Eso pregunta Juan José Millás sobre los papas: ¿deliran o mienten? Si no creen en Dios —y muchos papas no han creído en él—, son unos mentirosos; y, si lo hacen, unos alucinados: desvarían. Los personajes de los que da cuenta John Julius Norwich en su reciente Los papas. Una historia (Reino de Redonda, 2017) encajan en una u otra categoría, aunque tengo para mí que la mayoría están persuadidos de la realidad del Espíritu Santo y, por lo tanto, disparatan. El libro de Norwich constituye un fascinante recorrido por dos mil años de historia de la Iglesia, el mayor poder espiritual que haya existido nunca en la Tierra, es decir, con mando en plaza en las conciencias —y no hay mayor motor para los hombres que la convicción íntima de obrar por unos valores trascendentes, aunque esos valores impliquen la injusticia, el sufrimiento y la muerte—, y uno de los poderes terrenales más importantes también desde que Constantino lo hiciera religión oficial de imperio romano: desde entonces hasta hoy mismo la Iglesia ha buscado sin descanso la asociación con el Estado —y con su violencia— para justificarse y perpetuarse. Lo más sorprendente de la revisión que Norwich hace del papado es que la retahíla de corruptos, asesinos y depravados que describe en sus páginas haya sido, como prescribe la doctrina de la Iglesia, elegida por el Espíritu Santo. Se entiende que este, ya en forma de paloma, ya en cualquier otra capaz de infundir la voluntad de Dios en el ánimo de los cardenales, los guiase a elegir a Juan XXIII, por ejemplo, pero que también haya determinado la elección de Juan XII, uno de los pontífices más degenerados de la historia, dice muy poco en favor de la paloma y de su mandante. Sobre esto, la Iglesia se conduce como con el Viejo Testamento: es un compendio de crueldades y matanzas que escandalizaría a Charles Manson, pero es obra y palabra de Dios, exactamente como el Nuevo, y como tales hay que aceptarlo. El papado es asimismo obra de Dios: él lo fundó con Pedro y lo ha sostenido hasta el actual Francisco, del que Norwich no habla —la redacción del libro acabó cuando Benedicto XVI, aquel papa dimisionario que siempre llevaba unos zapatos preciosos y que había sido inquisidor general—, pero por el que no ha demostrado, en entrevistas posteriores a la publicación, demasiada simpatía. Y lo entiendo: Francisco me parece un hipocritón de tomo y lomo. Las tropelías de los pontífices son demasiadas para un resumen apresurado, pero algunos casos son dignos de figurar en la historia universal de la infamia. El ya mencionado Juan XII, que ocupó la cátedra de Pedro nueve interminables años a finales del s. X, "vivía en adulterio público con las matronas de Roma, (...) el palacio de Letrán fue convertido en una escuela de prostitución y (...) sus violaciones de vírgenes y viudas habían disuadido a las peregrinas de visitar el santuario de San Pedro, por temor a que, en un acto devoto, fueran violadas por su sucesor": son palabras de Edward Gibbon, cuyo Decadencia y caída del Imperio Romano Norwich cita a menudo. Juan XII convirtió a una de sus amantes en gobernadora de ciudades y la obsequió con los tesores de la Iglesia; a otra, que antes había sido la amante de su padre, la dejó embarazada, y luego ella murió de hemorragia; también yació con una sobrina, dejó ciego a su padre espiritual Benedicto (que, obviamente, no tuvo mucho éxito en su labor tutelar) y castró a un cardenal subdiácono, que murió de las heridas. Otras faltas de este vicario de Cristo —darse a la bebida y al juego, cobrar por ordenar obispos, incendiar casas— pueden considerarse menores. Un siglo después de que Juan XII alcanzara cotas inigualables de perversión en su pontificado, Urbano II promovió uno de los hechos más horripilantes de la historia de la Iglesia: la primera Cruzada, en la que, en 1099, "entre espantosas matanzas, los soldados de Cristo se abrieron paso hasta Jerusalén, donde masacraron a todo musulmán que encontraron en la ciudad y quemaron a todos los judíos vivos en la sinagoga principal". (Hubo una escabechina parecida en la Tercera Cruzada, convocada por el papa Gregorio VIII, cuando Ricardo Corazón de León, el gran rey de Inglaterra, pasó a cuchillo a los