martes, 8 de julio de 2025

Siempre hay ruinas a menos de dos horas

La poesía de Jordi Virallonga (Barcelona, 1955), construida a lo largo de casi medio siglo —su primera entrega fue la plaquette A la voz que me acompaña, publicada en 1980—, se reúne ahora en Siempre hay ruinas a menos de dos horas (Madrid, Dilema, 2025), con el excelente estudio preliminar de José Antonio Jiménez. De esta obra compuesta por diez poemarios, los ocho primeros en castellano y los dos últimos en catalán, solo se excluye un par de títulos: Animalons, un libro de versos para niños en catalán, y, precisamente, A la voz que me acompaña; Virallonga honra así la tradición de tantos poetas que han descartado incluir su primer libro, acaso demasiado juvenil o tentativo, en su obra reunida. La poesía del autor barcelonés obedece a un espíritu realista, de inspiración entre goliárdica y machadiana, pero siempre punteado por encrespamientos neovanguardistas y suavemente teñido de sensatas irracionalidades. Donde mejor se advierte esta infrecuente fusión de figurativismo y ruptura es en el retorcimiento de la sintaxis, que ya se manifiesta en sus primeros libros y que atraviesa toda su obra: «Si le hablara a ella de estas cosas:/ de una madre verde un parque grande/ le diría que te raptó la cabra loca/ que de la luna baja por unos grandes barandales/ y va en busca de las niñas todas/ para dormirse buena en la poca luz de sus desvanes», escribe Virallonga en «La cabra loca», de Perímetro de un día (1986). A la distorsión sintáctica, y hasta ortográfica, conduce a veces la desarticulación perceptiva, en un eco sosegado pero reconocible de aquel desarreglo de los sentidos rimbaldiano que contenía el germen de la verdadera poesía. Aun con las grandes inflexiones que inevitablemente se alojan en una obra tan dilatada —reunida en los dos volúmenes de Siempre hay ruinas a menos de dos horas—, el tono de Jordi Virallonga tiende a lo coloquial, incluso a lo oral, que permea no pocas veces el verso. Su lenguaje parece normal, y lo es, pero no lo es: vehicula un conflicto interior, una guerra con los sentimientos, un descreimiento o burla del mundo, o una rebelión íntima contra él. Expresión evidente de esta revuelta son los muy conversacionales exabruptos que a veces salpican los poemas —y los textos que los acompañan—, los más aventurados de los cuales no eluden lo soez. Así, en el magnífico «Una explicación según de varia misérrima», el prólogo autoral de Los poemas de Turín (2001), uno de sus libros más sobresalientes, Virallonga habla de «los piadosos y propicios compañeros de armas en esta puta vida», se presenta «cagado de respeto» y expresa su necesidad «de proyectar ser alguien, ¡hostia ya!, de una puñetera vez por todas». En la poesía de Jordi Virallonga, la cotidianidad, y la realidad toda, se revelan transformadas, y a menudo fracturadas, por el lenguaje. «Totum revolutum (final desbocado)», la composición que cierra El perfil de los pacíficos (1992) —un poema del ir viviendo, entre recuerdos y estupores domésticos, intentando entender y entenderse, transparentemente confuso y turbiamente iluminado—, es una buena muestra de ello: «En el día de hoy/ y aparte de otras muchas cosas/ debieran estar prohibidas algunas cuestiones/ domésticas como estas:// buscar dinero para cubrir descubiertos/ que no aparezca ningún periódico/ que aunque no aparezcan estuvieran al menos abiertos los quioscos/ cortar el agua/ pensar solo en cómo dejar de fumar…». En el fluir lírico asoma lo simbólico y, en ocasiones, felizmente, lo disparatado. Uno de los mayores méritos de la poesía de Jordi Virallonga es que siempre resulta imprevisible: maneja los elementos comunes del lenguaje —las frases hechas, los mensajes publicitarios, el léxico familiar—, pero ese empleo, tan natural, nunca conduce a lo esperable: siempre se formula extrañamente. Y también le sirve para alcanzar un objetivo inamovible: reflejar lo absurdo de los discursos establecidos, de las parlas institucionales, de esa langue de bois que infecta todos los ámbitos lingüísticos y destruye la esperanza de que lo que se diga sea verdad o simplemente digno. Por ejemplo, el poema «Asunto concreto», de Todo parece indicar (2003) —cuyo título es una de esas locuciones fosilizadas a las que me acabo de referir—, no es sino una sucesión de frases vacías, pero repetidas ad nauseam (iba a escribir «hasta la saciedad», pero me he dado cuenta de que eso también, a fuerza de repetirse, se ha convertido en una expresión vacía): «Es un dato a tener presente,/ fiable de tres a cuatro puntos/ que, aun no siendo definitivo,/ parece bastante favorable,/ estamos en ello./ Todo depende del punto de vista,/ siempre respetable,/ cada cosa en su lugar/ y entender las causas objetivas». Paradójicamente, pero muy virallonguianamente, esta sarta de vaciedades concluye en un final sorprendente, que las rescata, de pronto, de su nulidad: «Qué vamos a hacer si a todo esto/ al final resulta que Dios no existe». El libro donde más se desmanda el lenguaje, de toda la obra de Jordi Virallonga, es Los poemas de Turín. Abundan aquí, en versos atravesados por una soledad que muerde y una luminosa negrura, las oraciones yuxtapuestas, acumulativas, quebrantadas. En cualquier caso, y como he escrito en otro lugar —la reseña que publiqué sobre Incluso la muerte tarda en mi blog Corónicas de Ingalaterra el 10 de febrero de 2016—, «de Jordi Virallonga me ha interesado siempre (…) la naturalidad del verso, la fluidez con que la palabra más anodina, y hasta la más vulgar, se llena de sentido poético. El discurso hablado aparece en los poemas de Virallonga con una entereza y una incisividad de las que carecía antes de volcarse en ellos, gracias a sutiles transformaciones lingüísticas y a un arsenal retórico tan extenso como discreto. Me gustan, en particular, cierto sentido del humor del que el poeta, sabiamente, no se desprende jamás, así hable de las coyunturas más penosas del individuo o la sociedad actuales, y la ira impasible a la que no pocas veces se entrega: “Soy un tipo vulgar que trabaja por un sueldo,/ pero ellos sí saben quiénes son,/ y que a los hijos de los perros,/ si son hombres,/ se les llama hijos de puta”, escribe en “Analogía entre hombres y perros”».

Algunos asuntos —me resisto a hablar de «temas» cuando hablo de poesía: la poesía no tiene temas— son fundamentales en la obra de Virallonga. Y el primero y más importante acaso sea el amor y su corolario inseparable —pero siempre matizado, indirecto—, el sexo. «Si escribo de amor es porque no se me ocurre/ otra forma posible de comprender la vida», escribe el poeta en «La amplitud de la miseria», perteneciente a Crónicas de usura (1997). El amor se erige, así, en el sostén principal de su edificio poético y adopta todas las formas posibles de expresión, correspondientes a todos los encendimientos, meandros, estallidos y clausuras de un sentimiento fundacional, entre los que también se encuentra, y de una forma especialmente destacada, el fracaso, esto es, el adulterio —si es que el adulterio no es otra forma de amar—, la pérdida, el olvido: el desamor, en definitiva. 

Pero el amor no solo sirve, en la poesía de Jordi Virallonga, a su propia causa. También nos introduce en otros intrincados laberintos: el de la identidad, por ejemplo, y el de la soledad. Ambos se funden en algunos trechos de su obra. Así sucede en la sección «El doble eco de un contorno», de El perfil de los pacíficos, donde la voz del poeta se desdobla —se multiplica—, como si perteneciese a varios personajes, para interrogarse a sí mismo y comunicar su aislamiento y su desolación. El tipo de letra utilizado —la cursiva o la redonda, que se alternan— señala que las voces y los personajes son distintos. En el segundo poema de la sección, responde a una pregunta formulada en el primero: «¿Y tú? Dime qué haces tú/ aquí escribiendo/ creando de nuevo las naciones,/ fijando la afonía de la tinta en ley de sangre,// como si no fuera cierto/ que ahí fuera existe ya la vida». El cuarto ya no pregunta, sino que afirma, atormentadamente: «Sabes cuánto tiempo hace que vivo solo,/ que reconozco en este continuo halar el único paso,/ que me sirvo para que nunca te falta nada,/ que visito por ti los burdeles,/ que por ti asisto a los consejos de familia;// no te confundas:/ yo soy los hombres requeridos por tu miedo». El encadenamiento de los poemas es otra técnica utilizada por Jordi Virallonga en diversos trechos de su obra. Un encadenamiento que reproduce la fragmentada continuidad vital: del hallazgo y del abandono, del canto y el silencio, de la realidad y el deseo.

Estos diálogos —consigo mismo, con un tú que identificamos con la amada (o desamada) y con sus hijos, entre muchos otros interlocutores— revelan otra de las características más descollantes de la poesía de Jordi Virallonga: su construcción de personajes. Su obra parece trasudar biografía. Pero quienes aparecen en ella, y cuanto sucede en sus páginas, no son necesariamente personajes o episodios de la vida del poeta, sino creaciones suyas, animadas por sus visiones y sus juicios, pero independientes de su existencia. Virallonga insufla vida a los seres con los que narra lo que le pasa, y deja luego que actúen, acertada o equivocadamente, en unos poemas siempre populosos, siempre conflictivos, repletos de giros de guion, generosos de acontecimientos. Quizá por eso sus versos resulten celebratorios (como él mismo afirma en «Sobre la celebración», de Crónicas de usura, «de nada sirve la vida/ si tan solo hay películas, teléfonos,/ manos,  piernas, cartas, buzones,/ sonrisas, camas y frascos/ y yo y los niños y amigos y hostias benditas,/ pero no celebración»): porque están llenos de sudor, de hambre, de tumulto, de humanidad. Aunque el poema sea crítico o pesimista, o incluso desprenda tristeza, y pese a la rabia subyacente que se percibe en toda su literatura, lo que escribe Virallonga transmite pasión por la vida, y esa pasión, tensa y verdadera, se comunica eléctricamente al lector. 

Para la creación de los personajes que pueblan Siempre hay ruinas a menos de dos horas, y para su interacción narrativa o dramática, se reconoce una influencia fundamental: la de Antología de Spoon River, el libro del estadounidense Edgar Lee Masters, publicado en 1916, en el que se reúnen más de trescientos epitafios de otros tantos personajes de un pueblo ficticio, Spoon River. En esos epitafios se cuentan las peripecias y azares, mayormente infaustos, de una población del Medio Oeste americano, muchos de los cuales involucran a varios personajes, esto es, se despliegan en varios poemas, levantando una malla de cruzamientos, amores y muertes. Se trata, escribe Jordi Virallonga en un artículo, «Antología de Spoon River», que publicó en la revista Poiesis (nº 8, Barcelona, primavera-verano de 1999), de «poesía moderna, de seres que viven en una macroestructura social incuestionable que se convierte en rectora de sus vidas y les obliga, juzga, justifica o condena (…), seres en busca de explicaciones, no de verdades, que se interrelacionan basándose en sus propias experiencias y, en consecuencia, desde sus propios puntos de vista y planteamientos morales». Virallonga ha interiorizado esta construcción en mosaico, que se extiende a toda su obra —no a un solo libro, como en el caso de Lee Masters, que no consiguió sobreponerse al éxito de la Antología— y la practica con deliberación, pero también con su propio estilo: más lingüísticamente crítico, más detallista y sinuoso en la construcción del relato, más airado incluso, pero también más melancólico, más declaradamente vulnerable. No obstante, la multitudinaria población de Siempre hay ruinas a menos de dos horas no solo constituye un acre diorama social, sino asimismo un vibrante testimonio personal, con el que Virallonga da cuenta del inacabable debate sobre el hacer y el hacerse de la conciencia y los días, y de la certidumbre de lo caedizo de todo, aunque esta fragilidad —esta quebradura— no se exprese mediante abstracciones, sino que aparezca fuertemente ligada a la realidad de la vida, a sus accidentes, espejismos y adversidades. El yo de Jordi Virallonga se edifica con el yo de sus personajes. Su conciencia adopta las formas sutiles y cambiantes de las voces que convoca: se encarna en ellas, y dice heridas, y sombras, y contradicciones, pero también placeres y alegrías. Y todo ello se integra en un paisaje vital henchido de energía, que obra en todos los rincones de su literatura y de nuestra lectura. Esta fuerza existencial y el impulso arrebatado de la dicción, como también sucede en la Antología de Spoon River, encuentran una encarnadura propicia en la crítica social, a la que Virallonga se da siempre que tiene ocasión, que es casi siempre. Aun hablando del tú y del yo, del amor y de la muerte del amor, de la soledad y de los recuerdos de la infancia, no siempre felices, el poeta nunca se olvida de la comunidad en la que vive, de sus padecimientos y miserias, y desliza sus preocupaciones por ella. En «Los prácticos. Romance histórico», de Los poemas de Turín, recorre, con ferocidad e ironía, una sociedad plagada de hipócritas e impresentables, y dibuja un fresco satírico, cuya destemplanza se plasma, entre otros recursos, en las paradojas y los neologismos, una manifestación más de la inquietud sintáctica que caracteriza la poesía de Jordi Virallonga: «curas comunistas, demócratas tribales,/ soldados pacifistas, personas reciclables,/ fascistas abortistas, tiranos liberales,/ café sin cafeína, agentes muy amables,/ saciables muy promiscuas, ninfómanas vestales,/ artistas de revista, amantes deplorables,/ católicos budistas, pero no practicantes,/ geniales futbolistas, azar justificable/ y pías que repían y bombas que no maten/ y nacen muchas niñas a morirse de hambre».

