Las revistas han sido uno de los principales cauces de difusión de la literatura en el siglo XX. Brillaron con fuerza en la época de las vanguardias, desde la primera década de la centuria hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y mantuvieron su vigencia tras esta, hasta que, poco a poco, cedieron su protagonismo al universo digital, que asumió su papel de avanzada y experimentación, y que ellas mismas abrazaron, abandonando el papel por el silicio, en la última década del siglo XX y la primera del XXI. En sus mejores años, los de la bohemia y los ismos, y, después, los de las posguerras, autores que tiritaban de inéditos se arrebujaban en sus páginas para procurarse algún calor y para mostrar al público —aunque no lo hubiera: Pound decía que le bastaba con unos pocos lectores, con uno, con ninguno— el fruto simpar de su estro. Igualmente, escritores consagrados probaban o anunciaban sus creaciones en las páginas de las revistas, que también servían para suscitar el debate estético o la polémica literaria, o se erigían en banderas o megáfonos de grupos poéticos que se atrincheraban en sus cabeceras.
El destino de las revistas solía ser fugaz, porque quienes las costeaban eran, casi siempre, los propios autores. Y los escritores, ya se sabe, nunca han sido ricos, sino, más bien, como decía Valle-Inclán, impecunes y hampantes. Algunas revistas solo publicaron unos pocos números, o uno, o, demostrando la misma querencia por los happy few que el viejo Ezra, ninguno. Y eso no las desprestigiaba; al contrario, las ennoblecía. Pero también había revistas que gozaban de una larga vida —o que no morían de inanición nada más nacer— si alguna institución las acogía o amparaba. En España —y esto constituye una singular tradición hispánica—, uno de esos mecenas de las revistas literarias han sido los institutos públicos de enseñanza. Así sucedió con una de las más importantes en el panorama poético español del primer tercio del siglo XX: Carmen. Revista Chica de Poesía Española, que se entregaba acompañada de Lola. Amiga y Suplemento de Carmen. Ambas las fundó y dirigió el poeta Gerardo Diego, y en ellas colaboraron casi todos los autores de la recién nacida Generación del 27. Los siete números de Carmen y Lola —la segunda era una separata desplegable que solía reservarse para sátiras y jinojepas— se publicaron en el exiguo lapso de seis meses: el primero, en diciembre de 1927, y el último, en junio de 1928. Un periodo muy breve, sí, pero suficiente para que García Lorca publicase varios poemas, como «Soledad» o «El emplazado» (en el número 2, de enero de 1928, unos meses antes de que viera la luz en el Romancero gitano, donde aparece dedicado a su enamorado Emilio Aladrén), Luis Cernuda diera a conocer una larga «Égloga» (que se incluiría en la primera edición de La realidad y el deseo, en 1936) y un «Homenaje a fray Luis de León», y Alberti publicara asimismo algunos poemas suyos, como «Seguidillas a una extranjera», «Los dos ángeles» o «El ángel de los números» (cuyo título aparece erratado en la revista: «El ángel de los número [sic]»), los dos últimos pertenecientes a Sobre los ángeles, uno de sus mejores libros, publicado en 1929. Carmen y Lola no son, en rigor, publicaciones del Real Instituto de Jovellanos, de Gijón, donde Diego ejercía entonces de catedrático de Literatura, pero el poeta se presenta en la página de créditos con esa mención al lado de su nombre y su cargo: «Real Instituto de Jovellanos, Gijón», se apoya en los recursos y las aulas del centro para componer la revista, y recurre, como secretario-administrador, a un exalumno suyo en el Instituto, y luego brillante poeta, Luis Álvarez Piñer, que también publicará algunas composiciones en la revista. En Carmen ven asimismo la luz tres piezas de otro exalumno de Diego en el Jovellanos, Basilio Fernández, que ayudará también en las tareas administrativas. Estos poemas de Basilio, «Última hora», «Aura» y «Pepita de fruta», ferozmente ultraístas, presentan la singular característica de ser los únicos que publicó en vida su autor —junto con otro en la revista vanguardista Meseta y uno más en el suplemento literario del periódico Il Mare, dirigido en Rapallo por nuestro viejo conocido Ezra Pound—, a quien pronto se le truncó el deseo de ver su obra impresa, pero no de escribir poesía: siguió haciéndolo toda la vida, en secreto, mientras durante el día despachaba vino, patatas y queso en un negocio familiar de ultramarinos en el viejo Gijón. Tristemente, la brevísima presentación que Gerardo Diego escribió para presentar al joven poeta apareció, distraída, dos páginas antes, entre un poema de Pedro Salinas y otro de Adriano del Valle, en lugar de encabezando los versos de Basilio.
