miércoles, 22 de octubre de 2025

Polémicas literarias

En las estancadas aguas de la literatura española actual viene a caer, de vez en cuando, alguna piedra, en forma de polémica, que las agita y atribula. Aunque es una tribulación fugaz, de ondas concéntricas que apenas alcanzan la orilla. Hace algunas semanas, las redes sociales, que tienen atrapado a casi todo el mundo con más fuerza que las almadrabas de los pescadores gaditanos a los atunes del Estrecho, ardieron —como suele decirse— con las manifestaciones de alguien llamada, si no recuerdo mal, María Pombo, que al parecer es una influyente —traduzco del inglés—, es decir, alguien cuya principal ocupación conocida consiste en influir en los demás. Siempre que sé de algún influyente, me pregunto: ¿influir? ¿En qué? ¿Para qué? Y, sobre todo, ¿en virtud de qué? Porque la influencia, como la fama, se ha desvinculado del mérito. Antes, uno influía porque era un científico reputado, o un filósofo iluminador, o un escritor estimable, o un artista revolucionario, o un intelectual crítico, o un político sinceramente comprometido con el bien común, y había trabajado —estudiado, leído, reflexionado— largamente para serlo. Ahora, uno influye porque es influyente. Como María Pombo, a la que no le ha hecho falta nada más, para alcanzar esa privilegiada condición, que ser rica, mona y pija. Antes, también, la influencia derivaba de un saber, de una ciencia, de una autoridad intelectual. El médico no influía por influir, sino porque había descubierto nuevos tratamientos para las enfermedades o innovadores procedimientos quirúrgicos; el jurista tampoco, sino por haber contribuido a mejorar las leyes que regulan la vida de la comunidad; ni el escritor, que bastante hacía con escribir lo mejor que pudiera para preocuparse por influir en los demás. Ahora, el conocimiento no es necesario; basta con saber influir, aunque no haya nada que transmitir, nada que acrezca el patrimonio cultural ni intelectual de los influidos. Pero he divagado. Estaba diciendo que la influyente Pombo había encendido las redes afirmando que a ella no le gustaba leer y que “leer no os hace mejores personas” (se dirigía, al parecer, a los que le habían preguntado, o más bien reprochado, que no tuviera libros en su casa de lujo, decorada con el gusto exquisito de quien no tiene otra cosa que hacer que decorar la casa de lujo). Lo que me sorprendió no fue la soplapollez de la Pombo, experta en soplapolleces, como ha de ser cualquier influyente que se precie, sino la reacción indignada de tantos, que convertía aquella fruslería en una afirmación merecedora de análisis. Muchos, para rebatirla, utilizaron el viejo recurso retórico de darle la razón prima facie —“claro que leer no nos hace mejor personas...”— para, a continuación, subvertir el fondo —si es que lo había— con las verdaderas aportaciones de la lectura (o con los perjuicios de la no lectura, como la que trágicamente aqueja a la Pombo): “...pero sí nos hace menos ignorantes, o más humanos, o nos enriquece mucho, o nos permite vivir más, o nos divierte...” (elíjase aquí la categoría que cada cual prefiera). En realidad, leer nos hace mejores personas, aunque se pueda ser una gran persona sin leer, y también aunque los mayores monstruos de la historia (Hitler, Mao, Stalin sobre todo) hayan sido grandes lectores (y hasta escritores: Hitler pergeñó un libro muy influyente, y Stalin y Mao ¡eran poetas!): a ellos leer no los benefició nada, porque ya eran Hitler, Stalin y Mao. La quimioterapia mejora —y hasta cura— a los enfermos de cáncer, aunque a todos no: hay quien no responde al tratamiento. Las escuelas mejoran —construyen— la educación de todos, aunque algunos alumnos suspendan, o sufran acoso escolar, o los profesores se depriman. Los trenes mejoran las condiciones de vida de la gente —y hasta le son imprescindibles—, aunque a veces se produzca un descarrilamiento o un atropello (o un atentado). La lista de analogías es interminable. Leer no solo reporta placer —que ya es, por sí solo, un mérito muy relevante—: es también una herramienta ética para nuestro crecimiento, para ser más —y mejor— lo que somos: expande la mente, flexibiliza las ideas, relativiza las certidumbres, dilata el lenguaje —la sustancia de nuestro pensamiento—, acrece la compasión y la solidaridad, nos hace más conscientes de nosotros mismos y de quienes constituyen con nosotros el mundo. En suma, nos perfecciona, aunque, naturalmente, no sea el único factor que determine nuestro desempeño ni nuestro destino como seres humanos. Seguramente, a un asesino en serie no le haga ningún bien, o ninguno apreciable en el océano de maldad en el que vive. Aunque quizá, también, la lectura haya rescatado a alguno de la cárcel, o de la delincuencia, o de la sociopatía (y del suicidio). En todo caso, lo más preocupante de este debate chusco no son las sandeces de una millonaria cabezahueca, sino el hecho de que miles de personas —entre las que, ay, ahora me cuento— les presten atención. Lo criticable no es que alguien como María Pombo influya en la sociedad; lo criticable es que miles de miembros de la sociedad le reconozcan ese papel aventajado y se dejen influir por ella. Lo lamentable, en fin, no es que existan las opiniones de la Pombo (ni siquiera la propia Pombo), sino que tantos las ensalcen y las suscriban. 