Como tantos otros poetas vitalistas y cantores del amor (e, insisto, del desamor), Jordi Virallonga es también un espectador avezado de la muerte. En  la constitución de su poesía ha desempeñado un papel fundamental, como ya hemos visto, la Antología de Spoon River, un coro de voces muertas. Y en sus últimos títulos en castellano, Todo parece indicar (2003), Hace triste (2010) e Incluso la muerte tarda (2015), el asunto de la muerte cobra una dimensión singular, como demuestra el título del tercero. Una conmovedora elegía a la madre, «La última lección», el segundo poema de Todo parece indicar, escrito ante la evidencia de un piso de pronto deshabitado que hay que vaciar, refleja esta luctuosa preocupación: «Hoy empiezas la última lección y espero/ saber morir, mirarte donde estés,/ cerrar los ojos». En Hace triste se encuentra uno de los poemas mortuorios más penetrantes de la obra de Virallonga, «La muerte no es la muerte, es un muerto», en el que vuelve a aflorar el vitalismo del poeta, que se manifiesta indiferente ante el fin, a condición de que el camino que manriqueñamente conduce a él conserve siempre su dignidad y su alegría: «No te preocupa ser quien pasa,/ que el agua llegue al mar,/ sino que deje de ser dulce y de ser río./ (…) la muerte no es la muerte, es un muerto,/ y habita en el recuerdo de algo vivo,/ como un ojo en el salitre de la puerta». En Incluso la muerte tarda, el poema que da título al libro —precedido por un epígrafe de Edgar Lee Masters: «Se debería estar muerto/ cuando se está medio muerto», del poema «Pauline Barrett»— concluye con un descoyuntado cúmulo de negruras: «Pero incluso la muerte tarda,/ mientras tanto concilia, porque sí, un pensamiento,/ se desarticula en el sofá con una copa de vino negro, negro,/ y las múltiples arañas del National Geographic». Incluso la muerte tarda incorpora, además de la importante faceta crítica que ya sabemos característica de Virallonga —con una activa preocupación por los pobres y los desfavorecidos—, una caudalosa veta reflexiva, que atiende, una vez más, al amor y a la pérdida, al yo resquebrajado, a los rincones en penumbra —o en oscuridad total— de la conciencia, y se dispone como un viaje homérico, igual que el viaje de la vida, que concluye sin remedio en la muerte. También convocan a la muerte los muchos poetas mexicanos citados por Virallonga —que escribió el libro en México—, para los que la santa muerte constituye un referente cultural ineludible. En «La medida imposible del mar», en fin, encontramos una nueva elegía a la madre muerta (y una nueva afirmación de la inexistencia de Dios): «Hola, mamá, no te enfurezcas,/ sé que estás muerta y que Dios no existe,/ que debo ser feliz, y que hago mal preocupándome por cosas/ que te harían desgraciada,/ (…) y te echo de menos por el azúcar y los cubiertos,/ por las ganas de que existas,/ que ya ves, ya sé que no me ves,/ y que no voy a preguntarte por mis hijos».

El segundo volumen de Siempre hay ruinas a menos de dos horas recoge los dos libros que Jordi Virallonga ha publicado en catalán: Amor de fet / Amor de hecho (2016) y A favor de l’enemic / A favor del enemigo (2021), que han sido sus últimas entregas, traducidos, respectivamente, por Pedro Casas y por José Antonio Arcediano, así como un amplio conjunto de textos parapoéticos y críticos: dedicatorias y agradecimientos, los prólogos de los libros incluidos en esta poesía reunida, una extensa bibliografía y la entrevista que le hizo en 2018 el escritor mexicano José Ángel Leyva, y que apareció en el tercer y último volumen de Voz que madura. La poesía iberoamericana a través de sus poetas, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. 

[Este artículo se publicó en Caravansari. Poesía Contemporánea en Lenguas Peninsulares, junio de 2025, bajo el título de “Y también edificios magníficos”: https://caravansari.com/siempre-hay-ruinas-a-menos-de-dos-horas/]

miércoles, 2 de julio de 2025

Trato carnal

Ayer, un grupo de poetas nos dedicamos al trato carnal en el Centre Cívic Can Deu. Por desgracia, ese trato no consistió en un gozoso intercambio de fluidos, sino que se limitó a lo que nos permitía nuestra condición de poetas: leímos poemas. No hubo, pues, orgías ni despelotes, ni siquiera un triste manoseo, pero quiero pensar que nuestra lectura hizo subir la temperatura del local, aunque no estoy seguro de que eso fuera bueno: Barcelona estaba entonces a más de treinta grados. La lectura, titulada así, "Trato carnal", se inscribía en la Setmana de l'Eròtica organizada por el centro cívico que nos acogió, en la hermosa plaza de la Concordia (una plaza, presidida por la iglesia del Remei, construida en 1850, y por el palacete modernista que hoy es el centro cívico, de 1847, que todavía conserva las características de una plaza de barrio, y en la que he pasado muchos ratos agradables con mis amigos: el colegio donde estudiaba, hace cincuenta años, estaba a diez minutos caminando del lugar). El poeta Pedro Alcarria fue el maestro de ceremonias, y se distinguió, como siempre, por su cordialidad, su buen hacer y la diligencia con la que presenta a los poetas: no los despacha con un par de vaguedades desordenadas, como suelen hacer tantos presentadores desorejados, sino que pergeña verdaderos microensayos, en los que resalta las características particulares de cada cual e invita a escucharlos con atención. Participaron en la lectura nueve poetas, además del propio Alcarria, que leyó una pieza prologal: Silvia Rins, Jorge León Gustà, la hispanomexicana Blanca Estela Domínguez, José Ramón Ayllón Guerrero, Dolors Fernández Guerrero, el hispanoestadounidense Craig Martin Goetz, Gloria Bosch, Iris Parra y un servidor. Me felicité especialmente por la participación de Silvia, Jorge y Blanca, buenos amigos, además de buenos poetas. (También entre el público había gente querida, como Sol Mussons, a quien dediqué mi lectura, Lola Irún y Mateo Rello; y hasta público no poeta, como señaló con satisfacción Pedro Alcarria en la inexcusable cerveza postlectura). La pluralidad de sensiblidades estaba garantizada: hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, leímos en feliz mezcolanza y plena libertad. No hubo demasiadas guarrerías: el tono, en general, fue antes lírico que sicalíptico. Yo sostuve un debate íntimo que no resolví hasta el último momento: no me decidía a leer una de mis sextinas soeces, que quizá habrían aportado una saludable cuota de pornografía al evento, y finalmente no lo hice: opté por un poema serio e institucionalmente erótico, perteneciente a Tú no morirás (Pre-Textos, 2021), con el que, precisamente, concluyó el acto. Quien sí se dejó de zalamerías y cantó a algo tan prosaico, masculino y lamentable como que el badajo haya languidecido en colgajo, fue Jorge León, que cerró su poema con este apóstrofe memorable: "¡Oh, cielos! ¡Oh, cialis!".

Yo leí cinco piezas: dos décimas, dos haikús y este poema en prosa:

El cuerpo es anterior a la posesión, pero no existe sin ella. El cuerpo se insinúa con ferocidad de nube, cunde con la urgencia del granizo y nunca se disipa: persevera en su espesura de torrente, en su fuego cartilaginoso. El cuerpo sucede como si un rayo arañase la oscuridad que lo acoraza, como si un animal indecible derrotara a la opacidad, y desovara monstruosamente, y se me subiera al pecho, inflamándose, sepultándose.

Ese cuerpo, tu cuerpo, se desembaraza de veladuras y es: emerge del tacto con que lo envuelvo —de ese tacto mío que es su membrana—, de las imágenes con que lo invisto para aplacarlo y aplacarme, de la lluvia que deposito, con la punta de la lengua, en el recinto amurallado de su existencia. Se deshoja, con una lentitud que afluye a la lentitud de la tarde, de las adherencias del tiempo, de cuanto el tiempo le ha arrancado con sus espátulas voraces, y comparece, tormentoso, en la menudencia turquesa de un sujetador, o en la ínfima tormenta de un aroma, o en el recuerdo urente de algo que no ha ocurrido. El cuerpo se desprende de sus asideros y me exhorta a claudicar: renuncio, pues, a mis espuelas; abandono el páramo de lo conocido. Luego, da en isla. Se ha agostado la maleza en que se abrigaba lo inclemente. El ahora que abarca todos los minutos, el ahora irreversible, el ahora sin otro presente que lo ya sucedido y lo aún por suceder, fracasa sin ruido, pero con la inevitabilidad de una estrella que nace, y reaparece con fiereza de rosa, rehecho de felpa y explosión, como seda cárstica semejante a algo nunca muerto, a una pupila que todavía no conoce al ojo, a un estruendo quedo que cae como un cuerpo y se ofrece a la opresión de los muslos, a la extirpación de la oscuridad.

El cuerpo, ahora, después, tu cuerpo, me avienta y me enraíza, me excede como una ola sin orilla en que morir, me envisca como si no fuese un cuerpo, sino una lengua, me asimila como los pétalos asimilan el rocío, o como lo conciben. A tu cuerpo voy como si me perdiera, enzarzado en la refriega inmóvil de tus vértebras, en la ablación de lo que pesa, de lo que se sobrepone al desamparo y prodiga el ácido de la mansedumbre. Repudio la soledad cuando me agolpo en tu vientre y ocluyo sus oquedades con el mío. Lamo mucosas: contabilizo meteoros. Irrumpo en la sequedad de tus ríos. Abrazo apéndices: lloro, amo. En el cuenco de tus lomas, donde se embravece la sangre y naufraga en una tierra sin incertidumbre, me ratifico: me sueño. Estás aquí: soy. Acuno rodillas, bebo uñas, ablando dientes, imanto tendones: poseerte me desposee. Cuanto más crece esta savia que acendra mi delirio, más me llago, más se espesa la sinrazón. Mis labios recalan en tu boca: se acuestan en tus encías y, en la pradera escarlata de la lengua, sobreviven a la injuria de los días, a la pesadumbre del latido. Persiguen algo sin mancha, algo que refute la hipocresía, un hálito o desnudez que desenmascare al anochecer, que desbarate los arrequives de la mentira.

El cuerpo es una isla, y yo la circunnavego: colonizo sus arroyos y sus vaguadas; opto por la hiel, si es tuya; me adentro en el légamo de tu tibieza; no me arredro ante la enramada de tus entrañas; oigo lo que desoyes y lo que escupes, como si te formaran estratos desacordes, como si no pudieses decir y tus llamas solo se sometieran a mi caricia.

