viernes, 30 de diciembre de 2016

Poetas dictadores

Este 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, ha circulado por internet una de tantas bromas, consistente en afirmar que se había encontrado un libro de poemas escrito en 1974 por el expresidente del gobierno, José María Aznar. La chanza se ha amparado en las conocidas aficiones poéticas del exmandatario del PP, al que todavía se le recuerda leyendo Habitaciones separadas, de Luis García Montero, en las Cortes Generales. No haré ningún comentario sobre el curioso hecho de que un político tan conservador lea a quien siempre se ha presentado como un hombre de izquierdas, tan de izquierdas que en pasadas elecciones ha sido candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid por Izquierda Unida. A lo mejor es que no hay tanta distancia, ni estética ni ideológica, entre ambos. Pero, insisto, no entraré en este tema. Para eso, además, ya está, o ya ha estado, Alicia Bajo Cero. Lo que me interesa destacar hoy aquí es, con independencia de la falsedad de la noticia, y mutatis mutandis (porque no hay comparación posible entre Aznar y los personajes que voy a citar a continuación, por reaccionario que sea aquel, y aunque hiciera sus pinitos en el mundo del disparate criminal, metiendo a España en una guerra que ni le iba ni le venía), son las inclinaciones líricas de muchísimos dictadores y otros individuos de mal vivir. Uno, en su pertinaz ingenuidad, inmune a los continuos desengaños de la vida, piensa que la dedicación a la poesía implica una sensibilidad especial y, más importante aún, conduce a una mejora del espíritu, a una educación superior del alma y la visión, o, dicho de otro modo, que por leer –y acaso escribir– versos se es o se hace uno mejor persona. Pero la existencia de estos zamandurrios desmiente inapelablemente una creencia tan descabellada. Se recordará el caso de Nerón, uno de los primeros en compatibilizar las delicuescencias de la lira con el incendio de ciudades (y el nombramiento de caballos como senadores; en España esto se sigue haciendo, aunque ya solo con burros). El siglo XX ha sido pródigo en asesinos de masas que escribían poesía. Mao, el mayor genocida de la historia, publicó 37 poemas, cuya voluntad propagandística y revolucionaria no les restaba un ápice de la proverbial delicadeza china. En los años 70, tras los memorables hitos de la Revolución Cultural y el Gran Salto Adelante, que causaron millones de muertos y no menos torturados, represaliados, exiliados y encarcelados, los poemas de Mao, transmisores de lo más refinado del espíritu de Oriente, se difundieron por el universo mundo, admirado de la revolución comunista. Sin ir más lejos, en mi biblioteca cuento con cuatro ediciones de la poesía del Gran Timonel: una, en ediciones Júcar (en este caso, apropiadamente amarillas), con prólogo nada menos que de Alberto Moravia, de 1975; otra, en Visor, de la que es responsable Chou Chen Fu (acaso pariente de Fu Man Chu), de 1974; otra más, de la argentina Schapire Editor, a cargo de otro excelente poeta, el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, de 1974; y, en fin, otra, en catalán, en ediciones Proa, de 1976, con traducción de Manuel de Seabra. Obsérvese la finura del poema "Nubes de invierno", en la versión de Adoum (aunque la de Seabra, en catalán, sea literariamente mejor): "Nubes de invierno cargadas de nieve, copos de algodón que vuelan; / son muy pocas las flores que no caen todavía. / En lo alto del cielo ruedan olas de aire helado, / pero la tierra exhala un suave aliento tibio. / Solo los héroes pueden ahuyentar al tigre y al leopardo / y el oso salvaje no amedrenta al valiente. / Las flores del ciruelo aman la nieve que gira; / que mueran de frío las moscas no tiene nada de extraño". (Reveladoramente, al otro lado del mar de China, el jefe de sus archienemigos, los japoneses, a los que combatió ferozmente y finalmente expulsó de su país, el emperador Hiro Hito, también escribía poemas; poemas, como los de Mao, llenos de sutileza y apacibilidad: por ejemplo, en 1940, cuando sus tropas destripaban a todo bicho viviente en China, el ocupante del Trono del Crisantemo alumbraba esto: "En este nuevo año / rezamos por que Oriente y Occidente / y el mundo entero / vivan unidos / y en prosperidad"). Antes que Mao, otros líderes comunistas habían cultivado el verso: Lenin había escrito "Desde el destierro" (Endymión reprodujo en España, en 1994, sin ahorrarnos ninguna de sus erratas, la primera edición conocida en castellano, de la peruana Ediciones Antigua, de 1975, a la que se empeña en transcribir así: "Antigüa"; el