lo demás, algunos de los rasgos expuestos por Cadenas en su etopeya constituyen, para quien lo haya conocido, evidencias irrefutables: «he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo».
Pero, como se ha dicho ya, el pensamiento poético de Rafael Cadenas se plasma en un lenguaje paulatinamente adelgazado, cuya mutación parece acomodarse a sus resoluciones éticas. Lo más meritorio de esta evolución es, no obstante, la entereza estética que en todo momento mantienen las sucesivas formas poéticas adoptadas por Cadenas: todas son persuasivas; todas son verosímiles; en todas conmueve la palabra.
Una isla arranca con versos delicados pero intensos, finos como agujas transparentes. Sus sintagmas breves y fragmentados se aproximan al aforismo, un género que Cadenas ha cultivado con frecuencia a lo largo de su obra: «Escribo/ como quien se inclina sobre el cuerpo que ama». No obstante, estas formas entecas se combinan con tropos encendidos e imágenes anómalas, que revelan el sustrato irracionalista del poeta, y que, en un cosmos de muelles, mercados, selvas, follajes y lluvias, iluminan el desmayo y la exaltación del amor, y de la pérdida del amor: «Al evocarte, mi extravío cesa», escribe en «Isla». Y, en otro poema en el que recuerda el encarcelamiento sufrido por su pertenencia al Partido Comunista, dice: «El pobre carcelero se creía libre porque cerraba la reja, pero a través de ti yo era innumerable».
En Los cuadernos del destierro —uno de los poemarios más influyentes de toda la literatura venezolana del siglo pasado—, Cadenas recurre al poema en prosa, idóneo para el derramamiento oracular y la transposición ramificante del pensamiento, como medio para exacerbar la propensión surreal presente en Una isla. El tono es épico: se habla de un ayer mítico, con un lenguaje siempre en pretérito, arremolinado en enumeraciones caóticas. Resulta inevitable pensar en los mantras taxonómicos con los que Saint-John Perse celebraba la naturaleza y, al mismo tiempo, los logros de la civilización, o en otros poetas profusos, como Whitman o Rimbaud, de cuyo barco ebrio se perciben ecos en algunas composiciones. La majestuosidad versicular se alía con los cultismos y los arcaísmos: «el letífico aroma, el muelle calor, el ansioso tremar. Toda tú adunada por mareas geométricas a mi piel. Toda presión, jadeo, huida, retorno, blancor, demencia. (…) Extensión que amamanta mi vicio. Sombra del láudano bajo mi pesado tiempo». A veces, parece un relato autobiográfico bajo una corteza hímnica: se observan pequeños entrecruzamientos, vislumbres de lo cotidiano, aunque siempre signados por lo fúnebre, acaso por haber sido escrito en la circunstancia desdichada del exilio. Lingüísticamente, Cadenas es categórico: «He roto con la luz. (…) Sea la oscuridad».
Después de la catarsis órfica que supone Los cuadernos del destierro, la montuosidad expresiva de Cadenas se modera visiblemente, hasta casi desaparecer. Falsas maniobras (1966) presenta ya un empuje metafórico menor, con descripciones más concisas, menos divagantes, casi axiomáticas, y una mayor sequedad léxica. Los poemas, que hablan del hombre corriente, abrumado por la mezquindad y el fracaso, pero aún capaz de examinarse con ironía, parecen brotar de repente, sin músculo analítico, pero dotados de una verdad raigal, nacida de la intuición. En «Frente al tiempo» leemos: «Eres tú el amor antiguo./ (Por buscarte, me recogí, dejé, suprimí, me abstuve, aplacé./ Guárdate de la esperanza.)/ Amor, detenido en el aire como una mano por otra mano».
En Intemperie (1977) se constriñe aún más el lenguaje y se favorece el trobar leu, carente de aderezos y telurismos. «El delirio ya no me solicita», escribe Cadenas. Y es cierto: sus formas parecen ceñirse, cerrarse, hasta alcanzar una redondez todavía con aristas, todavía rugosa, pero muy cercana ya a lo irreductible. No obstante, lo más significativo de este acendramiento expresivo es que se presenta como una condición necesaria para una estancia limpia en el mundo, no fundada en la impostura, sino en la verdad, que se identifica con lo real: «No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es./ Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir. Seamos reales./ Quiero exactitudes aterradoras./ Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a ellas».