Entro en ti, isla, aunque tú no estés. Y salgo a las riberas de tu cuerpo desparejado, entre tumultos de médanos y mordeduras; y me ahínco en tu olor y tus caderas; y me abandono a las trochas vírgenes de tu noche, donde ululan seres sin voz, donde me reconstruyo; y me inhumo en tus pechos; y me alío con tu saliva, que escuece como una ofensa —pero sabe a mundo: a ti—; y piso el aire, e imprimo en él mis huellas, que son las que has dejado tú en la tierra.

Tu cuerpo ha sobrevivido a todos los combates, y yo he sobrevivido a su menoscabo. Tu cuerpo no morirá. Tu cuerpo es perenne como la muerte.

jueves, 26 de junio de 2025

La masonería y Sherlock Holmes: la biblioteca Arús

La biblioteca Arús es una de las más extrañas —y hermosas— bibliotecas de Barcelona. Se encuentra en el paseo de San Juan, una avenida que a mí siempre me ha resultado excéntrica, pero que muchas revistas de ocio y urbanismo han considerado, en estos últimos años, el no va más de la modernidad y el placer. Aunque bien pensado, es coherente que la biblioteca Arús esté en una vía excéntrica, porque también ella lo es, y mucho. La fundó en 1895 Rossend Arús i Arderiu, que reunía en su persona tres condiciones que, a finales del siglo XIX, se asociaban con el progresismo político y social: era catalanista, republicano y francmasón. Wikipedia define al personaje como "periodista y dramaturgo". La propia biblioteca, en una solemne placa que recibe a los visitantes en el vestíbulo, dice que fue "escritor, poeta y filántropo". La discrepancia entre ambas fuentes subraya la personalidad poliédrica, pero siempre humanista, de Rossend Arús. Al lado de esta primera placa conmemorativa, hay otras dos, que subrayan, también en mármol negro, la militancia masónica de Arús. Siempre me ha gustado el lenguaje empleado por los masones, críptico, fabuloso y, aquí, plagado de mayúsculas. En la primera de estas placas —y traduzco del catalán—, "el gran Oriente de Cataluña, potencia masónica catalana, [reconoce] a nuestro Muy Respetable Hermano Rossend Arús i Arderiu, Fundador de la Francmasonería de Soberanía Nacional Catalana" (la firma es el lema de la Revolución Francesa: "Libertad Igualdad Fraternidad"; así, sin comas). En la segunda, que recuerda el centésimo vigésimo aniversario del fallecimiento del filántropo y el trigésimo de la "refundación en Barcelona de la Federación española de la Orden Masónica Mixta Internacional" (aquí, extrañamente, la única palabra sin mayúsculas es "española"), se incluye una frase inspiradora de Rossend Arús —"la palabra sagrada para todo hombre honrado es adelante"— y otra referencia a la Revolución Francesa: Le droit humain, así, en singular y en francés, aunque a continuación se consigna la muy necesaria traducción: 'el derecho humano'. El despliegue de placas conmemorativas no acaba aquí —hay más, de la Gran Logia de España, la Gran Logia Simbólica española, la Gran Logia de Cataluña y Baleares, y hasta la Gran Logia Femenina de España—, pero me parece que ya ha quedado acreditado el carácter francmasón del fundador y de la propia institución. Tantas alusiones edificantes y francorevolucionarias se ven confirmadas cuando uno sube la escalinata que conduce a la biblioteca. En lo alto, entre columnas jónicas, nos espera una estatua de la libertad con la llama (eléctricamente) encendida y sendas inscripciones en latín al pie y en la peana: salve y alma libertas ('espíritu libre'). La estatua recuerda mucho a la que saluda a quien llega por mar a la ciudad de Nueva York, pero, por suerte, es más pequeña. La escalera de honor simboliza la ascensión al saber y lleva directamente a la sala de lectura, acenefada por cincuenta y nueve efigies de escritores, artistas y científicos, de Mozart a Llull, de Herodoto a Darwin, de Fidias a Dante, y en cuyos armarios acristalados, de maderas nobles, se guardan parte de los 80.000 volúmenes que hoy atesora la biblioteca. Aunque la biblioteca Arús no es muy grande, da para albergar cuatro salas. En la de música, reparo en un piano y un harmonio, y también en una tizona y otros símbolos masónicos. La biblioteca se creó con un espíritu reformador: para instruir al pueblo trabajador, en la línea de tantas iniciativas de la burguesía liberal —ateneos, escuelas, bibliotecas— para mejorar las condiciones de vida de la clase obrera. Rossend Arús había muerto en 1891, pero dejó dispuesto en su testamento que sus bienes, que eran muchos, se emplearan para construir una biblioteca al servicio del pueblo en el mismo piso en el que había vivido. Uno de los albaceas que materializó el legado de Arús fue Valentí Almirall, ideólogo del catalanismo político. Como tantos otros proyectos renovadores, se vio obligado a cerrar tras la Guerra Civil. Los nuevos amos del país no podían tolerar centros que instruyeran a los pobres e iletrados y difundieran disolventes ideas catalanistas, republicanas y masonas, es decir, antiespañolas. La tragedia, sin embargo, no fue total. La biblioteca Arús cerró en 1939, pero nunca fue desmantelada ni saqueada, como solía suceder, porque el nuevo alcalde y sus adláteres (a los que un vídeo divulgativo de la biblioteca llama "autoridades franquistas y colaboracionistas catalanes") formaban parte de la Junta directiva de la biblioteca y no querían verla desaparecer. Así pues, la protegieron discretamente, hasta que en 1967 la relativa liberalización del Régimen hizo posible que reabriera y que sus más de 30.000 volúmenes volvieran a estar al servicio de los ciudadanos, aunque entonces todavía fueran súbditos. Entre los fondos atesorados por la biblioteca, se encuentran los papeles del alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván, el "viejo profesor", a quien tanto admiré de joven, y que escribió unos bandos municipales cervantinos y memorables, que están a años luz, en calidad literaria, espíritu ilustrado y sentido del humor, de los bodrios administrativos con que nos fumigan los munícipes actuales, con el lamentable Almeida a la cabeza. (No es de extrañar esta obra maravillosa en quien fuera el primer traductor del Tractatus Logico-Philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, el redactor del preámbulo de la Constitución española, y capaz de hablar en latín con el papa Wojtyla). Me pregunto si Tierno Galván fue masón. Supongo que sí, si su archivo personal se encuentra aquí. Otra singularidad —o excentricidad— de la biblioteca Arús es que alberga la mayor colección de España, y una de las más importantes del mundo, sobre Sherlock Holmes. La donó, en 2012, un ingeniero textil apasionado por el personaje, Joan Proubasta (cuyo apellido revela una redundancia plurilingüe: prou significa, en catalán, 'basta'), aprovechando el hecho de que la célebre creación de Conan Doyle hubiese nacido ocho años antes que la propia biblioteca Arús, y que su creador fuera masón, como Rossend Arús. Por desgracia, este impresionante fondo sherlockholmesiano, de más de 7.000 volúmenes, 1.200 tebeos y 12.000 objetos, que ocupa toda la tercera planta del edificio donde se encuentra la biblioteca, no está catalogado y no puede consultarse, aunque sí visitarse, con un guía, dos veces a la semana. (La existencia de esta singular colección, que revela el infatigable tesón de un coleccionista privado, me recuerda a la de Marilyn Monroe, también amasada por un particular, un fan de la actriz, que se exhibe en un museo de Sant Cugat). Entre los libros puestos a la venta en los pasillos de la biblioteca, encuentro, como era de esperar, literatura masónica, como los fascinantes Manual de instrucción general del grado de aprendiz/compañero/maestro o Masonería y conspiración liberal en España, y también un curioso Aforismos detectivescos (Málaga, Ediciones del Genal, 2024), escrito por un detective privado, Óscar Rosa, que compro y leo, previo pago de cinco euros, en una terraza a la salida de la biblioteca. "La gabardina es al detective lo que la escoba a la bruja", dice uno. Hay muchos otros: "Una lupa es una piruleta con mango de madera y lente convergente"; "el detective discreto no tiene sombra"; "a buen investigador, pocas pistas bastan"; "el detective es el lector de su propia novela negra"; "anuncio detectivesco: 'se revelan fotografía y secretos'"; y el que cierra la colección: "En el cielo, los detectives están en paro". Más adelante, descubriré que Óscar Rosa es el marido de Silvia Grijalba, la directora de la Fundación Rafael Pérez Estrada, un gran poeta a quien han estudiado y difundido con esmero mis amigos, también poetas, José Ángel Cilleruelo y Jesús Aguado. Qué cosas. El mundo es un pañuelo.

viernes, 20 de junio de 2025

La construcción de lo que se destruye

Itinerarios de salida (Pre-Textos, 2024), de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971), su décimo poemario desde que en 2000 publicara La voluntad de equilibrio, es un relato caleidoscópico, un monólogo hecho trizas. La fragmentación construye el discurso al tiempo que lo descompone. Las anáforas evitan la dispersión. La principal, «hay» (con esta forma impersonal empiezan ocho de los primeros diez poemas del libro: «hay un cuerpo que es el mío/ hay otros cuerpos que no son de nadie», leemos en el octavo), transpira objetividad, como también lo hace la condición apodíctica de los muchos versos copulativos («mis palabras son mías/ su luz es ajena// la luz siempre es ajena»), aunque en realidad se trate de una narración esencialmente subjetiva, cuyos sentimientos se desgranan, por no decir que se emboscan, en la disposición mosaica.

Algunas anécdotas o presencias recorren el discurso erizado de quebraduras de Itinerarios de salida: un escenario, por ejemplo, aparece en muchos poemas, como si el protagonista lírico o los personajes que asoman en los versos estuvieran actuando o interpretando música, aunque nunca se nos diga qué se representa en esas tablas. Pero Peyrou es también músico de jazz y esto acaso explique tanto la presencia del escenario como el geométrico desgarro, la insistencia rítmica y la síncopa de los poemas del libro. Su motivo central, que se recoge en el título, es «salir»: «las ganas de salir de mi lugar/ lo van modificado// o al contrario: la esencia de mi lugar consiste en las ganas de salir de él», dice en uno de ellos. Este leitmotiv axial se expande en una constelación de motivos subordinados, como las puertas y las ventanas, el deseo de huida, el salto o la entrada en los sitios («saltar al amor o entrar en el mundo o uno mismo») o las escaleras del largo poema final, el único titulado del conjunto, «las escaleras impares», que reúne, como un largo epifonema, los rasgos fundamentales del libro y resume su significado: el ansia de tránsito o la voluntad de fuga; la necesidad de un movimiento, de un exceder el yo para acceder al otro, que dé sentido a la vida. De vez en cuando, afloran en los poemas momentos reconocibles de la realidad, como una amiga que va en un tren y mira la nieve por la ventana —así sucede en la primera pieza del libro— o una chica que habla por teléfono; o escenas inquietantes, como la que describe el poema que empieza por «tengo las uñas afiladas»: «yo trabajo por las noches/ me dice mi madre muerta/ mientras tú duermes en agonía// ¿por qué nos mientes?/ me dice mi madre muerta// me despierto y quiero seguir saliendo». Son siempre historias inconclusas, enigmáticas, que se entrelazan con un yo que se desdobla e interroga, que se examina e impersonaliza.

