sábado, 12 de octubre de 2024

Navegando por el Museo Naval

Hacía tiempo que quería visitar el Museo Naval, un lugar situado en pleno centro de Madrid (¡al lado de la Cibeles!), pero ampliamente desconocido por el público. Una amiga que trabajó allí muchos años me lo había recomendado —“te sorprenderá”, me decía— y hoy he tenido ocasión de pasear por sus salas, distribuidas en una sola planta. Y, en efecto, me ha sorprendido. La entrada es gratuita, aunque se sugiere una donación de tres euros, que aporto con gusto. Cuando pregunto si hay taquillas donde dejar la mochila, el receptor de la donación, un hombre vestido de civil, me responde, grave e incontestable: “No. Esto es un recinto militar”. Y yo me pregunto (aunque no le digo nada, no sea que me forme un consejo de guerra) por qué es incompatible ser un recinto militar y tener taquillas para el público. A la salida, veré un “buzón de sugerencias” (me encantan los buzones de sugerencias, que ya casi no se encuentran en ningún sitio, sustituidos por los gélidos buzones digitales) y ahí introduciré un papelito con dos sugerencias: que cobren por la entrada (sin pasarse) y que instalen taquillas para hacer un poco más cómoda la visita de la gente. Subo ya al primer piso, donde se encuentran los tesoros del lugar. Y lo hago por una escalera de madera que recuerda, oportunamente, a la escalera de un buque. Así encontraré todas las instalaciones: modernas, adecuadas, bien iluminadas, limpias. El Museo Naval no es una institución vetusta que aloje los pecios polvorientos de las glorias nacionales, sino un lugar espabilado y luminoso por el que resulta estimulante pasear. También es una pinacoteca aventajada, aunque mayormente de capitanes y capitostes de la cosa naval, claro, con los reyes de España siempre a la cabeza. Desprende, en consecuencia, un aire oficial, que no llega a hacerse oneroso. Al contrario: es divertido, por ejemplo, admirar la nariz abotijada de Carlos III o la cara de tonto de su nieto Fernando VII, en quien la naturaleza compensó una inteligencia escasa con un pene monumental, tanto que, cuando quería ejercer el débito conyugal con su majestad la reina, debía hacerlo enrollándose una toalla en la base del miembro para que cupiera, sin causar daños irreparables, en el seno de su augusta esposa. Así se lo prescribió su médico, siempre atento al bienestar del monarca. En una estatua de su bisnieto Alfonso XIII, bisabuelo del rey actual, no puedo evitar fijarme en otro detalle genital, quizá porque el paquete regio me queda a la altura de los ojos: el escultor, Lorenzo Coullaut Valera, ha resaltado, sin excesos pero también sin recato, los pudenda del rey, cuando, por lo general, los bultos, y menos los aristocráticos, no suelen subrayarse, aunque, como en el caso de Fernando VII, sus poseedores anden sobrados de materia prima: no se considera fino. El Museo Naval es también el paraíso de los maquetistas: las naves expuestas son construcciones esclarecedoras y precisas —de galeones y paraos, de submarinos y fragatas blindadas, de acorazados e hidroaviones, de portaaeronaves y naos—, llenas de detalles, fidelidad histórica y, sorprendentemente, vida. En una de las primeras salas que visito, contemplo un óleo sobre la batalla de Trafalgar, el hito nefasto de la historia de la Armada española (el fasto es Lepanto), pintado por Rafael Monleón y Torres. Y la cartela que informa sobre el desgraciado hecho empieza así: “Como consecuencia de los errores del comandante Villeneuve...”