Una segunda polémica deleznable, pero recurrente —sucede todos los años desde hace una década, más o menos—, ha surgido con la concesión del Premio Planeta a alguien que atiende por Juan del Val. Que el premio literario mejor dotado económicamente del mundo (un millón de euros, más que el Nobel, que este año le reportará 934.000 euros al húngaro de apellido impronunciable que lo ha ganado) vaya a parar a un escritor o escritora desorejados, pero bien situados en el mundo digital y los medios de comunicación, por una novela abominable, se ha convertido en una costumbre española, como lo era sueca no conceder el premio Nobel a Jorge Luis Borges. En cuanto se supo la noticia, brotaron como champiñones las opiniones, no menos indignadas que las de tantos con la Pombo, según las cuales el Premio Planeta se había convertido en un fiasco que desatendía cualquier mérito literario y solo primaba el éxito comercial, que se buscaba con su concesión a una figura atractiva y, sobre todo, mediática. Pero estas opiniones furiosas yerran, no porque no sea cierto lo que dicen —que el Planeta no tiene ya nada que ver con la (buena) literatura y solo responde a un propósito económico—, sino porque sigan considerándolo un premio literario. El Premio Planeta dejó hace mucho tiempo de serlo. Hoy solo es una operación comercial, en la que podemos creer como los niños creen en los Reyes Magos, porque todo el mundo se ha concertado para sostener la fábula, pero que no obedece a nada más que a los intereses mercantiles de una empresa privada. La satisfacción de estos intereses es un objetivo legítimo, mientras todos aceptemos vivir en una economía de mercado: el Grupo Atresmedia, del que es accionista preferente la editorial Planeta, tiene derecho a perseguir los mayores beneficios en su actividad, y para ello acuerda la concesión del premio con una figura ampliamente conocida que crea le va a garantizar mejor la venta de muchos, muchísimos ejemplares. Lo único que cabe reprocharle es que siga llamando premio a esta operación. Eso sí es publicidad engañosa. Para mantener la ficción, este premio fake desde hace tantos años continúa teniendo un jurado —entre cuyos miembros se cuentan literatos del fuste de Pere Gimferrer y hayan figurado en el pasado otros admirables, como Juan Marsé, Carlos Pujol o mi querido José María Valverde; verdaderamente, no alcanzo a imaginarme de qué debaten cuando se reúnen para la concesión del premio— y, lo que es aún más pasmoso, a miles de ilusos que concurren a cada convocatoria. En 2025, han sido 1320, un récord histórico. ¡1320 personas con la ofuscación y la vanidad suficientes como para creer que podían ganar, o ser finalistas, o al menos ser invitados al cóctel que festeja el premio! Este es, de nuevo, el meollo del asunto: lo deplorable no es que una empresa actúe en el mercado para aumentar sus ganancias, aunque sea con la pantomima de un premio que no lo es, sino que los clientes de ese mercado avalen su actuación y compren sus productos. Al cabo de todo este truculento proceso, lo que habrá serán varios cientos de miles de ejemplares de una obra vomitiva publicados, comprados y quizá leídos por otras tantas personas (a las que difícilmente hará mejores). Y estas son las que le hacen realmente el juego a la editorial, los que legitiman la farsa. Para quienes creemos en la literatura, para quienes vivimos en la literatura, hace mucho tiempo que el premio Planeta no significa nada. O sí: lo que no es, lo que no debe ser la literatura. Nuestros intereses están en otra parte. 