Las repeticiones y los paralelismos resultan capitales para estructurar el discurso. Ciertas perpendicularidades muy cultivadas en Itinerarios de salida son las antítesis y las paradojas, excelentes fulminantes poéticos: «salir del mundo o salir de mi lugar/ no es lo mismo/ no es distinto// la salida del mundo es hacia dentro/ la salida de mi lugar es hacia fuera/ el salto parece fácil// el salto es fácil/ lo que no es fácil es saltar». En este contexto de luminosas antinomias, a menudo Peyrou dice algo y a continuación lo desmiente: «inventar itinerarios de salida/ es independiente de las ganas de salir// o al contrario:/ es una forma de salir// luego pienso que no pero ya es tarde». El juego de afirmaciones y negaciones refleja la pluralidad acuciante de estímulos que golpean la sensibilidad y el flujo tortuoso de una razón que explora y tantea, que se enloda y transparenta. Itinerarios de salida alberga una obsesiva pero siempre apedazada afirmación de angustias y deseos, un afán por convivir con lo contradictorio y, al mismo tiempo, una aguda conciencia de que esa porfía resulta incompatible con la habitación de la realidad. De esta convulsión no escapa el yo, que apela a lo más inmediato e indudablemente propio, el cuerpo, pero no tarda en enzarzarse en una sucesión de duplicidades y vacilaciones, varias de las cuales involucran al sexo: «hay una mujer y un hombre», leemos en un poema, «yo soy los dos/ pero yo es ninguno»; «yo también soy una mujer/ soy una mujer invisible// pero no deseo desaparecer», en otro. El yo de Itinerarios de salida practica un desdoblamiento tenaz, del que surge otro yo, rimbaldiano —je est un autre, sostiene Rimbaud en las Cartas del vidente—, que se presenta en tercera persona. Este yo ajeno, este yo otro, acompaña y convive, sobre todo en la segunda mitad del poemario, con el yo lírico que conocemos desde el principio. En un poema, este se acerca y se aleja, fundiendo una vez más los contrarios, «pero yo está quieto»; en otro, «yo soy el que sueña/ yo es el que despierta»; en un tercero, «en mi lugar no estoy yo/ está yo». Los ejemplos podrían continuar. La identidad se exacerba con su contestación, pero también declina con su multiplicación.

Mariano Peyrou no es un poeta metafórico: ha optado por no serlo. Su lirismo no se construye con imágenes, sino con elipsis, interrupciones y correspondencias: las palabras, sin el ropaje de la analogía, supervivientes en la intemperie de la página, se cargan de la electricidad que ellas mismas desprenden, y producen calambres de cercanía o de rechazo. En los poemas de Itinerarios de salida prevalece una narratividad luxada, casi cubista, cuya música saja —pero también, extrañamente, acaricia— el oído. En alguna rara ocasión, Peyrou condesciende a las solicitaciones de la metáfora (y hasta de la aliteración) e irradia un poderoso fulgor erótico: «chupo entusiasmado la vagina de la luz/ (…) la vagina real del relámpago», escribe en el poema que se inicia con este verso; y, obsecuente con la repetición, vuelve a utilizarla en otro verso inaugural: «abro la vagina de la luz». En un lenguaje de muchos esguinces pero pocas ondulaciones, algunas palabras enlucen radicalmente el discurso: «hay un niño natátil», escribe en uno de los primeros poemas. Y ese natátil queda vibrando en la página y en los ojos del lector.

[Este artículo se ha publicado en la revista Turia, n.º 155, junio-octubre 2025, pp. 463-465]

domingo, 15 de junio de 2025

La lectura y los libros

Nunca doblo la esquina de la página para marcar hasta dónde he leído. A veces, me dejo engatusar por los colores llamativos o el diseño innovador de las cubiertas. Soy incapaz de leer si no lo hago con un lápiz en la mano. Siempre miro cuántas páginas tiene un libro antes de empezar a leer. Conforme leo, calculo cuántas me faltan todavía para acabar. Detesto las erratas, que los puntos se pongan dentro de las comillas, que las palabras se separen mal al final de la línea, que se sangre siempre el principio de párrafo, que no haya coma antes de pero, sino y aunque. Subrayo lo que me gusta utilizando el punto de libro como regla. Cuando lo que me gusta es un párrafo, o un pasaje muy extenso, trazo una línea vertical con el lápiz y el punto de libro en el margen de la página. Huelo los libros al abrirlos. También al reabrirlos. Detesto que huelan a periódico. Metería en la cárcel a los que los rayan con bolígrafo, fusilaría a los que lo hacen con rotulador, y fusilaría y luego demolería su casa y sembraría las ruinas de sal a los que lo hacen con rotulador fosforescente. Señalo lo que me disgusta trazando una línea sinuosa debajo o, si es muy largo, al lado. Celebro el papel verjurado, la tipografía inglesa, el gramaje generoso. Suelo olvidarme de retirar las tiras adhesivas de colores con las que he marcado alguna página, y luego me encuentro los libros con un penacho amarillo, o verde, o naranja, como un indio con una pluma. A veces, insulto al autor. Rodeo las erratas con un círculo. Añado los signos de puntuación que faltan, sobre todo los puntos y coma y las comas vocativas, que ya casi nadie utiliza. Si desconozco un término, lo señalo con un signo de interrogación. Si se menciona a alguien repulsivo, como Abelardo Linares, Cayetana Álvarez de Toledo o Raphael, escribo en el margen alguna expresión de disgusto o dibujo un montoncito de mierda. Leo en un sillón, con los pies en un escabel y una lámpara de lectura a la altura de la cabeza. Vuelvo a mirar cuántas páginas me faltan para acabar. Prefiero la letra tirando a grande que la más bien pequeña. Aplaudo los colofones ingeniosos. Me gustan los márgenes amplios, pero no los interlineados excesivos. Las letras han de ser negras, muy negras. Nunca reparo los desgarrones con pegamento ni mucho menos con el horror del celo. No me decido a estampar el exlibris que me regaló uno de mis primeros editores en todos los libros que tengo. Empiezo a fatigarme tras una hora u hora y media de lectura, pero me duele el cuerpo antes que la mente. Siento un extraño alivio cuando el texto llega a un cambio de capítulo o de parte y encuentro una o varias páginas en blanco. Nunca dejo los libros abiertos boca abajo, ni los utilizo para calzar nada. Me molestan las fajas, aunque no me atrevo a tirarlas y las guardo entre las primeras páginas del libro (pero siempre se acaban cayendo). La georgia es la más legible, pero la garamond es la más elegante. Sobriedad, siempre sobriedad, incluso cuando el libro contiene disparates o excesos. El papel satinado solo es bueno para las fotografías. El papel biblia solo es bueno para la Biblia. Releo muy poco: queda tanto por leer. No obstante, cuando releo, borro anotaciones que hice (y me sorprende haberlas hecho) y añado otras nuevas (que me sorprenderán si vuelvo a leerlo). El libro, siempre cosido: qué horror el crujido de las páginas al despegarse y qué tristeza que se desprendan del volumen como las hojas de los árboles. Ya me queda menos para terminarlo. A veces, descubro libros muy anotados de los que no guardo ningún recuerdo, ninguna impresión; de hecho, ni siquiera me acuerdo de haberlos leído. Disfruto con los epígrafes, las dedicatorias, las notas a pie de página; raramente con las fotos de los autores. A veces, escribo el día en que he acabado de leer el libro y un brevísimo juicio crítico en una página de respeto. Leo en los autobuses y los coches —no me mareo al hacerlo—, en los trenes y el metro, en las salas de espera y los aviones, en los bancos de las calles y los parques, en la playa y los cafés, cuando como y cuando cago; leo hasta andando. El único sitio en el que no puedo leer es la cama: siempre me quedo dormido. Pocas veces me salto partes del libro; antes abandono la lectura. Cuando leo en el sillón, me apoyo el libro en la tripa. El índice, al final. Nunca me deshago de lo que encuentro en los libros de segunda mano: flores secas, billetes de autobús (o de tranvía), fotografías, cartas, listas de la compra; se me ocurre que también son el libro. En ocasiones, tacho palabras que leo y que sustituyo por otras que me parecen más pertinentes. También corrijo los errores de traducción. Antes leía los libros hasta el final, aunque no me gustaran; ahora ya no lo hago, pero todavía me resisto a dar por terminada la lectura: dejo los libros que me aburren o disgustan en una pila de “empezados y pendientes”, donde pueden pasar mucho tiempo, con la esperanza de retomarlos en algún momento, hasta que los arrumbo definitivamente en la estantería. Aborrezco el papel reciclado, aunque sea muy necesario. Qué bien: ya estoy cerca del final.

domingo, 8 de junio de 2025

Ninguna idea es sagrada

Los tres textos que contienen estos libros son alegatos jurídicos: se emitieron en los procesos judiciales seguidos en Francia contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo por reproducir en 2007 las caricaturas de Mahoma que había publicado tres años antes el periódico danés Jyllands-Posten, y contra los yihadistas que asesinaron en 2015 a doce trabajadores de la propia Charlie Hebdo. Y quienes los pronunciaron son abogados: Richard Malka, que participó en ambos procesos, y George Kiejman, que lo hizo solo en el primero, ambos prestigiosos letrados, y el segundo, además, ministro de Justicia, Cultura y Relaciones Exteriores con el socialista François Mitterrand. Los dos discursos, no obstante, exceden el ámbito estrictamente judicial y se erigen en proclamas universales a favor del laicismo, la crítica a la religión y la libertad de expresión. Se inscriben también en una larga y desventurada tradición: la de quienes han de defender a escritores —o, como en este caso, a dibujantes— de las acusaciones de los biempensantes que, parapetados en su fe, aspiran a impedir que nadie arañe la coraza de sus creencias, o a que, si lo han hecho, paguen por ello. Por suerte, en los países democráticos esto ha de dirimirse en los tribunales, lo que, pese a algunos inconvenientes —los jueces, en España al menos, son mayoritariamente católicos, y algunas organizaciones, como la nefanda Abogados Cristianos, acogiéndose a lo que dispone el medieval artículo 525 del Código Penal, que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos, han hecho de la querella una espada flamígera con la que aspiran a rebanar todas las cabezas que, a diferencia de las suyas, piensan por sí mismas—, ofrece garantías suficientes de imparcialidad. Antes, sin esta salvaguardia, se despachaba a los críticos al exilio o a la hoguera sin que al responsable del terrible castigo se le moviese un pelo del bigote. Pero, aun con las supuestas garantías de los tribunales, los escritores y artistas llevan siglos lidiando con los defensores más celosos de la moral pública y los creyentes furibundos en el más allá: a Whitman lo denunció en 1882 la Sociedad de Nueva Inglaterra por la Supresión del Vicio, que logró evitar la distribución de una nueva edición de Hojas de hierba, donde se describían actos repugnantes, y, apenas unos años antes, tanto Charles Baudelaire, por Las flores del mal, como Gustave Flaubert, por Madame Bovary, habían sufrido las embestidas forenses de los perturbados por los versos lujuriosos de uno y las escenas impropias de cualquier persona respetable del otro.

Hoy, por suerte, ya no se considera denunciable, en los países occidentales, el retrato del sexo, pero la burla de la religión sigue manteniendo un estatus incomprensiblemente privilegiado. Richard Malka —autor de un admirable El derecho a cagarse en Dios, publicado en 2022— pone el dedo en la llaga cuando desvela, en Tratado sobre la intolerancia —el mismo título que dio Voltaire en 1763 a su denuncia de la religión, que la Iglesia se apresuró a incluir en su Index Librorum Prohibitorum: la cosa, como se ve, viene de lejos—, cuál es la causa que mató a los doce trabajadores de Charlie Hebdo (y a las 2973 personas de las Torres Gemelas de Nueva York, las 193 de la estación de Atocha de Madrid, las 52 de Londres en 2005, las 86 de Niza en 2016 y un largo y sangrante etcétera): «Tiene nombre: es el acusado que jamás comparecerá ante el tribunal, a pesar de que es el que transforma a seres humanos ordinarios en autores de crímenes, cada uno más monstruoso que el anterior (…). Este acusado mata indiscriminadamente a cristianos, judíos, musulmanes, ateos y, sin embargo, se supone que su nombre no debería pronunciarse nunca. (…) En esta sala, tenemos que nombrarlo y mirarlo a la cara: se llama Religión. Es mi acusado». En efecto, pese a que los terroristas de Charlie Hebdo entraron en la redacción al grito de «¡Hemos venido a vengar al Profeta!» y salieron de ella con el no menos escalofriante de «¡Allahu akbar! ¡Hemos vengado al Profeta», mucha gente se negaba a admitir que la razón de la salvajada fuese, simplemente, la fe, la creencia en un Ser superior al que hay que proteger —como si no tuviera suficiente con ser Dios para protegerse él solo— de las chanzas de sus criaturas, y la atribuía al fanatismo de unos pocos, al racismo de la sociedad, a las desigualdades sociales y las diferencias culturales, a la difícil integración de los inmigrantes y hasta a una libertad de expresión mal entendida, que se había propasado dibujando a Mahoma con una bomba en el turbante, entre otras lindezas. Bien, los hermanos Kouachi no llevaban bombas ni turbantes, pero sí sendos y muy eficaces kalashnikovs. Pese a este prometedor toque de rebato, que anuncia una ofensiva general contra los peligros y las necedades de la religión, de todas las religiones, Malka —y también Kiejman— se ciñen a las circunstancias de los casos en los que intervienen. Y la pequeña decepción que esta particularización pueda causar, se ve pronto superada por la brillantez de su argumentos. Malka se remonta a un debate teológico entre mutazilitas y hanbalitas, en el siglo VIII, para situar el origen del fanatismo islámico: los primeros consideraban que la razón era el fundamento primordial del islam y otorgaban un papel crucial al libre albedrío; los segundos, rigoristas, creían en un Corán increado, es decir, procedente directamente de Dios, y sostenían, en consecuencia, que el creyente no debía interpretarlo ni cambiarlo: solo debía obedecer. No en vano, islam significa «sumisión». Y vencieron los hanbalitas: el actual wahabismo saudí y el salafismo, patrocinadores de la yihad, son la emanación actual de esta corriente literalista. El islam se halla instalado, pues, en un absolutismo radical y una inmovilidad ponzoñosa, cimentados en los versículos del Corán que predican la violencia, como este, tan desgraciadamente célebre: «Matad a los infieles dondequiera que los encontréis, capturadlos, asediadlos, emboscadlos». Malka analiza la evolución histórica de esta trágica fosilización hermenéutica —y de sus cruentas consecuencias—, que se ha dotado, hasta nuestros días, de un arma poderosa: el delito de blasfemia, que es el que se esgrimió, en primer término, contra Jyllands-Posten y Charlie Hebdo (hasta que algunos la juzgaron insuficiente y decidieron emplear métodos más resolutivos), y propone que luchemos contra él como un modo de «denunciar los sortilegios de la pureza religiosa» y de devolver al islam una «espiritualidad, una libertad, una poesía, como la del transgresor Abu Nouwas en el siglo VIII, o la del refinado poeta palestino Mahmoud Darwich, una filosofía brillante, abierta y tolerante».

