martes, 18 de noviembre de 2025

Manolo Hugué y Caldes de Montbui

Mi amigo Juan Carlos y yo visitamos hoy el pueblo de Caldes de Montbui y el museo de Manolo Hugué, sito en la localidad. Caldes de Montbui es una localidad termal, plagada de balnearios, hoteles y fuentes. Lo es desde el siglo II a. C., cuando los romanos construyeron aquí unas primeras termas, hoy restauradas y visitables: están en la plaza mayor, muy cerca del ayuntamiento. Para ser una localidad donde tomar las aguas, burguesa y vacacional, Caldes no ha dejado de sufrir sacudidas históricas muy violentas. A principios de 1714, durante la Guerra de Sucesión, fue asaltada por las tropas de Felipe V —mil infantes y mil jinetes, capitaneados por el conde de Montemar—, que se abrieron paso por una brecha abierta en las murallas de la villa por los minadores borbónicos. Una vez dentro, según una carta de la época, “fueron pasados a cuchillo cuantos se hallaron tenaces en su defensa, logrando otros muchos la fuga por un gran barranco que hay al otro lado de la Villa, la que luego se entregó al saqueo, y al fuego, hasta no dejar una sola casa que se reservase de tan justo castigo”. Caldes de Montbui fue, así, uno de veinte municipios catalanes arrasados por los felipistas en aquel sangriento conflicto dinástico. Un siglo y medio después, en los últimos días de julio de 1873, y tras haber sobrevivido también al paso de los franceses durante la Guerra de la Independencia (que en Cataluña se llama la Guerra del Francès), en Caldes de Montbui se libró, durante la tercera guerra carlista, una batalla entre los 500 hombres del ejército liberal, más casi 200 del somatén local, al mando del comandante Francesc Puigjaner, y las tropas carlistas, a las órdenes del coronel Martí Miret y el comandante Joan Galcerán (como se ve, las guerras carlistas en Cataluña tuvieron un carácter civil: los combatientes de ambos bandos eran catalanes). Por fin, en la Guerra Civil la localidad sufrió los desmanes de grupos descontrolados de izquierda, que, por ejemplo, quemaron la Santa Majestat, la talla románica del siglo XII de la iglesia de Santa María, aunque no fueron todo lo destructivos que querían: la cabeza sobrevivió al fuego y hoy puede admirarse en una de las capillas del templo. (Por suerte, no quemaron al cura). Cuando llegamos a la plaza mayor, no se respira en el pueblo el menor ambiente bélico. Todo lo contrario: brilla el sol, los pájaros cantan, alguna gente ha empezado a disfrutar del aperitivo en las terrazas de la plaza y unos pocos paseantes, que se mueven con templanza dominical, completan un cuadro sosegado, casi idílico. A nuestro frente queda la fuente del León, que data de 1582. Por qué se llama así no es difícil de averiguar: la corona la figura en piedra del rey de la selva. El agua sale de este manantial a 74º: apenas se puede tocar. Al lado del edificio de las termas romanas, cuya amplia piscina central se ve desde la plaza, junto a una delicada escultura de la diosa Ceres, de Manolo Hugué, se encuentra Thermalia, el museo que alberga varias colecciones, una de las cuales es la del escultor barcelonés. Entramos sin dilación. La primera planta está dedicada al termalismo romano y a las termas de Caldes de Montbui —que, tras mantenerse en funcionamiento desde su fundación hasta el siglo VI, pasaron por largos periodos de abandono o de reutilización espuria: por ejemplo, a principios del siglo XVII fueron la cárcel en la que se encerraba a las mujeres acusadas de brujería; luego, se utilizaron como granero y hasta fueron el ayuntamiento. El hallazgo más destacado en las termas ha sido el fascinus, un pequeño amuleto de oro que representa unos cojoncillos. Los romanos eran muy aficionados a invocar a la fertilidad con amuletos, figuras priápicas o relieves fálicos, y este colgante responde a esa tradición con, pese a la pequeñez de la talla, un pene de considerables proporciones y dos rotundos testículos. El segundo descubrimiento más significativo de las excavaciones que permitieron restaurar las termas es una cabeza del dios Apolo, del siglo II d. C., en mármol blanco, bien conservada (aunque sin nariz, como es costumbre), que se expone también, aunque no en esta primera planta, sino en una superior. Por lo demás, la información que aporta el Museo sobre el fascinante mundo termal de los romanos, recuerda que las termas no eran solo un lugar de baño, sino un centro social, quizá el más importante de las comunidades: muchas tenían, además de los preceptivos tepidarium, frigidarium y caldarium, saunas, salas de masaje y exfoliación, palestra (es decir, gimnasio), tabernas y hasta bibliotecas, por aquello de mens sana in corpore sano: la gente iba a asearse y descansar, chismorrear y hacer negocios (y hasta a apuñalar a alguno por la espalda), pero también a cultivar el intelecto con papiros y pergaminos. En la segunda planta, se nos ilustra sobre el termalismo calderí (este es el gentilicio catalán; no he logrado averiguar cuál es en español). Se nos informa, por ejemplo, de que en los hoteles y baños de la localidad tuvieron estancia Isabel II y su nieto Alfonso XIII, y de que en los balnearios, entre mucho otro personal, tenían un papel destacado las bañadoras (que eran las que les echaban agua por el cuerpo a los huéspedes) y también las responsables de higiene, que no sé si era el nombre que se les daba ya entonces a las meras limpiadoras o el fruto del lenguaje eufemístico y excrecente con el que transformamos hoy las denominaciones directas y comprensibles en otras, sinuosas y adecentadas, como llamar “asistente técnica sanitaria” a la enfermera o “escultor capilar” al peluquero. (Si se trata de esto, algo parecido observaremos en uno de los letreros que informan de la historia de la localidad, donde se califica la actuación de las tropas francocastellanas en la Guerra de Sucesión de “terrorismo militar”, aplicándole un concepto inexistente entonces para sustentar el juicio negativo que algunos hacen hoy de aquella ocupación; por desgracia, desde los tiempos del imperio asirio, las leyes de la guerra dictaban que a