Viajo hoy fuera de mi jurisdicción, a Salamanca, para presentar una novedad de la Editora Regional de Extremadura, Los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe. Su autora, María Eugenia Díaz Tena, filóloga de Castuera, ha recopilado, ordenado y transcrito los relatos que los peregrinos les hacían a los monjes del monasterio de Guadalupe de los milagros de que habían sido beneficiarios o testigos en su peregrinación o en su vida. Pero no todos, claro: historias de milagros hubo desde principios del s. XV hasta casi el s. XIX, y una edición global habría excedido las posibilidades de nuestra editorial y, probablemente también, las de María Eugenia. El volumen recoge los iniciales, de 1412 a 1503, que forman el conjunto más numeroso e importante. Estoy especialmente orgulloso de esta publicación, porque se trata de una obra singular e inédita, oculta durante siglos en los anaqueles de los archivos guadalupenses, que ahora, tras un denodado trabajo de investigación, se da a conocer en forma de libro. Además, Los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe no es solo un hito en la literatura sacra y popular española —porque ambas cosas es—, sino también en la literatura española a secas. En cuanto recibí el manuscrito, me di cuenta de la calidad expresiva de los relatos que contenía: no son piezas literarias —aunque algunas corresponden a nobles y señores y tienen, en consecuencia, una dicción más pulcra, la mayoría están dictados por gente del pueblo: campesinos, matronas, artesanos, todos analfabetos—, sino pedazos del castellano de la época, emanados directamente —con la sola mediación del monje copista, que actuaba a modo de notario— de los hablantes tardomedievales, y con todo el sabor y espontaneidad de las fábulas orales. Es un lenguaje crujiente, chisporroteante, callejero; y esto no es malo: también lo es el de La Celestina, que se escribió en aquellos mismos años. Es asimismo devoto, pero con esa devoción ingenua, sin hipocresías, del creyente que participa del pensamiento mágico y cree, sin reticencia alguna, en lo maravilloso. Las historias que se narran en Los milagros de Nuestra Señora de Guadalupe son extraordinarias. Que los muertos resuciten, algo que sucede a menudo, no es lo más llamativo: al fin y al cabo, la reviviscencia está en la esencia del cristianismo; hasta cierto punto, podríamos considerarlo normal. Lo sensacional es que alguien que ha muerto, bajado a los infiernos y luego revivido, por intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, nos cuente, como un nuevo y rústico Dante, lo que ha visto en el averno: el panorama de tortura, dolor y padecimiento eternos que allí se contempla. Así empieza el primer milagro transcrito, titulado "De cómo un hombre salió de cativo porque se recomendó a Nuestra Señora Sancta María de Guadalupe", y, con él, el libro: "Yo fui cativado y llevado a tierra de moros e puesto en muy fuertes prisiones. E de noche me eran echadas unas esposas a las manos e una cadena muy gruessa a los pies, la qual passava por un agujero a otra casa e aí era atada. E, viéndome assí aprisionado, desesperava de poder salir de allí por alguna ayuda e industria de los honbres. E, por otra parte, el moro mi señor non çessava de me atraher que renegasse la fe de Nuestro Señor Jhesú Christo, a lo qual no nunca jamás consentí. Pues viéndome puesto en tan gran afliçión e sin algún acorro humanal, torneme con gran devoçión e muchas lágrimas a la reina del cielo, madre de misericordia e abogada de los pecadores, Nuestra Señora la Virgen María, diziendo assí: —O Señora, Madre de mi Señor Dios, consolaçión de los tristes e desanparados, pídote por merçed que me saques de aqueste triste captiverio e cárcel en que estó. E yo prometo de ir luego a la tu sancta casa de Guadalupe con estos hierros que trayo e de me ofrecer con ellos ante ti en la tu sancta eglesia...". Del libro habla con persuasión y conocimiento Pedro Cátedra, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Salamanca (pocas veces un apellido ha sido más adecuado para un cargo), medievalista insigne y granadino con raíces catalanas: en la Autónoma de Barcelona se licenció y doctoró, y en Cataluña conserva todavía amigos, familia y propiedades, aunque algunos vínculos —nos confesará después, en la comida— se hayan resentido del todavía vigente despropósito