Georges Kiejman, por su parte, en un refinado alegato, no exento de humor, repasa la jurisprudencia francesa e internacional —«correosas», las califica— sobre las ofensas a la religión y la libertad de expresión, analiza las caricaturas que originaron el primer proceso y culminaron en la matanza del Charlie Hebdo (sostiene que «hay que ser estúpido para ver en esa cubierta otra cosa que no sea un homenaje a Mahoma»), define a los integristas como «gente que se adueña de determinadas partes del Corán, de los versículos belicosos, ignorando otros que preconizan la comprensión y el amor», pide a los jueces que han de fallar que no pongan «fin a una época bendita en la que podíamos decirnos unos a otros lo que pensábamos unos de otros», y concluye que «la humanidad debe ser puesta por encima de las religiones».

Tanto Tratado sobre la intolerancia como Elogio de la irreverencia incluyen sendas cronologías de los hechos que condujeron a los procesos judiciales en los que participaron Malka y Kiejman, y el segundo incorpora también la sentencia del Tribunal de Primera Instancia de París, de 22 de marzo de 2007, por la que se absuelve a Charlie Hebdo de los delitos de que la acusaban los denunciantes —la Sociedad de los Habús y los Lugares Santos del Islam, y la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia—, ratificada después por el Tribunal de Apelación de París y por el Tribunal Supremo. Por sentencia del 16 de diciembre de 2020, las catorce personas acusadas por los asesinatos de Charlie Hebdo fueron condenadas a penas que van de los cuatro años de prisión a cadena perpetua.

[Este artículo se publicó en Letras Libresnº 284, mayo de 2025, pp. 49-51]

martes, 3 de junio de 2025

Historias de la oficina (y V)

En cuanto a mí, me encargaba de auditar los contratos de las empresas y entidades públicas sometidas al control de la administración, es decir, de comprobar que se hubieran instruido y suscrito de acuerdo con la ley. Era un trabajo mortalmente aburrido. Consistía en apilar expedientes de contratación —que, en algunas empresas grandes, podían alcanzar varios metros de altura: crecían a mi alrededor como columnas dóricas— y verificar que contuviesen los papeles necesarios. Porque eso era lo terrible: que faltase un papel. Los papeles habían de cuadrarse en los expedientes como los reclutas en el cuartel. Aquellos papeles eran siempre los mismos: resoluciones de incoación, pliegos de cláusulas administrativas y prescripciones técnicas, ofertas económicas, ofertas técnicas, actas de la mesa de contratación, informes de adjudicación, propuestas de adjudicación, resoluciones de adjudicación, entre muchos otros documentos encumbrados y fieros. El lenguaje administrativo se imponía como una plaga de caracoles manzana. Y yo había de navegar, cada día, cada hora, cada minuto, por aquellos sargazos inextricables, que sumaban la reiteración a la prolijidad: la de las mismas fórmulas, tan huecas como el cerebro de quien las había ideado. Mi condena, mi fatalidad, consistía en ser un ser lingüístico enfrentado a un mundo sin conciencia lingüística. Si se daba la circunstancia de que uno fuese contable o economista, las necedades escritas en los expedientes le eran irrelevantes, es más, ni siquiera las advertía. El contable o el economista se limitan a cuadrar cifras y a disfrutar con ese malabarismo numérico. Para ellos, el lenguaje es solo un vehículo —molesto casi siempre, por impreciso— de esa abstracta manipulación de relojería a la que se entregan y que no admite inexactitudes ni ambigüedades —aunque sí interpretaciones—. Los ojos del contable o del economista se deslizaban por la superficie del lenguaje sin reparar en el oleaje o los accidentes del agua, ni en las espumas o las irisaciones del mar, urgidos solamente por la necesidad de remontar las corrientes y alcanzar el puerto del resultado. Los míos, en cambio, se hundían fatalmente en aquellos caldos tenebrosos, donde no hallaban ni una pizca de verdad ni una chispa de aliento. Y allí, en aquel piélago sin luz ni redención, quedaba atrapado, pegajoso de palabras descarriadas, abatido por tanto dislate de leguleyo. Había intentado distraer el cerebro con música clásica: me ponía los auriculares y escuchaba For unto us a Child is Born de Händel, o el concierto para mandolina en do mayor de Vivaldi, o el Ave María de Caccini, pero aquellas piezas obraban el efecto contrario al deseado: no me distraían de la negrura que me atenazaba, sino que la acrecentaban: me hacían más consciente de la distancia que mediaba entre los acordes y las frases, entre las lágrimas de placer que me arrancaban aquellos y las de aburrimiento que me producían estas. Los expedientes de contratación acababan siendo una espesura vacía, un magma helado. Yo penaba interminables mañanas entre párrafos hoscos, sobreviviendo a duras penas a facturas aberrantes, albaranes taimados y un amplio surtido de horripilantes documentos mercantiles. Necesariamente había de sacar la cabeza del barro y respirar. Cerraba entonces las carpetas, cogía el libro que me hubiera llevado aquel día conmigo y me iba a algún bar de los alrededores. Era el mejor momento de la jornada: si hacía bueno, me acomodaba en la terraza, pedía un café con leché y empezaba a leer. El lenguaje por fin consentido y con sentido —aunque me gustase poco lo que leyera: todo lenguaje, comparado con el de las auditorías, era una celebración, y todo mi yo bailaba con él como un apache alrededor de una hoguera propiciatoria— me rescataba de aquella tortura sin consuelo y me devolvía al mundo de los vivos. El hecho de que hubiese de desplazarme a donde la empresa auditada tuviera su sede, era una de las pocas cosas buenas de aquel trabajo: me permitía conocer barrios de la ciudad que apenas había visitado y descubrir rincones ignorados. Recuerdo una placita de Sarriá, junto a una iglesia, en la que todo sosiego tenía asiento. Yo me sumergía en la lectura de La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, pero también levantaba la vista, de vez en cuando, y veía a una madre joven empujar el cochecito de su hijo, o a un viejo sentarse en uno de los bancos de la plaza para leer el periódico, o a unos niños peloteando con la misma pasión con la que unos soldados habrían asaltado una trinchera enemiga. Las palomas se posaban en las farolas despintadas y en los saledizos de la fachada de la iglesia, y echaban otra vez a volar, sin otro motivo que porque eran palomas. El sol caía sobre la plaza como una sábana recién lavada, y de una pastelería vecina llegaban fragancias dominicales, aunque fuera lunes: olores a crema y pan, vaharadas de yema, exhalaciones de chocolate. Luego, bajaba la vista, daba un sorbo al café con leche y seguía leyendo.

martes, 27 de mayo de 2025

Historias de la oficina (IV)

Otros funcionarios acudían a la oficina siniestra. Entre la clase de tropa —los auxiliares administrativos—, estaba Lola, una señora de mucho porte y seriedad, pese a la modestia de su rango laboral, y, a diferencia de la Carpintero, trabajadora infatigable. Llegaba siempre la primera al despacho y muchos días era la última en marcharse. Hacía muchas más horas de las que le correspondían: allí estaba, mañana y tarde, atornillada a la mesa, tecleando sin parar en el ordenador o punteando interminables hileras de números. Uno pensaba que era imposible que se pasara tantas horas ante la pantalla solo trabajando, y que era muy probable que dedicase parte de ese tiempo a chatear por internet o a jugar al buscaminas, como hacíamos todos. Pero no era así: cuando uno pasaba por detrás de ella y lanzaba una mirada a su pantalla, solo veía números, ristras y ristras de números; o documentos de excel con infinidad de celdillas, llenas igualmente de números; o pedeefes de facturas, de hirsutas y tenebrosas facturas. Lola trabajaba y nunca dejaba de trabajar; trabajaba con furiosa concentración, con tenacidad sisífica; trabajaba como si la salvación de la humanidad dependiese de su trabajo. Pero nadie sabía en qué. Lola nunca había entregado ningún informe que recogiese el fruto de tanto quehacer, ni rendido a nadie los grandes totales de aquellas sumas que remataba con inexorable escrupulosidad. González le asignaba la verificación de unas cuentas —averigüé que era él el que depositaba los papeles en la mesa de Lola— y luego desaparecía, enfrascado como estaba en la comprobación de las cuentas de alguna entidad y en la recuperación o reconstrucción de esas mismas cuentas, inevitablemente extraviadas en el ordenador. Y durante las muchas semanas o meses en que su jefe no estaba presente, Lola se entregaba a la tarea asignada con el ahínco de un toro semental. Pero Lola era ya mayor, y le llegó la hora de la jubilación, que para ella era como la hora de la muerte. Su expresión se contrajo hasta adoptar un rictus agónico. Siguió sumando desesperadamente, hasta el último momento, columnas de números, pero ya no había aquella entereza, aquella majestuosidad, en lo que hacía, sino un sufrimiento apenas disimulado: pronto habría de enfrentarse a la realidad de una vida sin números que sumar, ni facturas que revisar, ni archivadores que ordenar, ni oficinas a las que acudir. Cuando llegó el día fatídico, vació los cajones, limpió los armarios, reunió sus pertenencias, cerró el ordenador y, en medio de un silencio estremecedor, con el abatimiento de un condenado a muerte, salió por la puerta como si, pese a todos sus esfuerzos, no hubiera podido salvar a la humanidad y el fin del mundo hubiese llegado. Sin embargo, y para nuestra sorpresa, por la tarde reapareció. Y también la tarde siguiente. Y las otras. Se sentaba en su antigua mesa y volvía a revolver facturas y papeles. Pero esta vez eran los suyos: le había pedido al jefe que le permitiese acabar en la oficina la declaración de la Renta, que tenía a medio hacer. Así cumplía con sus deberes fiscales y mitigaba, al mismo tiempo, el vacío que la ahogaba. El jefe, misericordioso, le permitió hacerlo.