traductor se ignora), una explosión de apóstrofes tremebundos e indignados signos de exclamación: "Festeja con tus verdugos, / Déspota, tu banquete sangriento, / ¡Roe, Vampiro, la carne del pueblo, / Con tus perros insaciables! / / ¡Siembra, Déspota, el fuego! ¡Monstruo, bebe nuestra sangre! / ¡Levántate, Libertad! / ¡Flamea, Bandera Roja!", etcétera. Del impulso lírico de Vladimir Ilich Ulianov fue heredero uno de sus más conspicuos seguidores, Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, alias Stalin, el segundo en la clasificación universal de genocidas, esa que lidera el camarada Mao. Stalin aunó en su juventud dos de los propósitos más enaltecedores del hombre: estudió para cura y escribió versos, de los que apenas queda alguna muestra, de un romanticismo emético, con apelaciones al brillo de la luna y los pétalos de la rosa. Superadas estas pasiones adolescentes, se dedicó a implantar la dictadura del proletariado y matar gente. La lista de dictadores que han cultivado el verso no se agota en los comunistas. Los nazis y fascistas también se han sentido atraídos por la poesía. Hitler, el tercero en la particular clasificación criminal de la historia, aunque había sentido predilección por la pintura, siempre se consideró escritor, y no solo de Mein Kampf, esa luminaria de la razón, sino también de poemas como este, "En el Damberg", plagado de escenas entrañables, como esos borrachos que salen gateando del bar y, después de vagar y derrumbarse por ahí, vuelven a casa, para que su mujer les cure la curda con una buena paliza: "Los hombres se congregan en la diáfana casa / Beben vino y cerveza / Comen y se embriagan como reyes / Y salen a cuatro patas. // Luego ascienden las altas montañas / Trotando con el orgullo en sus caras / Para luego caer dando tumbos / incapaces de mantener el equilibrio. // Regresan a casa entristecidos / Habiendo olvidado las horas pasadas / Entonces aparece la esposa del pobre hombre / Y le cura las heridas de una paliza" (la traducción de los poemas o fragmentos de poemas incluidos en esta entrada es, salvo que se diga otra cosa, de Wout van Gils). Benito Mussolini, por su parte, fue un hombre de múltiples intereses artísticos: tocaba el violín, le encantaba el cine (sobre todo, las películas de El Gordo y el Flaco) y, claro, escribía poemas. Lo hizo de joven, pero supo utilizar su veta lírica para difundir el ideario fascista (igual que hoy se utiliza para vender mercancías) y para camelarse a Clara Petacci, un objetivo asimismo apetecible. (Clara, con admirable aunque luctuosa coherencia, vivió colgada del Duce y murió colgada por él). Por ejemplo, estableció un día para honrar el pan y escribió un poema que se imprimió en pósteres y se distribuyó por todas partes, en el que se leían cosas como "honremos todos al pan, viva el pan, vamos a hacer una fiesta por el pan". Entre los dictadores más recientes, es destacable el caso de Radovan Karadzic, expresidente de la República Srpska (que alguien me diga cómo se pronuncia esto, por favor), psiquiatra, responsable del sitio de Sarajevo y la masacre de Srebrenica, condenado por genocidio y crímenes contra la humanidad, y poeta. Muchos otros benefactores de la humanidad han rimado y contado sílabas: Genghis Khan, Napoleón Bonaparte, Oliveira Salazar (que componía himnos a la Virgen, a Dios y a la bandera portuguesa), Ceaucescu, Papá Doc, Pol Pot, Fidel Castro (con piezas magistrales como esta, "Reflejos reales y verdades que se esconden": "Cristal que no miente / solo refleja verdades / cada vez que miramos / a través de él, vemos / nuestro exterior y en / él reflejamos las / situaciones en que / nos encontramos"; repárese en los abruptos encabalgamientos que lo vinculan con el vanguardismo más radical), el ayatolá Jomeini e Idi Amín Dadá (al que, además de escribir versos, le encantaban Tom y Jerry y comerse a la gente; ¿tendrá algo que ver su apellido con su poesía?). En esta insigne lista no aparece nuestro Francisco Franco, que se decantó por el dibujo, la pintura y la prosa (Marruecos, diario de una bandera y Raza, luego llevada al cine, son sus aportaciones inmortales a la historia de la literatura). Aunque nunca se sabe: quizá en alguna gaveta extraviada en El Pardo se conserve algún soneto suyo a Santa Teresa. También ha habido muchos poetas que, sin ser tiranos, han sido personas abominables: Francisco de Quevedo, Pedro Luis de Gálvez, César González-Ruano, Charles Bukowski. Pero de esos quizá hablemos en otra entrada. Por hoy, con lo que llevo dicho, ya me siento suficientemente miserable.

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