independentista. María Eugenia centra su exposición en las dificultades que hubo de vencer para acceder a las fuentes, es decir, a los manuscritos de los milagros, y trabajar con ellos. En el monasterio de Guadalupe no había digitalización, ni microfilmación, ni nada que pudiera facilitar la ingente tarea que le aguardaba: en el monasterio de Guadalupe solo había legajos que era menester copiar, y que únicamente podían fotografiarse de estrangis, cuando el padre Sebastián, cancerbero feroz de los tesoros bibliográficos del monasterio, a quien Dios tenga en su gloria, no miraba. Pedro Cátedra revela al público un acto gravemente delictivo que cometió con este fin: distraer al ardoroso vigilante para que María Eugenia pudiera sacar unas fotos de papeles especialmente accidentados. El sentido patrimonial de algunas instituciones, como la Iglesia católica, que entienden como propio lo que, como bien cultural, pertenece a todos, dificulta o imposibilita el trabajo de los investigadores. Aunque, en buena medida, resulta coherente con el fin utilitario que siempre han perseguido también las recopilaciones de milagros: cuantos más pudiera atestiguar el monasterio, más rico se haría —con óbolos, donaciones, diezmos, ayudas y privilegios—. Es natural: si la Virgen propia se demostraba más eficaz obrando prodigios que la del monasterio de al lado, más gente querría acogerse a su benevolencia y pagar por ella. Pura lógica capitalista: si algo funciona, sube la demanda y también el precio. Todo esto decimos (o pensamos) en el Centro de Estudios Brasileños, la institución vinculada a la Universidad de Salamanca que nos ha acogido hoy. Me ha sorprendido un poco que María Eugenia escogiese un lugar de connotaciones tan exuberantes —casi tropicales— para alojar un acto de mucha espesura filológica, no menos sobriedad moral y hasta algo de exaltación mariana, pero ella, que ha sido profesora en la Universidad de Oporto, lo ha justificado por su especial relación con la lengua portuguesa. Tras la presentación —que yo remato, como siempre hago, con la invitación a comprar el libro, que tiene, como todos los de la Editora, un precio social: 18 euros; por casi 900 páginas de trabajo concienzudo y magnífica literatura, es una ganga—, Pedro, María Eugenia y yo nos vamos a comer. Salamanca luce preciosa, más blanca que nunca, bajo un sol benévolo y un cielo disparatadamente azul. Aunque no me entretengo demasiado en la contemplación de sus iglesias y edificios blasonados: me ocupa la conversación con mis compañeros de actuación. Pedro, por ejemplo, nos cuenta que lo que más angustia le produce, como bibliófilo que es, no es carecer de una publicación o de una colección de publicaciones, sino de un número solo de esa colección: tenerla entera, menos un ejemplar, es causa para él de un intenso sufrimiento psíquico. Así le pasa con la revista Poesía, que tiene, ay, incompleta. Yo me brindo a regalarle el ejemplar que le falte, si lo encuentro entre los míos: como ni la tengo ni pretendo tenerla nunca completa, no me importará desprenderme del que a él le haga feliz. Pasamos junto a la Casa de las Conchas, que continúa asombrándome como la primera vez que la vi, y recalamos en el restaurante "La Hoja", donde descubro una excelente mousse de berenjena y bacalao, pero me decepcionan las albóndigas de jabalí: el chef no ha sabido derrotar la aspereza de la caza, y se ofrecen secas y duras. Allí seguimos hablando de literatura y literatos, de bibliofilia, bibliomanía y bibliografía, de política, de la universidad, de la Editora Regional de Extremadura (de la que Pedro es autor: en 2002 publicó Invención, recepción y difusión de la literatura popular impresa (s. XVI)) y hasta del mercado laboral. Acabados el ágape y la conversación, ya solo me queda volver a Mérida. Melitón, el chófer, me lleva, como siempre, con prudencia y solicitud. Son dos horas y media desde la capital charra hasta Mérida, así que me sumo en la lectura de dos libros: Perelmanía, de S. J. Perelman, del que he leído críticas entusiastas, pero que no me está gustando (aunque su prosa y la traducción de David Paradela sean excelentes): Perelman quiere ser gracioso, y esa lucha constante por hacer reír, cuyas armas son la inversión y la hipérbole, hace que no tenga ninguna gracia; y El violinista de Argelès, la primera novela del poeta y buen amigo