. Se ha tardado poco en atribuirle la responsabilidad del desastre al gabacho, aunque es cierto que le corresponde casi toda. Si Villeneuve hubiera hecho caso a los marinos españoles —que eran, además, algunas de las mejores cabezas de la Ilustración española: Federico Gravina, Cosme Damián Churruca, Dionisio Alcalá Galiano; todos muertos en el combate o a resultas del combate— y hubiera esperado en la bahía de Cádiz a que mejoraran las condiciones para enfrentarse a los ingleses, que llegaban con mejor marinería y mayor capacidad de fuego, además de con Lord Nelson, otro gallo habría cantado. Pero el francés sentía el aliento sulfuroso de Napoleón en el cogote, no supo capear su presión y se encaminó al desastre, no fuese a ser que lo considerasen un gallina. El emperador le agradecería luego los servicios prestados suicidándolo de diecinueve cuchilladas en un tabuco de París. En el Museo veo la maqueta del Santísima Trinidad, el mayor buque de la Armada española en aquella pelea, con sus 140 cañones y sus cuatro puentes, que se enfrentó sin ayuda a siete navíos británicos —entre ellos, el Victory, desde donde Nelson dirigía las operaciones— para acabar desarbolado y lleno de cadáveres, tan maltrecho que, una vez rendido (las Ordenanzas de 1802 prescribían que los buques de la Armada “nunca se rendirán a fuerzas superiores sin cubrirse de gloria en su gallarda resistencia...”), no pudo ser apresado, sino que hubo que remolcarlo. No obstante, sobrevino un temporal y los británicos prefirieron hundirlo, abandonando a su suerte, que no era otra que el fondo del mar, a las docenas de heridos que se encontraban en sus bodegas. Otro suceso de la historia naval, este más afortunado, aunque no menos dramático que Trafalgar, llama la atención en el Museo: la defensa de Cartagena de Indias por parte de Blas de Lezo en 1741 frente a la poderosísima armada del también inglés Edward Vernon (con los hijos de Albión llevamos siglos atizándonos en los mares, hasta hoy mismo, en Gibraltar). Allí, Lezo, al mando de unos 3.600 hombres (entre ellos, 600 arqueros indios), derrotó a los cincuenta y un barcos, 30.000 soldados y 2.000 cañones del jactancioso Vernon, que mandó noticia a Londres de conmemorar su victoria antes de que esta se hubiera producido. En una vitrina del Museo se conserva media docena de esas medallas conmemorativas, en varias de las cuales Lezo aparece arrodillado o sometido al inglés. Blas de Lezo había perdido un ojo, un brazo y una pierna en diferentes enfrentamientos con los enemigos de España desde que se enrolara en la Marina a los dieciséis años, pero conservaba los dos testículos y, sobre todo, una inteligencia aguda, que le permitió concebir todas las argucias imaginables para socavar la abrumadora superioridad numérica inglesa: por ejemplo, hizo cavar un foso alrededor de las murallas de la principal fortaleza de Cartagena, de urgencia y de noche, para que las escalas de los atacantes no llegaran hasta donde se apostaban los defensores. Y cuando, en efecto, los ingleses se encontraron con el foso y unas murallas insuperables, quedaron inermes ante el fuego español, que arrasó sus filas. La carga final a la bayoneta de los españoles (y de los indios auxiliares esgrimiendo pavorosos machetes) causó una gran mortandad entre los hijos de la Gran Bretaña, muy pocos de los cuales alcanzaron a refugiarse en lo que quedaba de la flota de Vernon. Junto a la vitrina de las medallitas conmemorativas se expone también un espadín de Blas de Lezo. No está manchado de sangre. Pero el Museo Naval no solo recuerda batallas. Las lombardas, culebrinas y trabucos de borda, entre muchas otras herramientas para trinchar la carne de los enemigos y hundir sus barcos, conviven con los instrumentos necesarios para la navegación y la vida a bordo, todos relucientes y magníficos: astrolabios, brújulas, catalejos, telescopios, barómetros, sextantes, octantes, esferas armilares. Me espanta y me conmueve el equipo del cirujano de la nave, cuando lo había. Solo el nombre de su instrumental sobrecoge el ánimo: trépano de trinquete, lanceta para sangrar, sierra de arco, trócar, lepre. Hay que imaginarse a aquel médico (y, sobre todo a sus pacientes) serruchando piernas o brazos destrozados, extrayendo astillas del maderamen cañoneado de los sesos en que se habían clavado, taponando hemorragias causadas por balas de cañón que habían arrancado miembros enteros, vaciando ojos reventados...; y todo ello sin anestesia ni aire acondicionado. Es iluminadora también la información que se proporciona sobre las expediciones