En 1625, Pedro Espinosa, un sacerdote de Antequera que había sido poeta antes que fraile, publicó un extraño opúsculo, El perro y la calentura, que se definía como «discurso» y al mismo tiempo como «novela peregrina», pero que no era sino un diálogo entre un perro, Chorumbo, y la fiebre. El librito bebía de fuentes de prestigio: se inspiraba en la literatura de los apotegmas y proseguía la linajuda tradición del debate medieval, reverdecida en los Siglos de Oro, como acababa de hacer Cervantes con El coloquio de los perros, aparecido en 1613. Nada que sorprendiera demasiado en aquellos tiempos de sometimiento a los géneros, cánones y tradiciones literarias, y menos viniendo de alguien que había demostrado conocer todas las escuelas poéticas y que había antologado a los mejores autores de su época en Flores de poetas ilustres, aparecido en 1605. Pero El perro y la calentura sí era sorprendente; de hecho, era asombroso. La extrañeza asoma ya en la dedicatoria —a Fernando de Sotomayor—, donde Espinosa confiesa que su propósito al escribirlo no ha sido otro que divertir a su señor de sus «altos cuidados», y lo exhorta a oír los «oráculos sibilinos, como misterios», de su perro de bien, «sabandija entretenida de su Excelencia». Si la interpretación que hago de la pedregosa sintaxis de Espinosa —a cuya oscuridad contribuyen la pésima composición de la edición príncipe y la pléyade de erratas que la ensucian— no está equivocada, el antequerano plantea la eterna lucha entre el bien, representado por el perro, que se «enoja contra vicios comunes», y la calentura, metáfora de la enfermedad y, en consecuencia, del mal. Pero esta lucha no acaece como lo habían hecho todas desde los albores de la literatura, sino como un diálogo desquiciado entre los contendientes (o más bien un monólogo de Chorumbo: las intervenciones de la calentura son breves y esporádicas), en el cual la denuncia de los vicios se materializa en una retahíla de máximas, proverbios, refranes, consejas y juegos de palabras, que no constituyen razonamiento alguno, sino un a menudo indescifrable manto de paremias, cuya vínculo con el asunto tratado es antes musical que ilativo, antes metafórico que causal. Espinosa labra un discurso enumerativo y descoyuntado, cuyo tumulto frustra, sabiamente, las expectativas del lector y lo arroja a una saludable confusión. Y, si eso sucede aún hoy, cuánto no perturbaría a sus contemporáneos, que debieron de asistir a aquel derroche de caprichosas asociaciones con el reverente estupor con que se escucha a un delirante. El perro y la calentura constituye un artefacto desconcertante, sin planteamiento, nudo ni desenlace, sin estructura ni moraleja discernibles, ajeno a las costumbres establecidas, que anticipa el teatro del absurdo y la insurrección surrealista. Estos islotes anómalos en el río de la literatura, que emergen de las aguas de su tiempo con el propósito insolente (o inconsciente) de ser otra cosa —aunque solo aspiren, como dice Espinosa, a divertir— cobran una luz singular cuando se revela que ese propósito ha sido también el de muchos otros en los siglos posteriores. Sin salir de la literatura española, Félix María de Samaniego, uno de aquellos neoclásicos esclarecidos que han pasado a la historia de la literatura por su poesía pudibunda y marmórea, compuso algunos relatos rijosos y disparatados que no tienen nada que envidiar a dadá. Este es el primer parlamento del perro en el libro de Espinosa:
Burlando, burlando, se come el lobo el asno. ¿Óyenos alguien? Quiero hablar paso y bajar un punto, como quien cierra la puerta, porque se sale la olla. Un ojo en el asador y otro en el gato; y porque comencemos de lo alto: ¿ve vuesa merced este arroyuelo, que parece muy claro y es muy lisonjero, que de todo se ríe y de todo murmura? Pues más parece criado de Palacio que orines del Molinillo. Dios me libre de buenos hombres para maldita la cosa, con oficio de ranas: beber y parlar. Conciencias tizonas, y no coladas, cortan el dedo, y no el nabo. Lenguas mayores que las manos; bocas tuertas, por cortar con malas tijeras. Puercos, que, aun después de hartos, están querellosos y gruñendo. Destruya Dios las lenguas mentirosas, que aun a Judas hacen fiesta con octava, y lo disculpan diciendo que tenía tanta hambre que desgranaba espigas, y que, pidiendo por Dios, apenas le dieron para una soga. Y que, viéndose el pobre obispo incurrido en simonía y condenado a suspensión, no era mucho hacer cara de ahorcado y señalar con la lengua la malilla; que esto era para hacer aburrir a un cornudo devoto. Las sopas se me perdieron de la mano a la boca. Pasemos a otra cosa.
