jueves, 22 de diciembre de 2016

Un paseo por Mérida

Hoy Ángeles tiene la comida navideña con sus compañeros de trabajo y me ha avisado de que volverá tarde a casa. Y me lo creo: en la que hice yo con los míos, hace una semana, el banquete se prolongó en sobremesa, baile in situ y, entre algunas compañeras, hasta discoteca nocturna: un jolgorio interminable que demostró que el funcionario no es un ser cansino, como se dice por ahí con aviesa intención, sino lleno, es más, exultante de energía. Así pues, como Ángeles se va a demorar, y yo estoy entumecido de tantas horas sentado delante del ordenador, me calzo, me enfundo el anorak, me pongo el sombrero (porque yo, a veces, gasto sombrero) y salgo a pasear por Mérida. En realidad, no es una paseo, que es actividad errabunda y saludablemente caótica, sino un trayecto, un recorrido prefijado que va desde mi casa hasta el puente romano, en el otro extremo de la ciudad. Tengo observado que muchas de mis horas las paso, allí donde me halle, haciendo un mismo camino. En Sant Cugat, cruzábamos el pueblo (aunque es curioso que lo llame "pueblo", cuando tiene casi 90 000 habitantes; a Mérida, que no llega a 60 000, la acabo de llamar "ciudad") por la calle Santa María, la plaza del monasterio y la rambla del Celler, hasta el parque de la Pollancreda, también en la otra punta del municipio; en Londres, la ruta iba desde nuestro piso en Alexandra Avenue, a través del parque de Battersea, hasta el Royal Brompton, el hospital donde trabajaba Ángeles, en Chelsea; y en Mérida voy por Juan Carlos I y Hernán Cortes hasta el parque López de Ayala, Santa Eulalia y, por fin, el Guadiana. La repetición de los itinerarios conduce a una familiaridad peculiar, hecha, a la vez, de cercanía y extrañeza. La calle siempre es ajena, pero, si uno la pisa lo bastante, acaba convirtiéndose en algo íntimo. También es inabarcable, pero fatigarla nos la vuelve accesible. Nada más salir de casa, reparo en un cartel publicitario de uno de los muchos concesionarios de automóviles de la zona: "Compre un coche y le regalamos un jamón". No un GPS, o un sensor de aparcamiento, o el primer año del seguro, no: ¡un jamón! En Juan Carlos I veo uno de los muchísimos bazares chinos de la ciudad que anuncia, en un cartel, su próximo cierre. Razón: "por se va". Así, sin más. Y pienso que, a veces, lo que llamamos incorrección alumbra hallazgos que mueven a reflexión y hasta suspenden el ánimo. En otro rótulo, de una tienda de ropa, se publicitan juegos de sábanas de tres piezas a 16,99 euros, de "calidad coralina". Me pregunto entonces cómo serán esas sábanas de calidad tan singular (aunque de precio tan ínfimo): ¿coloniales, zooides, hermatípicas, ahermatípicas? Lo que, desde luego, espero que no sean es urticantes, como la mayoría de las especies de coral. Colgado de la verja que delimita el circo romano uno de los lugares que más me gustan de Mérida veo un candado. Alguien debió de pensar que aquella cancela era el sitio óptimo para iniciar en la ciudad la tradición, recientemente establecida, de colgar cerrojos en las vallas y puentes de los lugares públicos como símbolo de un amor indestructible, y allí dejó el suyo. Pero está solo. Ningún otro de estos dañinos artefactos (la oxidación del metal acaba perjudicando al monumento al que están enganchados y, si se trata de un puente y se amontonan los candados, pueden llegar a hundirlo) lo acompaña. Los emeritenses han dado una muestra de sensatez al desdeñar la iniciativa del romántico pero obtuso cerrajero. (Lo de las tradiciones tiene mucho, o casi todo, de gregarismo y cerrazón: se hacen en masa, porque sí, porque siempre se han hecho, porque todo el mundo las hace; la razón individual cede ante el avasallamiento de la multitud, pero, pese a ello, nos