Mi familia proviene de Salardú. Aquí nació mi abuelo Abel y aquí vivieron mis tíos y demás parientes hasta que la guerra los mató o los dispersó por Francia. Aquí los Moga tuvieron campos (modestos) y casas (más modestas todavía), pero todo se perdió cuando, comunistas, republicanos, tuvieron que cruzar la frontera para salvar la vida. Solo quedó una mujer en el pueblo, la tía Roseta, a la que los franquistas victoriosos extorsionaron sin compasión, hasta despojarla de las propiedades de las que era la única y frágil guardiana. Nada de cuanto había pertenecido a aquella familia de campesinos sobrevivió al castigo de los políticos y a la rapiña de los vecinos. Desde que conozco este lugar, al que me traía mi padre de niño, entre entristecido y orgulloso, no puedo dejar de sentir ese expolio como un dolor fantasma heredado de mi linaje: el que uno siente en un miembro que le ha sido amputado. Donde hoy hay una placita a la que dan varios garajes de las casas que la rodean, estuvo la casa de mis abuelos; donde hoy se levanta una torre de electricidad, había un prado al que llevaban a pastar a las vacas; donde hoy prospera un hotel, había un establo de la familia. Salardú es, a mis ojos, el lugar del que me han privado, una depredación larga, sancionada por el tiempo y la ley. Hoy visitamos el pueblo para tratar de averiguar si la única casa que queda en pie, perteneciente a alguno de los descendientes de mis tíos, sigue siendo suya y cómo podríamos ponernos en contacto con ellos. Paseamos primero por el pueblo: las antiguas casas de piedra y tejados de pizarra han sido sustituidas, como en casi todos los rincones del valle, por construcciones modernas, anodinas y muy parecidas unas a otras, aunque siempre hermoseadas con flores. Salardú es un pueblo muy poético, y no solo por su entramado y su entorno idílico. Aquí vivió la poeta Palmira Jaquetti, que era barcelonesa, pero que se enamoró del valle de Arán y en él residió entre 1940 y el año de su muerte, 1963, a causa de un accidente de automóvil. Primero lo hizo en Salardú, en una casa muy modesta, de 1940 y 1944, y luego en Arties, a pocos kilómetros de aquí. La placa que lo recuerda, colocada bajo una ventana de madera gracias a un homenaje popular que se le tributó en 1973, la llama poetessa de la Vall d’Aràn. Y lo fue, sin duda, pero también traductora, música, pedagoga y folclorista: en este último papel, recogió más de 10.000 canciones —muchas de ellas, aranesas—, que pasaron a integrar el Cancionero Popular de Cataluña. A la salida del pueblo, encontramos otra lápida literaria, fechada en 1970. Esta contiene un poema de Alejandro Casona, aquel excelente dramaturgo de la Generación del 27 que yo aún llegué a estudiar en la E. G. B., pero que hoy está sepultado en el olvido. El poema canta al “río traidor”, como se llama al Garona por ser el único que nace en España y no muere en ninguna costa española, sino en la atlántica francesa. El poema, titulado “Garona español”, tiene el mismo tufo patriótico del mote fluvial, pero es hermoso: “Bebedor de nieves altas,/ Garona de mis recuerdos,/ verde sangría de España/ desde Salardú a Burdeos.// Tres años te vi, Garona,/ paciendo orilla en mi huerto/ y traduciendo al francés/ tu doble hilera de cielos.// Garona de la frontera,/ tres años te vi pasando/ de noche un mugir de vacas/ y estrellas de contrabando.// Te vi nacer en el monte/ acuchillado de fresnos/ y desangrado entre mástiles/ te vi morir en Burdeos…/ ‘Y a la mar tengo de (sic) ir…’/ ¡A la mar de los franceses,/ a buscar en el azul/ la flor de tu sangre verde!”. Cerca de todo ello se alza la iglesia de San Andrés, el principal atractivo artístico de Salardú, y en su interior, el Cristo de Salardú, el principal atractivo artístico de la iglesia de San Andrés, junto con sus frescos, recientemente restaurados. Se trata de una talla románica del siglo XII, que conserva su policromía original, atribuida al mismo maestro escultor del Cristo de Mijaran, en Viella. Está protegido por unas pantallas de metacrilato, como antes lo estaba por una verja forjada con las espadas y lanzas ganadas a los franceses del marqués de Saint-Girons, que en 1597 quiso invadir el valle y fue derrotado por los aguerridos araneses. Ha perdido solera, pero ha ganado efectividad. Lo cierto es que el Cristo de Salardú siempre ha necesitado de mucha protección. Con el estallido de la Guerra Civil, grupos de izquierda quisieron saquear la iglesia y destruir la figura. Pero a mi tío Zenón Moga, entonces un muchacho de dieciséis años, aquel pillaje le pareció una barbaridad, por muy correligionarios que fuesen quienes lo propugnaban, y decidió resguardar la talla en su propia