Cuatro siglos después de que Espinosa publicara El perro y la calentura, Francisco Layna ha escrito El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos), con el que traslada al presente la misma perturbadora intención que animó al clérigo andaluz, aunque él ya no quiera distraer a ningún señor, sino, en todo caso, a los lectores, y no lo mueva ningún afán moralizante, aunque sí transformador. El objetivo de El perro y la calentura de Layna se recoge en una de las últimas intervenciones del trujamán Ileno en el diálogo «El perro y la calentura, “novela peregrina”», que pone fin a la segunda parte del libro. Dice Ileno:
El alboroto verbal se impone como la dimensión más importante del discurso. Pero a partir de la reliquia lexicalizada, de la frase hecha y del concepto cifrado, estalla la sorpresa de una significación ajena al viejo recuerdo. Ya no hay unión en lo adecuado o correcto, y al no haberla se disuelve la satisfacción de lo unánime. En 1625, Pedro Espinosa escribió El perro y la calentura con el propósito de hacer evidente, y admirar al público, el sinsentido de uno de los más habituales modos de expresión.
Así pues, alboroto verbal, quiebra de la unanimidad, sinsentido y, como consecuencia de todo ello, resurgimiento de la significación: los ejes de una sensibilidad, escondida o lateral, que nunca ha dejado de discurrir —en el siglo de Espinosa, en el nuestro y en los siglos por venir— junto al caudal dominante de la literatura, y que aspira a modificarlo, a conmoverlo y, en los supuestos más audaces, hasta a destruirlo; una sensibilidad que siempre me ha recordado a aquel esclavo que acompañaba en la cuadriga al general victorioso que entraba en Roma y que no dejaba de susurrarle al oído, entre los vítores de la multitud, memento mori: «recuerda que eres mortal». El alboroto verbal y la aparente ininteligibilidad de Espinosa y Layna le recuerdan a la poesía acomodada, a la poesía rectamente domiciliada en las señas institucionales y estéticas que cada época le apareja, que también ella ha de morir, y que es bueno que muera, para que la reordenación de la palabra, siempre en lucha con el caos del decir posible, con el magma infinito de lo enunciable, nos permita librarnos de lo consabido y suscite, otra vez, el placer de comprender. Esta es la gran paradoja de los libros de Espinosa y de Layna: que para comprender de nuevo, primero hemos de sumergirnos en la incomprensión; que cuando lo entendemos siempre todo, no hemos entendido nada.
El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) utiliza, en su primera parte, una larga nómina de poetas norteamericanos, vivos y muertos —desde algunos ya conocidos en España, como Frank O’Hara, Jorie Graham, John Ashbery o Mary Jo Bang, hasta otros que todavía no han sido traducidos en nuestro país—, para trabar su propuesta. Layna, que ha vivido y trabajado muchos años en los Estados Unidos, conoce bien a sus poetas actuales. Cada poema de esta primera parte del libro acoge, o se inspira, o trata de uno de ellos, aunque muchas composiciones no son exclusivas, sino que incorporan también otros nombres, que aparecen como personajes secundarios o coprotagonistas del relato. No faltan tampoco las piezas que tratan de los poetas, en general, como categoría literaria o grupo social, por exiguo que sea, ni aquellas entre cuyos asuntos o caracteres se cuentan los propios elementos del lenguaje: preposiciones, sinónimos, puntos suspensivos, onomatopeyas. La poesía de Francisco Layna no solo se compone con signos lingüísticos, como todas, sino que utiliza los signos lingüísticos como objeto o material de su reflexión: los extrae del lenguaje para convertirlos en temas o personajes. Es, pues, una poesía metapoética y metalingüística, que ha transformado el mecanismo constructor en sustancia de la construcción. Y, si bien «duelen las gramáticas», como afirma en «En el diamante quedan las huellas y algo después el verbo anuncia [litopedia]», «todo poema necesita un cuerpo», como también dice Layna en «Una palabra para cada muerto [cuando el mar se hunde]». Y eso es el lenguaje en sus creaciones: cuerpo, jugo, materia. La concreción en El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos), la tangibilidad de cuanto dice, condicen con las de Pedro Espinosa, que era asimismo preciso, palpable y corporal.