Una tercera polémica, y última por hoy, no menos irrelevante que las anteriores, aunque de una mayor perfil institucional, ha sido la que han protagonizado hace muy poco el Instituto Cervantes y la RAE, en las personas de sus respectivos directores: el poeta Luis García Montero y el ensayista —y catedrático de Derecho Administrativo— Santiago Muñoz Machado. La polémica, iniciada por García Montero, refleja bien el espíritu cainita español. Las dos principales instituciones que deben velar por la unidad, limpieza, difusión y progreso de la lengua española, se enzarzan públicamente en una discusión ad personam, perfectamente prescindible, en lugar de trabajar juntas por un objetivo común, cada una ejerciendo las competencias que tiene legalmente asignadas. Es seguro que las diferencias personales ocultan diferencias ideológicas, pero ninguna diferencia ideológica tiene por qué enturbiar el esfuerzo conjunto de ambas entidades por una causa superior. El soplamocos de García Montero a Muñoz Machado y, por extensión, a la RAE fue injusto e improcedente. También lo fueron las respuestas destempladas de Álvaro Pombo, en un artículo caótico y visceral publicado en el ABC, en el que cubría de insultos al director del Cervantes, casi todos de corte ideológico (comunista, burócrata, subvencionado, tiñoso y faltón), menos los referidos a su condición de poeta, en los que acierta (“poeta menor, agradablemente menor”, dice) —Pombo no es un mal escritor, pero lo que sin duda es, es un mal analista político: no por casualidad militó en la desastrosa y fachísima UPyD—; y del inefable Arturo Pérez Reverte, a quien le gusta más una pelea que a un tonto un lápiz, quizá porque necesita afirmar siempre su hombría, al que le faltó tiempo para sumarse a los detractores de García Montero con un mensaje en la red X en el que despachaba sus cogitaciones. Según él, García Montero es una “criatura de Albares” —el ministro de Asuntos Exteriores, del que depende el Instituto Cervantes— y un “mediocre y paniaguado”. El pergeñador de Alatriste remata su dicterio con la pintoresca teoría de que también es el testaferro que el pérfido Gobierno sanchista utiliza “para controlar la Academia” (como si el Gobierno, del que depende financieramente en gran medida la RAE, no pudiera, cuando quisiese, controlar a la Docta Casa por el expeditivo procedimiento de eliminar, reducir o condicionar las generosas ayudas que le presta). Toda esta bronca no ha sido más que una pelea de gallos, impertinentes, bocazas, muy patrios y, lo peor de todos, faltos completamente de sentido y lealtad institucionales.

miércoles, 15 de octubre de 2025

Cartografía del fuego

En Ediciones la Discreta, uno de esos sellos literarios independientes que obran con tanta prudencia como finura, dirigida por el poeta y profesor Santiago López Navia, acaba de ver la luz Cartografía del fuego, un conjunto de tres poemarios —El fuego y la frontera, El vuelco de las batallas y Cualidades de la madera— del poeta barcelonés Miquel-Lluís Muntané, un acreditado autor, de larga trayectoria, en lengua catalana, con la excelente traducción de Antonio García Lorente y Silvia Rins. Estos tres títulos dan una visión sintética pero panorámica de la obra de Muntané, uno de los pocos poetas catalanes actuales que ha cultivado —con la traducción de sus libros al castellano, su presencia en el mundo cultural español y su amistad tanto con los escritores catalanes que escriben en castellano como con el resto de escritores españoles— el nexo entre la literatura hecha en Cataluña y la que se hace en el resto del Estado, un nexo que mantuvieron vivo grandes autores del siglo XX, como Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Joan Maragall y Salvador Espriu, así como la escuela de Barcelona al completo, con Gil de Biedma y Carlos Barral a la cabeza, pero que, en estos últimos y atribulados tiempos, las convulsiones políticas han resquebrajado, si no destruido. 

