jueves, 29 de agosto de 2024

Asediados por la estupidez

Cada día, desde que me levanto, me siento asediado por la estupidez.

Los talibanes, que mandan en Afganistán, han dictado una nueva ley —por cuya aplicación velará con celo terrible el Ministerio para la Supresión del Vicio y la Propagación de la Virtud— que prohíbe que la voz de las mujeres se oiga en público. Además de no poder mostrarse, ahora tampoco podrán cantar, ni recitar, ni hablar en voz alta (y mucho menos delante un micrófono). Tampoco maquillarse ni perfumarse, y ni siquiera mirar a un hombre que no sea pariente suyo. Para no ser tachados de inecuánimes, los talibanes también han establecido en esta ley prohibiciones para los hombres: no pueden llevar corbata, ni una barba más corta que un puño, ni peinarse (ni, si son conductores de autobús, dejar subir a las mujeres que no vayan acompañadas por un pariente varón). La lista de castigos por el incumplimiento de estas normas incluye “consejos, advertencias de castigo divino, amenazas verbales, confiscación de bienes, detención de una hora a tres días en cárceles públicas y cualquier otro castigo que se considere apropiado”. Léase bien: cualquier otro castigo que se considere apropiado. Los talibanes creen que los principios de legalidad, tipicidad y seguridad jurídica son deplorables invenciones de un Occidente corrupto e infiel. Si, no obstante, las penas aplicadas no corrigiesen el comportamiento del (o, más probablemente, de la) sujeto, se le (la) pondría a disposición judicial para garantizar, con las nuevas medidas que dispusiera el tribunal, que el infractor (la infractora) se atuviese por fin al virtuoso espíritu de la sharía.

Ayer, último miércoles de agosto, se juntaron 22.000 personas en Buñol (Valencia), bien apretadas, para tirarse tomates. Lo hicieron, lo hacen cada año, durante una hora. Y gastaron en ello, con cargo al erario público, 120 toneladas de tomates. En España, existe la acendrada tradición de tirarse cosas en las fiestas: en Haro, vino; en Guadix y Baza, pintura negra; en Ibi, harina y huevos; y en Buñol, tomates. (También existe otra bonita tradición, más acendrada todavía: la de hacer ruido, pero de esta hablaremos en otra ocasión). Es mejor, sin duda, tirarse tomates que piedras o puñetazos (o una cabra desde el campanario), pero uno duda de que semejante pandemonio solanáceo contribuya al progreso humano. La tomatina es, desde 2002, fiesta de interés turístico internacional: gentes de todos los países, fascinados por las ocurrencias hispanas, acuden a disfrutar del encuentro. Y todos se muestran entusiasmados: es una experiencia maravillosa, regeneradora, única, dicen.

Un amigo me manda una foto de un plato de patatas fritas y la siguiente noticia aparecida en Internet: “La nueva moda de meterse patatas fritas por el culo que arrasa en Internet”.

También en Internet se han difundido los vídeos de una persona influyente (en argot anglointernético, una influencer), una canadiense que se presenta como “coach holística, especialista en optimización humana y mentora de negocios”, en los que afirma que las gafas —todas— son innecesarias y que los problemas de visión son, en realidad, consecuencia de trastornos mentales, emocionales y hasta espirituales que se pueden solucionar con meditación, limpiezas de hígado y aceites esenciales, entre otras peculiares terapias. Antes, los charlatanes malintencionados, como los vendedores de elixires que curaban la calvicie y el cáncer, solo se conocían cuando el circo ambulante o el carromato destartalado del supuesto doctor visitaba el pueblo. Ahora, gracias a Internet, se difunden planetariamente y consiguen, por algún abominable mecanismo de la psique humana que la educación no parece capaz de corregir, que una inevitable legión de idiotas los bendiga de inmediato con su adhesión, su aplauso y su dinero.

Una gimnasta checa, llamada Natalie Stichova, de 23 años, se ha despeñado en las montañas bávaras mientras se hacía una autofoto. La joven, que llevaba años sembrando instagram de imágenes suyas en parajes envidiables (de eso se trataba), estaba intentando inmortalizarse con el castillo de Neuschwanstein (en el que se inspira el castillo que aparece en las películas de Walt Disney) al fondo, pero, se desconoce si por un resbalón o por el desprendimiento una piedra (en cualquier caso, Natalie estaba al borde mismo del abismo), se ha precipitado contra las rocas, ochenta metros más abajo. Matarse cuando se intenta quedar divina de la muerte en una imagen que concite miles de likes parece estar convirtiéndose en una tradición: Sophia Sheung pereció en 2021 intentando retratarse en una cascada; Inessa Polenko se precipitó al vacío en 2024, con el móvil en la mano, desde un mirador del Mar Negro; y una tal Cinthya Nayeli Higareda Bermejo fue succionada por un tren en México al hacerse una foto justo cuando pasaba el convoy a toda velocidad. De hecho, según un estudio de la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos, publicado en 2018, 259 personas perdieron la vida mientras se fotografiaban entre el 2011 y el 2017. La media de edad de las víctimas era de 22 años. Está visto que ser para los demás implica, para muchos, dejar de ser.

Vuelve el fútbol (aunque nunca se haya ido). Los periodistas calificando cualquier minucia de “histórica”. Los entrenadores afirmando que hay que ir partido a partido y que no se pueden desperdiciar tantas ocasiones como en los últimos encuentros. Los jugadores demostrando a cada declaración que necesitan desesperadamente un curso de alfabetización. Los presidentes sosteniendo que el suyo es el mejor club del mundo (o, si eso no puede ser, que su afición es la mejor afición del mundo). Los aficionados berreando por la victoria o gimoteando por la derrota. Los árbitros, denunciando que se los maltrata. Las mujeres, entusiasmadas por que las futbolistas digan ya las mismas memeces y se comporten con la misma vulgaridad que los futbolistas. Los periódicos deportivos bullendo de titulares, exclusivas y polémicas. Los contertulios de las televisiones voceando barbaridades. Y los televisores siempre de color verde en los hogares.

Tres mañanas a la semana, muy temprano, cojo el tren para ir a trabajar. En el vagón, nadie habla, nadie sonríe. Algunos siguen durmiendo. Muchos miran el móvil. Las miradas son turbias y huidizas; las poses, pesadas. Cuando nos descargan en la parada final, todos desfilamos por andenes grises y túneles estrechos como un rebaño de reses que se dirigiera al establo, si no al matadero: uniformes, callados, con una prisa refrenada por el hastío. Cada día todo es lo mismo que todos los días. Y me pregunto qué inteligencia hay en esto, qué racionalidad perversa o disparatada nos condena a esta repetición mortal, a esta existencia estúpida.

Por la noche, cuando me miro al espejo mientras me lavo los dientes, antes de acostarme, me siento embotado de estupidez.

3 comentarios:

  1. ¿Nos tomamos un cubo de tila cada uno? Tengo Trankimacín pero, no lo puedo compartir
    contigo. En fin, Eduardo, «La vida es una noticia sobrecogedora ». Creo que esta cita es de Ida Vitale. Muchos besos.

    ResponderEliminar
  2. «La vida es una noticia conmovedora». Blanca Varela.
    Ahora sí. Perdona 🙏

    ResponderEliminar
  3. Parece que nos embotan las mismas estupideces, querido Eduardo, y lo peor es que van en aumento. Nos diferencia que yo ya he dejado de mirarme en el espejo para poder dormir. Un abrazote.

    ResponderEliminar