También estaba Evaristo. Y subrayo su nombre, Evaristo, porque durante mucho tiempo nadie estaba seguro de cómo se llamaba. Unos pensaban que Guillermo, otros que Ceferino; hubo incluso quien adujo que podría no tener nombre, o que acaso lo había olvidado en algún accidente que le hubiese producido amnesia. Pero todo eran hipótesis sin confirmación. Alguno llegó a dudar de que existiera: quizá fuese un holograma. Por fin, una secretaria, tras muchas pesquisas, exhumó algunos documentos de su expediente personal y nos dio a todos la feliz noticia: tenía nombre, y ese nombre era Evaristo. Evaristo llegaba cada mañana a la oficina y, muy ceremoniosamente, se sentaba en su silla. No decía «hola», ni «buenos días», ni nada; Evaristo no hablaba con nadie: se sentaba y desenfundaba algún expediente, o algún documento en el ordenador, y se abismaba en él. Acorazado en su mutismo, las horas pasaban por sus carnes como los rayos del sol por el cristal. Cuando llegaba la hora sagrada del bocadillo, sacaba una fiambrera monstruosa y se aplicaba a devorar lo que contuviera con la misma silenciosa eficacia con la que atendía sus obligaciones, fueran cuales fueran, en su mesa de trabajo. Cuando, cuatro horas después, llegaba la hora de salir, recogía los bártulos, rescataba la fiambrera vacía de las profundidades del cajón, apagaba el ordenador y se iba, haciendo sonar la tarjeta de fichar en el mismo instante en que la minutera golpeaba la raya de las doce. Y todo ello sin preocuparse jamás de escándalos ni chismorreos. ¿Que unos fanáticos habían estampado sendos aviones en las Torres Gemelas y matado a 3.000 personas? Sin comentarios. ¿Que el Partido Popular, una organización constituida por y para la corrupción, había logrado la mayoría absoluta? ¿Y qué? ¿Qué tenía él que decir? ¿Que Jordi Pujol y su catalana familia, además de católicos practicantes, eran unos facinerosos? Nada que añadir. ¿Que a los funcionarios nos rebajaban el sueldo otra vez? Pues qué le íbamos a hacer. Su mirada resbalaba por el lomo de quienes se hacían eco de aquellos acontecimientos como la de la reina de Inglaterra lo habría hecho por el de un dependiente de zapatería. Evaristo era inmune a la actualidad y a la comunicación humana. Un gusano platelminto era más expresivo que él.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Historias de la oficina (III)

Luego estaba la Carpintero. La Carpintero era una hembra, dilatada como un zepelín, que gobernaba su espacio como una venus atrapamoscas el suyo. Por analogía, tenía una planta, tal vez carnívora, en la mesa de su despacho, que regaba con unción; un suministro incesante de botellas de agua mineral, de las que chupaba también con ahínco, sin que, empero, aquella insistente libación redundase en merma alguna de su figura; y un conjunto de enseres decorativos y domésticos —fotos, cuadritos, colgantillos— que convertían su mesa y su armario archivero en una prolongación del comedor de su casa. De hecho, toda la oficina era una prolongación de su casa. La Carpintero se levantaba a apagar los fluorescentes que la gente hubiera dejado encendidos, o se preocupaba por que hubiese papel higiénico en el baño, o reñía a quien hubiera agotado el papel de la fotocopiadora y no lo hubiese repuesto. Todo eso hacía la Carpintero. Lo que no hacía era trabajar. Los papeles llegaban a su mesa y en ella establecían su residencia. Algunos hasta se jubilaban allí. Si alguien quería que algo no se tramitase —cosa que sucedía a menudo: dejar que los asuntos se pudrieran era la mejor forma de resolverlos—, lo único que tenía que hacer era mandárselo a la Carpintero, que, con diligencia extraordinaria, no hacía nada con ellos. La Carpintero llevaba ocupando el mismo puesto desde la creación de la oficina, dos décadas atrás. Y la auditoría no hace prisioneros: a quien atrapa es aniquilado. La Carpintero había sido paulatinamente anulada por la aritmética y la repetición. No es que hubiese mucho que anular, en cualquier caso, pero la reincidencia la había pulverizado. Un halo de vetustez o esclerosis nimbaba sus carnes espaciosas y su escueta inteligencia. Sus ojos irradiaban el brillo de las telarañas y en su sonrisa tintineaba una delicuescencia maligna. Porque este era otro de los perversos legados de un trabajo devastador: no destruía del todo el raciocinio, sino que lo emponzoñaba. La Carpintero escupía veneno a las recién llegadas que se podían permitir una falda más corta que la suya, que eran casi todas; malmetía meticulosamente en todo corro o cenáculo que se formase, en la oficina o fuera de ella; e intrigaba con no menos énfasis, aunque también con admirable disimulo, desarrollado a lo largo de muchos años de doblez, en cualquier circunstancia de la vida. Pero no se olvidaba de sonreírle al mandamás en las reuniones de trabajo. Ponía en el asiento al lado del suyo un papelito o un bolígrafo para que nadie se sentara allí y le hurtase el privilegio de escoltarlo en el ejercicio de sus funciones. Allí podría apreciar la amplitud de su sonrisa y su adhesión inquebrantable a las instrucciones que diera. Más aún, allí podría rozarle la pierna, y hasta tocarle el brazo, entre cacareos admi(nist)rativos, en un gesto público, y a la vez íntimo, de aprobación y camaradería. Pese a todo, la Carpintero había conocido tiempos mejores. Estuvo casada con un alto ejecutivo de una empresa importante —de cuyos éxitos profesionales y viajes por el mundo no dejaba de presumir en las charlas de ascensor—, hasta que el alto ejecutivo la dejó por una camarera de bar. Ahora bregaba con el prozac, dos hijos adolescentes de carácter tenebrosamente parecido al suyo, y una creciente dificultad para encontrar ropa de su talla.

Una tercera figura sobresaliente en el érebo de la auditoria era Moreno. Moreno era el segundo de a bordo de la unidad, y lo era desde hacía varios lustros. Los lustros habían caído en él como la nieve en el campo: enterrándolo bajo una capa de frialdad, que maquillaba con unos modales ceremoniosos y unas corbatas escalofriantes, y arrasando todo asomo de vida. Las corbatas, de hecho, constituían una obsesión para él. Llevar corbata, en el ejercicio de la auditoría, era un signo de distinción del que no cabía prescindir: significaba que el auditor era alguien serio, respetable, alguien en quien se podía confiar. La corbata obraba así el prodigio alquímico de transmutar la materia en significado, aunque quien la portase fuese un tarugo. Lo mismo hacen las banderas, aunque quienes las ondeen sean unos mastuerzos. Moreno llevaba siempre corbata, y con ella transmitía los valores que abanderaba, a saber, el rigor y la constancia: aquel rigor y aquella constancia con los que llevaba liquidando una sociedad, y solo esa sociedad, desde hacía tantos lustros como era lugarteniente; o el rigor y la constancia con que atendía sus negocios inmobiliarios en horario laboral. En esto Moreno había desarrollado una técnica insuperable: con el pretexto de visitar las entidades que estaban siendo auditadas y comprobar que los equipos de auditoría estuvieran cumpliendo con su deber, se escapaba de la oficina para cumplir con el suyo como gestor inmobiliario. Corbata en ristre, asistía a reuniones de vecinos, firmaba contratos de alquiler y compraventa, supervisaba propiedades, recibía y constituía fianzas, y, en resumen, se enriquecía como trabajador autónomo, a la vez que se embolsaba el sueldo de funcionario —que, dado su nivel equivalente al de jefe de servicio, no era bajo—. Pero hay que subrayar que a estas actividades solo dedicaba el tiempo estrictamente necesario: nunca se iba a tomar café, por ejemplo, después de sus ocupaciones privadas: las ejercía, pero, una vez concluidas, regresaba con presteza a la oficina a seguir cuadrando las cuentas de la entidad que llevaba liquidando desde 1997, o a comprobar que todos los empleados llevasen corbata. Quizá por eso, porque sabía cuánto absorbía aquella labor y no quería que otros asuntos distrajesen su atención, llegó a reclamarme en una ocasión que trabajara menos. Le presenté el apartado del borrador del informe que había redactado, de unas cuarenta páginas, lo miró como un entomólogo que acabase de descubrir una nueva especie de coleóptero arborícola, y me dijo: «Esto está muy bien, pero ¿no te parece que se podría resumir un poco? Quiero decir, si el informe en su conjunto tiene 150 páginas, que es a lo que calculo que llegará —y aquí Moreno me lanzó una mirada de inteligencia, como el experto que era—, ¿no quedará un poco desequilibrado?». «¿Me estás pidiendo que trabaje menos?», le pregunté. «No, no, de ninguna manera —respondió con urgencia, removiéndose en el sillón ergonómico—. Solo digo que quizá podría pulirse un poco». «Está perfectamente pulido», contesté yo, sintiendo cada vez más apretado el nudo de la corbata —la mía, no la de Moreno—. El jefe, que acertó a pasar entonces por el despacho de Moreno, dirimió la disputa: «Dejémoslo tal como está». Moreno me devolvió entonces los papeles con un gesto de displicencia, en el que se advertía el malestar por aquella inesperada derrota, pero aliviado, al mismo tiempo, porque la superioridad hubiera resuelto la controversia: Moreno era un funcionario disciplinado y, si el jefe decidía que el informe estaba bien como estaba, el informe estaba bien como estaba.

viernes, 16 de mayo de 2025

Historias de la oficina (II)

Auditar es volver a hacer lo que otros han hecho. Volver a contar lo ya contado. Volver a sumar lo ya sumado. Auditar es el trabajo más aburrido del mundo, después de hacer fotocopias en una copistería o cobrar peajes en una autopista. Por suerte, estos trabajos están a punto de desaparecer, como tantos otros, sustituidos por las máquinas. Quizá pueda diseñarse también un artilugio que reemplace a los auditores: un aparato en el que se introduzcan por una ranura los papeles que hay que examinar y del que salgan examinados, con todas las cuentas verificadas, por otra. No es imposible: si se han diseñado ya exoesqueletos que permiten andar a los parapléjicos, o relojes que cumplen todas las funciones de una oficina, o trenes de alta velocidad que flotan electromagnéticamente y viajan a 500 km por hora, no veo por qué no se puede inventar una máquina que compruebe la gestión económica de una empresa. La inteligencia artificial ayudará probablemente a acabar con la figura del auditor: será una suerte de compensación por liquidar otras que me son mucho más queridas, pero que también se volverán innecesarias, como la de traductor o incluso la de poeta. El trabajo de auditoría es tan devastador que muy pocos sobreviven a su ejercicio continuado. No se puede estar haciendo sumas y restas (y multiplicaciones y divisiones, más corrosivas todavía) una y otra vez, durante días sin cuento —y valga la paradoja, porque si algo se hace esos días es contar—, sin que algo fundamental se averíe en el cerebro. Algunos compañeros de la oficina acusaban, acaso irreversiblemente, el efecto calamitoso de su labor. González, por ejemplo, se había convertido en un fantasma. No solo había encanecido: la piel, apergaminada, prolongaba aquella blancura aciaga hasta las uñas de unas manos que parecían churretones de carne, y los ojos acumulaban una vidriosidad luctuosa, como si los aguara una tristeza presupuestario-financiera. El contacto de décadas con los ominosos expedientes le había reblandecido la figura, y todo él se me antojaba un ectoplasma lúgubre, constituido por unos miembros exánimes y un apagamiento cerebral. Tan espectral era que parecía deslizarse por la oficina sin tocar el suelo, como los vampiros. Yo le miraba los pies cuando lo veía acercarse a su despacho, contiguo al mío, y no podía asegurar que estuviesen en contacto con el parqué. González, además, no descollaba por su inteligencia. La auditoría tiene eso: que afecta a todos los rincones de la personalidad y destruye al más pintado. La especialidad de González consistía en extraviar archivos informáticos. Su desesperación era entonces homérica. Se había pasado varios meses reuniendo la valiosa información con la que trabajaba y el documento en el que debía estar había desaparecido de su ordenador, o estaba vacío, o, en alguna ocasión, no era la versión que había guardado, sino otra anterior, o defectuosa, o incompleta. Sus amargos lamentos invadían la oficina. «No lo entiendo, no lo entiendo», farfullaba. Cuando, tras revolver Roma con Santiago en el ordenador y hasta recurrir, siempre sin éxito, a los técnicos informáticos, se convencía de que era imposible recuperar lo perdido, empezaba a acumular otra vez la información que había acopiado, y a cotejarla de nuevo, para alcanzar las mismas sagaces conclusiones a las que sabía que había llegado, pero que se habían volatilizado en el averno de silicio al que tenía que enfrentarse cada día. González representaba, así, el summum de la auditoría, su expresión insuperable: repasaba, no las cuentas, sino lo repasado de las cuentas; repasaba lo ya repasado, y lo volvía a repasar. En una ocasión infausta pero memorable, perdió un archivo que ya había perdido antes, con lo que hubo de volver a lo que ya había vuelto antes, y yo rogaba a la Providencia por que lo extraviase una vez más, con lo que habría que repasar lo ya repasado de lo ya repasado de las cuentas, en un bucle prodigioso que podría haberle llevado a la locura, pero quizá también —quién sabe— al paraíso de los auditores, allí donde alcanzan la beatitud de la revisión imperecedera, de la fiscalización eterna. La Providencia, sin embargo, no atendió mis súplicas. Con la parsimonia funcionarial de los fantasmas —que, como ya están muertos, no tienen ninguna prisa por nada— y las semanas o meses que había de dedicar a resucitar lo que extraviaba, González tardaba años en resolver las auditorías. También era célebre por esto. Se acomodaba en las entidades sometidas a su escrutinio como las cigüeñas en los campanarios: para pasar allí toda la vida. Transcurrían los meses, y las estaciones, y los años, y González seguía apilando papeles y cerciorándose de que dos más dos fuesen cuatro, sin que asomase atisbo alguno de que aquella tarea fundamental, que desempeñaba con el esmero de un calígrafo japonés, se acercara a su conclusión. Empresas hubo que desaparecieron sin que él hubiese acabado su trabajo: un buen día llegó a su razón social, y ya no había razón social. En otras lo trataban como a esos indigentes que se refugian en los aeropuertos de las grandes ciudades: alguien que vive ahí, aunque no pertenezca a ese lugar, y que se entretiene paseando carritos de equipaje de una sala a otra, como González se entretenía trasladando expedientes de un montón a otro.

