Cayo Hueso (Key West en inglés) es la ciudad más meridional de los Estados Unidos. Un monumento obeso y multicolor, como muchos de los turistas que se fotografían a su lado, lo celebra en uno de los rincones de la isla. Porque Cayo Hueso también es una isla: la última habitada de los cayos, un archipiélago, compuesto por otras 1.700, que se extiende unos 350 kilómetros al sur de Miami. Si siguiera 150 km más, llegaría a Cuba. Y esta cercanía es la que permite que miles de cubanos, huidos en ruedas de camión u otros improvisados esquifes de la dictadura castrista, arriben a estas costas y empiecen a creer en el sueño americano, aunque, en la mayoría de los casos, acabe siendo una pesadilla. Cuando uno recorre el arco que describen los cayos, por una carretera que los ensarta a todos, salvando los trechos de mar gracias a larguísimos puentes, tiene la sensación de estar rodando por el Atlántico: el coche, el rey de la vida estadounidense, parece enseñorearse del mismísimo océano, cuyas aguas turquesas y espejeantes le rinden vasallaje (hasta que se rebela con huracanes, más devastadores que una bomba de neutrones). Los españoles descubrieron estas islas, como tantas otras cosas en los Estados Unidos, mucho antes que los ingleses: Juan Ponce de León, aquel intrépido vallisoletano que remontó todo el sureste americano hasta los confines del actual estado de Georgia, pisó la isla en 1521, durante su última expedición al continente del Norte desde Cuba. Y escribo "descubrieron" en cursiva, porque la isla ya estaba sobradamente descubierta por los indios calusas, sus habitantes primitivos, que la utilizaban como cementerio. De ahí su nombre: los españoles encontraron tantos huesos humanos en aquel peñón que lo llamaron Cayo Hueso. (La relación de los enterrados aquí con España se ha prolongado hasta nuestros días: en la isla descansan muchos de los 266 marineros muertos en la explosión del Maine, el acorazado que voló por los aires en el puerto de La Habana a consecuencia de un accidente, fruto de la negligencia de sus oficiales, pero cuya destrucción, atribuida a una mina española, dio el pretexto a los Estados Unidos para declarar la guerra a nuestro país). Hoy, la isla es uno de los principales destinos turísticos de los norteamericanos. Solo tiene 26.000 habitantes, pero se ve desbordada por un aluvión permanente de visitantes, muchos de los cuales forman parte de una gran y muy activa comunidad gay: las banderas arcoirisadas ondean por doquier, y los pasos de cebra no son de franjas blancas y negras, sino de los colores del arcoíris. El clima tropical, con temperaturas de veintipico grados en diciembre, es uno de sus mayores atractivos, pero no el único. Los cayohueseños (me invento el gentilicio) han sabido preservar el tradicional espíritu emprendedor pero relajado y algo bohemio que sobrevuela la isla (junto con los ruidosos cazas de la base aeronaval que ocupa buena parte de su territorio). Quizá por eso muchos escritores han visitado asiduamente o incluso residido en la isla, como Ernest Hemingway, que tuvo casa aquí entre 1931 y 1939, en la cual escribió más de dos terceras partes de su obra (la casa sigue en pie y se puede visitar; por ella, además de turistas, deambulan 58 gatos, polidáctilos, es decir, de seis dedos en cada garra, que unos dicen descendientes de Snow White ['Blanco como la nieve'], la mascota preferida de Ernesto, y otros, de los mininos de un vecino suyo, todos ellos polidáctilos también, que, cuando fallecen, son enterrados en un cementerio gatuno en el jardín [caramba, cuántas necrópolis me están saliendo en esta entrada; se suponía que iba a ser muy desenfadada y caribeña]), Elizabeth Bishop, John Dos Passos, Tennessee Williams (que sufrió el acoso de sus vecinos, y hasta la muerte de su excéntrico jardinero, dizque por ser homosexual; es curioso que esto ocurriera, no hace mucho, en lo que luego se ha convertido en un santuario gay), Truman Capote, James Merrill y Wallace Stevens (además del presidente Truman, el que ordenó soltar las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki). Los cubanos, vecinos oceánicos, han tenido mucha relación con Cayo Hueso. El carácter singular de los isleños, forjado en la despreocupación del veraneante eterno y, probablemente, en el acendrado consumo de ron y otras sustancias alucinógenas, les llevó a declarar la independencia de los Estados Unidos el 23 de abril de 1982. No solo eso: acto seguido, le declararon la guerra. Y todo como consecuencia de un atasco de tráfico. Se conoce que la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos estableció un estricto control a la salida de la principal y prácticamente única carretera que comunica los cayos con el continente, en busca de drogas e inmigrantes ilegales, esos dos demonios de las sociedades avanzadas, y generó así un pifostio babilónico que impidió la circulación de los habitantes de los cayos y supuso una catástrofe para su principal industria, el turismo. Entonces, el alcalde de Cayo Hueso, el arrojado Dennis Wardlow, razonando, no sin acierto, que si los