martes, 6 de noviembre de 2018

Placeres y peligros del hockey sobre patines

El hockey sobre patines es un deporte curioso: diez tipos sobre ruedas y con un palo persiguen una pelota, dura como una piedra, con la incomprensible intención de meterla en una portería apenas mayor que el portero que la defiende. En realidad, todos los deportes son curiosos, cuando no asombrosos. El curling, por ejemplo, es una curiosidad monumental, pero ahí está, ganando adeptos, incluso en un país tan poco glacial como España: hace poco supe por la prensa, que dedica su tiempo a estas cosas que una jugadora de curling española se había ido a Escocia, cuna, al parecer, de este deporte (y de otros igual de fascinantes, como el golf), para preparar la que será la primera participación de un compatriota en un Mundial de curling, o algo así. No obstante, el hockey sobre patines merece más consideración que el curling y que muchos otros sports: España ha ganado más campeonatos mundiales y de Europa en este deporte que en cualquier otro, y, si fuese olímpico, el país figuraría mucho más arriba en el medallero histórico, en lugar de en la posición menesterosa que ocupa ahora. Ayer, volvía yo de comer en El Mexicano de Sant Cugat cuyos ceviches son gloriosos y las negras Modelo, no digamos, cuando pasé por delante del polideportivo municipal. Normalmente, no le presto atención: es un monstruo gris y sin interés, como casi todos los polideportivos municipales. Esta vez, no obstante, tenía una puerta abierta y se oía un gran estruendo. Me picó la curiosidad y me asomé. No había que pagar entrada. Dentro, se jugaba un partido de hockey sobre patines. No eran equipos de mayores, sino que parecían juveniles, o cadetes. Uno debía de ser el Sant Cugat, por el color del uniforme, en el que predomina el negro; el otro, de algún otro sitio, iba de riguroso amarillo, no sé si para reivindicar la liberación de los presos políticos o porque siempre ha sido así. Me sorprendió, nada más entrar, la intensidad del ruido: el chirrido de los frenos de los patines, los golpes de stick, los pelotazos en las paredes de la cancha, los gritos de los entrenadores y del público (porque, inverosímilmente, había público), los pitidos del árbitro, los costalazos de los jugadores en el parqué, los bocinazos del marcador, todo contribuía a una batahola espectacular. El parqué, desde luego, amplificaba el ruido. En las antiguas canchas de cemento, como aún son en algunos rincones proletarios del país, el cemento lo asordinaba. Allí, cuando un patinador mordía el polvo, lo hacía como en una película muda, o casi. Pero la falta de sonido era engañosa: uno creía que, porque no había habido estrépito (salvo, quizá, algún juramento del zancadilleado), el jugador no se había hecho nada, cuando, en realidad, era muy probable que se hubiera dejado los premolares en el lance. También me llamó la atención, en el polideportivo sancugatense, la rapidez con que sucedía todo: los jugadores pasaban en segundos de un extremo a otro de la cancha, los disparos se encadenaban en ambas porterías y no había parones en el juego. Todo parecía presa de una aceleración brutal, de una urgencia castrense. Nada más entrar, una bola salió disparada hacia mí. Por suerte, toda la pista está rodeada por una red protectora, y la malla me salvó. Si no la hubiese, habría que contabilizar varios muertos por partido. Un pelotazo de esos, a la velocidad con que salen disparados, puede noquear, y hasta descerebrar, a cualquiera. Lo recuerdo muy bien, porque el hockey sobre patines era uno de los deportes preferidos de mi colegio, el Padre Mañanet (así se llamaba durante el franquismo; luego se reconvirtió en Pare Manyanet). En el patio había una pista de hockey, que en el horario escolar se llenaba de críos que jugaban al fútbol o, simplemente, se entretenían pegándose unos a otros, pero que, por las tardes y los fines de semana, se utilizaba para lo que había sido construida: calzarse los patines y arrear bolazos, una actividad a la que los alumnos del Padre Mañanet se mostraron siempre muy dispuestos. Yo también quise participar en aquel jolgorio. En general, yo quería participar en el colegio en todo cuanto condujese al bochinche y la zapatiesta, sin que nunca me planteara si estaba dotado, o no, de las aptitudes físicas necesarias para hacerlo sin caer en el ridículo; y casi nunca lo estaba, pero eso no me disuadía. Imbuido de un súbito fervor por el hockey, les pedí a los Reyes Magos un stick y, para mi regocijo (y mi sorpresa: aún estaba enfadado con ellos por que no me hubiesen traído la escopeta de perdigones que había pedido la Navidad anterior), me lo trajeron, y con él me fui enseguida al colegio para profundizar en el maravilloso mundo del hockey. Pero se me había olvidado un detalle: no sabía patinar. Y tampoco les había pedido a los Reyes unos patines. De hecho, aprender a patinar se me antojaba una tarea hercúlea, un ascenso sin oxígeno al Kanchenjunga, una dimensión desconocida. Yo, que apenas sabía dar una voltereta o subir por la cuerda con nudos ah, las clases de gimnasia con el señor Soriano, cuánta felicidad me procuraron, tenía que aprender a maniobrar sobre ruedas a una velocidad vertiginosa, mientras mantenía el control de una pelota díscola y eludía las feroces acometidas de otros que, como yo, querían hacerse con el control de la bola. Estuve unas pocas semanas languideciendo con el stick en el patio a veces, rodeado por una nube de compañeros que jugaban a una especie de fútbol-rugby a mi alrededor o se pegaban, me esforzaba por ametrallar a bolazos, sin patines, una portería sin portero, aunque la cosa, no sé por qué, me parecía desangelada, pero al final desistí de mis sueños. La puntilla me la dio una escena escalofriante de la que fui testigo: a Iñíguez, que ni siquiera estaba jugando a hockey, sino que paseaba sin propósito por la pista (lo que era, en cualquier caso, una temeridad: los peligros que nos acechaban a todos en aquel espacio selvático pelotazos, atropellos, mamporros, collejas, lapos– eran innumerables), le metieron un bolazo en la entrepierna. No es de extrañar que los jugadores de hockey se protejan como gladiadores, y que una de las protecciones imprescindibles sea la coquilla, elocuentemente conocida como huevera. El portero, en particular, ese héroe a menudo olvidado de tantos deportes, ha de acorazarse como un astronauta, porque su trabajo no es otro que interponerse en la trayectoria del proyectil que le mandan los rivales, con riesgo de su vida. (A veces, para que gane aún más velocidad, lo disparan elevando la bola del suelo con un movimiento de cuchara y dejándola en el aire, para sacudirle entonces con el stick como si aquello no fuera hockey, sino béisbol). Y yo, que, por alguna locura transitoria, he sido portero de fútbol y, aún peor, de balonmano, sé bien lo que es exponerse y recibir el pelotazo asesino, pero no quiero imaginarme lo que puede suponer esa tríada fatal: una bola de hockey y sus congéneres humanas, reunidas de golpe. El pobre Iñíguez sí lo experimento: se quedó doblado en el suelo, gimiendo como una ocarina, hasta que se lo llevaron a la enfermería y luego al hospital. Nunca volvió a ser el mismo. Ni yo tampoco: el hockey sobre patines dejó de interesarme, hasta hoy. Bueno, hasta ayer, en que me quedé admirado de las atléticas evoluciones de aquellos jóvenes jugadores en el polideportivo municipal de Sant Cugat, mientras digería un ceviche memorable.