las ciudades que se resistían se las ocupaba y saqueaba, y así lo hicieron también los almogávares catalanoaragoneses en Grecia, por ejemplo. Aquello no era “terrorismo militar”, sino, tristemente, la forma en que siempre se habían hecho las cosas: el terrorismo nos lo hemos inventado en el siglo XX). Las plantas tercera y cuarta del Museo son las dedicadas a Manolo Hugué y a su gran amigo Pablo Picasso. Sin duda, Hugué tuvo una vida ajetreada y, durante muchos años, miserable. En su juventud en Barcelona, donde había nacido en 1872, pasó hambre y penalidades, y se inició en una bohemia —cuyo epicentro era Els Quatre Gats— que continuó en París en 1901, con más hambre y penalidades todavía (y el suicidio de un tiro, ante sus ojos, de su gran amigo Carles Casagemas), y de la que no saldría hasta décadas después, cuando se instaló en Ceret, en la Cataluña francesa (“un pueblo catalán con todas las ventajas de ser francés”, según Hugué), en 1910, de la mano de un marchante de arte, Daniel-Henry Kahnweiler, que le ofreció gestionar toda su obra a cambio de una mensualidad (algo parecido le sucedió a Bukowski, a quien un vendedor de muebles, fascinado por su literatura, le ofreció dejar el empleo de cartero con el que se malganaba la vida y publicar toda su obra en la editorial que había fundado con este fin, Black Sparrow Press, a cambio de un sueldo mensual vitalicio; qué pena que nada de esto me haya pasado a mí). Ceret se convirtió, alrededor del eje que suponía la personalidad magnética de Manolo Hugué, en una verdadera corte de artistas. Por allí pasaron Picasso, Braque, Max Jacob, Matisse, Chagall, Tzara, Casals, Juan Gris, Derain, Maillol y un largo etcétera. En Ceret permanecerá Hugué hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, cuando vuelve a Barcelona. Allí le esperan las mismas penurias que ya había conocido, y escribe: “Llegué a Barcelona como un náufrago, muerto como quien dice de hambre. Aquella situación duró dos años y medio, treinta meses inacabables. (...) No podía comer siempre que tenía hambre. Fue infernal”. Al cabo de este periodo espantoso, vuelve a Ceret, donde encuentra alguna paz (y algún dinero gracias a su marchante Kahnweiler). Pero allí también se le manifiesta una poliartritis que limitará gravemente su trabajo. De hecho, ese es el motivo —la incapacidad de mover piezas grandes— por el que su obra se concentra en figuras y cuadros pequeños. La artritis lo devolverá a Cataluña, donde se instalará finalmente en Caldes de Montbui, para beneficiarse de sus aguas salutíferas. Y en Caldes —en Mas Manolo— residió desde 1927 hasta su muerte en 1945. En la obra de Manolo Hugué, predominan las figuras femeninas: encontramos una Venus, una “chula”, una “manola”, una mujer sentada, otra peinándose, una efigie de su hija adoptiva Rosa, una bailaora con abanico, una cantaora, varias maternidades y la célebre representación de “La llovera”, entre muchas otras. Son siempre figuras populares, de pequeño tamaño y formas suaves y rugosas, trabajadas en yeso y bronce negro. La representación masculina suele limitarse a toreros, banderilleros y picadores (y una “paternidad”). Hugué también diseñó joyas, hizo dibujos y acuarelas, y pintó cuadros —paisajísticos, coloristas y luminosos, frente a la oscuridad casi unánime de su escultura—. La íntima amistad que mantuvo con Pablo Picasso, ya desde sus primeros tiempos barceloneses, ha autorizado al Museo a reservar una sala para la obra de este, bien inspirada por Hugué, bien regalada a este. En ella encontramos retratos de Hugué, Totote, su esposa francesa, y su hija Rosa. Como es habitual en los cuadros y dibujos de Picasso, menudean los desnudos femeninos, algo que cuadra bien con el universo de mujeres que siempre envolvió, en su vida y su escultura, a Manolo Hugué. También hay cerámicas picassianas, en las que abundan las imágenes tauromáquicas. Me llama especialmente la atención una litografía, Els dos models, de 1954, hecho a base de levísimos trazos discontinuos, pero que bastan para dibujar una escena de gran fuerza visual: cada línea, cada delgada tinta en el papel, resulta esencial en sí misma, e imprescindible para el conjunto. Cuando salimos del Museo, no puedo evitar sentir —y así se lo digo a Juan Carlos— que Manolo Hugué es un artista menor. Hábil y hasta sugerente, sí, pero falto de la energía creadora, de la ambición que mueve a los grandes hacedores, y sin la capacidad transformadora de la mejor vanguardia. De hecho, el propio Hugué reconoció que sus mayores influencias eran el arte egipcio y el de la antigüedad grecolatina: modelos clásicos, pues, adaptados someramente a la realidad de su tiempo, y hasta hieráticos, en el caso egipcio. Como sucede con otros artistas, lo mejor de Hugué fue su personalidad, ingeniosa, estimulante, desbordante. Su obra constituye solo un aspecto lateral de una forma de ser que lo hizo famoso, y objeto de la biografía que escribió Josep Pla: Vida de Manolo contada por él mismo. La mañana concluye con un largo paseo por el pueblo. De camino al restaurante en el que vamos a comer, tapizado de hojas de arce, rojas como llamas, cruzamos el puente románico —de 1226—, en la lápida de cuya restauración, de 1878, encuentro una falta de ortografía: “... dirijido por el albañil Pablo Cortadela”; vemos el molino de l’Esclop, de 1314, donde un grupo de chicas estadounidenses se está haciendo fotos; la iglesia de Santa María, construida entre 1589 y 1714, con la hermosa portada barroca, constituida por seis columnas salomónicas, y doce capillas interiores, coronadas por hermosas vidrieras, una de las cuales alberga la imagen de la Santa Majestat (que vemos detrás de un grueso cristal protector, aunque ya no creo que haya hoy riesgo de que se le pegue fuego); y varios lavaderos públicos, grandes, limpios y todavía útiles, cuya abundancia se explica por el carácter termal de la villa: el de la Canaleta, de 1929, cuyas aguas manan a 48º, y el de la Portalera, junto a la calle Sinagoga, en el que Juan Carlos me informa de que, la última vez que lo visitó, vio a un chino lavando la ropa.

