miércoles, 29 de enero de 2025

Charles Bukowski, el monarca del underground

Charles Bukowski (Andernach, Alemania, 1920-Los Ángeles, EE. UU., 1994) no fue un gran poeta. No tenía demasiada formación; escribía a patadas y a menudo borracho; era soez y descuidado, repetitivo y vulgar; sus poemas se parecen siempre mucho unos a otros: en su obra apenas hay evolución ni sorpresa, y, desde luego, ninguna sutileza; y su elogiada falta de retórica no es tal, sino otra retórica, fundada en exabruptos y elipsis, en escatología y sexo, en una estudiada improvisación y una imperativa astringencia. El propio Bukowski dijo muchas veces, en sus cartas y entrevistas, que le gustaba muy poco de lo que había escrito, que muchos de sus poemas eran malos y que ya se había olvidado de la mayoría. Sin embargo, logró convertirse en poeta, y muy celebrado (John Martin, su editor, lo consideraba «el nuevo Whitman»), a fuerza de querer serlo: por tracción animal, por ciega e indestructible obcecación de escribir, quizá porque sentía, con una intensidad insoportable, que la escritura era la única justificación posible de una existencia que siempre le resultó hostil e incomprensible, y a la que estuvo cerca de renunciar voluntariamente en Atlanta, en 1943, y en Los Ángeles, en 1961. Escribió uno o varios poemas (o relatos) casi todos los días de su vida, incluso entre los años 1945 y 1955, el periodo de sequía creativa más largo que había padecido nunca, según decía, y que bautizó como sus «diez años de borrachera» (aunque no hay que hacer demasiado caso de sus declaraciones: estaban siempre subordinadas al personaje que Bukowski había hecho de sí mismo). E inundó las revistas literarias de su país —todas: tanto las alternativas o underground, que vivieron su edad de oro con la revolución del mimeógrafo entre el final de la Segunda Guerra Mundial y los años 70 del siglo pasado, si es que puede hablarse de «oro» en el caso de unas publicaciones constitutivamente impecunes, como las más respetables y académicas, como Kenyon Review, Poetry: A Magazine of Verse o Beloit Poetry Journal, entre otras— con los poemas que pergeñaba sin descanso, a máquina, turbiamente iluminado por el alcohol, con un cigarrillo en los labios y el sonido de fondo de la música clásica que no dejaba de escuchar por la radio. Los mandaba por correo, sin hacer copias (e incluso sin poner remite), y se olvidaba de ellos. La mayoría eran rechazados. Algunas revistas los juzgaban tan abominables (por beodos, desmañados o indecentes, o por todo a la vez) que ni se molestaban en responder al envío; otras los zanjaban con la consabida nota de rechazo: Bukowski las coleccionaba en una carpeta que no dejaba de engordar, y hasta acabó escribiendo piezas en los que se mofaba de ellas. Si le devolvían los poemas, se los enviaba a otra revista, tan hampante o más que la primera: eso importaba poco. Su rarísima, sobrehumana perseverancia logró que sus poemas crudos, groseros, reveladores de una sensibilidad zarandeada por las ásperas convenciones puritanas de una sociedad estadounidense febril de posguerra y capitalismo, y sacudidos, a veces, por una conmoción existencial que abría a los pies del lector un abismo de sobrecogimiento, fueran calando entre los lectores y críticos, y condujo a Bukowski, a finales de los 60, a lo que siempre había deseado: el reconocimiento y la aceptación literarios. Cuando John Martin, uno de los muchos que se había sentido cautivado por su poesía y que hasta entonces se había dedicado a vender muebles, decidió crear una editorial en 1970, Black Sparrow Press, para publicar la obra de Bukowski y pagarle un sueldo vitalicio de 100 dólares al mes, tanto si escribía como si no, la suficiencia económica, de la que el autor de Cartero no había disfrutado nunca, se sumó al reconocimiento público y le permitió cumplir otro de sus sueños: dedicarse solo a la literatura (sin tener que trabajar en Correos, donde llevaba penando diez años y de donde estaba a punto de ser despedido tanto por su absentismo como, peor aún, por publicar columnas obscenas en la prensa).

De esta inverosímil tenacidad trata, sobre todo, Bukowski. Rey del underground, de Abel Debritto (Madrid, Punto de Vista, 2024), que hace un retrato minuciosísimo de su relación de tres décadas con las revistas alternativas de los Estados Unidos, en las que Bukowski encontró el medio adecuado para encauzar su incontenible creatividad y satisfacer su necesidad de difusión, y que a la postre fueron, como subraya Abel Debritto, fundamentales para su éxito posterior. Debritto destaca también la independencia de Bukowski: pese a sus provocaciones juveniles —acudía a las clases del Los Angeles City College a principios de los 40 con un brazalete con una esvástica— y a que luego se le considerase algo así como un escritor libertario, Bukowski siempre se declaró apolítico: no compartió las reivindicaciones sociales de la generación beat, la más crítica con el sistema, ni ejerció de escritor contestatario, y, ciertamente, en su poesía no hay casi ninguna referencia a los numerosos conflictos políticos y sociales de la segunda mitad del siglo XX. Como dijo en no pocas ocasiones, toda aquella mierda no le interesaba. La obra de Bukowski solo trata de Bukowski: de él, de sus encuentros (y sus peleas) con mujeres, de sus borracheras y de sus apuestas en el hipódromo. Tampoco asumió ningún compromiso estético con nadie que no fuese él mismo. Y tanto le daba publicar en una revista de los Black Mountain como en otra pornográfica (como hizo a menudo en los 70). Se encontraba más cómodo en las revistas alternativas, menos estiradas y puntillosas, pero no desdeñaba —y hasta elogiaba— a las más reputadas del país.

