Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 18 de noviembre de 2025
Manolo Hugué y Caldes de Montbui
jueves, 13 de noviembre de 2025
Máscara y compás, de Maruja Mallo
A mi llegada al Museo Reina Sofía para ver la exposición Máscara y compás, de Maruja Mallo, me extraña la cola de gente que encuentro a la entrada, pero no le doy importancia. (“¿Qué estará esperando tanta gente aquí?”, me pregunto para mis adentros). Como siempre había hecho hasta hoy, me dirijo a buen paso al vestíbulo donde se compran las entradas, hasta que caigo en la cuenta, con horror, de que la cola soviética que se ha formado ante el Museo es de gente que, como yo, va a ver la exposición y quiere comprar las entradas. Retrocedo, pasmado, hasta el inicio de la fila, preguntándome qué ha pasado para que nunca, en mis anteriores visitas al Reina Sofía, haya tenido que esperar ni un minuto y hoy, en cambio, se haya concentrado aquí medio Madrid, o media España. Lo que ha pasado es la masificación turística, una de las facetas más visibles de la masificación humana. En la cola, que avanza a paso de quelonio (los franceses que están detrás de mí no paran de quejarse), paso casi una hora, justo detrás de una pareja de gais —uno gordito y el otro muy parlanchín— que me llenan los oídos de noticias y exclamaciones. Cuando por fin entramos en el vestíbulo, comprendo por qué se tarda tanto: solo hay una empleada para vender las entradas a los que no las han comprado ya por internet. Una empleada para centenares de personas, quizá miles, en esta soleada mañana sabatina: he aquí un ejemplo de buena gestión de un museo público. Junto con los inverecundos chascarrillos de los jóvenes que me preceden, me entretiene también la performance de “solidaridad feminista” con El Salvador que tiene lugar en la plaza delante del Museo, y en la que un grupo de mujeres, con tambores y ropas talares, se mueve por la plaza, mientras una de ellas lee los nombres de las mujeres que han sufrido algún tipo de violencia en El Salvador, aunque no me queda claro si es una violencia machista, o gubernamental, o por haber sufrido abortos clandestinos, o todo junto. Accedo por fin, alabado sea el Hacedor, a la exposición, cuya primera sala, dedicada a las “Verbenas”, recoge la parte de la obra de la Mallo que pinta la diversión del pueblo: escenas abigarradas, coloristas, populosas, en las que se reconocen tiovivos, norias, atracciones de feria, matasuegras. Uno de los cuadros más significativos de esta sección, titulada justamente La verbena, de 1927, es el que, reproducido en un enorme cartel, da la bienvenida a los visitantes en la fachada del Museo. Lo habitan, entre muchas otras figuras de la cultura popular española, un guardia civil (solo uno: aquí no hay pareja de la Benemérita), varios marineros, algunos capirotes y hasta un camarero que lleva en la bandeja, airosamente sostenida, una sandía mordisqueada. La turbulencia del cuadro es vanguardista —vagamente surreal— y popular a la vez. En otro cuadro, El mago, de 1926, aparece eso, un mago, que tiene todo el aspecto de Valle-Inclán, con su mesopotámica barba. Kermesse, de 1928 —este, decididamente surreal—, hace un despliegue de disfraces, y en Verbena de la Pascua, de 1927, los protagonistas son los Reyes Magos y un árbol de Navidad. Las verbenas de Maruja Mallo son la parte más explosiva de su producción. El resto de su obra, plural y dilatada, persigue otros efectos, menos vívidos quizá, pero igualmente hondos. En la serie “Estampas” —que la pintora prefería llamar “simbologramas”—, predominan las figuras femeninas —una constante, por otra parte, en su obra, donde aparecen muy pocos hombres—, siempre dinámicas, vitales, y muchas de ellas de gran busto. En la siguiente, “Cloacas y campanarios”, Maruja Mallo pasa a explorar aspectos sórdidos o residuales de la sociedad. Sus cuadros, habitados ahora por figuras difusas e inhumanas, participan de un cierto tenebrismo, de una oscuridad impregnada de inquietud. La mayoría de estas piezas corresponden a la década siguiente a la festiva que vio la eclosión de las verbenas. Grajo y excremento, por ejemplo, fue ejecutado en 1931 (lo excremental está muy presente en estas piezas). Hay un Espantapájaros, de 1930, y un insólito Espantapeces, de 1931, que André Breton adquirió para su colección de rarezas subconscientes. En Antro de fósiles, encuentro esqueletos, lagartijas y herraduras: realidades rastreras o muertas que transmiten la pesadumbre de lo oscuro, encarnado en grises y negros. En muchos de los cuadros de esta sección, veo raspas de pescado: más materia consumida, inútil, pero quizá abono o esperanza de un improbable despertar. Las “Cerámicas”, con figuras animales y vegetales, sobrias y