La modestia de su naturaleza no condice con la grandeza de su misión. El papel higiénico es papel: materia interina, susceptible a todas las ofensas, perecedera como la efímera o el amor. Y, sin embargo, el servicio que presta es el de un Aquiles. Nimio, pudoroso, anónimo, doméstico, nos libera del barro que fabricamos, del barro que somos: aplaca las turbulencias que obramos. El papel higiénico no es higiénico porque limpie, sino porque salva. Nos salva de nosotros mismos: de cuanto, excedente, creamos. El papel higiénico atenúa la sordidez del cuerpo: agasaja lo escondido, condesciende a lo último, deshollina. El papel higiénico es una mano que nos acaricia las entrañas cuando las entrañas se asoman al mundo. Si está perfumado, su caricia sabe a lengua. Antes del papel higiénico, solo había papel de periódico, envenenado de plomo, o escabroso papel de estraza. Hoy, aun flaco, nos redime. Compuesto de varias capas, como varias son las capas de la Tierra o de la memoria, su beso restaura el albañal atormentado y enjuga las sangres residuales. El papel higiénico se compadece de los males que aquejan a la íntima cloaca: las tumefacciones violáceas, la rigidez que tabica, las grietas dolientes. El papel higiénico actúa a modo de pañuelo o de madre. Insatisfecho con sus altas responsabilidades, hasta estimula la crítica: como el cuerpo puede ser tatuado, el papel higiénico puede ser impreso. En Leópolis he visto rollos de papel en los que se había estampado la cara de Putin; en España procedería iluminarlos con la jeta luciferina del zángano Abascal. El papel higiénico derrota al agua: a diferencia de esta, no esparce: absorbe. Su atracción es letal: ninguna oscuridad resiste a su paso; nada visible ni invisible lo derrota. Pero el papel higiénico extiende su jurisdicción más allá del sumidero: desatasca narices, aniquila lágrimas, se embebe de semen manumiso. El papel higiénico es polifacético y clemente. A todo atiende con solicitud de novicio y abnegación filosofal, sin reniegos, aunque sí, por fortuna, con doblez. El papel higiénico siempre está ahí, como un portero de finca urbana, presto a desenrollar su cuerpo serpenteante para que nos aligeremos nosotros del nuestro, para que no se nos quede dentro nada de lo que convenga que nos desprendamos. Y luego, cumplida la misión, prestará un último servicio: se fundirá con lo que ha acarreado, en un remolino oscuro, para precipitarse a las profundidades donde todo, lo vivo y lo muerto, se reúne otra vez, y busca el modo de renacer, y renace, por fin, para que lo hagamos nuestro, y nos lo comamos, y volvamos a expulsarlo, y abonemos, así, el ciclo inacabable de la vida.
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