Dando un gran salto de sesenta años, encontramos otro ejemplo de revista literaria que ha encontrado sostén en un instituto de enseñanza secundaria, pero esta vez pleno, como se deduce de su propio título: Cuadernos del Matemático. Revista Ilustrada de Creación. Este «matemático» es Pedro Puig Adam, cuyos apellidos dan nombre al Instituto Puig Adam, de Getafe. Aquí se publicó Cuadernos del Matemático entre 1988 y 2018: fueron treinta años, cincuenta y ocho números y dos suplementos. Creó y dirigió la revista el poeta y profesor Ezequías Blanco, cuya presentación editorial, deliciosamente mecanografiada (eran tiempos analógicos, todavía) en el número 0, no puede ser más elocuente: «A veces al matemático se le saltan los números y le caen por las mejillas; entonces, el pensamiento lógico, esa excelencia laica, le anega la mirada y, desde la blanda nube que cierra el ojo mágico de nuestro alma pater, el símbolo abandona suave las correspondencias exactas, esos deliquios juveniles (…). Al matemático le gusta el juego, todos los juegos (…). A poquitos, cuando tiene su casa sosegada, va llenando sus cuadernos con ansias de varia lección, de varia voz, de ámbito diverso. (…) Estos son sus cuadernos, sus papeles en secreto secretados; caben aquí todas las voces, todos los ecos, todas las melodías».
Cuadernos del Matemático —que también tenía separatas, Lavarquela y Les Cressons Bleus, como Carmen tenía a Lola— se convirtió en uno de los medios más hospitalarios de la poesía española. Con un diseño gráfico variable —era una revista ilustrada: destacados artistas compusieron sus portadas e iluminaron sus páginas interiores— y numerosas secciones, acogió a todos los poetas relevantes del momento y a un sinnúmero de autores bisoños, noveles, inéditos, principiantes o desconocidos. Así como Carmen había publicado a poetas contemporáneos, pero también a grandes autores de la tradición áurea española —Gabriel Bocángel, Bartolomé Leonardo de Argensola, Juan de Jáuregui, fray Luis de León—, Cuadernos del Matemático optó por dar protagonismo, además de a la poesía presente, al ensayo literario y la traducción. Sus páginas alojaron versiones de Catulo y Menandro, de Mallarmé y René Char, de Mario Luzi y Rita Baldassarri, de Swinburne y D. H. Lawrence, entre muchas otras, siempre realizadas por traductores diligentes, como Ramón Irigoyen, Carlos Vitale o el propio Ezequías Blanco. Su cierre, en el número triple de marzo de 2018, se justificó de un modo muy distinto a su apertura —burbujeante, lúdica, neovanguardista—, con una lacónica nota al pie de un amargo editorial, «De la poesía de hoy», que refleja un cansancio y una desilusión inocultables. «No es cierto que hoy haya más poesía que nunca. Lo que hay es mucha más gente que se dice poeta», escribe Ezequías Blanco. Y continúa: «Recordaríamos a Bécquer, pero al revés, y, en vez de armar podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, diríamos que podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas. Lo que hay es mucho verso suelto por ahí, muchos renglones en fila, como también van en fila las procesionarias del pino y no por eso nos arrimamos a ellas. Ya lo dijo el gran Quevedo en la premática de 1600: En los poetas hay mucho que reformar, y lo mejor fuera quitarlos del todo; mas porque nos quede de quién hacer burla, se dispensa con ellos; de suerte que, gastados los que hay, no haya más poetillas».