El perro y la calentura de Layna recurre al pastiche y al fragmento, y se fundamenta en la desarticulación: los versos no siguen un desarrollo predecible, sino que hacen afirmaciones o negaciones alejadas entre sí, formulan ideas sin conexión con las anteriores ni las posteriores, y sorprenden permanentemente con imágenes alucinadas. En esta alambique irracional, se introducen algunos ingredientes figurativos, que chisporrotean entre tanta anomalía como si ellos también fueran anómalos: versos perfectamente accesibles, datos científicos que ilustran algún apartado de la realidad que no tiene por qué haber sido nombrado ya en los versos, reflejos casi sociológicos de la sociedad americana, fogonazos líricos o aforismos perentorios, como este de «Bernstein está cansado y tiene tres o cuatro palabras como mínimo para cada emergencia [después de 20 años la tentación de la atemporalidad, después el diálogo entre un anzuelo y un columpio]»: «El mundo es morirse». Al igual que Espinosa acumulaba dichos y sentencias que serpenteaban, enloquecidas, por su nouvelle, Layna engarza realidades imposibles, pero a las que él insufla aliento en el poema; y en él crecen, lúcidas y oscuras, exactas, palpitantes. La poesía de El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) tiene algo de obra dodecafónica: impugna la jerarquía tonal del lenguaje para ofrecer una sucesión de acordes disímiles pero iguales, solo subordinados a un pensamiento insurgente y a una elocución que se desangra. A veces, Layna recurre a viejas técnicas vanguardistas, como la omisión de los signos de puntuación. Así sucede en el poema «Esto dice Rae Armantrout para intentar lo no dicho [un plato de caracoles vivos en la mesa de la mentirosa]», cuyo título resulta tan lisérgico como la mayoría de los demás (y tan revelador de la permanente voluntad de Layna de decir lo no dicho, o, por lo menos, de intentarlo). Fiel al principio metalingüístico, uno de los versos de este poema sin puntuación dice «sin puntuación». Pero, mayoritariamente, el lenguaje de El perro y la calentura es coloquial y poco literario: no procura el efecto estético con una laboriosa orfebrería verbal, sino con la persuasión de imágenes directas y estupefacientes: «Tengo sobre las tetas / un reloj de confianza / y un gusano. / (…) Sonreír es labor de alfarero: / se necesita agua, rueda y sombra. / El mundo, se necesita el mundo. / O quizás una conjura entre / esto que escribo y lo interminable. / Como si dijera: aquí hay un árbol / y un acontecimiento de árbol», escribe Layna en «Rosemarie Waldrop escribe tres cartas cuando perfectamente podría haber redactado instrucciones para desconfiar [los poetas nómadas descansan pendientes de vocabulario encubierto]». Eludiendo todo ensortijamiento (salvo en los títulos, deliciosamente caracoleantes), Layna no utiliza casi nunca cláusulas subordinadas: su ritmo es paratáctico. Su forma desnuda de decir las cosas choca con la complejidad visionaria de lo enunciado. Esta misma paradoja se advierte en los diálogos que componen la segunda parte del libro, «Seis diálogos para desempolvar la materia» (y que son, en realidad, cinco), donde un reglamentado género medieval, estructurado teatralmente en actos, se ve invadido por una explosión imaginativa, por un largo desarreglo de los sentidos, como quería Rimbaud, y también del entendimiento. Pero ese encontronazo no es tal, sino una encendida simbiosis, que alumbra, como todo el poemario, una conciencia renovada del decir, un renacida percepción de la gloria y la tiniebla del habla. En los versos de Francisco Layna nunca se dice lo que esperaríamos que se dijera. Un verso no conduce a otro supeditado al anterior o congruente con él, sino a uno distante y distinto, aparecido como aparece en una fiesta alguien a quien no se ha invitado, pero sutilmente enlazado por ecos subterráneos o resonancias inconscientes. Y las palabras, dispensadas de hipotecas funcionales, se encuentran como bolas de billar, y chocan unas con otras, y circulan por el tapete del poema sin otro cauce que el que deciden en cada momento, según por dónde transiten las demás. De estos contactos brota un sentido sin peso, un luminoso jeroglífico. Este apartamiento de la lógica y la previsibilidad conduce a otra génesis y a otro mundo, donde todo parece recién nacido, exento de deudas y servidumbres, solo atento a su propia afirmación, a la eclosión de sugerencias y ritmos que suscita. El libro de Francisco Layna está escrito en un idioma que no existe, pero cuya consistencia es indudable.
