martes, 3 de septiembre de 2024

Elogio de la anulación del yo

El yo es un fardo muy pesado, y es casi imposible quitárselo de encima. Ahí está siempre, mangoneándonos la conciencia, asaltándonos con deseos, acogotándonos con recuerdos o, lo que es peor, con esperanzas, que son vislumbres del futuro —y el futuro es mucho más agobiante que el pasado, porque alberga la única certidumbre que nos acompaña; y toda certidumbre ahoga—. El yo es lo único que tenemos, todo lo que tenemos. Aunque sea tan poca cosa, aunque no sea nada. Pero parece una montaña. Además, una montaña viva, que se desdobla, que a veces incluso se multiplica en una multitud de seres irreconocibles. El yo es una materia lábil, pero resistente. Y proteico: está en todas partes, incluso en la nada que somos, y desde todos los rincones, revistiendo todas las formas, nos susurra sus tinieblas, sus necedades. El yo se ahínca en la carne, o quizá sea más exacto al revés: la carne se ahínca en el yo, porque el yo es una horma inmaterial, un molde sin paredes que aspira, contra todo pronóstico, a sobrevivir a los naufragios. Pero también arraiga en el tiempo, y camina a nuestro lado, o nos sobrevuela, o nos atraviesa, aunque no lo reconozcamos. ¿Quién es ese que me mira sin rostro, que, no obstante, me resulta vagamente familiar, pero cuya sonrisa solo me inspira temor o desconcierto? ¿Quién es el que hace el amor cuando lo hago yo? ¿Quién, el que permanece despierto cuando no puedo dormir? ¿Quién, el que me susurra malquerencias cuando otro, acaso él mismo, me sugiere que sea compasivo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué está él? ¿Dónde soy yo? ¿Cuándo soy? El yo oprime con su cargamento de fiebres y flaquezas. Nada es imperfecto que no me pertenezca. Nada que llore, o que implore consuelo, o que muera por compañía, no soy yo. Todo se amontona en el yo como en una furgoneta de quincalleros. El yo tiene borracheras épicas. También fracasos colosales, que se las ingenia, sin embargo, para hacer pasar por grandes éxitos o, por lo menos, por medianías llevaderas. El yo es un gran mentiroso: se pasa el día susurrándonos bulos, desacreditando a la gente, aupándonos a nosotros, y sin perder la sonrisa, es más, acentuándola, para que no sepamos dónde está el mundo ni qué es la realidad, para que nos confundamos en una espiral de naderías y atrocidades. Por todo esto hay que acabar con el yo o siquiera aplacarlo hasta que claudique, aunque siga respirando: para que no exhale ese aliento sulfuroso que nos sume en una letargia inhabitable. Los orientales saben mucho de anular el yo. Se rapan la cabeza, visten túnicas azafranadas y se acuestan en tablas de clavos, que a mí me recuerdan a los trillos con que mis abuelos separaban el trigo de la paja. Y afirman que no hay diferencia entre una cucaracha y el universo, o que la realidad es ilusoria, aunque sucediera Hiroshima. No sé yo si estos mecanismos anulatorios funcionarían con mi yo, que es muy suyo. No estoy preparado para asumirlos, ni, sospecho, mi yo tampoco. Al yo hay que anularlo sin que él se dé cuenta de que se le está anulando. Es menester desballestar su núcleo y aún más sus ramificaciones, tan invasivas. Pero eso acaso no se consiga oponiéndonos a él, es decir, a uno mismo, sino acunándolo en un silencio escalonado, en una nada creciente. Oponerse al yo es caer en la trampa del yo: ceder a su protagonismo y admitir su imperio. Eso garantiza su supervivencia, aunque lo derrotemos. Pero quizá logremos abatirlo si lo desnudamos, deseo a deseo, palabra a palabra, como desabrochamos despacio los botones de la blusa que esconde el pecho deseado. Desnudarlo: desnacer. Remontar el camino recorrido desuniendo las pisadas, separándolas de la tierra o del agua, recluyéndolas en el tiempo, que es cegador, un sepulturero diligente. La anulación del yo semeja una suelta de amarras, pero no para hacerse a otro mar y conquistar otro norte, sino para alcanzar, en ese instante, el destino: un destino que no existe. Al yo hay que domarlo como a las pulgas del circo: sin posibilidad de rebelión. Restarle apoyos, negarle sueños, asordinarle la voz. No dejar que se crea nuestro amo, ni el de nadie. Que no espere nada, que no hurgue en ningún bancal, que no se manche los dedos con ninguna sangre, que no ame ni aspire a amar, esa entelequia a la que el alevoso Platón dio valor universal. El yo ha de morir cada día, asfixiado por su ser, rendido a la escoria que desprende como un horno. Obraremos con inteligencia si le ofrecemos alguna consolación para que no se atrinchere en el latido: un placer moderado, el entretenimiento de un poema agradable o una sonata afortunada, la cercanía de alguien complaciente, pero cuya complacencia no lo excite, sino que lo adormezca. El adormecimiento es un buen camino a la anulación. Hasta que pierda su condición intermedia, de tránsito o conato, y devenga sueño rotundo. En ese momento se verificará la anulación deseada, el cese del anhelo imposible y el remordimiento incurable, la tachadura de la bajeza y el desvalor, la rectificación de la culpa, la eliminación, en fin, de este estar aquí, de este ser hoy que tanto duele, o que tanto placer da, es lo mismo.

3 comentarios:

  1. Los psiquedélicos enseñan mucho acerca de la conciencia y la disolución del yo de la que hablas, Eduardo. "Después de tanto todo para nada" que diría Pepe Hierro. Fuerte el abrazo.

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  2. Hagamos un trato: yo te digo que la entrada es espléndida y tú me aseguras que tú yo no se viene arriba.

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  3. Yo-yo Ma, Eduardo. ¡ Qué follón! Besos 😘

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