templadas, y las “Arquitecturas” no me interesan demasiado: acreditan el polifacetismo de la artista lucense, pero no consiguen entusiasmarme (pocas cerámicas lo logran: es, sin duda, una carencia mía). En “La religión del trabajo” abundan, otra vez, los rostros y figuras de mujer, pintados ahora con colores suaves (azules claros, ocres), algo naífs, pero perturbadores. En el hermoso Canto de las espigas, tres caras femeninas aparecen entrelazadas por unas espigas de color teja. Los rostros son inexpresivos, como en casi toda la obra de Maruja Mallo, cuyos personajes tiene mucho de hieráticos: la expresividad se la da la pureza de las líneas, la limpidez cromática, la composición arquitectónica y, en ocasiones, el tumulto y la mezcolanza. Las obras que integran esta “Religión del trabajo” cantan a pescadoras y agricultoras: contienen redes, espigas, mar. Maruja Mallo también trabajó para el teatro. La sección así titulada, “Teatro”, recoge su plástica escenográfica, en la que hay títeres y muñecos, y un divertido El arzobispo de Constantinopla. Cuando me acerco a observar con más detalle algunas de estas piezas dramáticas, piso sin darme cuenta unos centímetros de la línea pintada en el suelo que constituye el muro invisible que no puedo atravesar, y recibo la consabida admonición del vigilante de la sala, que se sacude así el aburrimiento, feliz de justificar su presencia en el lugar. En las diferentes salas de Máscara y compás, presto una atención especial a los libros que acompañan, en vitrinas, a las obras expuestas. Reparo en sendas primeras ediciones de La deshumanización del arte, de Ortega y Gasset; de Hércules jugando a los dados, de aquella rara avis fascista y fieramente experimental, Ernesto Giménez Caballero, a quien hasta Franco tuvo que quitarse de encima (por el singular procedimiento de nombrarlo embajador de España en Paraguay); y de Transparencias fugadas, del surrealista canario Pedro García Cabrera, todas cuyas cubiertas cuentan con una ilustración de Maruja Mallo (que también hermoseaban las de Revista de Occidente, cuando la dirigía Ortega, de las que hay muchos números en las vitrinas que veo). Sigo andando. Las “Naturalezas vivas” conforman una serie cabalmente surreal, valga el oxímoron: cada cuadro de esta sección pinta una simbiosis de plantas y animales, que alumbra criaturas imposibles: medusas y orquídeas, caracolas y rosas, estrellas de mar y uvas. Estos extraños seres, polícromos, vivísimos, revelan una imaginación incansable, que atiende tanto a la realidad natural como a las fabulaciones de la mente. Las “Cabezas bidimensionales”, por su parte, incluyen retratos (planos, como el título de la serie indica) de mujeres negras u oscuras, muchas de ellas musculosas y alguna con el pecho desnudo. Unas acróbatas protagonizan Homenaje a los Juegos del 36, pintado veinte años más tarde: el interés por las mujeres activas, deportistas, como metáfora de un espíritu libre y autosuficiente, no decae en ningún momento. El único retrato de hombre está inacabado. Otra serie de rostros, con el título de “Máscaras”, sigue en la exposición: son femeninos, desde luego, y muy hermosos; resultan más expresivos, aún llamándose “máscaras”, que los anteriores de “cabezas bidimensionales”. Las retratadas son mujeres blancas, de piel rosada y ojos azules, que conjugan tenuidad y fortaleza. Muchas son, de nuevo, atletas; otras pasean o corren por la playa. Y de los retratos pasamos a los “Autorretratos”, donde Maruja Mallo aparece fotografiada, en blanco y negro, con Pablo Neruda en las playas de Chile o, cubierta de algas, en la Isla de Pascua. La exposición llega a su fin con una sección de título múltiple: “Moradores del vacío. Viajeros del éter. Protoesquemas”, en la que la obra de la Mallo se esencializa, pierde sus atributos más figurativos y se refugia en lo abstracto, después de su largo viaje por los rincones ocultos o fabulosos de la realidad. Y como no hay concepto sin palabra, como nos recuerda una de las muchas leyendas inscritas en las paredes de la exposición, a los conceptos pintados en los cuadros corresponde una palabra, un neologismo que, una vez más, designa a seres fantásticos: almotrón, geonauta, airagu, glaucopión, protozoario, selvatro. Máscara y compás concluye con la proyección de una interesante entrevista que le hizo Pilar Chamorro a Maruja Mallo en el programa de televisión Imágenes, en 1979. Es interesante, pero también sorprendente por la cantidad de tonterías que puede llegar a decir un artista de la altura de Mallo, la gran pintora de la generación del 27. Me quedo semihipnotizado escuchando sus recuerdos y sus delirios, de pie, entre mucha gente que parece beber de sus palabras como del oráculo de Delfos.