Pero la algazara verbal de El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) no solo causa esta impresión de reviviscencia y azar. El absurdo, como sabían bien Beckett e Ionesco y continúa sabiendo hoy Fernando Arrabal, también conduce al humor, porque el humor suele ser hijo de lo inesperado, de lo que frustra las expectativas, basadas en la lógica, con una realidad imprevista y superior. Así, en el «Diálogo de la toalla y el sacrificio», el sacrificio se pinta la boca de arcilla «porque cree en lo primitivo», un vendedor de biblias digitales llama a la puerta y «el aire tiene equivocada la dirección postal». Y en «El perro y la calentura, “novela peregrina”», la calentura le dice al perro: «Si quieres que te besen en el pezón, hazte verdura». El verso nos desazona, pero también nos hace sonreír.
El espíritu teatral del poemario se manifiesta, asimismo, en el apéndice «Dramatis personae», que puede ser considerado su tercera y última parte. En la relación, en prosa, de las personas citadas en El perro y la calentura, incluye datos biográficos, apuntes históricos y juicios estéticos, pero sin abandonar el tono predominante en el libro: lúdico y lírico, fragmentario y jocoso, sutilmente nihilista, felizmente descabellado. «Dramatis personae» acredita, por si el poemario no lo hubiera hecho ya, el arsenal de conocimientos del que se surte Francisco Layna, un reputado especialista en la literatura del Siglo de Oro. Porque para ser heterodoxo, hay que conocer la ortodoxia; para denunciar la linealidad y agotamiento de los discursos establecidos, hay que haber recorrido el camino estricto, y agotador, de los discursos establecidos. En «Dramatis personae» comparecen Mateo Alemán, a quien «hoy nadie lee», y Ángel Cerviño, cuyo poemario Impersonal también cuenta con una última sección titulada «Dramatis personae», y a quien ya ha citado, en un poema del libro, como la persona que le enseñó el verbo acebrar; se especifica que Ralph Waldo Emerson «nunca usó una camisa que no fuera blanca» y que prosa significa en latín «que anda en línea recta»; se nos revela que lo que peor lleva la poeta Zoë Hitzig es no poder lavarse el pelo a diario y que lo que más le gusta es la estridulación de los grillos (a Charles Bernstein, en cambio, lo que le pirra son las gabardinas de doble botonadura y el fuet catalán), y que, en su constante busca de metáforas descabelladas, Wayne Koestenbaum «defiende que Harpo [Marx] tiene una vagina simbólica»; y se denuncia, en fin, que el aclamado profesor Nikola Koljević, «exquisito lector de Shakespeare», de cuyo curso «Poesía y crítica» en la Universidad de Sarajevo todo el mundo se hacía lenguas, dio orden de disparar proyectiles de fósforo, incendiarios, contra la biblioteca de la ciudad en 1992, a consecuencia de lo cual se perdieron cientos de miles de volúmenes, entre los que se contaban incunables, manuscritos austrohúngaros y otomanos, y toda suerte de rarezas bibliográficas (una hazaña por la que Koljević fue recompensado después con la vicepresidencia y la más alta condecoración de la República Srpska, la Orden de la República con Fajín).
El perro y la calentura (trashumancia de los poetas americanos) se inspira en un libro de hace cuatro siglos, y dialoga con él, para hablar, turbulenta, cristalinamente, con el lector de hoy. Es un acontecimiento feliz.
Cómo siempre recomendable. Un saludo.
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