Vuelvo unas semanas a la Florida. Nada más de salir del avión, oigo los acentos cantarines de los mozos de cuerda del aeropuerto: «hasta luego, mi amol», «qué bueno, cariño», «cuídate, mi corasón». Hablan todos en español: aquí vive casi tanta gente como en La Habana. Uno de ellos, cetrino y chaparro, que asiste a la operación de desembarco, exclama: «¡Trescientos treinta y seis pasajeros recién llegados a la ciudad del sol!». La ciudad del sol es Miami. Y, aunque ya ha anochecido, al salir de la terminal del aeropuerto compruebo que el sol que la tuesta todos los días sigue haciendo de las suyas: su legado son casi treinta grados de temperatura. A finales de noviembre, la gente va en camiseta y chanclas. Y se amontona en las puertas de salida, en un caos perfectamente ordenado, a la espera del coche que los recoja. Huele al humo de los tubos de escape, a los ambientadores industriales del aeropuerto, exhalados por las puertas automáticas que no dejan de abrirse y cerrarse, a sudor internacional y a calor, mucho calor. Los olores son lo primero que percibo cuando llego a una ciudad nueva. No lo que veo, sino lo que huelo, aunque el olfato sea un sentido tan devaluado entre los humanos. En la urbanización en la que voy a pasar estos días, de casas inmarcesiblemente alineadas y marcialmente impolutas, la discordancia entre el tiempo de la Navidad y el tiempo que hace (al menos, para un español; para un argentino no habría discordancia alguna) sigue evidenciándose: grandes muñecos de nieve de plástico y figuras de yeso de Papá Noel, con sus renos y sus gnomos, resisten la calígine tropical entre palmeras y pájaros que me recuerdan a los quetzales (aunque seguramente el parecido solo sea fruto de mi imaginación). Doy un largo paseo por este dédalo de residencias muy parecidas unas a otras y me pierdo por entre los lagos artificiales, llenos de vegetación selvática, que las esponjan. La naturaleza actúa aquí con un vigor insólito y visible: las ardillas se suben a las palmeras apoyándose (aunque no les haga falta) en los cables de las lucecitas con que los vecinos adornan los troncos escamosos; las garzas, afinadas, filiformes, desde el pico hasta las garras —la evolución las ha estirado como a bloques de plastilina, hasta convertirlas en un delgadísimo signo de interrogación—, picotean en el agua (y hay de muchas clases, o al menos de muchos colores: algunas blancas y más altas; otras, azules y pequeñas; unas terceras, grises e intermedias); lagartos y lagartijas con las colitas enrolladas y la cabeza erguida corretean sincopadamente por el suelo y las paredes: aceleran y se paran, aceleran y se paran, aceleran y desaparecen; por el cielo cruzan otras aves que soy incapaz de identificar, salvo que parecen pequeños reptiles con plumas; y en el jardín de la casa donde estoy se cuelan a menudo iguanas, que se pasean, verdes y ceremoniosas, y exhiben una lengua inquietantemente bífida (sé que es inocua, es más, que es una antena imprescindible para la vida del animal, pero no puedo evitar intranquilizarme), y serpientes de coral, que esas sí que intranquilizan. Sobre todo, hay que asegurarse de que los perros, siempre curiosos, no se acerquen a ellas: como ninguno de ellos mide más de dos palmos de hocico a cola, los fulminarían de un mordisco. Pero las sorpresas (y los peligros) no solo llegan aquí por tierra. Hace poco, a resultas de una gran tormenta, llovieron ranas, y alguna se metió en el cuarto donde hoy duermo. Creo que mis anfitriones las sacaron, pero no dejo de mirar debajo de la cama por si alguna le hubiera encontrado el gusto a las comodidades de la habitación. En la entrada de la urbanización, por donde ahora salgo, dan la bienvenida unos amplios surtidores de aire vagamente español: blancos, como si estuvieran encalados, techados con teja árabe y con arcos de medio punto, sostenidos por falsas columnas salomónicas. Es digno de elogio que los arquitectos hayan querido dar este toque hispánico, si es que lo es, al lugar: Florida fue española tres siglos, desde que la descubriera y conquistara Juan Ponce de León en 1521, aunque su presencia efectiva en