Agustín Calvo Galán, recientemente publicada por Polibea, en la que me he interesado por ser obra de quien es y también porque en Argelès estuvieron recluidos varios tíos míos que combatieron en la Guerra Civil y que sufrieron después —y me contaron— los horrores de aquel campo. Pero la lectura se ve interrumpida de repente por una frase escalofriante de Melitón: "Creo que hemos pinchado", que a mí me suena como las siete trompetas del Apocalipsis. Paramos en un lateral de la autovía y Melitón comprueba sus sospechas. Así es, hemos pinchado: la rueda delantera derecha no tiene ni una gota de aire. Para más inri, el sol que lo volvía todo transparente en la ciudad ha desaparecido y se ha puesto a llover. (Como en El jovencito Frankenstein, cuando Igor le dice al doctor en el cementerio en el que están desenterrando el cuerpo del monstruo que no se queje, que aquel trabajo tan asqueroso aún podría ser peor, y el doctor le pregunta cómo, y Igor responde que podría llover; entonces suena un trueno). Pero Melitón es un profesional como la copa de un pino. Se calza el chaleco reflectante, pone el triángulo a cien metros del vehículo, saca del maletero la rueda de repuesto y se dispone a cambiarla. Yo lo veo trastear desde el asiento del conductor: me ha pedido que me siente allí y que mantenga apretado todo el rato el pedal del freno. Como estamos en pendiente, tiene miedo de que el coche, al desequilibrarlo con el gato y sin una rueda, se desplace o mueva sin control. Melitón manipula, bracea, desenrosca, empuja. En un momento dado, le da patadas a la rueda: aunque le ha quitado ya los tornillos (o como quiera que se llamen los adminículos que la mantienen sujeta al eje), la presión a la que está encajada impide sacarla. Por fin, lo consigue. Con la nueva rueda ya colocada, manipula, bracea, enrosca, empuja. A todo esto, llueve. El agua le empapa el anorak y las gafas, que se tiene que desempañar de vez en cuando, pero él no abandona sus deberes y prosigue con la operación. Pienso en salir y cubrirlo con el paraguas que llevamos, para que pueda trabajar mejor, pero eso significaría dejar de apretar el freno, y me parece que tanto Melitón como yo preferimos asegurar la estabilidad del coche que evitar que él se moje, por trágico que sea. Pienso también que yo sería incapaz de cambiar una rueda. Cambiar una rueda es física cuántica para mí. De hecho, apenas soy capaz de cambiar una bombilla. Si pinchase, tardaría diez segundos en llamar al RACC. Eso si tuviera teléfono: hoy no lo tengo. Me da escalofríos imaginarme la situación sin Melitón y sin teléfono. No podría salir de ella: moriría de inanición en el coche o de frío fuera. En ocasiones como esta, reparo en lo poco que vale lo que sabemos o creemos saber: yo sé hacer sonetos (tampoco demasiado buenos, pero los hago), pero no cambiar una rueda; quizá sepa juntar palabras, pero eso no me serviría de nada en una lluviosa carretera salmantina, con una rueda pinchada. Melitón, en cambio, solventa el percance en diez minutos, se sienta otra vez al volante para retomar el camino, que hacemos sin otra novedad reseñable, y me deja en casa, sano y salvo, un par de horas después. Ha sido un milagro. Ha sido un día de milagros.
Pues tu milagro ha llegado como llegan todos los milagros: en medio de la tormenta.
ResponderEliminarA mí me parece un milagro todo: la verdad cándida de lo inverosímil en ese contar primero, la belleza del lenguaje ("humanal acorro") casi sin trampa, el empeño de la investigadora, la publicación de su trabajo, la lluvia, el temple y habilidad de Melitón. Un solo milagro no se obró: que uno conozca, sin que otro se lo señale, lo valioso de su quehacer. Qué pocas veces sucede esto último. Si no se lo dijiste, no tardes en que Melitón lo sepa, como no tardamos aquí en hacerte saber cuánto apreciamos la manera tuya de juntar palabras.
ResponderEliminarUn beso.
Juntar palabras dices...Muy pocos escritores logran el milagro de no aburrir al lector.
ResponderEliminarUn abrazo grande .
Hoy vuelvo a esta entrada para contarte que tengo un amigo que es milagroso, ya que ha conseguido que un tartamudo "rompa a hablar". He sido testigo de ello este viernes pasado y todavía no salgo de mi asombro. Y es que hay "milagros con patas...y pantorrillas", en los que siempre creeré.
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