científicas españolas, menos conocidas que los descubrimientos o las batallas, pero que han hecho grandes aportaciones a la ciencia moderna: la de Malaspina, por ejemplo, que amplió indeciblemente los conocimientos sobre historia natural, cartografía, etnografía, astronomía, hidrografía y medicina, o la de Jorge Juan y Antonio Ulloa, que sirvió para establecer la longitud del meridiano terrestre, ambas fruto del espíritu de la Ilustración, en el siglo XVIII. Algunas celebraciones, como el gigantesco óleo de José Garnelo a Colón y el descubrimiento de América, en el que unos indios obsecuentes y genuflexos hacen regalos de bienvenida al descubridor, parecen competir con el espíritu hodierno, y serían probablemente quemados en un auto de fe en casi cualquier país hispanoamericano de no estar protegidos por los sólidos muros de este recinto militar. No obstante, el descubrimiento de América explica una de las piezas más valiosas del Museo, la Carta Universal de Juan de la Cosa, de 1500, en pergamino: la primera representación de América en una imagen (aunque sea bastante pobre, dados los magros conocimientos que había sobre su geografía en 1500: una mera mancha verde, en un costado del mapa, con una gran depresión en el centro, en la que se insertan algunas islas antillanas). Alrededor de la vitrina en la que se expone la Carta se amontona un nutrido grupo de visitantes, que atienden a un guía voluntario: un señor canoso, mayor, que se apoya en un bastón, seguramente un militar retirado, dueño de un castellano recio e indisimuladamente patriótico. De la secular relación con América inaugurada por Colón, el Museo guarda otras muestras significativas, como algunos objetos suntuarios del “Galeón de Manila”, la ruta comercial entre las Filipinas y los puertos de la Nueva España que supuso la primera globalización del planeta: admiro un barco floral chino y otras piezas de la exquisita cerámica de Catay, así como una mesa tablero de piedras duras que también viajó en el tricentenario Galeón y acabó en el despacho de Manuel Godoy, el valido de Carlos IV y, sobre todo, de su mujer, la psitácida pero fogosísima María Luisa de Palma. Dos muy altas salas centrales acogen numerosas maquetas grandes y algunas piezas singulares, como una piragua samoana, una canoa de Cartagena de Indias, larguísima, hecha de un solo tronco de árbol, o unos refulgentes torpedos automóviles, de bronce fosforoso (no sé que es el bronce fosforoso, pero acojona), de finales del siglo XIX. Ambas salas están circundadas por una colorista colección de mascarones de proa. En general, la información que aporta el Museo Naval está cuidada, pero también un poquito sesgada. Las victorias españolas (hasta en acciones tan medianas como la lucha contra los piratas filipinos y el asalto a Joló, en 1851, o la Guerra del Pacífico, con Méndez Núñez bombardeando El Callao y Valparaíso “para reparar diversas ofensas”) son objeto de esmerada atención, pero las derrotas, algunas tan sonadas como Trafalgar, la Armada Invencible o los desastres de Santiago de Cuba y Cavite, en la guerra con los Estados Unidos que puso fin al Imperio español, pasan casi inadvertidas, si es que llegan a pasar en absoluto. Por su parte, el tratamiento de la guerra naval durante la Guerra Civil española es rigurosamente equidistante: se exponen el estandarte de Francisco Franco y la insignia de Miguel Azaña (aunque el lenguaje empleado para describirlos denota alguna parcialidad: el primero es “generalísimo de los ejércitos nacionales de Tierra, Mar y Aire”; el segundo, simplemente “presidente de la República Española”. ¿El ejército de la República no era tan nacional, o más, que es de los sublevados? ¿Y por qué “generalísimo” y no “presidentísimo”?), así como una bicolor franquista y una tricolor republicana, y una maqueta del crucero Libertad, buque insignia de la flota de la República, y otra del crucero Canarias, que formó parte de la insurrecta. Sesgado, como digo, pero suficiente, supongo.   

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