jueves, 13 de noviembre de 2025

Máscara y compás, de Maruja Mallo

A mi llegada al Museo Reina Sofía para ver la exposición Máscara y compás, de Maruja Mallo, me extraña la cola de gente que encuentro a la entrada, pero no le doy importancia. (“¿Qué estará esperando tanta gente aquí?”, me pregunto para mis adentros). Como siempre había hecho hasta hoy, me dirijo a buen paso al vestíbulo donde se compran las entradas, hasta que caigo en la cuenta, con horror, de que la cola soviética que se ha formado ante el Museo es de gente que, como yo, va a ver la exposición y quiere comprar las entradas. Retrocedo, pasmado, hasta el inicio de la fila, preguntándome qué ha pasado para que nunca, en mis anteriores visitas al Reina Sofía, haya tenido que esperar ni un minuto y hoy, en cambio, se haya concentrado aquí medio Madrid, o media España. Lo que ha pasado es la masificación turística, una de las facetas más visibles de la masificación humana. En la cola, que avanza a paso de quelonio (los franceses que están detrás de mí no paran de quejarse), paso casi una hora, justo detrás de una pareja de gais —uno gordito y el otro muy parlanchín— que me llenan los oídos de noticias y exclamaciones. Cuando por fin entramos en el vestíbulo, comprendo por qué se tarda tanto: solo hay una empleada para vender las entradas a los que no las han comprado ya por internet. Una empleada para centenares de personas, quizá miles, en esta soleada mañana sabatina: he aquí un ejemplo de buena gestión de un museo público. Junto con los inverecundos chascarrillos de los jóvenes que me preceden, me entretiene también la performance de “solidaridad feminista” con El Salvador que tiene lugar en la plaza delante del Museo, y en la que un grupo de mujeres, con tambores y ropas talares, se mueve por la plaza, mientras una de ellas lee los nombres de las mujeres que han sufrido algún tipo de violencia en El Salvador, aunque no me queda claro si es una violencia machista, o gubernamental, o por haber sufrido abortos clandestinos, o todo junto. Accedo por fin, alabado sea el Hacedor, a la exposición, cuya primera sala, dedicada a las “Verbenas”, recoge la parte de la obra de la Mallo que pinta la diversión del pueblo: escenas abigarradas, coloristas, populosas, en las que se reconocen tiovivos, norias, atracciones de feria, matasuegras. Uno de los cuadros más significativos de esta sección, titulada justamente La verbena, de 1927, es el que, reproducido en un enorme cartel, da la bienvenida a los visitantes en la fachada del Museo. Lo habitan, entre muchas otras figuras de la cultura popular española, un guardia civil (solo uno: aquí no hay pareja de la Benemérita), varios marineros, algunos capirotes y hasta un camarero que lleva en la bandeja, airosamente sostenida, una sandía mordisqueada. La turbulencia del cuadro es vanguardista —vagamente surreal— y popular a la vez. En otro cuadro, El mago, de 1926, aparece eso, un mago, que tiene todo el aspecto de Valle-Inclán, con su mesopotámica barba. Kermesse, de 1928 —este, decididamente surreal—, hace un despliegue de disfraces, y en Verbena de la Pascua, de 1927, los protagonistas son los Reyes Magos y un árbol de Navidad. Las verbenas de Maruja Mallo son la parte más explosiva de su producción. El resto de su obra, plural y dilatada, persigue otros efectos, menos vívidos quizá, pero igualmente hondos. En la serie “Estampas” —que la pintora prefería llamar “simbologramas”—, predominan las figuras femeninas —una constante, por otra parte, en su obra, donde aparecen muy pocos hombres—, siempre dinámicas, vitales, y muchas de ellas de gran busto. En la siguiente, “Cloacas y campanarios”, Maruja Mallo pasa a explorar aspectos sórdidos o residuales de la sociedad. Sus cuadros, habitados ahora por figuras difusas e inhumanas, participan de un cierto tenebrismo, de una oscuridad impregnada de inquietud. La mayoría de estas piezas corresponden a la década siguiente a la festiva que vio la eclosión de las verbenas. Grajo y excremento, por ejemplo, fue ejecutado en 1931 (lo excremental está muy presente en estas piezas). Hay un Espantapájaros, de 1930, y un insólito Espantapeces, de 1931, que André Breton adquirió para su colección de rarezas subconscientes. En Antro de fósiles, encuentro esqueletos, lagartijas y herraduras: realidades rastreras o muertas que transmiten la pesadumbre de lo oscuro, encarnado en grises y negros. En muchos de los cuadros de esta sección, veo raspas de pescado: más materia consumida, inútil, pero quizá abono o esperanza de un improbable despertar. Las “Cerámicas”, con figuras animales y vegetales, sobrias y templadas, y las “Arquitecturas” no me interesan demasiado: acreditan el polifacetismo de la artista lucense, pero no consiguen entusiasmarme (pocas cerámicas lo logran: es, sin duda, una carencia mía). En “La religión del trabajo” abundan, otra vez, los rostros y figuras de mujer, pintados ahora con colores suaves (azules claros, ocres), algo naífs, pero perturbadores. En el hermoso Canto de las espigas, tres caras femeninas aparecen entrelazadas por unas espigas de color teja. Los rostros son inexpresivos, como en casi toda la obra de Maruja Mallo, cuyos personajes tiene mucho de hieráticos: la expresividad se la da la pureza de las líneas, la limpidez cromática, la composición arquitectónica y, en ocasiones, el tumulto y la mezcolanza. Las obras que integran esta “Religión del trabajo” cantan a pescadoras y agricultoras: contienen redes, espigas, mar. Maruja Mallo también trabajó para el teatro. La sección así titulada, “Teatro”, recoge su plástica escenográfica, en la que hay títeres y muñecos, y un divertido El arzobispo de Constantinopla. Cuando me acerco a observar con más detalle algunas de estas piezas dramáticas, piso sin darme cuenta unos centímetros de la línea pintada en el suelo que constituye el muro invisible que no puedo atravesar, y recibo la consabida admonición del vigilante de la sala, que se sacude así el aburrimiento, feliz de justificar su presencia en el lugar. En las diferentes salas de Máscara y compás, presto una atención especial a los libros que acompañan, en vitrinas, a las obras expuestas. Reparo en sendas primeras ediciones de La deshumanización del arte, de Ortega y Gasset; de Hércules jugando a los dados, de aquella rara avis fascista y fieramente experimental, Ernesto Giménez Caballero, a quien hasta Franco tuvo que quitarse de encima (por el singular procedimiento de nombrarlo embajador de España en Paraguay); y de Transparencias fugadas, del surrealista canario Pedro García Cabrera, todas cuyas cubiertas cuentan con una ilustración de Maruja Mallo (que también hermoseaban las de Revista de Occidente, cuando la dirigía Ortega, de las que hay muchos números en las vitrinas que veo). Sigo andando. Las “Naturalezas vivas” conforman una serie cabalmente surreal, valga el oxímoron: cada cuadro de esta sección pinta una simbiosis de plantas y animales, que alumbra criaturas imposibles: medusas y orquídeas, caracolas y rosas, estrellas de mar y uvas. Estos extraños seres, polícromos, vivísimos, revelan una imaginación incansable, que atiende tanto a la realidad natural como a las fabulaciones de la mente. Las “Cabezas bidimensionales”, por su parte, incluyen retratos (planos, como el título de la serie indica) de mujeres negras u oscuras, muchas de ellas musculosas y alguna con el pecho desnudo. Unas acróbatas protagonizan Homenaje a los Juegos del 36, pintado veinte años más tarde: el interés por las mujeres activas, deportistas, como metáfora de un espíritu libre y autosuficiente, no decae en ningún momento. El único retrato de hombre está inacabado. Otra serie de rostros, con el título de “Máscaras”, sigue en la exposición: son femeninos, desde luego, y muy hermosos; resultan más expresivos, aún llamándose “máscaras”, que los anteriores de “cabezas bidimensionales”. Las retratadas son mujeres blancas, de piel rosada y ojos azules, que conjugan tenuidad y fortaleza. Muchas son, de nuevo, atletas; otras pasean o corren por la playa. Y de los retratos pasamos a los “Autorretratos”, donde Maruja Mallo aparece fotografiada, en blanco y negro, con Pablo Neruda en las playas de Chile o, cubierta de algas, en la Isla de Pascua. La exposición llega a su fin con una sección de título múltiple: “Moradores del vacío. Viajeros del éter. Protoesquemas”, en la que la obra de la Mallo se esencializa, pierde sus atributos más figurativos y se refugia en lo abstracto, después de su largo viaje por los rincones ocultos o fabulosos de la realidad. Y como no hay concepto sin palabra, como nos recuerda una de las muchas leyendas inscritas en las paredes de la exposición, a los conceptos pintados en los cuadros corresponde una palabra, un neologismo que, una vez más, designa a seres fantásticos: almotrón, geonauta, airagu, glaucopión, protozoario, selvatro. Máscara y compás concluye con la proyección de una interesante entrevista que le hizo Pilar Chamorro a Maruja Mallo en el programa de televisión Imágenes, en 1979. Es interesante, pero también sorprendente por la cantidad de tonterías que puede llegar a decir un artista de la altura de Mallo, la gran pintora de la generación del 27. Me quedo semihipnotizado escuchando sus recuerdos y sus delirios, de pie, entre mucha gente que parece beber de sus palabras como del oráculo de Delfos.  