3 comentarios:

  1. Siempre me pasa igual: tanto trajín, me abre el apetito.

    Besos.

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  2. Aunque no me son extraños los patios llenos de niños y adolescentes corriendo, empujándose y pegando patadas a cualquier objeto más o menos redondo, en esa cancha de hockey y en aquel patio de cemento la testosterona casi puede tocarse, tanto que cuando ha irrumpido el pobre Iñíguez y el bolazo en su entrepierna, no he tardado ni un segundo en pensar en que tuvo que sufrir como en ningún otro lugar de su cuerpo un dolor "de cojones". Y enseguida, mi cabeza llena de palabras se ha puesto a traducir esa intensidad testicular en otras lenguas: "une putain de douleur", "a fucking pain", "un male cane", "uma dor do caralho". Solo en catalán he vuelto a dar con las gónadas ("un mal de collons"), y gracias a una amiga venezolana he sabido que allí lo llaman un dolor "arrecho", que va más o menos dentro del lote.

    Te doy las gracias por las risas que me he echado conmigo misma con la panoplia de términos de lo innombrable, y descargo a este blog de toda responsabilidad por las palabras malsonantes (mea culpa toda).

    Un abrazo.

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  3. Estos deportes de contacto es lo que tienen.A mí me da miedo, terror, sentarme en las gradas para seguir el partido . Sufro por ellos-ellas y mi integridad física . Como dice Gema: gracias por las risas que me he echado.

    Un abrazo grande.

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