miles de prisioneros que había hecho en la toma de Acre). Con ser la Edad Media un terreno abonado para los desmanes, las sevicias papales alcanzaron su cénit en el Renacimiento, y las protagonizaron españoles. Los Borgia —su nombre verdadero era Borja: de origen aragonés, estaban establecidos en Valencia— dieron dos papas: Calixto III y Alejandro VI. Ambos tuvieron hijos. Dos de los del segundo, César y Lucrecia, quedaron para la historia. Calixto III —que Norwich califica erróneamente de "catalán"— practicó el nepotismo y la simonía con denuedo, y promovió una cruzada extenuante e inútil para recuperar Constantinopla, que acababa de caer en manos de los turcos. Para financiarla no dudó en vender valiosos bienes del Tesoro Vaticano y preciados volúmenes de la Biblioteca Papal. Pero sus arbitrariedades son poca cosa comparadas con las de su sobrino, Alejandro VI, que rigió los destinos de la Iglesia entre 1492 y 1503, y al que no por casualidad Norwich hace protagonista del capítulo titulado "Los monstruos". Alejandro fue padre de al menos ocho vástagos de tres mujeres diferentes y su principal tarea fue engrandecer a su familia. Este propósito, que sería loable en cualquier persona que no fuese el papa, se vio permanentemente dificultado por la quisquillosidad e iracundia de su prole. Es muy probable, por ejemplo, que César asesinara a su hermano Juan, con el que rivalizaba por el amor de la mujer de otro hermano, Jofré, o quizá por el de la hermana de ambos, Lucrecia, a cuyo marido, Alfonso de Aragón, también despachó. Igualmente, y para apropiarse de los Estados Pontificios, César dio matarile a los miembros más destacados de las grandes familias romanas, a lo que seguía la incautación de sus propiedades. Su afición a matar no se contradecía con demostrar, como su padre, un desmedido amor por las mujeres: en su corta vida —33 años, como Jesucristo— dejó once bastardos conocidos. La vergonzante historia del papado no se limita a los siglos antiguos. En uno muy cercano a nosotros, el XX, la cristiandad y el mundo entero pudieron disfrutar del reinado de Pío XII, que firmó un acuerdo con Hitler, aplaudió el triunfo de Franco en la Guerra Civil y no dijo ni pío sobre el Holocausto, pero se desgañitó pidiendo que no se bombardeara Roma. Alguna justicia poética hubo cuando, a su muerte, su oculista, un charlatán y matasanos llamado Riccardo Galeazzi-Lisi, se encargó de embalsamarlo de acuerdo con una nueva técnica, similar a la usada con el mismísimo Jesucristo, que "dejaría el cuerpo en su estado natural". Aquel estado no fue otro que el de una putrefacción nauseabunda: desde el ataúd se oían eructos y, durante la exposición del finado, el hedor era tan espantoso que uno de los guardias suizos se desmayó. Al cadáver también se le desprendió la nariz. Pese a su complicidad con los nazis, su clamoroso silencio sobre los horrores de estos y su penoso enterramiento, la Iglesia ha declarado venerable a Pío XII e iniciado su proceso de beatificación, y luego, quizá, de santificación (aunque, dada la celeridad con que la Iglesia se desempeña en estos asuntos, a Pío todavía le quedan muchos años para verse en los altares). Pero la historia de los papas no solo ha conocido reinados siniestros, sino también episodios chuscos. Cuenta Norwich que, en el cónclave de 1159 en el que se eligió papa a Rolando Bandinelli, un cardenal opositor llamado Octaviano de Santa Cecilia no pudo resistir la afrenta de no haber sido él el escogido y, precipitándose hacia Rolando, le arrebató el manto escarlata del papado "e intentó colocárselo él mismo. Siguió una refriega, durante la cual volvió a perderlo. Sin embargo, su capellán sacó enseguida otro —seguramente ya se había previsto esa eventualidad— y en esta ocasión Octaviano consiguió ponérselo, por desgracia con la parte de atrás adelante, antes de que nadie pudiera impedirlo. Siguió una escena de confusión apenas verosímil. Octaviano, que en sus desesperados esfuerzos por colocarse correctamente el manto solo se lo enredaba más alrededor del cuello, consiguió liberarse de los furiosos seguidores de Rolando, que intentaban arrancárselo a la fuerza de los hombros, y salió disparado hacia el trono papal, donde