Bukowski. Rey del underground traza, al hilo del relato de las peripecias de Bukowski, un panorama muy documentado del mundo de la edición en los Estados Unidos de la Guerra Fría y de las siempre problemáticas relaciones de los escritores con los editores, los críticos y los demás autores. Debritto, que ha traducido muy bien a Bukowski, se revela como un investigador animado por un tesón equiparable al del poeta angelino. Pertrechado con una vasta y hasta hoy desconocida información, que ha obtenido del examen de la correspondencia y numerosos documentos inéditos del archivo personal de Bukowski, se mete hasta la cocina de la edición alternativa y desvela muchos de sus trucos y miserias. En su afán por remachar lo descubierto, incurre en algunas repeticiones: que las revistas underground fueron decisivas para el triunfo de Bukowski; o que el escritor no se desanimaba con los rechazos; o que quería publicar a toda costa, sin importarle el sesgo o los defectos del medio en que lo hiciera. Un cierto pulimiento habría podido evitar estas insistencias innecesarias. Su trabajo, no obstante, es luminoso y está bien urdido. Pinta con respeto, pero también con sentido crítico, a un autor al que admira. Así, no oculta sus declaraciones extemporáneas, que fueron muchas, ni sus comportamientos reprobables (en las tres ocasiones en que Bukowski fue editor de revistas, para desquitarse de las muchas veces en que había sido rechazado, se ensañaba con los poetas que le enviaban poemas: sus notas de rechazo eran feroces, y hasta llegó a devolver los poemas con anotaciones insultantes o bañados en cerveza o huevo; y en una de esas revistas, Harlequin, rechazó material que su mujer ya había aceptado para vengarse de los editores que habían descartado su obra en el pasado), pero tampoco su vulnerabilidad y, al mismo tiempo, su entereza, una entereza que le hizo mantenerse en pie, aferrado a la literatura, hasta que, rozando los cincuenta años, consiguió acceder al esquivo, largamente perseguido y tan ansiado éxito —en su caso, planetario—, del que solo acabó privándolo, en 1994, una leucemia mielógena.

[Este artículo se ha publicado, con el título de «Tenacidad triunfante», en Letras Libres, nº 280, enero de 2025, pp. 56-57]

viernes, 24 de enero de 2025

El premio de poesía “Lorenzo Gomis”

Anteayer se celebró en la librería Byron de Barcelona el acto de entrega del V premio de poesía “Lorenzo Gomis”, convocado por la revista El Ciervo. Y, como resulta que lo había ganado yo, ex aequo con Juan Vicente Piqueras, no tuve más remedio que asistir. Fue un placer, desde luego, y no solo por el reconocimiento que supone, sino porque constituye una ocasión ideal para renovar lazos de amistad y sentir el afecto de quienes te aprecian (y para que ellos sientan el tuyo). Por allí andaban mis queridos Sergio Gaspar, Jordi Virallonga, Álex Chico (que se encargó, y muy bien, de la glosa del poema de Juan Vicente Piqueras), Anay Sala, Silvia Rins, José María Micó, Alfonso Alegre, Alejandro Duque Amusco y Jorge León Gustà, entre otros que me dejo. También hizo acto de presencia, para mi sorpresa, Estrella Montolio, hoy catedrática de Lengua Española y experta en comunicación, y hace treinta años profesora mía de Lingüística en la Universidad de Barcelona, una de las más competentes (y, sin duda, la más guapa) que tuve en aquellos años aurorales, a la que no había vuelto a ver desde entonces. El hecho de que haya sido precisamente la revista El Ciervo (la decana de las revistas de pensamiento y cultura en España: se fundó en 1951, y sus 74 años de publicación ininterrumpida autorizan a considerarla la más antigua del país, más que la Revista de Occidente, creada en 1923, pero que ha atravesado varios periodos de silencio, uno de ellos especialmente largo, de casi tres décadas, como ayer me recordaba, con comprensible prurito reivindicativo y su habitual bonhomía, el director de la revista barcelonesa, Jaume Boix) la que me haya concedido el galardón (por medio de un jurado en el que figuraban poetas y escritores a los que admiro, como Jesús Aguado, Jordi Doce y Lola Irún, amén del propio Jaume Boix) hace que lo tenga aún en más estima. El Ciervo ha sido siempre un referente literario y cultural, una compañía sosegada y al mismo tiempo incisiva en los procelosos años de la dictadura franquista, de la transición democrática y de hoy mismo, cuando la razón maquinal del tecnocapitalismo —personificada por los magnates digitales constituidos en cohorte plutocrática del infame faraón Trump, con el neonazi Elon Musk a la cabeza— amenaza con arrumbar el legado humanista del diálogo, los derechos humanos y la justicia social que la revista siempre ha defendido. Uno podía no compartir el ideario cristiano que animaba a la publicación, pero no podía dejar de agradecer el espíritu dialogante y progresista con el que lo manifestaba, y sentirse reconfortado por él, como siempre me ha sucedido a mí. Desde esta posición de respeto y defensa de los valores de la Ilustración y la cultura, El Ciervo ha reservado siempre un importante espacio a la poesía, algo para lo que, sin duda, fue determinante la figura de su fundador y director, Lorenzo Gomis, poeta y uno de los pocos ganadores catalanes del prestigioso premio Adonáis. (Hace años, Lorenzo Gomis presentó uno de mis libros de poesía, y eso es algo de lo que todavía me enorgullezco). En ese espacio de preservación de la poesía —y digo bien: “preservación”: como la del lince ibérico, como la de cualquier especie animal en peligro de extinción— se sitúan el premio de poesía que he tenido el honor de recibir (que ya va por su quinta edición, y que han ganado autores tan sobresalientes como José Ángel Cilleruelo, que hizo ayer una espléndida glosa de mi poema, José Luis Rey, Jordi Doce o mi compañero de hoy, Juan Vicente Piqueras) y la constante atención de la revista a la poesía (iba a escribir “al género”, pero he recordado que no lo es, y he optado por la repetición del término). Transcribo a continuación el poema que ha merecido el reconocimiento del “Lorenzo Gomis”. Debo confesar que el hecho de que se premiase un solo poema y de que este no pudiera sobrepasar los treinta versos, me ayudó a vencer la natural vastedad con la que siempre abordo la creación poética. Quienes me conocen, saben que con treinta versos no tengo ni para empezar. Pero esta vez con treinta versos no solo he tenido que empezar, sino también que acabar. Y eso me ha ayudado decisivamente (aunque he utilizado los treinta: no quería desaprovechar ni una sílaba).