casa (de la que lo desposeerían luego los creyentes y autodenominados defensores del Cristo que él había salvado): lo escondió debajo de la enorme cama de sus padres, donde permaneció hasta que el peligro incendiario hubo pasado. Después, lo devolvió a la iglesia. La familia Moga siempre ha sido muy respetuosa con el arte y la cultura. Y mi tío Zenón, el hombre más noble y bueno que he conocido, un comunista que hizo de guía en la invasión del valle de Arán de 1944 y que recibió un tiro en la mano derecha que le arrancó el dedo meñique y una bala dum-dum en la pierna que se la dejó sembrada de metralla y deforme para toda la vida, hizo honor, siendo solo un adolescente, a ese respeto ancestral. Concluimos el recorrido por el pueblo con la planeada visita al ayuntamiento, donde una amable funcionaria, valga el oxímoron, nos informa de que la casa por la que mostramos interés, en la calle Mayor (hoy semiabandonada: el correo se acumula en la trampilla del buzón y en uno de los balconcitos ha crecido una planta agraz; pero las ventanas todavía conservan las cortinas de encaje), ya no pertenece a sus propietarios originales, sino que ha sido vendida a una empresa inmobiliaria de Barcelona. Sic transit gloria mundi, pienso. Ya no volveré a dormir nunca en ella, ni admiraré los viejos esquíes de madera, colgados en las paredes, con los que antaño mis antepasados se desplazaban de pueblo en pueblo en invierno, ni oleré la madera rancia, pero saludable, que recubre los suelos y los techos. Ni tampoco mis hijos. Una pérdida más: la última y definitiva.
Saint-Bertrand-de-Comminges no está en el valle de Arán. Está en Francia, a poca distancia de la frontera con España. Uno recorre la carretera en L que atraviesa el valle, sale por Bausén y Canejan, los últimos pueblos araneses —Canejan colgado de un risco, con la torre picuda de la iglesia señalando su posición, como la aguja de una brújula—, y llega en un suspiro a Saint-Bertrand, que es una catedral elevada a la categoría de villa. Es verdad que aquí hubo una ciudad galorromana (que acogió a un personaje tan macabramente ilustre como Herodes Antipas cuando fue exiliado en el 39 d. C.), cuyos restos sobreviven al pie del monte en que se asienta la localidad, y también una basílica paleocristiana, la de Saint-Just-de-Valcabrère, a un par de kilómetros de Saint-Bertrand, pero la ciudad transitable hoy es solo un adición medieval a la gran obra que constituye su razón de ser: la catedral de Nuestra Señora, también conocida como la catedral de Santa María, construida entre los siglos XII y XVI. La catedral se eleva con tanta decisión en el paisaje de la región —que, aunque montañoso, no puede compararse con el aranés, alpino y agreste— que se la ha llamado “el Mont Saint-Michel de los Pirineos”. Logramos entrar, mezclados con un grupo del Imserso francés, y admiramos el gigantesco órgano encima de la entrada. También el coro, de madera labrada, nos sorprende por la calidad y reciedumbre de su trabajo. Más allá descansan los restos de San Beltrán en una urna. Como ya es hora de comer, nos alejamos del centro —el exiguo centro de un lugar como este—, donde se apiñan las tiendas para turistas, en las que se venden tanto espadas de madera como mieles de los bosques vecinos o delicados (y caros) perfumes de la campiña, y encontramos el restaurante de un hotel que parece prometedor y, sobre todo, tranquilo. Ante la recepción vacía, toco la campanilla para anunciar nuestra llegada, como en los hoteles antiguos, y desempolvo mi oxidado francés para pedir el almuerzo cuando, al poco, acude la señora que atiende. Pero la señora habla un español más que razonable y me exime del esfuerzo de pronunciar las impronunciables erres francesas. Siguiendo sus consejos, pedimos sopas de ajo, albóndigas con albahaca, berenjenas asadas y croquetas de garbanzos. La cantidad no colma, pero la calidad reconforta. Y disfrutamos de un buen vino blanco, afrutado. Acabado el ágape, reparo en unos libros viejos que adornan una repisa junto a la mesa en la que hemos comido. Hojeo varios y descubro que uno es un Quijote en castellano, con ilustraciones, impreso por los hermanos Garnier en París, en 1899. Le pregunto a la señora si aquellos libros están a la venta, pero se apresura a responderme que no: eran de su papá, dice, y por nada del mundo se desprendería de ellos. No me atrevo a poner a prueba tanta fidelidad filial con una oferta desaforada (que, por otra parte, escandalizaría a mis hijos). Allí se quedarán, pues, escoltando a los comensales de este lugar recoleto e ilustrado, pese al escaso sentido comercial de sus dueños.
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