Este es el segundo poema de Cualidades de la madera:

PIEDRA, PAPEL, TIJERA

Si cierro el corazón antes que tú lo cierres,
¿te habré vencido? ¿Y qué suerte
de triunfo sería esta?
¿El orgullo somete a la soledad?
Hijos del dolor, atizamos, tal vez,
la memoria con el deseo
que secuestra la sangre, y con el peso de la añoranza
se ablanda la furia.
Pero, si te abro el corazón, ¿quién me salvará?
¿Quién gana a quién?
Quien causa daño es siempre el perdedor.

Y esto digo en el prólogo del libro, que he titulado “Escribir el tiempo”:

Los tres poemarios reunidos en Cartografía del fuego reflejan una evolución que puede identificarse tanto con una parábola como con una recta. Espigados de una obra extensa y poliédrica, en la que Miquel-Lluís Muntané ha cultivado casi todos los géneros posibles, y escritos en décadas diferentes (1997, 2009 y 2016), cada uno plasma un asedio distinto a la palabra, una mirada discrepante, pero no enemiga, de su mirada anterior, un matiz esencial. El primero, El fuego y la frontera ―que es el quinto de su producción, iniciada con L’esperança del jonc (‘La esperanza del junco’), en 1980―, cuyo título recuerda al cántico de Juan de Yepes («Buscando mis amores, / yré por esos montes y riberas; / […] y passaré los fuertes y fronteras»), despliega una poesía esmerada, preciosista, de léxico suntuoso, efervescencia cromática y trepidación sensual, en la que las figuraciones oníricas se abrazan a los ecos novecentistas y el virtuosismo técnico no empaña, sino que corrobora, el significado que vehicula.

En El fuego y la frontera, el poeta atiende a los hechos de la cotidianidad, que son, a menudo, minucias, pero que él transustancia en realidad imperiosa ―en epopeya humilde― por medio de la alquimia musical: pormenores elevados a motetes. Miquel-Lluís Muntané recurre con frecuencia a la escansión para cimentar la eufonía de sus versos y, de la mano de sus diligentes traductores, no descuida aquellos mecanismos retóricos que ensanchan la sonoridad de lo escrito, como la aliteración, con la que gusta de subrayar las metálicas sibilancias de algunos fonemas fricativos: «Cuanto más huye de él, / más le azuza Luzbel»; «contornos que surcar / ―con cenefa azulada / y una pátina de paz delicada». (...). Miquel-Lluís Muntané es siempre un poeta musical, y lo es, en particular, en El fuego y la frontera. No solo habla de «compases binarios», «madrigales», «cantos» o «cantatas», sino que transforma la propia voz en madrigal o cantata: explora recurrencias melódicas, se deja acariciar por la azarosa deriva de las consonancias –y nos acaricia a nosotros con ellas– y siembra una fluidez arrulladora y arrolladora en poemas que, por otra parte, son a veces lluviosos y hasta ásperos. No hay contradicción en ello, sino simbiosis. A esta musicalidad radical contribuye también la querencia del poeta por los finales contundentes, que dibujan una suerte de fortissimo con el que cesa, y a la vez culmina, el discurrir lírico. Estas codas o remates acendran lo sugerido o murmurado y, aunque no son moralejas, participan de un cierto propósito moral. 