LA CASA

No encontrarás la casa en los lugares donde la buscas,
por los que pasas como una sombra que cabalgara a un
                                                                                             [relámpago.
Tampoco en las palabras con que acompañas
la huida, arraigada en las cosas indóciles, en lo que
se insubordina al ser,
en cuanto se desprende de la piel
                                                             y abraza la hoguera
                                                                         [declinante de la tarde.
Esas palabras solo guarecen tu soledad, en cuyo recinto oscuro
fructifican la fiebre y los fantasmas.
                                                                  No darás con nada que
                                                                            [desmienta a la nada,
con nada a lo que puedas acogerte como se acoge el náufrago
a la ola que lo envuelve o al fuste que lo salva. Seguirás
                                                                              [deslizándote por la
superficie de tu propio vaciarte,
por el cauce ametalado de lo que ocurre
y te atraviesa, de los remolinos como dragas
que recorren tu cuerpo y se recluyen en tu cuerpo,
de tantos actos arrumbados en el erial que eres,
a la luz descoyuntada de un amanecer al que no sigue un día.
En esa ladera por la que ruedan papeles en los que depositas
                                                                                               [cicatrices;
en esa ladera en la que ausencia y mundo
se intercambian la piel sin tocar el suelo, como los vencejos,
que honran el aire que los encarcela; en esa ladera donde los
                                                                                                     [perros
lamen tu fugacidad, y tus pasos resuenan exentos de ti,
condescendientes con la muerte, sólidos como el ayer,
en esa ladera, digo, yacerás hasta que el movimiento concluya
y caigas de tu cuerpo como un ojo ácimo,
como un útero que se deshilacha.
                                                              Tu casa es la errancia.
La encontrarás en el aire, habitada
por alguien que no eres tú.

sábado, 18 de enero de 2025

La Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters

Acaba de aparecer, publicada por Galaxia Gutenberg, la Antología de Spoon River, del estadounidense Edgar Lee Masters, un clásico de la poesía contemporánea en lengua inglesa, cuya primera edición data de 1915, pero que se había publicado por entregas desde mediados de 1914 en el Reedy’s Mirror, un periódico de San Luis, dirigido por su amigo William Marion Reedy. Este había animado a Masters a leer la Antología palatina y lo había guiado, así, hasta la obra que le inspiraría su propia antología, o, al menos, hasta la forma —el epitafio— que esta iba memorablemente a adoptar. La Antología de Spoon River ha sido abundantemente traducida al español, sobre todo en los últimos años. Pero ya Jorge Luis Borges había vertido en castellano dos poemas de la Antología de Spoon River y uno de su continuación (mucho menos exitosa que la primera), La nueva Spoon River, en la revista Sur, en 1931, y luego muchos otros lo hicieron, como el catalán exiliado en México Agustí Bartra, los nicaragüenses José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, y el argentino Alberto Girri, cuya versión fue la primera que apareció en España, de la mano de Carlos Barral, en 1974, aunque solo fuese una antología de la Antología: de los 244 poemas del libro, Girri solo nos ofrecía 100, en una traducción pundonorosa, pero no del todo acertada. El caso de Edgar Lee Masters es curioso porque se le suele poner como ejemplo de autor de un solo libro, aunque a su muerte, en 1950, hubiese escrito casi una cincuentena, entre obras de teatro, poemarios, novelas, ensayos y biografías. Tras un puñado de poemarios desafortunadamente enraizados en la literatura victoriana que tantos escritores norteamericanos tenían aún como modelo, Lee Masters se descolgó, en plena Primera Guerra Mundial, con este volumen insólito, anómalo, lleno de energía y de verdad, asentadas ambas en su profundo conocimiento de las gentes y la realidad social del Medio Oeste americano (que había adquirido siendo cobrador domiciliario de los recibos de una compañía de electricidad y, luego, abogado laboralista). Su éxito, pese a las críticas negativas que resultan inevitables cuando se ofrece algo tan singular y distinto, tan ajeno a las convenciones de la época, como la Antología —como ya había padecido Whitman con Hojas de hierba, una de las mayores influencias de Lee Masters—, fue inmediato y arrasador. Pero tuvo una consecuencia lamentable: hizo que Edgar Lee Masters se pasara el resto de su vida buscando repetir aquel éxito inesperado. Y, por más que lo intentó —y lo hizo, como he dicho, en una cincuentena de ocasiones—, nunca lo consiguió. No volvió a dar con esa tecla mágica que permite a un escritor alumbrar una obra prodigiosa, lo que, pese al reconocimiento general y a la concesión de algunos premios importantes al final de su carrera, lo sumió en una progresiva tristeza que acabó en un aislamiento amargo y destructivo. Se ha dicho que la clave de su éxito radicaba en que Masters no sabía muy bien lo que estaba haciendo cuando escribía la Antología, y que seguía sin saberlo cuando ya la había escrito. Si fue así —y es muy probable que lo fuera—, debemos agradecer a esa ignorancia uno de los volúmenes más austeros, veraces y fascinantes de la historia de la poesía contemporánea.

Transcribo algunos pasajes del prólogo:

En los poemas de la Antología de Spoon River, Edgar Lee Masters presenta una suerte de diorama de la vida y los conflictos de una pequeña comunidad rural de los Estados Unidos. Y lo hace desde una perspectiva crítica, con un realismo cruento: cuenta (es decir, los propios muertos cuentan) los adulterios de hombres y mujeres, las estafas que unos cometen y otros padecen, las quiebras fraudulentas de los banqueros, el maltrato que infligen los policías, las manipulaciones y mentiras de los políticos, los abortos vergonzosos, los matrimonios insoportables, los caracteres agriados por el infortunio o la maldad, la indignidad de los borrachos, la desatención o, por el contrario, la opresión de los padres (o de los hijos por sus mayores), las vidas sin presente ni futuro, la venalidad de los jueces, la crueldad y la estupidez de los partidarios de la guerra, el calvinismo desalmado de los predicadores, las elecciones amañadas, la mediocridad de los poetas y los pretendidos intelectuales, las envidias y las disputas vecinales, el clasismo de los que se creen superiores, la moral irrespirable instituida por las autoridades, las iniquidades de los poderosos, la pobreza de tantos. Con pocas salvedades, la Antología de Spoon River es una fascinante galería de miserias, fracasos y abominaciones, formulada con un verbo prieto, pero también con una fogosidad tan puritana como la de los propios puritanos que denuncia. 
(...)
Con este inglés apenas metafórico, salvo en  «La espuniada» y el «Epílogo» —y es mejor que así sea; como en Whitman, las metáforas de Masters resultan gravosamente deudoras de la tradición victoriana—, coloquial, corriente, atento a las cosas cotidianas y los sentimientos comunes, Edgar Lee Masters construye los parlamentos de los muertos, que son síntesis autobiográficas —microbiografías— y monólogos dramáticos: relatos de lo que les ha sucedido en vida, exposición de sus defectos y sus errores —o de las injusticias que han sufrido—, sólidos relámpagos de una memoria arraigada en el sufrimiento o el desengaño. Cada poema constituye un pequeño drama, que puede limitarse a una escena o abarcar una vida entera, trágicamente sustanciada. La voz de los muertos suena, sin excepción, individual e intransigente, subjetiva, parcial, propia de alguien acaso irrelevante, pero siempre único, que ha sucumbido a los agravios de la sociedad, a las injurias del tiempo y a sus propias y fatales imperfecciones, pero que afirma su singularidad irrenunciable, su ser atormentado y cierto. 
(...)
La interpretación de la Antología de Spoon River no puede quedarse —aunque así se haya hecho durante mucho tiempo y por parte de muchos lectores— en la descripción de un pueblo del Medio Oeste americano, por reveladora que sea de una realidad social cierta y difícil, y de unas vivencias personales, tan crudas como nostálgicas. En toda representación crítica de la realidad subyace un modelo ético, un ideal que se anticipa y se desea, o que se ha perdido y se recuerda o reivindica. Y así sucede también en la Antología. Ese diorama de seres que manotean en el caldo hirviente de lo que han sido, compuesto de aspiraciones no sustentadas en aptitudes, o de aptitudes no sustentadas en posibilidades; de esperanzas ilusas o de realidades devoradoras; de virtudes indeseables o vicios seductores; de pequeñeces corrosivas o grandezas inalcanzables; del contacto infamante o exaltador con los otros; de la abrasión creciente de un capitalismo voraz y la ruralidad sofocante de la aldea; toda esa población de muertos parlantes, devastados por la acrimonia de la vida y la severidad de la muerte, forman parte de un cosmos superior, donde residen la justicia y la felicidad, al que se dirigen tanto el autor como sus personajes, en busca de la resolución de sus conflictos y de la salvación existencial. En la exposición de todos estos males y este sufrimiento, de tantos vicios e iniquidades como refiere la Antología, no solo se desnuda a una comunidad, sino también a la comunidad ideal a la que esa otra, real, traiciona y subvierte. 
(...)
La visión que Masters quiere restaurar es la que él conservaba de su niñez en Petersburg, en la granja de sus abuelos, que personificaban a los americanos aún no corrompidos por las bajezas de una modernidad invasora, habitantes de un paisaje paradisíaco y adornados con todas las virtudes de los seres trabajadores, creyentes en Dios y en la igualdad, y tan llenos de individualismo como defensores de la comunidad; y, por extensión, la de una América limpia y pacífica, sin hipocresía ni iniquidad. Un paraíso perdido, en suma, que albergaba esa gran visión democrática que, antes que él, Thomas Jefferson —Masters era un devoto jeffersoniano— y Walt Whitman habían contribuido a canonizar.