complace diluirnos en la cáfila, porque nos alivia de nuestra tristeza personal y de nuestro inevitable destino de soledad, insignificancia y muerte). En la plaza de Joan Miró me cruzo con un grupo de adolescentes ruidosos, valga la redundancia. En este caso, el ruido es algo más: es aquelarre. Los muchachos bailan alrededor de un loro como una partida de apaches alrededor de una hoguera. El aparato despierta a las piedras, y al estruendo musical los jóvenes suman sus alaridos de rap y sus observaciones, moderadamente soeces, a las chicas que pasan. También hay botellón, o botelloncito: algunos del grupo chupan cerveza de una botella de Xibeca. En el nacimiento o fin, según de donde vengas de Santa Eulalia, me apetecen unas castañas "de Extremadura", anuncia el chiringuito, un tanto pleonásmicamente de uno de los puestos callejeros que han brotado con la llegada del frío. Le pido media docena al joven que lo atiende junto a una señora que debe de ser su abuela, pero el dependiente reprime una sonrisa y me aclara que aquí se funciona "por cartuchos" ("anda, como en Ciudad Juárez", pienso, pero no le digo nada). "¿Y cuántas van en un cartucho?", le pregunto. Muy serio, contesta: "Muchas". Compruebo que su respuesta es tan lacónica como irreprochable: la señora está metiendo en el cucurucho castañas para alimentar a una falange macedonia, y, ante mi mirada de estupor, el joven precisa: "Es que aquí somos muy brutos". Recuerdo, con melancolía delegada, cuando, en tiempos de más frío, la gente compraba castañas para calentarse las manos con ellas en los bolsillos. Yo me limito a zampármelas mientras bajo por Santa Eulalia hasta la plaza de España y el río. El Guadiana es a esta hora un bloque negro en el que no se advierten otras señales de vida que los reflejos de las farolas y algún brevísimo chapoteo de pájaros o peces invisibles. A la derecha se alza el hermoso puente Lusitania, con su gran arco verde, al que le faltan la mitad de las luces. (Ángeles se indigna con esta negligencia: "¡Construye un puente tan caro, tan emblemático [aquí, al decir "tan emblemático", le tiembla un poco la voz], para luego tenerlo así! ¡Paga impuestos para esto!"). Cruzo el puente romano, que, aunque se llame romano, es más bien una mezcla, algo frankensteiniana, de elementos romanos, visigodos y medievales. Por aquí lleva pasando gente más de dos mil años (¡y coches hasta 1991!), y la construcción sigue tan pimpante. Innumerables puentes modernos se han hundido en el mundo (el último, en Italia, hace poco: cayó sobre un coche que pasaba y mató a su ocupante; pienso en la causa de la muerte que constará en el certificado de defunción de ese desdichado automovilista: "aplastado por un puente", y en la probabilidad estadística de morir por esa razón), mientras este, tan baqueteado por guerras y crecidas, pero levantado por los mejores ingenieros de la historia, aquí sigue, enhiesto y magnífico. Llego su final, a la altura del merendero "El torero", que tantas tardes (veraniegas) de gloria me ha dado. Dudo si tomarme algo, para descansar los pies y bajar las castañas, pero se ha hecho tarde y aún me queda el camino de regreso. Quizá Ángeles, si ha sobrevivido al ágape bailongo, esté ya en casa. Decido volver sobre mis pasos. El Guadiana me acompaña otra vez, con su misma negrura y su mismo silencio.

1 comentario:

  1. Aunque se lo propone como un trayecto, el paseante tiene mucho de "flâneur"; cierto que no son los pies los que vagabundean pero lo hacen el ir y venir gozoso de sus sentidos mirando carteles, escuchando raperos, pisando el asfalto, saboreando y oliendo castañas. Entrelazar todo ello con palabras es para el lector algo así como la magia de la sinestesia.

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