viernes, 7 de noviembre de 2025

El Premio de Traducción Ángel Crespo por "Transfiguraciones"

El lunes pasado tuve la satisfacción de saber que había ganado el XXVIII Premio de Traducción Ángel Crespo, al que había concurrido con la traducción de Transfigurations, del poeta estadounidense Jay Wright (Transfigurations: Collected Poems, Baton Rouge: Louisiana State University Press, 2000), publicado, con el título de Transfiguraciones, por la editorial sevillana Hojas de Hierba en 2024, y quiero desde aquí agradecer al jurado su decisión. Ha sido un gran honor recibirlo: el Premio Ángel Crespo, convocado por tres importantes organizaciones profesionales: la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, el Centro Español de Derechos Reprográficos y el Gremi d'Editors de Catalunya, es un galardón prestigioso y consolidado —viene concediéndose desde 1998—, que honra la memoria de Ángel Crespo, un gran poeta y un gran traductor. En su nómina de ganadores, figuran numerosos autores a los que admiro y a los que me honra acompañar: Carmen Martín Gaite, José María Micó, Carlos Vitale, Anne-Hélène Suárez-Girard. Este es el enlace con la noticia de la concesión del premio: https://www.acec-web.org/spa/ARTICLE.ASP?ID=6617.

Aunque ya me ocupé de Transfiguraciones en este blog cuando apareció, en noviembre de 2024 (https://eduardomoga1.blogspot.com/2024/11/transfiguraciones.html), y dadas las felices circunstancias que motivan esta entrada, voy a permitirme repetir el asunto, aunque plenamente centrado en la tarea de la traducción. Transcribo, pues, a continuación el original y la versión al castellano del poema 14 del libro Boleros —publicado en 1991—, el séptimo de los ocho que componen Transfiguraciones.

(CALLIOPE ↔ SAHU)

Night enters the Plaza, step by step, in the singular
flaring of lamps on churro carts, taco stands,
benches set with deep bowls of pozole,
on rugs embroidered with relics, crosses, bones,
                                pamphlets, dream books.
Around this Cathedral, there is an order never shaken;
all our eyes and postures speak of the certainty
                               of being forever in place.
These are the ones who always hear the veiled day fall,
the street tile's serpentine hiss under the evening's drone.
Compadre, not all have come from Reforma, along Madero.
There are those whose spotless white manta tells me
they are not from here—as now, you see, a village
wedding party come to engage the virgin's peace.

This evening, in the Zócalo, lanterns become candles,
or starlight, whatever recalls a woman,
beating her clothes on rocks in a village stream.
At her side, a man buckets the muddy water for his stove.
What does the spirit say, in its seating,
when such impurity can console,
and the slipped vowels of an unfamiliar name
                                       rise from the shallows?
Lovers meet here,
and carry consummation's black weed into dawn,
and meet again when the full moon,
                       on its flamboyant feet, surges
over the mud floor of a barrio Saturday night.
She, of the rock, has offered the water man
beans, flour tortillas, cebollas encurtidas and atole,
a hand for the bell dance that rings all night,
the surprise of knowing the name of the horse
that waits in the shadows when the dance has gone.

