miércoles, 2 de julio de 2025

Trato carnal

Ayer, un grupo de poetas nos dedicamos al trato carnal en el Centre Cívic Can Deu. Por desgracia, ese trato no consistió en un gozoso intercambio de fluidos, sino que se limitó a lo que nos permitía nuestra condición de poetas: leímos poemas. No hubo, pues, orgías ni despelotes, ni siquiera un triste manoseo, pero quiero pensar que nuestra lectura hizo subir la temperatura del local, aunque no estoy seguro de que eso fuera bueno: Barcelona estaba entonces a más de treinta grados. La lectura, titulada así, "Trato carnal", se inscribía en la Setmana de l'Eròtica organizada por el centro cívico que nos acogió, en la hermosa plaza de la Concordia (una plaza, presidida por la iglesia del Remei, construida en 1850, y por el palacete modernista que hoy es el centro cívico, de 1847, que todavía conserva las características de una plaza de barrio, y en la que he pasado muchos ratos agradables con mis amigos: el colegio donde estudiaba, hace cincuenta años, estaba a diez minutos caminando del lugar). El poeta Pedro Alcarria fue el maestro de ceremonias, y se distinguió, como siempre, por su cordialidad, su buen hacer y la diligencia con la que presenta a los poetas: no los despacha con un par de vaguedades desordenadas, como suelen hacer tantos presentadores desorejados, sino que pergeña verdaderos microensayos, en los que resalta las características particulares de cada cual e invita a escucharlos con atención. Participaron en la lectura nueve poetas, además del propio Alcarria, que leyó una pieza prologal: Silvia Rins, Jorge León Gustà, la hispanomexicana Blanca Estela Domínguez, José Ramón Ayllón Guerrero, Dolors Fernández Guerrero, el hispanoestadounidense Craig Martin Goetz, Gloria Bosch, Iris Parra y un servidor. Me felicité especialmente por la participación de Silvia, Jorge y Blanca, buenos amigos, además de buenos poetas. (También entre el público había gente querida, como Sol Mussons, a quien dediqué mi lectura, Lola Irún y Mateo Rello; y hasta público no poeta, como señaló con satisfacción Pedro Alcarria en la inexcusable cerveza postlectura). La pluralidad de sensiblidades estaba garantizada: hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, leímos en feliz mezcolanza y plena libertad. No hubo demasiadas guarrerías: el tono, en general, fue antes lírico que sicalíptico. Yo sostuve un debate íntimo que no resolví hasta el último momento: no me decidía a leer una de mis sextinas soeces, que quizá habrían aportado una saludable cuota de pornografía al evento, y finalmente no lo hice: opté por un poema serio e institucionalmente erótico, perteneciente a Tú no morirás (Pre-Textos, 2021), con el que, precisamente, concluyó el acto. Quien sí se dejó de zalamerías y cantó a algo tan prosaico, masculino y lamentable como que el badajo haya languidecido en colgajo, fue Jorge León, que cerró su poema con este apóstrofe memorable: "¡Oh, cielos! ¡Oh, cialis!".

Yo leí cinco piezas: dos décimas, dos haikús y este poema en prosa:

El cuerpo es anterior a la posesión, pero no existe sin ella. El cuerpo se insinúa con ferocidad de nube, cunde con la urgencia del granizo y nunca se disipa: persevera en su espesura de torrente, en su fuego cartilaginoso. El cuerpo sucede como si un rayo arañase la oscuridad que lo acoraza, como si un animal indecible derrotara a la opacidad, y desovara monstruosamente, y se me subiera al pecho, inflamándose, sepultándose.

Ese cuerpo, tu cuerpo, se desembaraza de veladuras y es: emerge del tacto con que lo envuelvo —de ese tacto mío que es su membrana—, de las imágenes con que lo invisto para aplacarlo y aplacarme, de la lluvia que deposito, con la punta de la lengua, en el recinto amurallado de su existencia. Se deshoja, con una lentitud que afluye a la lentitud de la tarde, de las adherencias del tiempo, de cuanto el tiempo le ha arrancado con sus espátulas voraces, y comparece, tormentoso, en la menudencia turquesa de un sujetador, o en la ínfima tormenta de un aroma, o en el recuerdo urente de algo que no ha ocurrido. El cuerpo se desprende de sus asideros y me exhorta a claudicar: renuncio, pues, a mis espuelas; abandono el páramo de lo conocido. Luego, da en isla. Se ha agostado la maleza en que se abrigaba lo inclemente. El ahora que abarca todos los minutos, el ahora irreversible, el ahora sin otro presente que lo ya sucedido y lo aún por suceder, fracasa sin ruido, pero con la inevitabilidad de una estrella que nace, y reaparece con fiereza de rosa, rehecho de felpa y explosión, como seda cárstica semejante a algo nunca muerto, a una pupila que todavía no conoce al ojo, a un estruendo quedo que cae como un cuerpo y se ofrece a la opresión de los muslos, a la extirpación de la oscuridad.

El cuerpo, ahora, después, tu cuerpo, me avienta y me enraíza, me excede como una ola sin orilla en que morir, me envisca como si no fuese un cuerpo, sino una lengua, me asimila como los pétalos asimilan el rocío, o como lo conciben. A tu cuerpo voy como si me perdiera, enzarzado en la refriega inmóvil de tus vértebras, en la ablación de lo que pesa, de lo que se sobrepone al desamparo y prodiga el ácido de la mansedumbre. Repudio la soledad cuando me agolpo en tu vientre y ocluyo sus oquedades con el mío. Lamo mucosas: contabilizo meteoros. Irrumpo en la sequedad de tus ríos. Abrazo apéndices: lloro, amo. En el cuenco de tus lomas, donde se embravece la sangre y naufraga en una tierra sin incertidumbre, me ratifico: me sueño. Estás aquí: soy. Acuno rodillas, bebo uñas, ablando dientes, imanto tendones: poseerte me desposee. Cuanto más crece esta savia que acendra mi delirio, más me llago, más se espesa la sinrazón. Mis labios recalan en tu boca: se acuestan en tus encías y, en la pradera escarlata de la lengua, sobreviven a la injuria de los días, a la pesadumbre del latido. Persiguen algo sin mancha, algo que refute la hipocresía, un hálito o desnudez que desenmascare al anochecer, que desbarate los arrequives de la mentira.

El cuerpo es una isla, y yo la circunnavego: colonizo sus arroyos y sus vaguadas; opto por la hiel, si es tuya; me adentro en el légamo de tu tibieza; no me arredro ante la enramada de tus entrañas; oigo lo que desoyes y lo que escupes, como si te formaran estratos desacordes, como si no pudieses decir y tus llamas solo se sometieran a mi caricia.

Entro en ti, isla, aunque tú no estés. Y salgo a las riberas de tu cuerpo desparejado, entre tumultos de médanos y mordeduras; y me ahínco en tu olor y tus caderas; y me abandono a las trochas vírgenes de tu noche, donde ululan seres sin voz, donde me reconstruyo; y me inhumo en tus pechos; y me alío con tu saliva, que escuece como una ofensa —pero sabe a mundo: a ti—; y piso el aire, e imprimo en él mis huellas, que son las que has dejado tú en la tierra.

Tu cuerpo ha sobrevivido a todos los combates, y yo he sobrevivido a su menoscabo. Tu cuerpo no morirá. Tu cuerpo es perenne como la muerte.

1 comentario:

  1. Memorable evento.Yo era una de las que esperaba en candeletas tu sextina soez. Pero me encantó la alternativa por la que optaste. Un abrazo.

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