martes, 20 de diciembre de 2016

Malgastar

Malgastar no es solo lo que uno hace en estas señaladas fechas navideñas, tan entrañables, sino el título del último poemario de Mercedes Cebrián, publicado por La Bella Varsovia; un título muy parecido a otro que sugieren los poemas de este libro y que este podría perfectamente ostentar: malestar. La incomodidad es la de la soledad: la que se siente en algunos lugares, como los países anglosajones, donde predomina el frío existencial; y la soledad propia, la de uno, la que se arrastra, impepinable, por el solo hecho de haber nacido y tener que morir. Pero ese desasosiego, ese malestar y esta es una de las principales características no solo de Malgastar, sino de toda la literatura de Cebrián, narradora amén de poeta, no se expresa con acidia o lobreguez, sino con un humor ingenioso y un punto negro, con una mueca irónica, que presenta la singularidad de ser cascabelera y desgarrada al mismo tiempo. La incomodidad, digamos, social de la poeta su discrepancia con los entornos afásicos y heladores de Gran Bretaña o de algunos territorios de los Estados Unidos se refleja con claridad en algunas secciones, como "Angloamérica", la significativamente titulada "Confort", "Territorio moqueta" (cuando conocí a Mercedes, en el Reino Unido, me anunció que su próximo libro se titularía así, "Moqueta", esa metonimia del carácter inglés, aunque luego, por desgracia, no lo cumpliera) y "Eurozona", que contiene otro poema muy revelador, "Brexit". Malgastar presenta un tono narrativo, a menudo coloquial, cuya naturaleza poética se confía a pequeñas rupturas o dislocaciones elocutivas, a elipsis, a imágenes anómalas, a repentinas y sorprendentes asociaciones (que rozan a veces lo surreal; la cita del gran Lorenzo García Vega que encabeza el poema "Acerca de las cajas" simboliza esta esporádica deriva irracional). Pero Cebrián no incurre nunca en lo previsiblemente lírico: parece como si le diera pudor hacerlo. Más bien se esfuerza por mostrarse antilírica, por movilizar recursos expresivos y, sobre todo, un tono contrarios a la poetización tradicional. Se mantiene, pues, sin desfallecer, en un registro despegado y burlón, parco en obviedades, en sentimientos que se presenten como tales. Su verso nunca es pegajoso, ni blando, ni oscuramente grave, sino aéreo y cosquilleante, y su atención recae, sin excepción, en lo cotidiano, en lo doméstico, en lo inmediato: en la textura áspera y familiar de las realidades concretas, en la pureza material, claroscura, de las cosas. En Malgastar aparecen, sin conflicto, el art. 20 de la Constitución española y la bechamel, dientes muchísimos y estampitas de Monseñor Escrivá de Balaguer, cucharas soperas y perros San Bernardo, las perneras de los pantalones y el queso y la ensalada que se comen en Francia después del plato fuerte; y el cine, mucho cine, cuya visualidad impregna casi todas las composiciones. La ironía, el mecanismo fundamental de la poeta, envuelve todas las composiciones como un traje de neopreno que la protegiera de cualquier efusión, de cualquier caída en lo tópico o lo convencional, valga la redundancia. Esta singular disposición, no obstante, podría conducir a la frivolidad o, peor aún, a la banalidad: la primera, en manos de alguien inteligente, todavía es tolerable; la segunda, aunque la practique un genio, no es nada. En Malgastar el peligro de la superficialidad se conjura con una inflexión peculiar: en las observaciones mordaces de Cebrián, en su desapego satírico, en su tratamiento prosaico de los asuntos más cercanos, en su crítica política y social, se esconde o, mejor, se vehicula una honda consideración existencial, una preocupación radical por las cosas, una abstracción que concierne a la conciencia y al ser; en suma, un sentimiento pleno, sin deshilachamientos metafóricos, casi avergonzado de existir, pero doliente, supurante, tangible, vulnerable. Y ese sustrato emocional revela un yo lírico que padece la soledad y el abandono, la incomunicación y el estupor ante lo incomprensible, las dudas que suscita la identidad y la disolución del yo, el desamor y el olvido, y la realidad y la angustia de la muerte. La poesía de Mercedes Cebrián, tan risueña como subterránea, detesta la vaguedad y celebra lo concreto. Fluye con orden, pero no renuncia a una enriquecedora arborescencia: abundan los incisos paréntesis y guiones y las preguntas, que dilatan y multiplican el discurso. Y su forma de decir al fin y al cabo, toda poesía es un acto de habla resulta higiénica, detergente: purga el lenguaje poético de imprecisiones y nieblas, lo rescata del lirismo almibarado y archisabido en que algunos o muchos lo tienen secuestrado, y plantea, en fin, un proyecto de renovación que empieza por lo más pequeño, lo que tenemos al alcance de la mano, lo que leemos en el periódico, y acaba, sin solución de continuidad, en las grandes cuestiones del alma, nuevamente dichas, nuevamente nacidas.

Transcribo el poema 2 de "Angloamérica":

Noto cómo me rozan el progreso, el liderazgo, el éxito,
y, sin embargo, si hubiera aquí un banquito me sentaría
a mirar, a ver pasar a gente que entra y sale
de sitios. Aquí ninguna mujer
es mi madre o mi tía, ninguna lleva una blusa envuelta
que recogió del tinte: todas tienen
mucho que hacer después, incluida yo misma,
y aun así
pido disculpas por mi poca productividad: no solamente
no dejo propina en el café al que voy, 
sino que robo
las monedas del tarro de cristal que está junto a la caja.
Con disimulo dejo caer al fondo dos botones
de nácar. Escuchan el sonido y dicen "Thank you".
Después, cuando los ven, esperan que algún día
aquello se convierta en divisa
de curso legal.

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