She knows this room, where every saint has danced,
revolves on its own foundation,
and that the noon heat ache beneath her hair
guides her through a love's lost steps.
Her love lies deeper than a heart's desire,
far beyond even her hand's intention,
when midnight at the feast sings
with the singular arrow that flies by day,
                                          a sagitta mortis.
Now, in her presence, I always return to hands,
parts of that “unwieldly flesh about our souls,”
where the life of Fridays, the year of Lent, the wilderness,
lies and invites another danger.

I sit at the mass,
and mark the quail movement of the priests' hands,
as they draw submission from us.
The long night of atonement that burrs our knees
                                      feeds those hands.
But there are other hands—our own, yet another's—
in the mortar, in the glass,
               tight with blood and innocence.
A cathedral moment may last for centuries,
given to us as a day, and a day, and half a day,
as a baroque insistence lying over classic form,
as the womb from which the nation rises whole.
Inside there, the nation walks the Chinese rail,
arrives at the Altar of Pardon,
                                           lingers, goes on,
to the grotto where the kings stand in holy elation.

Perhaps, this reticent man and woman will find
that moment of exhilaration in marriage, born
on the mud floor when they entered each other
for the good hidden in each, in flesh that needs
                                                   no propitiation.
There must be a “Canticle, a love-song,
an Epithalamion, a marriage song of God, to our souls,
wrapped up, if we would open it, and read it.”

             Adorar es dar para recibir.
How much we have given to this Cathedral's life.
How often we have heard prophecies of famine,
or war, or pestilence, advocacies of labor
and fortune that have failed to sustain.
Compadre, I wish I were clever enough to sleep
in a room of saints, and close my senses
to the gaming, the burl of grilled meat and pulque,
the sweet talk of political murders, the corrido
laughter that follows a jefe to his bed,
all these silences, all these intimations
of something still to be constructed.
But forgive me for knowing this,
                    that I have been touched by fire,
and that, even in spiritual things, nothing is perfect.
And this I understand,
in the Cathedral grotto, where the kings have buckled on
their customary deeds, the darkest lady has entered.
Be still, and hear the singing, while Calliope encounters
                                                                         the saints.
The wedding party,
austerely figured in this man and woman,
advances to the spot where the virgin
                               once sat to receive us.

(CALÍOPE ↔ SAHU)

La noche entra en la Plaza, paso a paso, con el singular
resplandor de las farolas en los carritos de churros, en los                                                                                            [puestos de tacos, 
en las bancas con grandes tazones de pozole
en los tapetes bordados de reliquias, cruces, huesos, 
                                         folletos, libros para interpretar los                                                                                                             [sueños.
Alrededor de esta Catedral, hay un orden que nunca peligra;
nuestras miradas y posturas revelan la certeza 
                                        de estar para siempre en su lugar.
Son los que siempre oyen caer el velo del día,
el siseo de serpiente de las baldosas de la calle, mientras                                                                                                [zumba la tarde. 
Compadre, no todos han venido de Reforma, por Madero. 
Hay algunos cuya manta blanca e inmaculada me dice 
que no son de aquí. Ahora, ya ves, llega de un pueblo
un cortejo nupcial que va a comprometer la paz de la virgen.

Esta tarde, en el Zócalo, los faroles se vuelven velas,
o luz de estrellas, lo que sea que recuerde a una mujer
que lava la ropa contra las piedras de un arroyo del pueblo.
A su lado, un hombre saca cubos de agua fangosa para la                                                                                                              [estufa. 
¿Qué dice el espíritu, desde su sede, 
cuando tal impureza puede ser un consuelo 
y las vocales susurradas de un nombre desconocido 
                                                     surgen de los bajíos?
Los amantes se encuentran aquí, 
y prolongan la ambrosía de la consumación hasta el amanecer, 
y vuelven a encontrarse cuando la luna llena, 
                                           de pies esplendorosos, crece 
en el suelo de barro de un sábado de barrio por la noche. 
Ella, la de la piedra, le ha ofrecido al aguador 
frijoles, tortillas de trigo, cebollas encurtidas y atole, 
una mano para el baile de campanas que suena toda la noche,
la sorpresa de saber el nombre del caballo 
que espera en las sombras al acabar el baile.

Ella sabe que esta habitación, donde todos los santos han                                                                                                            [bailado, 
gira sobre sus cimientos,
y que el dolor que siente bajo el pelo por el calor del mediodía 
la guía por entre los pasos perdidos del amor. 
Su amor yace a mayor profundidad que los anhelos del                                                                                                           [corazón, 
mucho más allá incluso que la intenciones de su mano, 
cuando la medianoche, en la fiesta, canta 
con la flecha singular que vuela de día, 
                                    una sagitta mortis.
Ahora, en su presencia, siempre vuelvo a las manos, 
partes de esa «carne ingobernable que rodea a nuestra alma», 
donde se encuentra la vida de los viernes, el año de 
                                                   [Cuaresma, el desierto, 
que invita a nuevos peligros.  