el territorio nunca pasase de liviana, concentrada en puntos fortificados de la costa, como San Agustín, la ciudad más antigua de América del Norte. De hecho, la actual bandera del estado, con dos aspas rojas y el escudo estatal en el centro, se inspira en la Cruz de San Andrés, la enseña tradicional española. Mis paseos por este lugar en tantos sentidos privilegiado topan con una dificultad que aqueja a todo el país: casi ningún lugar, salvo las grandes ciudades y el centro de las más pequeñas (y ni eso), está pensado o diseñado para andar: el coche lo ocupa todo. Estados Unidos es una nación en la que no se camina, sino que se circula. Las distancias, incluso dentro de los núcleos de población, son enormes y difícilmente pueden cubrirse a pie. El coche es el dueño y señor de todo. Y el avión le da cobertura aérea. Al salir del recinto de la urbanización, que tiene el tamaño de la ciudad de Soria, me encuentro con la State Road número 7, una gigantesca autopista con cuatro carriles por sentido. Pasan cientos de coches por minuto, en un flujo tan fragoroso como incontenible. Busco un lugar de paso. Alguno debe de haber, pienso. Y, sí, lo hay: veo un paso de peatones, regulado por un semáforo, justo a la salida de la urbanización. Pero no distingo otro ni a la derecha ni a la izquierda hasta donde alcanza la mirada: parece el único en todo el estado de Florida. Me apuesto en el lugar prescrito, aprieto el botón para que cambie el semáforo y espero. Me siento como un indígena aguardando a cruzar el Amazonas, infestado de caimanes, en un frágil esquife. Espero un minuto; luego, varios minutos. Vuelvo a apretar el botón y sigo esperando. Espero un rato muy largo. Cuando ya he desesperado de que el semáforo sea de verdad y cambie alguna vez de color, se pone verde para los peatones, es decir, para el peatón, y emprendo, entusiasmado, la travesía. Pero apenas he avanzado un par de metros, el semáforo pasa a indicar los segundos de que dispone el peatón, es decir, de que dispongo yo para culminarla: treinta y cinco. Parecen muchos, pero la vía es ancha como un Orinoco de asfalto. Aprieto el paso hasta casi correr y llego al otro lado antes de que el torrente de coches vuelva a rugir. Y, ya a salvo, me pregunto cómo cruzaría una persona mayor, un disminuido, un despistado. En la otra mitad del mundo me espera una sucesión de negocios y tiendas, cada uno con un gigantesco aparcamiento delante o a los lados o por todas partes. Pero, contrariamente a lo que se esperaría de un mundo tan poco articulado socialmente, el puñado de personas con las que me cruzo me sonríe y me saluda cordialmente. How are you today? ['¿qué tal estás hoy?'], me pregunta incluso alguna. Claro que no quiere saber cómo estoy, pero el gesto dulcifica la frialdad comercial de todo y humaniza este cosmos de distancias y soledad. De algún modo hay que sobrevivir al aislamiento, y esta expresión fática, acompañada de una sonrisa, es tan bueno como cualquier otro para conseguirlo. El paseo me lleva, en el extremo de la ringlera de negocios que flanquean el lado oriental de la autopista, hasta un pequeño restaurante mexicano, de Tijuana, en el que me refugio de la lluvia repentina y me embuto una ensalada de frijoles, dos tacos de pescado de la Baja California y una negra Modelo (que es una cerveza). En un clima tropical, uno no puede confiarse cuando asoman nubes negras en el cielo. Las nubes negras aparecen como por ensalmo: hace unos segundos, lucía un sol que torrefactaba, y ahora parece haber llegado la noche. Y de un momento a otro puede caer una tromba de agua que te empape hasta los calzoncillos. Y eso es lo que sucede, aunque a mí me encuentra a resguardo y mis calzoncillos siguen secos. Cuando escampa, tan repentinamente como ha roto a llover, vuelvo a casa. En el cielo quedan jirones de cúmulos oscurísimos, por entre los que se cuela, a golpetazos, un sol renacido.
Eres un intrépido viajero más que un turista. He encontrado un filón de tus traducciones y poesías en una biblioteca cercana a mi municipio. Así que a leerte sin demora. Un saludo
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