Porque El fuego y la frontera no oculta una dimensión ética. El poema «Carta de navegar», por ejemplo, es un decálogo moral, de inspiración horaciana. Cada verso enuncia un deber, y todos esos deberes concluyen en el amor, un asunto capital en la poesía de Miquel-Lluís Muntané. (...) Es muy significativo, también, que este poema se titule «Carta de navegar», que el poemario al que pertenece incluya la palabra «frontera» en su título, y que el libro que los abarca a ambos cartografíe el fuego.  (...) Todos aluden a la planimetría, a los accidentes o irregularidades encerrados en un papel, a la geografía amansada por latitudes y longitudes, a los paisajes recorridos o pendientes de recorrer. Y todos metaforizan la vida como un lugar por el que peregrinar, en una versión contemporánea del homo viator barroco, y que medir, para no extraviarnos o para recobrar el aliento y la esperanza después de habernos extraviado. Los poemas de Miquel-Lluís Muntané son breves mapas existenciales: rutas inscritas en su conciencia que despliega ante nuestros ojos como los capitanes de barco desplegaban antes los legajos que revelaban los escollos en los que se podía naufragar o desentrañaban las traicioneras corrientes marinas.  (...) Uno de los sostenes de su confianza en el valor y el significado de lo vivido son sus convicciones religiosas: el poeta se define como «cristiano y de izquierdas», aunque su fe nunca se coagule en tesis, nunca, por fortuna, oscurezca doctrinalmente los poemas. (...)

El vuelco de las batallas, publicado doce años después de El fuego y la frontera, se adentra por las trochas del figurativismo, sin abandonar todavía los parajes, a la vez corpóreos e inmateriales, de su estilo pulimentado. O quizá sería mejor decir que sale de las delicadas espesuras de ese lenguaje anterior para caminar por unas llanuras indóciles, en las que se alternan roquedales y sembradíos. En El vuelco de las batallas prevalecen los recuerdos (...). El poeta evoca escenas antiguas en el pueblo y en el campo, pero también en las ciudades –en Muntané conviven el locus amoenus de la naturaleza y el tráfago de la urbe–, impregnadas de una pureza infantil ―«el paso evanescente de un espectro fugaz: / la infancia remota»― y una recia añoranza. Sus relatos –porque sus poemas también son narraciones– siguen refiriéndose, en su mayoría, a hechos cercanos, a recodos menudos de la existencia, en los que se vuelca una actitud trascendente, o de los que se extrae un aprendizaje moral: hay que soportar el disgusto y el escepticismo que suscitan los fracasos y las injurias de los días para acceder al paraíso de la ilusión, o del amor que no declina, o del humor que diluye lo amargo. (...) No obstante, y pese al amparo que ofrece el amor, la tristeza y la melancolía parecen ganar la batalla en este libro. El tiempo no deja de fluir, y ese fluir llena las riberas de cadáveres. La desembocadura de todo es la muerte, que comparece en varios poemas. (...) Pero el poeta se guarda un as en la manga: el distanciamiento irónico, un donaire elegante, muy británico ―«leve, casi piadoso», dice Eduard Sanahuja en el prólogo de la edición original―, que pretende rebajar las aristas de la muerte. (...)