Me siento a oír misa 
y observo los ademanes sinuosos de los sacerdotes, 
que nos mueven a obediencia.
La larga noche de expiación que nos desuella las rodillas 
                                          alimenta esas manos.
Pero hay otras manos —nuestras, pero ajenas— 
en el mortero, en el cristal, 
               empapadas de sangre e inocencia.
Un momento en la catedral puede durar siglos, 
que se nos dan como un día, y otro día, y medio día, 
como una insistencia barroca con forma clásica, 
como el vientre del que surge la nación entera. 
Allí dentro, la nación sigue la barandilla china, 
llega al Altar del Perdón, 
                            se detiene y luego sigue
hasta la gruta donde los reyes se alzan con santa euforia.

Quizá este hombre y esta mujer reticentes encuentren 
ese momento de júbilo en el matrimonio, nacido 
en el suelo de barro cuando entraron el uno en el otro 
a por el bien oculto en cada uno, en la carne que no necesita 
                                                                                    propiciación.
Debería haber un «Cántico, una canción de amor, 
un Epitalamio, una canción de boda con Dios, para 
                                                               [nuestras almas, 
envuelto, que pudiéramos abrir y leer».

                    Adorar es dar para recibir.
Cuánto hemos dado a la vida de esta Catedral. 
Cuántas veces hemos oído profetizar hambrunas,
guerras o pestilencias, y prever trabajos 
y venturas que no se han cumplido.
Compadre, ojalá fuera lo bastante listo para dormir 
en una sala de los Santos, y cerrar los sentidos 
al juego, al nudo de la carne asada y el pulque,
a la dulce charla de los asesinatos políticos, a la risa 
de corrido que acompaña a un jefe hasta la cama,
a todos estos silencios, a todas estas insinuaciones 
de algo aún por construir. 
Pero perdóname por saber
             que he sido tocado por el fuego
y que ni siquiera en las cosas del espíritu hay nada perfecto.
Y entiendo que
en la gruta de la catedral, donde los reyes se han ceñido 
a sus deberes de siempre, ha entrado la dama más oscura.
No te muevas, y escucha el canto, mientras Calíope se                                                                                                         [encuentra 
                                                                       con los santos.
El cortejo nupcial,
austeramente cifrado en este hombre y esta mujer,
avanza hasta el lugar en el que la virgen 
se sentó una vez para recibirnos.

Cubierta de la segunda edición de Transfiguraciones, que estará en librerías en los primeros días del próximo diciembre.

domingo, 2 de noviembre de 2025

El número 10 de la revista Surco

Surco. Cuadernos de Poesía, la revista creada y dirigida en Sevilla por Antonio López Cañestro, ese poeta y editor con aspecto de príncipe asirio, ha alcanzado este otoño su número 10, que es el 11, en realidad, porque el inaugural recibió el número 0. Tres años, pues, de vida intensa y de exquisita labor entregada a la poesía, porque Surco es, que yo sepa, la única publicación periódica (trimestral) en España, hecha solo en papel, dedicada exclusivamente a la poesía y distribuida en todo el país. En este número, Surco mantiene el nivel de calidad que ha acreditado en los anteriores, cohonestando modernidad y clasicismo, y vuelve a impactar con una portada vigorosa y una entereza de materiales insólita. Continúa asimismo su espíritu cosmopolita, con una atención singular a los poetas de Hispanoamérica los chilenos Jorge Teillier y Enrique Lihn, la mexicana Elsa Cross, el argentino José Ignacio Hernández y la venezolana Cristina Gutiérrez Leal, sin descuidar a los autores españoles, como Emilia Conejo o el poeta al que homenajea este número, el malagueño Francisco Cumpián, amén de la que presta a la poeta lituana Judita Vaiciunaité, con traducción de Pietro U. Dini, y, en la sección “Entrada de Carruajes”, al estadounidense Cecil Taylor, entrevistado por Chris Funkhouser, con traducción de Javier Romero. A una significativa antología de la obra de Francisco Cumpián, fallecido hace pocos meses, “Nunca se puede ser definitivo”, preparada por Antonio López Cañestro, acompañan una semblanza del poeta, escrita por Chantal Maillard, y una hermosa “Elegía al poeta Francisco Cumpián”, del también malagueño Juan Miguel González. El cuaderno in memoriam de Cumpián constituye el eje de un número que gira en torno a la muerte. El epígrafe que precede las 234 páginas de este Surco es un verso de Odyseas Elytis: “La poesía comienza allí donde la muerte no tiene la última palabra”. El poema de Teillier, que puede considerarse el prólogo del número, es una honda elegía al poeta francés René-Guy Cadou, fallecido a los 31 años, en el que se lee: “Pocos saben aquí (...) cómo debe morir un poeta. / Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera / mirando un cesto con manzanas. / ‘He visto morir a un príncipe’, / dijo uno de sus amigos. // Y este primero de Noviembre / cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo / pienso en tu serena y ruda fe...”. Entre los poemas de Francisco Cumpián, encontramos el titulado “Querida muerte”, en el que leemos: “Querida muerte / tengo un lunar en mi hendida penumbra / hay un rascacielos en mi boca / Estas son las señales / pero ya me conoces / Un cáliz derramado / una estrella fugaz que me abandona / (...) Querida muerte / yo te resucito”. Y, en fin, mi contribución al número ha sido un largo artículo, “Memento mori, sí, pero non omnis moriar”, una ojeada panorámica al tratamiento de la muerte en la literatura universal. Reproduzco a continuación el principio de este trabajo:

