miércoles, 14 de diciembre de 2016

En Jerez de los Caballeros

Visitamos este fin de semana Jerez de los Caballeros, una localidad de la que siempre nos han hablado bien, pero que ni Ángeles ni yo conocemos todavía. Nos alojamos en un hotel rural, a pocos kilómetros del pueblo, y, al caer ya la tarde del sábado, empezamos a pasear por sus calles. En la plaza donde hemos aparcado el coche nos recibe una estatua de Vasco Núñez de Balboa, uno de los 172 jerezanos que participaron en el Descubrimiento, y uno de los dos más destacados (el otro es Hernando de Soto, descubridor del Misisipí, pero este con el demérito de que no esté claro todavía si nació en Jerez, Badajoz o Barcarrota). Núñez de Balboa otea el horizonte, algo lógico (aunque poco original artísticamente) si tenemos en cuenta que fue el primer europeo en avistar el océano Pacífico. En aquellos lares, en aquellos tiempos y entre aquellos hombres, otear debía de ser una actividad constante e imprescindible para prevenirse de indios, accidentes geográficos y tormentas, entre otros peligros, que a veces se veía recompensada por que lo oteado fuese la primera vez que se oteaba. (La frase me ha quedado un poco espesa, pero creo que se entiende). En la misma plaza, frente al egregio descubridor, hay un local de las industrias cárnicas "El Bellotero". Los nombres nos depararán, a lo largo del fin de semana, momentos de curiosidad y diversión. Jerez de los Caballeros tiene, por ejemplo, una calle Amargura, aunque hay otra con una denominación mucho más inquietante: Capadores, por la que evito pasar. Sí pasamos por delante de un local de copas llamado "El Pantano", que no guarda el silencio que suele reinar en marismas y tremedales, sino que ensucia la calle con una música atronadora. A pocos metros del local, vemos un coche que se para en la calzada, estrechísima, y del que sale el conductor para sacar dinero de un cajero aledaño. El vehículo bloquea el paso, pero el hombre no tiene prisa. Detrás se forma una fila de vehículos. Nadie pita. Todo se resuelve con la extrañeza y, a la vez, la calma de los pueblos: el tráfico está bloqueado, pero todo el mundo asume que eso es así, y que no supone ningún problema, porque esto es un pueblo y de este modo funcionan las cosas. Seguramente, los conductores de los turismos que esperan, cuando necesitan sacar efectivo del cajero, hacen lo mismo que el que ha dejado el suyo en plena calle. El fuerte peso de la religión en la historia de la localidad ha dejado una impronta ubicua. En uno de los bancos de la plaza de España, el centro neurálgico de Jerez, hay sentado un nazareno de bronce: es un homenaje del pueblo a su Semana Santa. Si yo viviera en un lugar tan pequeño como este, huiría cada año de las festividades pascuales: el ruido y las procesiones se me harían insufribles. Pero se conoce que los ciudadanos de Jerez no solo estiman el ruido (eso ya me ha quedado claro con el estruendo de "El Pantano" y con el paso de un coche eléctrico que sonaba como una hormigonera; en la matrícula delantera se leía: "Jacinta") y las procesiones, sino, sobre todo, su condición de costaleros y procesionantes, lo que les da ocasión de manifestar una acendrada devoción. Amén (y nunca mejor dicho) del broncíneo nazareno, encontramos en la misma plaza una placa al beato padre José María Ruíz (así, acentuado) Cano, sacerdote claretiano y mártir, nacido en Jerez de los Caballeros y asesinado por milicianos de la F. A. I. en Sigüenza, a principios de la Guerra Civil. (La ortografía no parece el fuerte de los munícipes jerezanos: en la capilla de San Antonio de Padua, san Antoñito, del s. XV, otra placa informa sobre la ornacina en la que se encuentra). Andamos por las calles El Cura, Las Monjas y Detrás del Santo. Pasamos por, y visitamos, cofradías, capillas, ermitas (hay once en todo el pueblo; una de ellas es la de los Santos Mártires), iglesias (cuatro), conventos (siete; en uno, el de Madre de Dios, Ángeles quiere comprar dulces, pero allí no hay dulces: solo clausura, e impenetrable. Pero el husmeo nos sirve para leer la grave admonición de la entrada: "Ricos de la tierra, mirad al cielo. Limosna para pobres y enfermos") y hasta un museo de arte sacro. En el Hospital de Enfermos Pobres, unos azulejos representan a San Jorge matando al dragón. Todo Jerez de los Caballeros parece un gigantesco exvoto, un núcleo eclesiástico, un bastión de la Cristiandad. De hecho, la hermosa fortaleza que todavía conserva también se construyó para servir a Dios. La erigieron en el s. XIII, sobre la alcazaba árabe, los caballeros templarios, aquellos feroces cruzados que no reclamaban la gloria para ellos, sino para el Señor (Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini Tuo da gloriam), y que, para garantizar que el mayor número posible de almas conociera las dichas del cielo, se hartaron de rebanar cuellos en Tierra Santa, hasta que, a principios del s. XIV, ellos mismos fueron enviados derechamente a gozar de la felicidad eterna junto al Hacedor por el papa Clemente V. Y dice la leyenda que en la torre del homenaje de la fortaleza de Jerez murieron los últimos defensores de la Orden del Temple, capitaneados por el maestre Juan de Bechao: no en vano ostenta desde entonces el inquietante nombre de "torre sangrienta". Visitamos tres de las cuatro iglesias de la localidad, aunque ninguna por dentro: todas están cerradas. La de San Miguel, en la plaza de España, exhibe un "rancio sabor catedralicio", como reza la placa que flanquea