Memorial, también aparecido en 1977, se acerca todavía más a la realidad, a lo cotidiano, con deliberados ejercicios de prosaísmo, que no eluden, empero, lo trascendental: «Autobuses, repartidor de pan, duchas que despiertan, luces de algunas ventanas, tono gris amarillento del amanecer./ El día recibe ojos ahogados.// Un pacto con lo intranquilo», leemos en «Insomnio». Se trata de piezas sintéticas, compactas, que se transforman a menudo —como en tantos otros lugares de la producción de Cadenas— en máximas. Según avanza el libro, los poemas se abrevian aún más: se vuelven versículos enjutos, dísticos ingrávidos: «Florecemos/ en un abismo». Abundan las estocadas reflexivas, vagamente rememorativas, vagamente eróticas. Y aparece también algo indefinido y amenazante, como en Casa tomada, de Cortázar: menudean enemigos, inquisidores, fanáticos, y planean ideas de guerra y devastación. Estos timbres ominosos aguzan todavía más el filo de la palabra, cuya exactitud lacera.
En Amante (1983) y Gestiones (1992), los dos últimos poemarios publicados por Rafael Cadenas, se alcanza la máxima simplificación formal, un lenguaje llano que traduce «la médula de lo cotidiano», y cuya única demasía es lo simple. La reflexión metapoética, que atraviesa ambos libros, no deja lugar a dudas: se trata de respirar por los poros del lenguaje, y algo aún más rotundo, que prolonga aquel vínculo, es más, aquella identidad entre palabra y moral anunciada en sus poemarios anteriores: «No quiero estilo, sino honradez». Cadenas no desea ser poeta, sino artesano de las palabras: un artesano que aparte el énfasis y, llevado de la mano por lo inoído, abandone «el país gárrulo». Armado con esta simplicidad, puede observar y registrar: el poeta es solo un amanuense asombrado, cuya única —y enorme— misión es dar cuenta de la extrañeza de la vida.
Obra entera incorpora, como una prolongación natural de la poesía de Cadenas, varios libros de ensayo: Realidad y literatura (1979), En torno al lenguaje (1985), Anotaciones (1983), Dichos (1992) y Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística (2000), todos los cuales vehiculan una lúcida preocupación por la palabra: por su depuración y su verdad. Las reflexiones que estos libros contienen acompañan, y dan solidez teórica, a una poesía en permanente lucha contra el exceso, en permanente desuello, en permanente desyoización. La reivindicación de un inestilo que rescate a la poesía de toda amplificación falaz y la devuelva al espacio de la vida —y de la realidad— acaso no sea compartida, pero no puede negarse lo razonable de los argumentos con que el poeta la sostiene, ni la elegancia del estilo con el que pretende abrogar el estilo. Cadenas clama por una literatura pulcra, estricta, inmediata, directa, desnuda, por oposición a esos escritores que «prefieren, con mucha superficialidad, llenar el mundo de palabras, fabricar montañas, continentes, universos de palabras, universos presuntuosamente autónomos que se alimentan de sí mismos, universos monstruosos que se nutren de su propia sangre extenuada, montones de palabras desconectadas, exangües, fatuas, ocultadoras, soberbias, palabras-disfraces, palabras-olvido, palabras-velos, palabras que forman la pirámide de la ilusión para el que las maneja, que se siente dueño de un poder, y para el que las recibe que lo comparte. Millones de palabras: astronomías emancipadas; infinitos de aire». La suyas, sin duda, no son así.
[Este artículo, sobre Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995), de Rafael Cadenas (introducción de Darío Jaramillo Agudelo, Valencia, Pre-Textos, 2007), se publicó en Quimera, nº 293, abril de 2008, pp. 18-21, y se incluyó en Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios), Ciudad de México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2016]
Felicitarnos por la concesión del
ResponderEliminarPremio Cervantes a Rafael Cadenas. No he leído nada de este poeta, aunque sabía que era el decano de los poetas venezolanos, también tenía noticias de Igor Barreto y Yolanda Pantin. He leído bastantes recensiones sobre él, pero sin duda esta es la más completa y global y me da una idea para adentrarme en su obra. En la biblioteca no tenían nada de él, así que lo he solventado con una desiderata. Si tú y M.M.G lo recomendáis entonces merece la pena. Un saludo. Diego
Felicidades, Eduardo, por este artículo.
ResponderEliminarMe alegré muchísimo que le concedieran el premio Cervantes a Rafael Cadenas. Tuve la inmensa suerte de conocerlo en Madrid.
Hace tiempo que sigo su obra. Besos.