Y este es el primer poema del libro, el célebre “La colina”.

¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley,
el pusilánime, el fortachón, el payaso, el bebedor, el
     camorrista?
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

A uno se lo llevó una fiebre,
otro se abrasó en una mina,
a otro lo mataron en una reyerta,
otro murió en la cárcel
y el otro se cayó del puente en el que trabajaba para
     mantener a la familia.
Duermen, duermen, están durmiendo todos en la colina.

¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Lizzie y Edith,
la de buen corazón, el alma de cántaro, la vocinglera, la
     orgullosa, la feliz?
Duermen, están durmiendo todas en la colina.

Una murió de parto vergonzoso,
otra, de mal de amores,
otra, a manos de un cafre en un burdel,
otra, de orgullo herido, por haber querido satisfacer los
     deseos del corazón,
y a la otra, que había vivido lejos, en Londres y París,
la trajeron a su palmo de tierra Ella y Kate y Mag.
Duermen, duermen, están durmiendo todas en la colina.

¿Dónde están el tío Isaac y la tía Emily,
y el viejo Towny Kincaid, y Sevigne Houghton,
y el mayor Walker, que había conocido
a los venerables hombres de la Revolución?
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

Les habían devuelto a los hijos muertos de la guerra,
a las hijas aplastadas por la vida,
con hijos sin padre, llorando.
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

¿Dónde está el viejo Jones, el violinista,
que se lo pasó en grande los noventa años que vivió,
desafiando la cellisca a pecho descubierto,
bebiendo, alborotando, sin pensar nunca en la mujer ni en la
     familia,
ni en el dinero, ni en el amor, ni en el cielo?
¡Míralo!, recordando las antiguas comilonas,
las carreras de caballos de antaño en Clary’s Grove,
lo que dijo una vez
Abe Lincoln en Springfield.



Publicado por: Galaxia Gutenberg
Colección: Serie Mayor
ISBN: 978-84-10317-31-4
Publicado: 29/01/2025
Páginas: 696
Precio: 28€