su hermosa portada barroca. La de San Bartolomé es la más espectacular, con su mezcla de gótico y barroco, sus influencias portuguesas, evidentes en los azulejos y las cerámicas de la torre y la fachada, y su aire andaluz: la torre se parece a la Giralda (y está coronada por un diablo bailarín). La iglesia de Santa Catalina, en fin, la única extramuros, sobria y armoniosa, nos permite conocer la antigua judería de Jerez, cuyas callejuelas estrechas acreditan el apiñamiento protector de una comunidad universal y permanentemente perseguida. Tras una larga paseata, dificultada por el abundante tráfico rodado que circula por todo el pueblo, decidimos descansar en el bar Plaza, decorado con pinturas de los descubridores extremeños. Pero nuestro descanso será una utopía: cinco niños desenfrenados, gritones como monos aulladores, corretean por entre las mesas, se tiran al suelo y brincan por doquier, ante la pasividad, más aún, ante la ataraxia de sus padres respectivos, que departen, en animada charla, en una mesa de un rincón. En lugar de jugar en el parque, los niños juegan en la tasca. Al estrépito infantil se suma el ruido de la televisión y la música ambiental que también atruena, procedente de algún diabólico aparato hi-fi. Cuando ya hemos comprobado que para conversar tenemos que hablar como canta la Caballé, y que corremos el peligro de que en cualquier momento alguno de los incontenibles mocosos se nos suba de un salto a la chepa, dejamos nuestros tes a medio tomar y nos largamos. Yo no puedo resistirme a decirle a la camarera que nos ha servido y que ahora nos cobra, que el lugar resulta ensordecedor. Su reacción es típicamente española: dice que sí, que se da cuenta de que los niños han hecho de aquello un pandemonio, pero a continuación hace un gesto, mezcla de encogimiento de hombros y fruncimiento de ceño, que viene a significar: "Pero qué le vamos a hacer, esto es así: paciencia...". No, paciencia no: civismo y respeto. Ah, en Inglaterra estos padres desaprensivos ya estarían pasando la noche en el calabozo por despreciar con su apatía a sus conciudadanos, y sus hijos ya habrían sido enviados a un reformatorio en el que rigiese la disciplina inglesa. (Me sorprendo pensando con añoranza en el Reino Unido, pero, en cuestiones de convivencia, hay todavía algunas cosas que podríamos aprender de los hijos de la Gran Bretaña). En la cafetería del hotel, a donde volvemos a cenar, las cosas no son mucho mejores: otro grupo, esta vez de adolescentes que celebran un cumpleaños, o also así, gobiernan terroríficamente el lugar. Por suerte, el restaurante queda apartado y podemos refugiarnos en él, deliciosamente silencioso. La camarera nos confirma que esta situación se da a menudo y que las cosas aún pueden empeorar si se llama la atención de los padres (o abuelos): entonces el progenitor más ecuánime o el vejete más sosegado se convierte en un basilisco destructor, capaz de arrasar el lugar si se pretende impedir que su retoño lo arrase a gritos. Al día siguiente, domingo, comemos en la ermita de la Vera Cruz, desacralizada y transformada en restaurante. Y lo hacemos muy eucarísticamente, bajo un hermoso y enorme retablo, con un confesionario a la entrada (sin cura: he mirado dentro) y una carta que se presenta como "la BIBLIA (así, en mayúsculas) gastronómica de la ermita". Y el ibérico de bellota que nos atizamos, regado con un buen tinto Alaude, nos proporciona un placer divino. A la salida, ahondamos en la cultura gastronómica de Jerez y compramos en una tienda cercana bollos turcos, unos dulces riquísimos que solo se elaboran aquí, y cuyo nombre es una cortina de humo: las monjas que se los inventaron los bautizaron así para disimular su origen musulmán. Seguimos disfrutando de las casas, casonas y palacios de aire andaluz de la localidad (aunque no de la villa romana que también se conserva aquí: está cerrada sin previsión de reapertura, por razones que los vecinos, a los que preguntamos, son incapaces de precisar). En una de esas casas blancas distingo una placa en recuerdo del poeta Pepe Ramírez, del que nunca había oído hablar: averiguo que se trata de un vate local, autor de Las tierras pardas, de 1923, y escritor en castúo. Disfrutamos también de que algunas personas nos saluden por la calle: Ángeles y yo hemos estado sometidos a una dieta de contacto social tan estricta en Inglaterra, y durante tanto tiempo, que estos intercambios espontáneos, por superficiales que sean, nos saben a gloria: a humanidad. Nos vamos, por fin, de Jerez, satisfechos del fin de semana vivido, pero sorprendidos, hasta cierto punto, de que la última imagen que nos llevemos del pueblo sea la de un enorme complejo siderometalúrgico, que parece importado de la República Democrática Alemana, que asienta toda su magnificencia industrial en las despejadas dehesas de la comarca, y cuyo dueño es un vecino del pueblo, Alfonso Gallardo, multimillonario, octogenario y sin hijos, que se pasea por las calles del pueblo, según dicen, en un modestísimo utilitario.

2 comentarios:

  1. No me canso de leerte.Escribes alucinántemente bien.Abrazos.

    Blanca.

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  2. El griterío, el desorden y la invasíón de espacios comunes nos acompañarán siempre, me temo, como otros defectos que nos avergüenzan y que ya avergonzaban a Cadalso y a Larra. A mí me sonroja también tanto turismo de nazareno. Precioso, Jerez, a pesar de todo.

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