domingo, 11 de mayo de 2025

Historias de la oficina (I)

A las ocho de la mañana, cuando había de empezar a trabajar, una suciedad blanquecina manchaba todavía las cosas. La luz no se había desprendido aún de la tizne de la noche, y el suelo de las calles olía a mugre tenaz, combatida con poco éxito por los barrenderos. Los manguerazos no disipaban el tufo a madrugada triste: se llevaban los escupitajos, las cajas vacías del McDonald’s con grumos de kétchup, las latas arrugadas de los lateros, la mierda de las palomas y los condones pringosos, pero en el aire persistía un hedor que a mí se me hacía el aroma del mundo. Salía todas las mañanas del metro con la rigidez de un muerto, y cuanto encontraba a mi paso estaba tan tieso como yo: el torno de salida, que nos expulsaba con un eructo metálico; las escaleras mecánicas, que casi nunca funcionaban; y las caras arrasadas de los cientos de personas que emergían del subsuelo y se desparramaban por la ciudad. Muchos días, en uno de los pasadizos más cercanos a la salida, veía yo al mendigo que lo tenía por oficina. Los indigentes se apuestan así: en zonas de uso privativo, donde su jurisdicción no se discute (y, si se discute, se resuelve a bramidos). Era un hombre aún joven, cuya calvicie no parecía el resultado de una pérdida, sino algo añadido, como un casquete, en una silla de ruedas. Allí sentado, exhibía dos piernas embrolladas, cuyas articulaciones habían mudado de lugar: la rótula estaba en el peroné, el escafoides en el calcáneo, el astrágalo en algún rincón sin identificar. Aquellas extremidades destruidas eran finas como pinceles. El mendigo gangoseaba. Pedía, y no dejaba de pedir, «una moneda, por favor». Aquella repetición maquinal se unía a las demás de aquel espacio: también la gente, también yo, éramos una mera repetición, un acto obcecado, sin otro destino que suceder, cada mañana, cada día, en aquella penumbra lechosa, entre olores de basura pegados a las baldosas y al aire. Cuando salía, por fin, al exterior, me esperaba otra fila de menesterosos. En el edificio donde estaba la oficina, se encontraba también el organismo del Estado encargado de garantizar los salarios que hubieran dejado a deber a los empleados las empresas quebradas o clausuradas. No todo el sueldo, desde luego, sino solo aquella parte que les correspondiese, de acuerdo con las leyes empequeñecedoras que regulaban la prestación —y que, además, solo recibirían después de muchos meses de angustiosa espera—. Las leyes están para eso: para coartar, para restringir, para rebañar: para que no nos olvidemos de que estamos sometidos a las necesidades e intereses de seres superiores a nosotros. Yo salía del metro, y la cola de los solicitantes casi llegaba a la entrada de la estación. Y cada día era más larga. Pasaba por delante de una óptica de lujo, una sucursal bancaria y un megacafé de diseño, en cuya terraza se apretujaban, al mediodía, manadas de turistas encantados de pagar un congo por un sándwich de poliuretano o un filete de hacía una semana, reencarnado en albóndiga. Las caras de los que guardaban cola se sucedían como los adoquines de una tapia. Con las manos en los bolsillos y un cigarrillo sombrío en los labios, la mirada de muchos se diluía en las tinieblas encharcadas de la plaza, o moría en el suelo. Algunas se cruzaban con la mía, aunque yo procuraba mantenerla pegada al periódico que había comprado y en cuya lectura me refugiaba. Sentía vergüenza: por tener trabajo, aunque fuese insufrible, cuando aquellos desgraciados no lo tenían; y por haberme podido comprar un periódico, que casi costaba lo que un desayuno. Su lectura, si es que alguna tenían, eran los diarios gratuitos a los que echaban mano en el metro: páginas desteñidas de noticias absurdas, chillonas o irrelevantes. Apenas alguno hablaba con un compañero. Habían de hacer cola porque el CEGAHA —«Centro de Garantía de Haberes»: un nombre, gongorino, en cuyas connotaciones oscuras ningún cerebro de la Administración parecía haber reparado— solo atendía en persona. Y habían de llegar muy pronto, porque su capacidad era limitada y solo si uno estaba entre las primeras decenas de peticionarios gozaría del privilegio de presentar su solicitud o de cumplir cualquiera de los prolijos trámites que exigía el procedimiento. Peor aún me sentía yo al volver a la calle para tomarme un café en la cafetería de al lado. Subía las escaleras con una urgencia entorpecida por la hilera de parados, entraba en la oficina, fichaba y volvía a salir. No había inconveniente en hacerlo así: era la costumbre de todo el mundo, a la que el jefe, que con los años había aprendido, sabiamente, a mirar para otro lado, no ponía reparos. Un café sin prisa, cuando, según el reloj, ya estábamos trabajando, era la forma habitual de empezar el día. Sheila me servía el café humeante, que casi siempre acompañaba con un cruasán, y entonces, en alguno de los aparatosos pero mediocres sillones del piso de arriba, perpetrados por IKEA, podía abandonarme a la lectura del periódico sin la mirada reprobatoria, o simplemente desvalida, de los cegahados. Al regresar a la oficina, había pasado media hora, o cuarenta y cinco minutos, o algunos días de noticias especialmente sustanciosas casi una hora: todo eso que estaba más cerca de irme a casa.