domingo, 12 de enero de 2025

El Museo de la Garrotxa y el paisajismo de Olot

Hacía mucho que quería visitar el Museo de la Garrotxa, en Olot. Sabía que albergaba una de las mejores colecciones de la escuela paisajista catalana —también llamada de Olot—, de la que mi padre se hacía lenguas cuando yo era niño y empezaba a interesarme por las cosas del arte, y me apetecía mucho conocerla. Así que hoy, aprovechando que un amigo me ha invitado a pasar el día en Cadaqués, hago un alto en la capital de la comarca para visitar el lugar. El Museo se distribuye en las tres plantas del edificio en el que está ubicado, el Hospicio del siglo XVIII, obra de Ventura Rodríguez: una mole imponente, cuyo patio está ahora ocupado por el belén navideño montado por el ayuntamiento. Por sobre las figuras, de tamaño natural, o incluso sobrenatural, se despliegan unas grandes telas de gasa que representan, supongo, los haces de luz que iluminan la escena, y que constituyen la aportación singular de sus creadores a la entrañable historia del pesebrismo navideño. La colección de los paisajistas está en la tercera planta, a la que se accede previo pago de un pequeño óbolo de tres euros. Lo primero que veo es un trozo del paisaje catalán, pero de hace unos 12.000 años: un fragmento fosilizado de unos molares de elephas primigenius, es decir, de mamut, que se conoce campaban por estos lares cuando los volcanes de la región aún no se habían apagado. Aquellas bestias aprendieron a convivir con las erupciones volcánicas, a diferencia de los dinosaurios, que no supieron sobreponerse a los meteoritos. Junto al diente de mamut, encuentro otra pieza curiosa, y que no tiene nada que ver con los demás objetos expuestos en el Museo: una caja de cerámica que representa una caja de pomelos, con el nombre impreso de “Indian River. Citrus. Florida”, obra de Kimiyo Mishima, una artista japonesa, de 1986. Dada mi actual vinculación sentimental con la península de Florida y, en particular, con una de sus habitantes, encuentro grata esta coincidencia, aunque no me explico qué diantres hace una pieza de arte contemporáneo tan exótica como esta en un lugar de hechuras decimonónicas como el Museo de la Garrotxa. Pero aparto este breve desconcierto, que se suma a los muchos que padezco diariamente, y sigo adelante. Y no tardo en llegar a las salas en las que se expone la obra de los principales representantes del paisajismo que he venido a buscar: Joaquim Vayreda i Vila, su hermano Marian y Josep Berga i Boix, adalides de un movimiento en el que, en la segunda mitad del siglo XIX, militaron muchos otros, como Joan Carles Panyó i Figaró, Lluís Rigalt i Farriols, Ramon Martí i Alsina, Jaume Pons i Martí,  Enric Ferau i Alsina, Melcior Domenge i Antiga y Fèlix Urgellés i de Tovar. La pintura de estos autores, influida por la escuela francesa de Barbizon, se sumerge en los hermosos paisajes que los rodeaban —hace ciento cincuenta años, mucho más vírgenes que hoy, a pesar de la industralización que ya había hecho presa en ellos por entonces— para reproducirlos con amabilidad y una sensible inclinación impresionista. Casi todos son paisajes de bosques verdes, entrecruzados de caminos serpenteantes o ríos, o acotados por campos de labor, en los que brilla una luz clara o, si ya ha atardecido, de una penumbra clara. Abundan los payeses con barretina (Olot ha sido, históricamente, una gran productora de barretinas: en 1777, los talleres de la ciudad fabricaban 120 al día, que se exportaban al Rosellón, Nápoles y Marsella) y también las ovejas y las vacas: los personajes de un Olot rural que no escapaba a la idealización: una Arcadia catalana en la que no se pintaban conflictos ni guerras, sino un mundo sosegado, bucólico, con el que se reivindicaba un modo de vida que el trajín del comercio y las fábricas estaba dejando atrás. En casi todos los cuadros —aquí predomina el óleo; casi no hay acuarelas—, se advierte un telo, como una gasa que recubre el paisaje: una claridad neblinosa, nada sorollesca, agónica, melancólica, como de atmósfera que se diluye, de espacio difuminado y huidizo. Pese a la paz de las escenas que recogieron en las telas, la vida de los Vayreda, los capitanes del movimiento, gozó de muy poca paz. Joaquim, el fundador, hombre emprendedor además de artista —llevó la electricidad a Olot—, murió a los 51 años, abrumado por la ruina de sus negocios. Su hermano Marian (con el que, al parecer, se repartía el trabajo: aquel pintaba los paisajes y este, las figuras) falleció también muy joven, con cincuenta años. Muy religioso y tradicionalista, decidió combatir por Dios, por la Patria y el Rey en la Tercera Guerra Carlista, y llegó a formar parte del estado mayor de Francisco Savalls, el comandante general de los carlistas en Gerona, un aguerrido bigotudo del Ampurdán que, en flagrante inferioridad numérica, mantuvo en jaque a las tropas liberales durante los tres años de hostilidades. Marian Vayreda, que era también un escritor solvente, dejó escrito en sus diarios que había llegado a distinguir las balas de Rémington o de Bérdan por el ruido que hacían: más silenciosas las primeras, zumbantes las segundas. Por suerte para él, ninguna le alcanzó fatalmente, pero, con la derrota final de Savalls y sus huestes, tuvo que partir al exilio, y lo hizo a París, claro, el mejor lugar para que se exiliara un artista. Francesc Vayreda, en fin, el hijo de Joaquim, nació con una deformidad y solo alcanzó a vivir 41 años. En las fotos que se exponen de él, presenta una mirada vivaz y un aire a lo Toulouse-Lautrec. En una de ellas, aparece con los dos picos del cuello de la camisa levantados, como dos cuernecitos que le amenazaran la garganta. Muy catalanista, como toda su familia, Francesc se involucró en la lucha política y fue encarcelado por la dictadura de Primo de Rivera. Tras las salas dedicadas al Modernismo —en las que se incluye la célebre serie de carteles publicitarios de los “Cigarrillos París”, en uno de los cuales aparecen dos niños de ocho o diez años fumando, y la cartela se ve obligada a explicar que en aquel entonces no se conocían todavía los males indecibles que acarreaba el tabaco—, me llevo la grata sorpresa de encontrar el no menos famoso cuadro La carga, de Ramón Casas, pintado en 1899 en Barcelona —donde proliferaban las huelgas y las manifestaciones—, con la imagen de una multitud ahuyentada por unos guardias civiles a caballo. En primer plano, uno de los tricornios, sable en mano, ha derribado a un manifestante, que acaba de caer a los pies del caballo, y parece que vaya a salir del cuadro para embestir también al observador. A su lado, ocupando el vasto centro de la pintura, un gran vacío, el principal acierto figurativo de Casas: esa ausencia es el resultado de la represión, de la fuerza bruta, y en ella radica la protesta del pintor. Un no haber dice más que si hubiera sembrado la plaza de gente golpeada, o incluso de cadáveres. Rodeando ese centro, la masa apeñuscada y fugitiva: gente sin rostro que huye de la Benemérita. Ni un solo rasgo humano se advierte en ella. En los jinetes que disuelven la concentración, en cambio, sí se reconocen algunas facciones, oscuras, adustas, y muchos bigotes. El rostro del que monta el caballo que ha arrollado al manifestante y amenaza a quien contempla el cuadro, aparece casi tapado por el cuello de la guerrera, pero el mostacho, bajo el tricornio acharolado, luce espléndido. Al fondo, una mezcla indistinguible, rosada y gris, de nubes y humo de fábricas. El siguiente autor destacado en el Museo es el escultor Josep Clarà i Ayats, también olotino, una de cuyas obras, La diosa, brilla con luz propia en la horrenda plaza de Cataluña de Barcelona, y otra, El desconsol (‘el desconsuelo’), ha ocupado, durante buena parte del siglo XX, el estanque que se encuentra delante del Parlamento de Cataluña (y lo sigue haciendo, pero desde 1985 es solo una copia; el original, que se estaba deteriorando a la intemperie, ha pasado al palacio de la Generalitat). Yo veía esa figura de una mujer desnuda, con la melena derramada y poseída por el abatimiento, escrupulosamente blanca, siempre que iba a pasear, solo o con alguna novia, al parque de la Ciudadela. Aquella visión me llenaba de melancolía, pero también de un poderoso sentimiento de armonía y bienestar, porque, como recuerda Antonio Gamoneda, también el arte que expresa dolor produce placer. Clarà se especializó en mujeres desnudas (en mármol; de las de carne su biografía no nos dice nada especial), una tarea para la que encontró numerosos discípulos, como Enric Casanovas i Roy o Joaquim Sunyer i de Miró, que aporta un infrecuente desnudo integral en Dues figures femenines nues (‘dos figuras femeninas desnudas’), de 1913. (Los escultores de Olot eran diligentes con las formas, pero poco imaginativos con los nombres: a una mujer de pie la titulan “mujer de pie”; a una mujer desnuda, “mujer desnuda”). Hombres desnudos esculpidos por Clarà, en cambio, solo veo uno en el Museo. Frente a los pechos erguidos y montes de Venus poderosos de sus figuras femeninas, este varón me parece bastante escuchimizado. A diferencia de la mayoría de los demás artistas de Olot, Clarà no pertenecía a una familia acomodada: su padre era alpargatero. Como, dada su humilde condición, no podía pagar la exención del servicio militar que lo libraría de ir a pegar tiros en las guerras coloniales y africanas que insensatamente mantenía una paupérrima España, y en las que morían a miles los hijos de los pobres, el escultor se tuvo que exiliar en Toulouse y luego en París, donde conoció a Auguste Rodin y Aristide Maillol, que tuvieron una gran influencia en su arte. El exilio y la represión política han sido una constante en la vida de los artistas de la comarca. Otro de ellos, El pintor Iu Pasqual i Rodés, fue depurado en 1939 por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, por el incalificable crimen de haber dirigido la Escuela de Bellas Artes de Olot, vinculado a la Generalitat, durante los años de la República (de la que, por cierto, hay un hermosísimo busto en mármol en el Museo, cuya amplísima fecha de composición, “entre 1873 y 1939”, indica que no se sabe si fue hecha en la Primera o en la Segunda República). En cualquier caso, el franquismo acogió con benevolencia la escuela paisajista de Olot, aunque sus miembros hubiesen sido catalanistas y republicanos, porque describía un mundo tranquilo y tradicional, lleno de virtudes cristianas, que cantaba a la naturaleza y no se metía en política. Una breve grabación del No-Do, aquel lisérgico noticiario documental que se proyectaba antes de las películas en los cines españoles desde 1942 hasta 1977 (y que debo confesar que, de niño, no me disgustaba ver: es uno de mis muchos placeres culpables), titulada “En el paisaje de Olot”, elogia la forma que tienen los pintores de la comarca de representar “la campiña olotina”. Y lo hace con aquella voz grave, atildada, que seguramente emitía alguien con bigotillo y gomina en el pelo, propia de los galanes de los cincuenta; una voz, no obstante, que pronuncia los nombres y apellidos en catalán como si fueran turcomanos. El Museo de la Garrotxa me reserva una última sorpresa: entre las obras de los artistas olotinos más actuales, encuentro una, Matèria, de un tal Jordi Curós i Ventura, nacido en 1930 y muerto en 2017. Y sitúo así, por fin, al autor de un cuadro que compré en una subasta en Barcelona hace muchos años —un paisaje de playa, de trazo deliberadamente tosco, pero muy luminoso— firmado por “Jordi Curós”. Mi busca en Internet de información sobre el pintor había sido infructuosa, seguramente por mi impericia al hacerlo. Pero hoy subsano esa laguna y me congratulo de poseer una pieza de un afamado representante de la promoción contemporánea de admirable escuela paisajista catalana.