En Cualidades de la madera, se completa el arco que describe la poesía de Miquel-Luís Muntané, cuya clave de bóveda ―así se titula uno de los poemas de El fuego y la frontera― es una evolución esencializadora del lenguaje. Este tercer libro de Cartografía del fuego enfrenta los poemas a una desnudez doliente. Los sucesos de la realidad y las aflicciones de la intimidad se enroscan en sí mismos y se despojan de toda galanura, para devenir ensueños tangibles, artefactos fibrosos y susurrantes. Desde cierta perspectiva, los poemas de Cualidades de la madera se acercan a lo que, en la poesía española de los últimos cuarenta años, se ha llamado «la poesía de la experiencia», por su inmersión en lo cotidiano, su afán de transparencia y su empeño transitivo. La poesía de Miquel-Lluís Muntané trasciende, sin embargo, los resbaladizos —y a veces viscosos— límites de esta aurea mediocritas para internarse en una incisiva exploración de lo sencillo y abismal. No hay mutación en los asuntos; si acaso, ahondamiento. (...) El pesimismo que ha pespunteado Cartografía del fuego desde el principio, ese reverso oscuro de una moneda cuyo anverso es la esperanza, fermenta ahora en misantropía (...). La dimensión existencial de Cualidades de la madera es ancha y poderosa, aunque los poemas sean concisos y, en apariencia, livianos. Ha crecido desde la semilla inicial de El fuego y la frontera, donde la encubría el trasiego verbal, los relumbres de la música. El paso del tiempo es ahora un paso marcial, que no deja huellas sino depresiones en el camino, y la nostalgia se recrudece hasta morder (...). [Pero] el amor sigue siendo nuestra última causa, el objetivo final de nuestro ser. Y, en efecto, en «Nieve en la luna», el poeta, pese a todas las negruras con las que ha de convivir, o precisamente por ellas, quiere, sutilmente ardiente, «recorrer con los labios / [los] puntos cardinales» de la amada; o en «Pendiente de derribo» sabe, recordando las tardes pasadas en las salas de cine, que «la lágrima clandestina, / el pulso acelerado y el temblor / de poner una mano blanca entre las tuyas, / celebrando la penumbra, / se volverán ceniza junto a ti». (...) Por fin (...) llegamos al último poema del libro, «Principio de acuerdo», en el que se cifra, tras tanto padecimiento o tanto esfuerzo por sobrellevarlo sin perder la sonrisa, el núcleo significativo de esta poesía mesurada pero inquisitiva. El poeta alcanza aquí un compromiso con la vida y consigo mismo: luego de sentir las «lenguas de fuego [que] transitan / por el vientre de la tierra», desaprender «el sutil resplandor de las palabras» y malgastar la vida «en timbas de vacío», algo sucede —un gesto, un recuerdo, un placer, una sorpresa— que nos descubre la grandeza de respirar, que nos une a la naturaleza y a nuestro propio yo; y es entonces, en uno de los finales, sobre rotundos, más conmovedores del libro —el último dístico de Cartografía del fuego—, cuando «podemos sentarnos en el pórtico de los días / ungidos de una paz que no prescribe». Así, Miquel-Lluís Muntané subvierte las premisas, pero suscribe el sentido de lo que dijo Robert Browning y después recordó Borges: «Cuando nos sentimos más seguros, ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».