tomó asiento y se proclamó a sí mismo papa Víctor IV. A continuación echó a correr por san Pedro hasta que se topó con un grupo de clérigos de poca importancia, a los que ordenó que lo aclamaran. Estos, al ver que las puertas se abrían de golpe y la basílica se llenaba de repente de una banda de asesinos armados, lo hicieron apresuradamente...". La cosa se resolvió, como solía, con unas cuantas algaradas y enfrentamientos armados, que concluyeron con la expulsión del antipapa y la consagración formal del elegido en el cónclave, Rolando, que adoptó el nombre de Alejandro III. No obstante, lo más divertido de Los papas. Una historia es el relato del uso de la chaise percée, con el que se pretendía evitar que se volviese a dar el caso de que una mujer, como la legendaria papisa Juana a mediados del s. IX, ocupara la silla de Pedro. La comprobación consistía en sentar al papa en una silla perforada y que un clérigo joven le palpara los testículos, que colgaban por el agujero del asiento, para acreditar que pertenecía al sexo masculino. Cuando se determinaba que así era, el palpador gritaba: "¡Tiene testículos!". Entonces, todos los clérigos presentes contestaban "¡Alabado sea Dios!" y procedían jubilosos a la consagración del papa electo (y acaso erecto). Los papas. Una historia constituye un ensayo bien documentado y bien escrito, que se lee como una novela, lo que no es poco mérito, teniendo en cuenta que tiene 626 páginas y trata, a veces, de abstrusas cuestiones teológicas. Norwich procede como siempre hacen los ensayistas ingleses: con claridad, rigor e ironía, y que lo percibamos así depende, en buena medida, del traductor, Christian Martí-Menzel, cuya labor, revisada por Panteleimón Zarín, es admirable. El sentido pragmático y divulgador de los hombres de letras británicos prevalece siempre sobre el lenguaje aturullado y las inclinaciones eruditas, y en este caso lo hace con especial dedicación. Norwich también es ecuánime: junto a los crápulas y los ineptos, que son la mayoría, también da cuenta de los santos; e incluso en el cenagal de los peores se esfuerza por encontrar buenas obras o méritos políticos, artísticos o doctrinales. Pese a sus muchas virtudes, el libro también tiene defectos. Además de una edición sorprendentemente poco cuidada —con erratas y una puntuación deficiente—, Norwich demuestra un conocimiento no del todo afinado de la historia de España y, sobre todo, como buen inglés, una tácita adhesión a la leyenda negra que la ha enlodado. Por ejemplo, califica la Inquisición, fundada por los Reyes Católicos con la autorización del papa Sixto IV, de "régimen de brutalidad y terror sin parangón en España hasta el siglo XX y la Guerra Civil". Pero la Inquisición ya existía en Europa, ejercida por los papas desde varios siglos atrás, y, con ser espeluznante, ni supuso un terror sin parangón en España —hubo otros peores, como las guerras, las dictaduras y las persecuciones políticas—, ni llegó hasta el s. XX: fue abolida en 1834 (dejaremos para otra ocasión hablar de las persecuciones de los católicos en las islas Británicas y en toda la Europa protestante, que superaron en crueldad a las prácticas inquisitoriales). Tampoco se entiende que Norwich afirme que "pocos años en la historia del mundo han demostrado ser más aciagos que 1492", entre cuyos hechos infaustos el historiador cita el fin de la conquista española de Granada y la partida de Colón al Nuevo Mundo. Ambos son acontecimientos históricos complejos que cabe intepretar desde muchas ópticas, también críticas, pero de ahí a calificarlos de "aciagos" hay un abismo. Una actitud similar mantiene cuando considera la "más funesta decisión" del papa Alejandro VI el otorgamiento del Tratado de Tordesillas. Que "la más funesta decisión" de un papa que robó, asesinó, sobornó, estupró y fornicó a mansalva fuese un tratado que evitó que entre dos grandes países de la época, España y Portugal, estallase una guerra por el control del Nuevo Mundo, es incomprensible. Ante la enormidad de estas afirmaciones, resulta un detalle menor que Norwich llame "de Secesión" a la Guerra de Sucesión española, como hace en la pág. 442.
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