lunes, 6 de enero de 2025

Gloria y clemencia para el lumpen

VILLONADA: BALADA DEL PATÍBULO

O la canción del sexto compañero

ESCENA: “En ce bourdel où tenons nostre estat”.
Se recordará que había seis de nosotros con el Maestro Villon:  cuando este 
esperaba ser colgado de inmediato, escribió una balada que conocéis:
Frères humains qui après nous vivez”.

Brindemos por el árbol de la horca! 
¡François y Margot, y tú y yo, 
bebamos por los alegres, compañeros
que nos decían “Hasta luego” camino de la horca!

Pedro el Gordo, con un garfio como mano izquierda, 
Tomás Ladrón, el “Desorejado”,
Tibaldo y aquella armera
que dio su primera mancha a este puñal
hiriendo al de Guisa que estuvo contento
de hacerlo colega de la “Haulte Noblesse”
y la hizo salir de mala manera,
como un tonto que se burla del desdén de su ama.
 
¡Brindemos por el árbol de la horca! 
François y Margot, y tú y yo,
bebamos por Marianne Ydole,
que el infierno no la abrase cruelmente.

Brindemos por ese par de lúbricos ladrones, 
negra es la brea sobre su traje de bodas,
sus labios se sumieron con las caricias del viento 
como suelen hacerlo cuando sentimos la tensión 
del amor que amó con el desdén del infierno,
y siente los dientes tras la presión de los labios 
contra los nuestros con angustia en el alma
que a través del dolor lucha con la nuestra.

¡Brindemos por el árbol de la horca!
François y Margot, y tú y yo,
por Jehan y Raoul de Vallerie
cuyos esqueletos reciben como pago los vientos de la noche.

Maturin, Guillaume, Jacques d'Allmain, 
Culdou sin un abrigo con el que bendecir 
una porción mezquina de su desnudez
que la ermita de San Huberto 
a su regreso saqueó; 
¡ay!, el árbol pelado enviudó de nuevo
por Michault le Borgne que pudo confesar
“en fe y verdad” a una traidora,
“¿a cuál de sus hermanos había asesinado?”

¡Brindemos por el árbol de la horca! 
François y Margot, y tú y yo:

¿Amará menos Dios a los que amamos
y habrá de herirlos siempre en su flaqueza?

¡Brindemos! ¡Por las horcas! y recemos luego:
que Dios maldiga su propio infierno de inmediato 
y se lleve sus almas a su “Haulte Citee”.

[Ezra Pound. Versión de Jesús Munárriz y Jenaro Talens]