sábado, 4 de octubre de 2025

Paseando por Llançà

Este año, mi familia y yo hemos decidido pasar unos días en Llançà, uno de los pocos pueblos de la Costa Brava que ninguno de nosotros conoce. Nos alojamos en la casa de unos franceses que goza de unas vistas espléndidas sobre El Port —el barrio en el que nos encontramos; la otra parte de Llançà es la Vila— y el Mediterráneo. La contrapartida de la buena ubicación de la casa es su pésima decoración, una mezcla de plásticos de colores chillones (el rosa es el predominante), setentera y kitsch. (Destaca con luz propia, y nunca mejor dicho, una lámpara de mesa cuyo interruptor es el pene de la figurita que funge de estructura: para encenderla, hay que llevarlo hacia arriba). A uno de mis hijos, la decoración le recuerda a la de La naranja mecánica. La no excesiva comodidad del mobiliario contribuye también a que pronto abandonemos el lugar y empecemos a explorar el pueblo. La primera tarde, en que Álvaro y yo aún estamos solos, y tras zamparnos una buena paella vegetariana en uno de los pocos restaurantes no totalmente carnívoros de la localidad, bajamos hasta la playa del Cros, una de las que jalonan los siete kilómetros de costa del pueblo, y que resulta la más próxima a nuestra residencia. Todo está tranquilo —es finales de septiembre, y la caterva de turistas que lo invaden todo en julio y agosto se han desvanecido, afortunadamente— y disfrutamos de un largo paseo por la playa y el camino de ronda que recorre la costa desde Port de la Selva hasta Colera, el penúltimo pueblo de la Costa Brava, más allá del cual solo queda Port-Bou, cuyo principal atractivo consiste en ser el lugar donde se suicidó —y está enterrado— Walter Benjamin, el filósofo perseguido por la Gestapo. Quizá inspirados por la figura trágica de Benjamin, Álvaro y yo hablamos de la noticia del día, el discurso —por llamarlo algo— de Donald Trump ayer en la sede de las Naciones Unidas. “Hablar” también es un eufemismo, porque a lo que nos dedicamos es a despotricar, saturados de indignación, por la nueva sarta de barbaridades que ha soltado el energúmeno de la Casa Blanca. Mientras nos desahogamos ante las olas del Mediterráneo, que se nos acercan indiferentes, observamos, en el otro extremo de la playa, plantada junto a unas barcas deportivas volcadas en la arena, una tienda de campaña y a unos excursionistas. Habría jurado que acampar en la playa estaba prohibido en Cataluña, pero esta gente no ha tenido, ni tiene, inconveniente en hacerlo. Es más, uno de los campistas está pescando tranquilamente en el mar. Cuando volvemos a casa ya está atardeciendo, y observamos entonces un paisaje encantador: Lançà iluminada, con ese juego de ocres y dorados que difumina los volúmenes y a la vez los enardece. Al día siguiente, ya todos reunidos, seguimos paseando por el hermoso camino de ronda que atraviesa el pueblo. Iniciamos la marcha en el Castellar, el islote que en los años 60 del siglo pasado acabó uniéndose a tierra firme, justo delante de lo que hoy es el puerto deportivo de Llançà, limpio, ordenado, de barcas pequeñas, nada de los yates ostentosos que colonizan otras radas e instalaciones. En el Castellar, una pequeña elevación rocosa, se aúnan vestigios de la Edad del Bronce —se conoce que algunos sapiens ya venían a refugiarse aquí hace 5.000 años—, restos de una torre de vigilancia circular de la Edad Media —otra atalaya de las muchas que recorrían esta costa inveteradamente saqueada por piratas de toda suerte— y los dos búnkeres que la República construyó, durante la Guerra Civil, para protegerse de los ataques de la aviación fascista italiana (otra especie pirata) que machacaba Cataluña desde Palma de Mallorca y de un eventual desembarco de las fuerzas de Franco en la costa catalana —que nunca se produjo—. El paisaje que admiramos es pizarroso, y el negro del granito se alía polémicamente con el blanco del oleaje. El camino prosigue por la tarde en dirección a la Punta d’en Rafel y la playa del Borró. Al principio de la ruta, pasamos por delante de unas casitas antiguas —de los 60 o 70—, que me recuerdan a las que veíamos en el paseo de Calpe, en Alicante, cuando veraneábamos allí, mucho antes de que el hermoso pueblo de pescadores del que hablara con tanta melancolía Arturo Barea en La forja de un rebelde se convirtiera en el Benidorm B que es ahora. Los vecinos han embellecido el camino con barcas de colores, colmatadas de tierra y plantadas de flores, a las que han añadido leyendas convivenciales, algo empalagosas: “No cortes la belleza”, dice una; y otra: “Tú eres el jardín”. (Más adelante, ya en el bosque, comprobaremos que no ceja el ánimo docente de los lugareños: otro cartel nos insta a que no utilicemos el bosque de letrina y nos recuerda que el papel no es biodegradable, aunque se equivoca en ambas cosas: el abono humano contribuye a la lozanía del bosque y el papel sí es biodegradable). También nos cruzamos con seres peculiares: un pastor alemán de tres patas, por ejemplo, y varios alemanes de dos, enfundadas en