viernes, 7 de noviembre de 2025
El Premio de Traducción Ángel Crespo por "Transfiguraciones"
domingo, 2 de noviembre de 2025
El número 10 de la revista Surco
Surco. Cuadernos de Poesía, la revista creada y dirigida en Sevilla por Antonio López Cañestro, ese poeta y editor con aspecto de príncipe asirio, ha alcanzado este otoño su número 10, que es el 11, en realidad, porque el inaugural recibió el número 0. Tres años, pues, de vida intensa y de exquisita labor entregada a la poesía, porque Surco es, que yo sepa, la única publicación periódica (trimestral) en España, hecha solo en papel, dedicada exclusivamente a la poesía y distribuida en todo el país. En este número, Surco mantiene el nivel de calidad que ha acreditado en los anteriores, cohonestando modernidad y clasicismo, y vuelve a impactar con una portada vigorosa y una entereza de materiales insólita. Continúa asimismo su espíritu cosmopolita, con una atención singular a los poetas de Hispanoamérica —los chilenos Jorge Teillier y Enrique Lihn, la mexicana Elsa Cross, el argentino José Ignacio Hernández y la venezolana Cristina Gutiérrez Leal—, sin descuidar a los autores españoles, como Emilia Conejo o el poeta al que homenajea este número, el malagueño Francisco Cumpián, amén de la que presta a la poeta lituana Judita Vaiciunaité, con traducción de Pietro U. Dini, y, en la sección “Entrada de Carruajes”, al estadounidense Cecil Taylor, entrevistado por Chris Funkhouser, con traducción de Javier Romero. A una significativa antología de la obra de Francisco Cumpián, fallecido hace pocos meses, “Nunca se puede ser definitivo”, preparada por Antonio López Cañestro, acompañan una semblanza del poeta, escrita por Chantal Maillard, y una hermosa “Elegía al poeta Francisco Cumpián”, del también malagueño Juan Miguel González. El cuaderno in memoriam de Cumpián constituye el eje de un número que gira en torno a la muerte. El epígrafe que precede las 234 páginas de este Surco es un verso de Odyseas Elytis: “La poesía comienza allí donde la muerte no tiene la última palabra”. El poema de Teillier, que puede considerarse el prólogo del número, es una honda elegía al poeta francés René-Guy Cadou, fallecido a los 31 años, en el que se lee: “Pocos saben aquí (...) cómo debe morir un poeta. / Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera / mirando un cesto con manzanas. / ‘He visto morir a un príncipe’, / dijo uno de sus amigos. // Y este primero de Noviembre / cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo / pienso en tu serena y ruda fe...”. Entre los poemas de Francisco Cumpián, encontramos el titulado “Querida muerte”, en el que leemos: “Querida muerte / tengo un lunar en mi hendida penumbra / hay un rascacielos en mi boca / Estas son las señales / pero ya me conoces / Un cáliz derramado / una estrella fugaz que me abandona / (...) Querida muerte / yo te resucito”. Y, en fin, mi contribución al número ha sido un largo artículo, “Memento mori, sí, pero non omnis moriar”, una ojeada panorámica al tratamiento de la muerte en la literatura universal. Reproduzco a continuación el principio de este trabajo:
Escribimos porque sabemos que hemos de morir. Si la muerte no nos estuviera esperando al final del camino con una sonrisa en los labios que no tiene, la escritura no nos reclamaría: no sentiríamos la necesidad de atestiguar lo que hemos sido, lo que hemos aleado en el tambaleante alambique del yo, ante la pavorosa presencia de la nada. Ese testimonio implica un ejercicio de memoria y, como ha escrito Antonio Gamoneda en El cuerpo de los símbolos, «la memoria es siempre conciencia de la pérdida (…), conciencia, por tanto, de consunción del tiempo correspondiente a mi vida y, por esto mismo, conciencia de ir hacia la muerte». La poesía supone, pues, como también ha escrito el autor leonés en Descripción de la mentira, contemplar los propios actos en el espejo de la muerte: sentirlos ciertos, pero ya reflejados —diluidos— en esa luna cruel.