Escribimos porque sabemos que hemos de morir. Si la muerte no nos estuviera esperando al final del camino con una sonrisa en los labios que no tiene, la escritura no nos reclamaría: no sentiríamos la necesidad de atestiguar lo que hemos sido, lo que hemos aleado en el tambaleante alambique del yo, ante la pavorosa presencia de la nada. Ese testimonio implica un ejercicio de memoria y, como ha escrito Antonio Gamoneda en El cuerpo de los símbolos, «la memoria es siempre conciencia de la pérdida (…), conciencia, por tanto, de consunción del tiempo correspondiente a mi vida y, por esto mismo, conciencia de ir hacia la muerte». La poesía supone, pues, como también ha escrito el autor leonés en Descripción de la mentira, contemplar los propios actos en el espejo de la muerte: sentirlos ciertos, pero ya reflejados —diluidos— en esa luna cruel. 

La muerte nos constituye como humanos, porque nos distingue de cuanto no lo es: de los dioses y su inmortalidad insoportable. La Epopeya de Gilgamesh refiere, entre muchas otras aventuras, el duelo del protagonista, Gilgamesh, por su amigo Enkidu, al que los dioses han condenado a morir en plena juventud por sus actos impíos, como matar al Toro del Cielo. Pero esta terrible desaparición subraya la singularidad y a la vez la paradójica grandeza de los hombres, cuyo mundo es otro que el de las abstracciones empíreas, cuya realidad es inseparable de su provisionalidad. La muerte nos humaniza, porque nos obliga a apurar la vida. Aunque el fragmento no aparezca en La Ilíada, sino que sea fruto del fecundo magín de los guionistas de Hollywood, el breve monólogo del musculoso Aquiles sobre la envidia que sienten los dioses por los hombres —«Te contaré un secreto, algo que no se enseña en tu templo: los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último. Todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más hermosa de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí…»— resulta certero: lo que da valor a la vida es que se acaba, aunque eso también nos dé responsabilidad: la de vivirla plenamente, la de vivirla con la grave responsabilidad de que sea única e irrecuperable. La muerte nos hace ser, a diferencia de los dioses, que no la necesitan para existir y que, por eso, no se juegan nada en ningún embate: ni en la gloria eterna, como el Dios de los cristianos o de los musulmanes (más entretenidos con las setenta y dos huríes que los esperan en el paraíso de Alá, vírgenes, jóvenes e infinitamente afectuosas, que los primeros, que solo aspiran a participar de una inconcreta y uno sospecha que más bien insípida beatitud eterna), ni en los amoríos, zafarranchos y tejemanejes de la mitología grecolatina.

Pero la muerte —las palabras son ahora de otro poeta, Miguel de Unamuno, aquel dudante, pese a proclamarse creyente, que gritó en uno de sus libros que no le daba la gana morirse; Calderón ya había dicho en La vida es sueño: «¡Dos higas para la muerte!»— es el gran escándalo de la existencia. Puede que le dé sentido, pero también la desquicia: la vuelve preciosa, pero exasperante e incomprensible. Todas las culturas han buscado refutar su presencia irrefutable. El mecanismo más común para hacerla tolerable ha sido considerarla puerta o frontera de otra vida. La muerte no es, según este ejemplo milenario de pensamiento desiderativo, el final de nada, sino el principio de todo; y la vida no es sino un prólogo que resultaría prescindible si no fuera porque da paso al gran viaje del ser: la continuación de la vida en otro mundo no sometido al peso ominoso de la desaparición. Este es el fundamento de todas las religiones: la negación del poder debelador de la muerte y el esclarecimiento de la oscuridad en que nos sume. Para que la muerte sea la consunción definitiva, sin nada después que la redima, tendrá que llegar el racionalismo ateo, cuyo materialismo desmiente el dualismo platónico y reduce el ser a una expresión de la naturaleza, que esta reclama para sí cuando se ha cumplido su ciclo vital: el polvo eres y en polvo te convertirás que Dios le espeta en el Génesis a un pecaminoso Adán es una frase perfectamente descreída, que el barón de Holbach o Richard Dawkins suscribirían con entusiasmo. (...)