François Villon fue un personaje contradictorio y temible. Bachiller a los dieciocho años y maître con venia docendi a los veintiuno, con veinticuatro se estrenó en el mundo del hampa dejando tieso de una puñalada (o más probablemente varias) a un sacerdote con el que rivalizaba en amores. Huyó de París, pero, gracias a unas cartas de remisión que le consiguió el canónigo Guillaume de Villon, bajo cuya protección lo había puesto su madre y cuyo apellido había adoptado —y que quizá fuera su padre—, volvió a la capital un año después, aunque solo para participar en el robo del Colegio de Navarra, por el que tuvo que exiliarse de nuevo. Pasa entonces un lustro vagabundeando por Francia y no perdiendo ocasión de involucrarse en pendencias y robos. En 1461, consta preso en una cárcel del valle del Loira, denunciado por un obispo, pero tiene la suerte de que Luis XI visite la localidad en que se encuentra la prisión y es perdonado: en aquella época turbulenta, era costumbre amnistiar a los reos con ocasión de las faustas visitas de los reyes. Regresa a París y vuelve a robar. Ingresa en la prisión de Châtelet y de nuevo es liberado gracias a los amigos influyentes que, entre fechoría y fechoría, valiéndose de su atrayente personalidad y su verbo ingenioso, sabía hacer en cortes y castillos. Pero la cárcel medieval era poco dada a rehabilitar a los delincuentes, y Villon, menos dado aún a ser rehabilitado, de modo que, cuando sale de ella esta vez, no tarda en volver a las andadas burlándose de los copistas que hacen su trabajo en casa de un notario. (Es de suponer que se mofaría de ellos por las desastrosas copias que extendían y las muchas erratas que introducían en los legajos). Pero los copistas, que tenían tan malas pulgas como mala ortografía, dejan las plumas y empuñan las armas, y Villon, echando mano también de las suyas, les contesta dejando varios muertos en el empedrado. Da con sus huesos una vez más en Châtelet, pero en esta ocasión, por reincidente, es torturado y condenado a la horca. Sus influencias le permiten escapar de nuevo a su destino, a cambio de diez años de destierro. Entonces se le pierde la pista. No se sabe cuándo, cómo ni dónde muere, aunque no es descabellado pensar que sus enemigos, tan numerosos e influyentes como sus amigos, se las ingeniaran para liquidar discretamente a aquel fustigador de honras, salteador de patrimonios y desbarajustador de vidas, que tanto les había amargado las suyas. (Con su desaparición, Villon se suma a la lista de autores cuyo paradero o cuyo final se desconocen, como Ambrose Bierce, el gringo viejo, que se perdió en las montañas de México, o Arthur Cravan, boxeador y poeta, que naufragó en algún lugar del Golfo de México, de travesía a la Argentina). 
Ezra Pound tampoco se dio una vida fácil. Viviendo en la Italia fascista, cobró fama por sus alocuciones radiofónicas durante la Segunda Guerra Mundial, en las que criticaba ferozmente al capitalismo —y, sobre todo, a alguna de sus más lúgubres instituciones, como la usura—, así como a su país natal, los Estados Unidos, y ensalzaba a Mussolini. Capturado al final de la guerra por sus compatriotas, lo tuvieron encerrado varias semanas en una jaula a la intemperie, abrasado por el calor de día y helado de frío por la noche, y sometido las veinticuatro horas a la luz cegadora de unos focos, en un campo de prisioneros —se entretenía entonces traduciendo mentalmente del chino, aunque no sabía chino—, hasta que lo trasladaron a los Estados Unidos, lo juzgaron por traidor, lo condenaron por loco —para no tener que considerarlo responsable de sus actos y fusilarlo— y lo recluyeron doce años en un hospital psiquiátrico, del que salió, como suele suceder, más trastornado de lo que estaba al entrar. Pero al menos ya no soltaba discursos antisemitas por la radio.
Más allá de las penalidades que ambos sufrieron, los une también un poderoso vínculo literario. Ambos creían en, y practicaban, una poesía austera, erizada y exacta, de una musicalidad a contrapelo, adusta, como a contrapelo y adusta es la vida o fueron, al menos, las suyas. La obra de Villon formaba parte de la lírica medieval, la de los trovadores y los goliardos, la de las canciones de escarnio y maldecir y las danzas de la muerte. La de Pound aspiraba a un regreso a las fuentes prístinas del decir poético —los poetas griegos y latinos, y los cantores del Medievo, con sus voces de estameña—, tras la desmedida y hasta cierto punto patológica expansión de la conciencia que habían propiciado el romanticismo, el simbolismo y las vanguardias. Pound creía que la gran literatura no era más que el lenguaje cargado de sentido hasta el grado máximo que fuera posible, y que ese lenguaje rebosante de sentido se hallaba en los poetas cuyas obras se ceñían a lo esencial y, objetivas y melódicas, establecían un correlato emocional trascendente, estimulado por las asociaciones que las palabras elegidas, tajantes, necesarias, sabían despertar en el lector. Pound consideraba a Villon, como dice en El ABC de la lectura, «la primera voz de hombre torturado por una mala economía, [que] representa asimismo el final de una tradición, el final del sueño del Medievo», y también «el más curtido, el más auténtico, el más absoluto poeta de Francia. El pobre diablo, el realista, el erudito. (…) Un técnico insuperable».
La relación de Pound con Villon fue más allá de la admiración teórica. La obra del norteamericano dialogó con la del francés a lo largo toda su vida, y hasta culminó en una ópera, Le Testament de Villon, que aquel compuso en 1921 y que se estrenó diez años después. Su «Villonada: balada del patíbulo», que apareció en Personae, publicado en 1909, es una de los más logrados ejemplos de ese diálogo. «Villonada: balada del patíbulo» es la versión poundiana —la versión libérrima, la recreación, la prolongación— de la célebre «Balada de los ahorcados», el Epitafio de Villon, en el que el poeta describe, mientras espera a que lo ahorquen, la realidad pavorosa de los ya ajusticiados —«nuestra carne está ya devorada y podrida, / y nosotros, los huesos, nos hacemos ceniza. / (…) La lluvia ya nos tiene mojados y lavados, / y el sol nos ha secado y nos ha ennegrecido; / las urracas, los cuervos, nos sacaron los ojos / y arrancaron los pelos de cejas y de barbas. / (…) hacia un lado, hacia el otro, según varía el viento, / a su antojo nos mueve, sin parar un momento, / por las aves picados lo mismo que dedales» (traducción de Juan Victorio)— y, a la luz de su inminente fin, solicita la benevolencia de quienes los contemplen —y que rueguen a Dios por que los absuelva, aunque no solo para hacerles un bien a los condenados, sino también para hacérselo a ellos mismos, «pues, si queréis mostrar piedad con estos pobres, / Dios no lo olvidará y os podrá ser clemente»: a Villon, como supo ver Pound, lo martirizó siempre una economía precaria, y era muy consciente de que a la gente se la convencía de actuar por los beneficios que pudiese obtener de su acción, como sigue sucediendo hoy— y el perdón del Hacedor. El nexo explícito entre la balada de los ahorcados de Villon y la del patíbulo de Pound es ese verso inicial de la primera que el autor de los Cantos utiliza para situar la «escena» de la segunda: «Frères humains qui après nous vivez» (‘Hermanos, los humanos que aún seguís con vida’).