La muerte nos constituye como humanos, porque nos distingue de cuanto no lo es: de los dioses y su inmortalidad insoportable. La Epopeya de Gilgamesh refiere, entre muchas otras aventuras, el duelo del protagonista, Gilgamesh, por su amigo Enkidu, al que los dioses han condenado a morir en plena juventud por sus actos impíos, como matar al Toro del Cielo. Pero esta terrible desaparición subraya la singularidad y a la vez la paradójica grandeza de los hombres, cuyo mundo es otro que el de las abstracciones empíreas, cuya realidad es inseparable de su provisionalidad. La muerte nos humaniza, porque nos obliga a apurar la vida. Aunque el fragmento no aparezca en La Ilíada, sino que sea fruto del fecundo magín de los guionistas de Hollywood, el breve monólogo del musculoso Aquiles sobre la envidia que sienten los dioses por los hombres —«Te contaré un secreto, algo que no se enseña en tu templo: los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último. Todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más hermosa de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí…»— resulta certero: lo que da valor a la vida es que se acaba, aunque eso también nos dé responsabilidad: la de vivirla plenamente, la de vivirla con la grave responsabilidad de que sea única e irrecuperable. La muerte nos hace ser, a diferencia de los dioses, que no la necesitan para existir y que, por eso, no se juegan nada en ningún embate: ni en la gloria eterna, como el Dios de los cristianos o de los musulmanes (más entretenidos con las setenta y dos huríes que los esperan en el paraíso de Alá, vírgenes, jóvenes e infinitamente afectuosas, que los primeros, que solo aspiran a participar de una inconcreta y uno sospecha que más bien insípida beatitud eterna), ni en los amoríos, zafarranchos y tejemanejes de la mitología grecolatina.
Pero la muerte —las palabras son ahora de otro poeta, Miguel de Unamuno, aquel dudante, pese a proclamarse creyente, que gritó en uno de sus libros que no le daba la gana morirse; Calderón ya había dicho en La vida es sueño: «¡Dos higas para la muerte!»— es el gran escándalo de la existencia. Puede que le dé sentido, pero también la desquicia: la vuelve preciosa, pero exasperante e incomprensible. Todas las culturas han buscado refutar su presencia irrefutable. El mecanismo más común para hacerla tolerable ha sido considerarla puerta o frontera de otra vida. La muerte no es, según este ejemplo milenario de pensamiento desiderativo, el final de nada, sino el principio de todo; y la vida no es sino un prólogo que resultaría prescindible si no fuera porque da paso al gran viaje del ser: la continuación de la vida en otro mundo no sometido al peso ominoso de la desaparición. Este es el fundamento de todas las religiones: la negación del poder debelador de la muerte y el esclarecimiento de la oscuridad en que nos sume. Para que la muerte sea la consunción definitiva, sin nada después que la redima, tendrá que llegar el racionalismo ateo, cuyo materialismo desmiente el dualismo platónico y reduce el ser a una expresión de la naturaleza, que esta reclama para sí cuando se ha cumplido su ciclo vital: el polvo eres y en polvo te convertirás que Dios le espeta en el Génesis a un pecaminoso Adán es una frase perfectamente descreída, que el barón de Holbach o Richard Dawkins suscribirían con entusiasmo. (...)