Estados Unidos trataban a los cayos como a un país extranjero, así se considerarían ellos, declaró la independencia de la República de la Concha y se enfrentó a continuación a las fuerzas norteamericanas estampando una barra de pan cubano rancio en la cabeza de un tipo vestido con el uniforme de la US Navy. Pero la rebelión solo duró un minuto, pasado el cual Wardlow se rindió al marinero agredido y solicitó a los Estados Unidos una ayuda para la reconstrucción de mil millones de dólares. El episodio de la República de la Concha no es despreciable: duró 53 segundos más que la República Catalana y su hermosa bandera azul ondea todavía, sin desteñir (no como las esteladas catalanas, cuyos colores languidecen en los pocos balcones donde aún cuelgan), en tantas casas e instituciones de la isla. Bajo una de ellas leemos esta orgullosa manifestación: "We seceded where others failed" ['nosotros nos separamos, mientras que otros fracasaron'], con una dicotomía muy propia del país (el ganador y el perdedor) y un juego de palabras muy cayohueseño: secede suena muy parecido a succeed, 'tener éxito'. Durante décadas, los cubanos, vecinos oceánicos, desarrollaron aquí una próspera industria tabaquera, que continúan hoy muchos negocios de habanos. También trajeron sus gallos de pelea, que les entretenían a picotazos los días calurosos, hasta que se prohibió el innoble espectáculo y las aves fueron manumitidas. Así siguen hoy: uno se tropieza por todas partes con orgullosos gallos callejeros, acompañados a menudo por sus esposas gallinas y una copiosa prole de pollos picoteantes, y no deja de oír sus cantos no solo al amanecer, sino a cualquier hora del día. Los gallos son a Cayo Hueso (y los gatos a la casa de Hemingway) lo que las vacas a la India: animales sagrados e intocables. Estas islas, y Cayo Hueso en particular, han sido también refugio de bucaneros y piratas, y sede frecuente de naufragios. Muchos barcos españoles, que hacían la ruta de las Indias desde La Habana hasta la metrópoli, generalmente cargados de formidables riquezas, eran desviados hasta estos arrecifes por corrientes o tormentas y perecían en sus afiladas costas. Así le sucedió al galeón Nuestra Señora de Atocha, que naufragó cerca del cayo en 1622 y se llevó al fondo del mar un tesoro de oro, plata y bronce, además de índigo, tabaco, un exquisito lote de cajas de marfil labrado de Ceilán y 120 cañones. La fastuosa carga permaneció oculta en las profundidades hasta que en 1969 un cazatesoros, Mel Fisher, empezó a buscarla. Lo estuvo haciendo durante dieciséis años, hasta que en 1985 dio con el pecio, que había formado un arrecife de plata en las aguas profundas. No obstante, no sé si el dineral logrado por Fisher le haya compensado de la muerte de su hijo Dirk y de su nuera, que fallecieron en un accidente durante las exploraciones. Y aún habría podido ser peor (si es que hay algo peor que la muerte de un hijo) si España hubiera ejercido las mismas acciones que en el caso de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes y hubiese reclamado para sí los restos de barco y su carga, dado que se trataba de un buque del Estado. Parte del tesoro del Atocha se expone hoy en el Mel Fisher Maritime Heritage Society Museum, en Cayo Hueso, que yo me he negado a visitar por patriotismo, aunque es muy fácil encontrar (y comprar) monedas de plata originales en internet y reproducciones, asimismo en plata, en las muchas tiendas que han brotado al calor de la fortuna recuperada, que también incluye esmeraldas como puños, cinturones de oro de tres kilos, cálices empedrados de rubíes y topacios con los que podría emborracharse el cura y alguno hasta con un mecanismo para impedir el envenenamiento, como el bezoar, que se tenía por antídoto de las ponzoñas. La principal arteria de la isla es Duval Street, que la recorre de este a oeste, y que es una sucesión de bares y restaurantes, salas de arte, tiendas de ropa, locales de suvenires y establecimientos donde se puede comprar marihuana sin necesidad de receta médica. La calle tiene la viveza de un mercado caribeño, pero también la agitación de una carretera bakaladera, y eso puede causar más de un disgusto al visitante incauto. Como nosotros, que tuvimos la perspicacia de reservar una habitación, en Airbnb, justo delante del bar de drag queens con los altavoces más potentes de todo el archipiélago. Desde el cuarto podíamos admirar las evoluciones de una de ellas, encaramada a unos tacones que parecían zancos y con un pelucón digno de Dolly Parton, que se levantaba las faldas y ofrecía las nalgas huesudas para que las manos de los potenciales clientes, o de los clientes que se tomaban ya una copa en la terraza, le dieran halagüeños cachetes. Era poco apetecible, la verdad, y menos aún aturdidos como estábamos por la avalancha de decibelios que penetraban en nuestro alojamiento como cucarachas. La música nos acompañó hasta la madrugada. Fue una noche inolvidable, como todo Cayo Hueso.
Puede que sea reiterativo, pero siempre aprendo cosas muy curiosas en tu blog. Un abrazo
ResponderEliminar