He dicho antes que la «Villonada» es la «prolongación» del epitafio de Villon, pero debo matizar esta afirmación. Es una profundización antes que una continuación. Pound ahonda en el lamento del francés personalizándolo, convirtiendo esos «cinco o seis que somos» en colgados con nombres y apodos propios: Pedro el Gordo, con un garfio en la mano izquierda, probablemente cortada por algún delito que hubiese cometido; Tomás el Ladrón, que no había perdido una mano, como Pedro, sino las orejas (el desorejamiento, de una o, cuando el delito era más grave, de ambas orejas, era la pena que se imponía si el reo era reincidente; el castigo resultaba muy práctico, porque permitía identificar al facineroso aunque cambiase de residencia); Tibaldo, de quien nada se cuenta, pero que, como los demás, debía de ser un pájaro de cuidado; la armera anónima «que dio su primera mancha a este puñal / hiriendo al de Guisa»; Marianne Ydole, un personaje que Pound toma del poema CLI de Villon («Marion, llamada la Idolle») y para la que se pide «que el infierno no la abrase cruelmente»; los dos «lúbricos ladrones», cuyo nombre se nos escamotea de nuevo, pero que son representados muy vívidamente, cubiertos de brea —con la que se preservaban los cuerpos para que duraran colgados mucho más tiempo y sirviesen así de advertencia al populacho, como señala la nota del poema— y con los labios hundidos, esos labios siempre enfangados en amores indecentes; Jehan y Raoul de Vallerie, «cuyos esqueletos reciben como pago los vientos de la noche», una imagen que remite a la de los cuerpos de la «Balada de los ahorcados» que zarandea el viento, y que insiste en la visión económica de la vida y de la muerte; Maturin, Guillaume, Jacques d’Allmain y Couldou, este último saqueador de la ermita de San Huberto y tristemente desnudo. Pound nos da hasta el nombre de alguien, Michel de Borgne, que no será colgado, dejando así viudo al árbol desnudo, por haber confesado «en fe y verdad» a cuál de sus hermanos había asesinado. A esta amplia y detallada relación nominal de desechos humanos acompaña otra, la de los presentes en el prostíbulo de Margot, que son los que brindan y cantan por los ahorcados: François, Margot —la furcia gorda, madame atrabiliaria de ce bordeau où tenons nostre estat, como concluyen todas las estrofas de la «Balada de la gorda Margot», de Villon, y empieza la «Villonada» (‘este burdel gracias al cual vivimos’, aunque Pound transforma el bordeau original en bourdel)—, tú y yo. Todos ellos confluyen en un poema que es tanto dramático —Pound lo encabeza situando la escena: en un lupanar, reunidos seis personajes y con uno de ellos, Villon, a la espera de ser ahorcado, que compone su epitafio— como narrativo, y al que cabe atribuir un carácter biográfico, al igual que la balada de Villon se considera autobiográfica.
Pound recurre al pentámetro yámbico, el metro clásico de la tradición inglesa, para componer su patibularia letanía, un largo apóstrofe escrito en inglés y francés antiguos —demostrando, una vez más, su gusto por la poliglosia y su capacidad para adoptar la voz de los poetas que admiraba— y estructurado por medio de la anáfora y la enumeración. Constituye la primera el verso «¡Brindemos por el árbol de la horca!», que se repite en cuatro ocasiones, encabezando la primera, tercera, quinta y séptima estrofas, y que se extiende, parcialmente —«brindemos por…», «¡brindemos!»— a la cuarta y novena. La «Villonada» es un ejemplo resucitado de la poesía de taberna, tan cultivada en la Edad Media, con la que se celebra la áspera realidad de la vida y, a la vez, se sublima el dolor y la inexorabilidad de la muerte. La literatura goliárdica abundó en estos cantos rezumantes de vino y lujuria, no exentos de amargura existencial por la brutalidad y la corrupción de la sociedad de la que surgían, y asimismo los poetas provenzales —Pound recuerda en El ABC de la lectura que el arte de Villon «también provenía de Provenza»— cultivaron una poesía satírica y proletaria —si se me permite el anacronismo— en la que se describían estos mundos de germanía, habitados por beodos, rufianes y rijosos. En el poema poundiano, los condenados se dirigen alegres a la horca y recuerdan a quienes los ven pasar que su despedida es solo temporal, un «hasta luego» que comunica la implacable universalidad de la muerte, igualadora de ricos y pobres, de probos y maleantes, de obedientes e insumisos: de todos. Ezra Pound construye un retablo triste y sardónico a la vez, inflamado de humanidad gracias a la personalización de las víctimas, y muy colorista, en el que los cuerpos, vivos y muertos, se imprimen en la página con sus volúmenes ensangrentados, con sus torceduras y desgarros, como criaturas exacerbadas, traídas a la existencia y a su fin por el verbo sin superfluidades del poeta. El espíritu dionisíaco, el aliento órfico y la fúnebre certeza de lo inevitable se funden en los versos y alumbran un canto simultáneamente celebratorio y elegíaco, exaltador por igual de la vida y de la muerte. No obstante, Pound no se olvida de reproducir el objetivo último de la balada de Villon en la suya: la solicitud de perdón. La dos últimas estrofas, la octava y la novena, articulan esa petición de clemencia con una interrogación y una exhortación audaces: «¿Amará menos Dios a los que amamos / y habrá de herirlos siempre en su flaqueza?» y «que Dios maldiga su propio infierno de inmediato / y se lleve sus almas a su Haulte Citee». La justificación de los desmanes cometidos por la flaqueza de los hombres y, sobre todo, la reivindicación del Dios neotestamentario del amor, puestas en boca de Villon, un hombre del primer cuatrocientos educado en la crueldad y la venganza, son revolucionarias, al igual que la confesión del amor que se profesa por los ajusticiados o a los que van a ajusticiar. Y que se le pida al Altísimo que «maldiga su propio infierno», esto es, que actúe contra su propia creación y contra sí mismo, no es menos adelantado… y temerario. El protagonista del poema, Villon, no niega la validez de la doctrina cristiana —confía en Dios y pide rezar—, sino que la adecua a su embrutecido amor por la vida y a su exaltación desesperada de la muerte. Se trata de que Dios vuelva a hacerse hombre en el amor por las más desgraciadas de sus criaturas y de que ejerza el perdón infinito del que se le considera señor y al que los hombres no renuncian. Se trata, en suma, de cancelar el mal bañándolo en el vino con el que se brinda por el árbol de la horca y, al mismo tiempo, en el océano de la bondad divina.

[Este artículo se ha publicado en Por Poder, álbum Versàlia nº 4, Sabadell (Barcelona), Papers de Versàlia, 2024, pp. 85-95].