domingo, 4 de mayo de 2025

Proust y las artes

Soy proustiano desde que, a los dieciocho años, un compañero de la facultad de Derecho que había sido también compañero de colegio, Federico Moncunill Gallo (a quien saludo con cariño desde estas líneas que probablemente no leerá), me recomendó, entusiasmado, En busca del tiempo perdido, un libro —es decir, siete libros— del que yo tenía una vaga constancia, pero que no había leído ni tenía pensamiento de leer. (Ah, qué tiempos aquellos en que estudiantes adolescentes de Derecho se recomendaban, entre clase y clase, heptalogías de autores extranjeros del siglo anterior). La recomendación de Moncunill me cambió la vida, tanto la literaria como la otra. Porque esa es una de las mayores virtudes de À la recherche: que uno crece, muta, se expande como ser humano al leerla. Se comprende mejor, diría yo, porque entiende la sustancia de la que está hecho: el tiempo, que, junto con la incertidumbre, trenza su atribulado paso por este mundo. Proust, cuyos siete prodigiosos ladrillos me leí de un tirón en otros tantos y maravillados meses, pasó a convertirse en mi padre literario —junto con Pablo Neruda, a quien había descubierto unos años antes— y nunca ha dejado de serlo, aunque, desde luego, haya tenido que matarlo, como a todos los padres, e igual que a Neruda, para ser el escritor que soy o que pretendo ser. Por todos estos motivos acudo hoy presuroso a la exposición Proust y las artes, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, recordando la alegría boquiabierta con que recorría, tantos años atrás, las páginas del escritor francés. A la entrada, me reciben varias fotografías y retratos de Proust niño y joven, como la foto que le hizo Paul Nadar en 1887, cuando solo tenía quince años, con un lazo enorme al cuello (Proust, no Nadar) (de Nadar, por cierto, también encuentro más adelante una foto de la impresionante duquesa de Guermantes, uno de los personajes principales de À la recherche), y el tan reproducido de Jacques-Émile Blanche, de 1892, en el que Marcel aparece con la cara culminando una cuña configurada por el propio rostro y el plastrón que gasta, y clavada en la negrura de la levita y el fondo del cuadro; una negrura solo rota por una orquídea, asimismo blanca, en el costado izquierdo. La raya en medio del pelo engominado, las cejas muy cuidadas y el inevitable bigotillo perfilan una expresión circunspecta que sitúa el cuadro en la tradición del retratismo altoburgués de la Europa decimonónica y que no trasluce el espíritu desenfrenado de un escritor revolucionario. A partir de estas imágenes iniciales, la exposición se entrega a una promiscua mezcla de materiales: cuadros de personajes reales que inspiraron los personajes de À la recherche; cuadros que se sabe que contempló Proust a lo largo de su vida; cuadros de pintores que admiraba el escritor; cuadros que pintan paisajes de su novela o de su tiempo; cuadros de tertulias o clubes influyentes de su época; vestidos de damas cuyos salones frecuentara; fotografías del propio Proust, o de sus amantes, en diversos momentos de su vida, y un larguísimo etcétera. El conjunto resulta, así, un tanto acumulativo —todas las exposiciones lo son, pero algunas consiguen disimularlo y singularizar mejor las piezas seleccionadas— y hasta confuso. Obviamente, los mejores representantes del impresionismo se exponen aquí: Degas, Renoir, Cézanne, Manet y Monet (uno de los pintores que inspiró el personaje de Elstir en À la recherche y que aporta, entre otros, varios paisajes de Trouville, uno de los modelos de Balbec). También muchos otros artistas franceses, desde Watteau y Delacroix hasta Gustave Moreau (cuyo Poeta muerto llevado por un centauro —con una lira a la espalda y un paño oportunamente tapándole los pudenda— se menciona en À la recherche) y Raoul Dufy (su En el Bois de Boulogne, de 1920, recoge uno de los paisajes centrales de la novela), pasando por Léger, Corot o el sorollesco Paul César Helleu. De Camille Pissarro se expone, no sé si provocativamente, el famoso Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia, objeto de un dilatadísimo pleito con el que un heredero del antiguo propietario judío del cuadro, que le fue comprado a este por los nazis, viene reclamándolo desde hace años. El hermoso óleo, por si fuera poco, ha sido elegido por el Museo Thyssen para ilustrar la exposición, y aparece reproducido en los cuadros que la anuncian en las calles y en los pasillos del metro. La colección de pintura universal que refleja los intereses de Marcel Proust abarca a muchos otros autores, como Giotto, Vermeer, Tintoretto o Rembrandt. De mi pintor favorito, y también uno de los preferidos de Proust, Vermeer, admiro el magnífico Diana y sus ninfas, un cuadro de 1653 en el que la diosa le lava los pies a una de las ninfas, y que aparece citado en À la recherche. De Rembrandt son dos célebres autorretratos, uno de joven y otro de viejo, que Proust cita para ejemplificar, al final de su novela, los estragos del tiempo en el cuerpo. Tintoretto forma parte del conjunto de obras dedicado a Venecia, la ciudad a la que viajó Proust en dos ocasiones, y que lo enamoró, un amor largamente expresado en En busca del tiempo perdido. En la sección veneciana encontramos, además de dos retratos de Tintoretto de mujeres gordezuelas, a una de las cuales le asoma un pezón, óleos del inglés Turner —otro pintor en el que recaen las preferencias de Proust y también las mías— y del italiano Marieschi, grabados del estadounidense Whistler y aguafuertes y aguatintas del español Mariano Fortuny Madrazo (del que asimismo se ofrece un autorretrato de 1947), todos ellos sobre los paisajes de Venecia. Por último, se expone aquí una de las piezas más interesantes del conjunto: una túnica de Marcel Proust, diseñada por el mismo Mariano Fortuny, de inspiración copta y color rosa fuerte, tejida entre 1910 y 1920. Hay que imaginarse a Marcel con este trapo fastuoso encima y paseando por los salones de su alojamiento veneciano (y parisino), entre flores, cuadros, canales y amantes. La túnica encarna y simboliza el mundo de lujo y preciosismo en el que vivió Proust, su dandismo ilimitado y su pasión estética, y me paso un buen rato contemplándola: debajo de ella estuvo el cuerpo de Proust (igual que en la mayoría de los cuadros que llevo vistos se posaron sus ojos y quizá hasta su aliento) y es una lástima que el cristal que la contiene me impida rozar la tela que tocó su piel, las hebras delicadas que quizá todavía conserven un ápice de su olor. Proust y las artes incluye también no pocas imágenes de los amantes de Proust: por ejemplo, de Reynaldo Hahn, un compositor y músico venezolano que aparece tocando el piano en un óleo de Lucie Lambert de 1907. Las relaciones entre personajes históricos y literarios que pone de manifiesto la exposición se hacen tupidas a veces. Así, una de las hermanas de Reynaldo Hahn, María (a quien Proust le regalaría su túnica copta), se casó con Raimundo de Madrazo, el cual retrató entre 1880 y 1885 a Laure Hayman, que había sido amante del padre de Proust y que este utilizó como modelo para Odette de Crécy, la cocotte de Swann, uno de los principales personajes de À la recherche, casi coprotagonista de la novela, que tan bien interpretó la sensual y nunca olvidada Ornella Muti en El amor de Swann, la película de Volker Schlöndorff de 1983 (francamente, la Muti me parece mucho más guapa que la tal Hayman). Otro amante de Marcel Proust fue Alfred Agostinelli, a quien tuvo contratado como secretario y chófer. Ambos aparecen en una foto de Anda Toucard, de 1908: Agostinelli, con gorra de plato, al volante de un coche antediluviano (a Proust le fascinaban las máquinas), y el escritor, con un casquete como el de los aviadores de la Primera Guerra Mundial. Agostinelli sería el modelo de Albertine en À la recherche (mientras estoy observando la foto, una visitante a mi lado le dice a su acompañante: “Sí, este fue el modelo de Alphonsine...”) y moriría en un accidente de aviación en 1914, algo que sumió al escritor en una profunda depresión. En otra foto, Proust aparece, con ojeras, bigotazo y una sonrisa entre sutil y viciosa, acompañado por Robert de Flers y Lucien Daudet, de quien también estuvo enamorado. La imagen rezuma homosexualidad; es normal que a la madre de Proust no le gustara nada. El que asoma, en un cuadro de Antonio de la Gándara, Retrato del conde Robert de Montesquiou-Fézensac, de 1892, es la persona que inspiró principalmente (siempre hay que hacer estas precisiones: Proust componía sus personajes no con los rasgos de un solo ser, sino con los de muchos, mezclados) el personaje del barón de Charlus, el arquetipo del homoerotismo en À la recherche. En este caso, los rasgos de Montesquiou son de una extrema finura: bigote, labios, nariz, dedos; todo luce de una delgadez lánguida y exquisita (y es curioso que sea así, porque, en mi recuerdo, yo hacía gordo a Charlus). La actriz Sarah Bernhardt, admirada y seguida por Proust, aparece retratada por G. J. V. Clairin, tumbada en diagonal, de blanco, con un gran perro peludo a los pies, los ojos azules y muy poco pecho. El escritor Anatole France está representado por una pieza de Émile Antoine Bourdelle, de 1919, Busto de Anatole France con el pecho desnudo: el entonces prestigiosísimo France —hoy no tanto— había sido el prologuista de la ópera prima de Proust, Los placeres y los días, de la que se muestra un ejemplar de la primera edición en la exposición, e inspiró el Bergotte de À la recherche. James Tissot pinta en 1866 a los miembros de El círculo de la rue Royale, un grupo de aristócratas y prohombres en el que menudean las barbas luengas y los mostachos morrocotudos, las chisteras, los lazos y lacitos, las levitas negras, las poses displicentes, las columnas dóricas y hasta un perro dálmata, y en el que se reconoce, a un lado, con el bastón al hombro, al crítico de arte Charles Haas, uno de los modelos de Swann en la novela de Proust. De Ignacio Zuloaga, en fin, es el Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, de 1913, poetisa y corresponsal de Proust, vestida aquí de rosa intenso y propietaria de una mirada tan lánguida como sus versos. (La selección de todo este arte no le ha gustado nada al crítico de El País, cuya reseña de la exposición se publica casualmente el mismo día en que yo la visito: Tissot es un “relamido pompier”; el retrato de la condesa de Noailles es solo “camp sofisticado”; el de Sarah Bernhardt, “kitsch histérico”; el rembrandt [aunque hay dos], el delacroix, el “feo monet floral” y los tintorettos —que además son “regularcillos”— están metidos con calzador; y hasta el vermeer parece “estar ahí por compromiso o para cubrir el expediente”. Huelga decir que no comparto su despectiva valoración). La exposición se encamina a su final. En las últimas salas, se acopian objetos e imágenes de los años finales de Proust, en los que el escritor, muy enfermo ya —sufría de asma, entre otras dolencias— y agotado de su vida exprimida en salones de alto copete y prostíbulos clandestinos, pero resuelto a reproducirla —a rescatarla del secuestro destructor del tiempo—, se entregó a una escritura furiosa encerrado en su último domicilio, en una habitación con las ventanas tapiadas y las paredes acolchadas para evitar los ruidos, y humedecida por sahumerios constantes que le aligeraban el respirar. En esta parte, encuentro un ejemplar de Monsieur Proust, el relato que hizo su sirvienta Céleste Albaret —la Françoise de À la recherche— de los muchos años dedicados a cuidar a su señor; varias imágenes (fotos de Emmanuel Sougez y Man Ray, y un dibujo de Helleu) de Proust ya muerto, tendido en la misma cama en la que escribía y donde había fallecido, tapado hasta el cuello, con barba y las sempiternas ojeras; y, lo más emocionante, un ejemplar de la primera edición de À la recherche du temps perdu, publicada entre 1913 y 1923 por las Éditions de la Nouvelle Revue Française, y de una prueba de imprenta del primer volumen del libro, con sello del 2 de abril de 1913, plagada de tachaduras y de correcciones y ampliaciones manuscritas de Proust en los márgenes, a su vez plagadas de tachaduras, correcciones y ampliaciones. Cuando no le cabía todo lo que quería modificar o añadir, el escritor pegaba tiras de papel, que a veces se estiraban como pequeños acordeones, a las páginas ya llenas. Estas pruebas no tienen esas inverosímiles prolongaciones, pero siguen siendo un caos. Un caos sublime.

domingo, 27 de abril de 2025

Elogio de la poesía

La poesía es una enfermedad del cerebro.
ALFRED DE VIGNY, Chatterton, III, 5

La poesía rompe cadenas: las cadenas informes del pensamiento y también de la conducta. Todo es uno: la continuidad del ser, desde el surgimiento de la idea, que es simultáneo a la afirmación de la conciencia, hasta el último percance, que consiste en morirse. La poesía perturba esa secuencia imperturbable como una gran mano que removiese el fondo fangoso de un estanque y revelara la condición fugitiva del agua, los pecios escondidos, los peces invisibles, la turbiedad que se ilumina al contacto efímero del sol, el rapto y la subversión y el caos momentáneo de un lecho trastocado por el latigazo clemente de lo inconcebible o lo nunca dicho. La poesía hace que el lenguaje amanezca, y a la luz embravecida de esa alba nos sabemos derramados, desasidos del yo, aferrados al tumulto de las cosas, que procuran una fiebre alborozada y que experimentamos como una quietud alada, como algo que enloquece a la vez que sosiega. En la poesía todo es posibilidad. Y, además de aquello de lo que ha de ocuparse, porque alguien tiene que hacerlo —las nubes que pasan, el trajín de las musarañas, el pálpito del mundo—, atiende a la destrucción de lo consabido, una sustancia ponzoñosa. La certidumbre que perseguimos se coagula en rectitudes lacerantes, aunque no lo sepamos, o aunque creamos que ese espesamiento nos apacigua. La poesía deshace esas durezas y nos embarca en un zigzagueo tenaz: fracturas, espasmos, hiatos ocupan lo que antes gobernaba la rigidez. La poesía desmonta el lenguaje como si vaciara una caja de herramientas. Y no proclama primores bobos ni ejercicios de papiroflexia, sino un estrépito sutil que resuena en el sótano que somos, en las paredes de la ignorancia que nos constituye. Nada es definitivo para la poesía, que avanza por entre los pliegues de la razón —y de la sinrazón, su sosias demoníaco— como una carcoma jovial, como un seísmo al que azuzáramos igual que a un perro. Los ladridos de la poesía desordenan el espacio: nos desordenan. Pero ese desorden se vuelve tierra en la que cada mudanza deposita otro árbol, una hoguera, un yo distinto: alguien que somos nosotros, pero a quien no reconocemos, jadeante de estupor, enemigo, hermano, nadie. Cuánto placer en ese remolino de acasos, en esa conjunción de ocasos, tras los cuales emerge una llanura incandescente por la que, no obstante, caminamos como si la cubriera la hierba. La poesía funde, confunde, ilumina. La poesía es un buey que ruge, un teorema libertario, un cuento para niños escrito con caracteres rúnicos, un axioma con escalofríos, un continente heteroglósico, una crueldad amable, una hemorragia apacible, el bonete de un sabio que nos calamos cuando el sabio no mira, la leyenda escrita en el frontispicio del cementerio, el horizonte que se nos mete en el cuerpo y nos posee como una condenación, la lujuria de la voz enseñoreándose del mármol y de la ceniza, una rosa que nunca acaba de florecer, unos dedos que hurgan en lo infinito y solo sacan arena, pero arena arrebolada de leche y de misterio, una esperanza que insta a escribir, como si el mero acto de la escritura colmara nuestras expectativas, una bienaventuranza que se formula cuando maldecimos, una convulsión rejuvenecedora. La poesía, sumiéndonos en la realidad, saciándonos de realidad, nos exime de la realidad. Con la poesía nos amotinamos: contra nosotros mismos, contra los círculos que nos vuelven lineales (o cuadrados), contra los fangales en los que hemos plantado la casa, contra la pasividad. Y está en todas partes: en el lápiz con el que he escrito «y está en todas partes» y en el cielo que veo por entre las hojas de los plátanos que asedian mi balcón; en la pausa que hago para considerar si he de añadir la palabra «heráldicas» a la palabra «hojas» y en la madera fresca en la que apoyo los pies. La poesía es el antídoto hospedado en el veneno que nos administra cada día el mundo y también el vino que me he bebido al beberme un vaso de leche. Pero es preciso desvelarla: con el cuchillo de la verdad, que no excluye la contradicción, que no se divorcia de la incertidumbre, hay que tallar un cuerpo desconocido, que está en el aire, que estalla y se extingue, como el amor. Su presencia, no obstante, basta para ver. Nos asomamos a lo que no ha existido, pero ya nos ha abandonado. Vislumbramos los músculos desterrados, el rizoma de la impermanencia, la solidez del vacío, y anidamos en ese país, que es un monstruo, o la noche, o la plenitud. La poesía desanuda los laberintos y cincela la nada. Todo acude a su llamada. Los pájaros no cantan más que la poesía ni los endriagos braman menos. Y esa fusión del cero y el absoluto, de suciedad y nacimiento, de sutura y desgarro, nos recrea, como a las cosas las recrea la luz. Una luz insomne, semejante a lo que se nos escapa, a la voz derrotada con la que, gracias a las palabras del poema, prevalecemos.