Ajeno a este sentimiento desengañado, aunque no desconozca la mucha poesía adocenada y tardoadolescente que se escribe en nuestros días, el también poeta y profesor Juan Luis Calbarro ha lanzado una nueva revista que se pone al amparo de un instituto de enseñanza secundaria, el IES José García Nieto, de Las Rozas, en Madrid, y que cuenta asimismo con el apoyo del ayuntamiento de la ciudad. Un amparo que parece muy coherente en este caso, dado que García Nieto fue autor de una obra apreciable, fundador y director de la revista Garcilaso —renacentista y conservadora—, ganador de algunos de los premios literarios más importantes de su (y nuestro) tiempo, como el Adonáis, el Nacional de Literatura (dos veces) o el Cervantes, miembro de la Real Academia Española, y también, al decir de sus viperinos contertulios del Café Gijón, «el poeta mejor peinado de España». Esta revista es Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento, fundada en diciembre de 2023 y empeñada, dice su director, «en que la literatura no sea solo una actividad más o menos reconocida, sino también una actitud ante la vida, una forma de estar en el mundo: la poesía como gesto intangible, insustituible, necesario». Hasta el momento, han aparecido tres números. Gesto se presenta como una revista literaria, humanística y multidisciplinar, en la que la poesía tiene un papel protagonista, pero en la que tienen acogida también, y con holgura, la prosa, el ensayo, el aforismo, la traducción y la crítica. El apartado gráfico es escueto pero relevante. Además de lucir unas cubiertas coloristas y aun así elegantes, cada número incorpora una serie de imágenes destacadas: el número uno, por ejemplo —cuya cubierta reproduce el óleo Bajo la pérgola, de Oscar Bluhm—, cuenta con una fotografía, a página entera, de Luis Alberto de Cuenca, colaborador en este número inaugural y miembro de su consejo de redacción (del que también forman parte otros autores relevantes, como Tomás Sánchez Santiago y María Ángeles Pérez López), observando desde muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano, la vera efigie de Francisco de Quevedo presente en su despacho de director de la Biblioteca Nacional cuando De Cuenca ejercía esta función, y otra imagen, también a página entera, de Ana Blandiana, la poeta y escritora rumana que contribuye al número con cinco poemas de su libro El ojo del grillo. Dado el carácter abierto de la revista, la nómina de colaboradores es amplia y diversa en estilo e intereses. En el número dos, Jaime Siles aporta un «Soneto pandémico»; Jordi Doce, un ensayo sobre la mejor manera posible de traducir un verso de La tierra baldía, de Eliot, a la luz del «y me quedé no sabiendo» de San Juan de la Cruz; y José María Micó, «Dos fragmentos de la Jerusalén liberada: Tancredo y Rinaldo en la floresta mágica», sobre la gran obra de Torquato Tasso. Y en el tercer número, y de momento último, se publican «Tres poemas inéditos y una coda con Monet», de la poeta venezolana Edda Armas; una antología de la poeta Marta Agudo, fallecida hace poco más de un año, y un «Recuerdo de Marta Agudo», firmado por quien fuera su compañero, Jordi Doce; y un largo poema inédito de Tennessee Williams, «El final de la larga visita» (The Long Stay Cut Short), recuperado de los archivos del Harry Ransom Center de la Universidad de Texas en Austin y traducido por Juan Luis Calbarro.
[Este artículo se publicó, con el título de «Poesía en las aulas, entre la pizarra y la imprenta», en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, nº 447, el 21 de septiembre de 2024, pp. 1-3].
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