sandalias y calcetines. Durante el paseo, apreciamos mejor el paisaje torturado de la Costa Brava, los roquedales lávicos, las sendas pedregosas, flanqueadas por pinos que reptan, aplastados contra el suelo por los vientos inclementes, y por cardúmenes de cardos, y los búnkeres que siguen apareciendo, como bocas de cemento, con los labios pintarrajeados de grafitis, entre la vegetación espinosa. Esta abundancia de fortines me recuerda a Albania, donde la obsesión de Enver Hoxha por construirlos, para evitar una invasión del país por parte de los Estados Unidos que el amado líder albanés estaba convencido de que se iba a producir, llenó de ellos los campos y las playas. Como los Estados Unidos tenían mejores cosas que hacer que invadir Albania, desde aquellos búnkeres nunca se disparó un tiro, y quedaron abandonados. Y así, durante décadas, la irrisoria línea Maginot de Hoxha fue utilizada por los empobrecidos albaneses como retrete de campaña o para cultivar champiñones, lo que no deja de ser un comportamiento poético: T. S. Eliot decía que escribir poesía consiste en sacar el máximo partido de una mala situación. En la playa del Borró, que bordea una hermosa bahía, vemos un solitario velero fondeado, que se balancea levemente al suave empuje del agua, y también, sentado en una roca, a un paseante con un chaleco amarillo y un gorro rojo. En la arena, dos bañistas, un hombre y una mujer, se desnudan y se lanzan al mar, cuya temperatura no invita al chapuzón. Pero ellos son audaces y nadan vigorosamente lejos de la playa. Al otro extremo de la bahía, vemos un tren interrumpir fugazmente el paisaje. Nuestra siguiente visita, durante la estancia en Llançà, es el monasterio de Sant Quirze de Colera, en el municipio vecino de Colera. Nos ha recomendado conocerlo Marta, una de mis alumnas de los cursos de poesía que imparto en la librería Nollegiu de Barcelona, y veraneante habitual en Llançà. El monasterio, del siglo X —el propio Carlomagno había autorizado su fundación—, es de un románico primitivo, muy puro. Como no se puede visitar —de hecho, parece algo dejado: la maleza crece junto a los muros y también en el interior—, lo rodeamos paseando. Estuvo fortificado, y conserva la grandeza de los lugares preparados para resistir el ataque de los enemigos, fuesen cuales fuesen; quedan hasta los restos de un foso. Abundan los cardos y el hinojo, cuyo olor anisa el aire. A poca distancia, se alza la iglesia de Santa María, de líneas asimismo muy sencillas, pero deliciosas. Y ambas construcciones ocupan el centro de un pequeño valle, muy verde, sin ninguna otra construcción, salvo el restaurante que las escolta, que, cuando llegamos, está ocupado por una turba de moteros franceses que recuperan, en la terraza del establecimiento, las fuerzas que necesitan para llenar el ambiente de humo y de ruido. Por suerte, tardan poco en irse (estruendosamente) y nosotros ocupamos su lugar (silenciosamente). En el restaurante nos atizamos al cabo de poco un arroz seco con butifarra y bolets que resucitaría a un muerto. En la explanada que antes ocupaban las cabras de los moteros, solo quedan ahora un par de coches y un curioso sidecar lila, que no sabemos si admirar o compadecer. En nuestro último día de estancia, visitamos lo que quizá deberíamos haber visto primero: el centro histórico de Llançà, que es pequeño pero ameno. Para llegar a la plaza Mayor, pasamos por calles engalanadas no con banderines o farolillos, sino con bordados colgados. Se conoce que aquí el bordado es tradición. En una de ellas, hemos de apartarnos, pegándonos a las paredes, para que pase un muro móvil de jubilados que está visitando el lugar y ocupa, como los bordados, toda la vía, de lado a lado. Ya en la plaza Mayor, el primer asombro nos lo proporciona el llamado Árbol de la Libertad, un único plátano plantado en su centro, en 1870, de veinticinco metros de altura, y cuya copa cubre literalmente (es decir, cuya copa copa) toda la plaza. La iglesia de San Vicente destaca junto al árbol, aunque su atractivo radica solo en las empinadas escaleras que conducen a ella, flanqueada por grandes tiestos de flores rojas, y en la propia fachada del templo, de un neoclasicismo despejado y suave, aunque perturbado por una Virgen moderna, a lo Subirachs, en la hornacina que corona la portada. El interior del templo resulta anodino y, como me apunta Álvaro, ni siquiera tiene órgano. No obstante, cuando salimos, dos señoras acarician con devoción las rodillas del Cristo crucificado que se encuentra junto a la puerta de salida, y que, ennegrecidas y gastadas, lucen ya el rastro de muchísimas manos pertenecientes a personas que albergan el pensamiento mágico de que tocar un trozo de madera les pone en contacto con la divinidad. Muy cerca de la iglesia, se encuentra la torre románica, que era el campanario de la antigua iglesia de San Vicente, que fue demolida cuando se construyó la nueva, entre 1690 y 1730. Pero como esta se erigió sin campanario, los llansanenses decidieron conservar la torre y el suyo.