viernes, 16 de noviembre de 2018

Una avería en el tren

El día no ha empezado bien: llueve. De hecho, ha llovido toda la noche: el tamborileo de las gotas en las ventanas del dormitorio me ha despertado a una hora imprecisa, pero aún muy nocturna. La parte ecologista de mí celebra la tormenta: que caiga agua en un país casi siempre seco como el nuestro es una bendición. Pero la parte que se preocupa por la ropa y las comodidades de la vida (una parte muy grande) protesta: caminar hasta la estación bajo la lluvia supone llegar al tren con los pantalones mojados, por mucho paraguas que lleve. Quizá debería comprarme un paraguas más grande. Me cruzo con una mujer que lleva uno ajedrezado y enorme. Tiene los pantalones secos y va hablando por el móvil. Esto sí que es tener cobertura. Pero contar con un paraguas monstruoso también tiene inconvenientes: uno, estético: parecería un paracaidista; otro tiene que ver con la seguridad ciudadana: me lo robarían a las primeras de cambio. Y volvería a mojarme los pantalones. Aunque, por otra parte, sería más difícil que lo perdiera. Yo soy el campeón mundial de perder el paraguas, una de mis muchas virtudes, y el volumen de un paraguas grande me supondría un hándicap paradójicamente beneficioso. Cuando me acerco a la estación, con los pantalones mojados, intuyo que algo va mal: los paraguas, grandes y pequeños, se amontonan a la entrada. Ni siquiera he de mirar la pantalla informativa de los trenes para saber que hoy es ese día de lluvia en el que los trenes se han estropeado: todos los años hay uno, como todos los años hay un Viernes de Dolores, un Toro de la Vega o un día en el que se acaba el plazo para presentar la declaración de la renta. Y así es: un corrimiento de tierras, causado por el pertinaz aguacero, ha afectado a la vía entre Terrassa y Sant Cugat, y todo el delicado engranaje ferroviario al oeste de Barcelona, con el que cada día se desplazan decenas de miles de personas a y de la ciudad, se ha ido al garete. Utilizar otro medio de transporte es impensable. La autopista (de peaje) y las carreteras deben de estar tan o más colapsadas que el tren. Además, si volviera a casa para coger el coche, llegaría con los pantalones empapados. Por no hablar de aparcar cerca de la plaza Cataluña. Me armo, pues, de valor, desenfundo la tarjeta de 10 viajes, la introduzco en la ranura en cuya oscuridad advierto hoy brillos maléficos y oigo el crunchcrunch de la máquina validadora: alea jacta est, pienso, y que Dios nos asista. A saber cuándo llegaré a la oficina, ni en qué estado. Los augurios sombríos se suceden: nada más entrar, me cruzo con un fulano con el que estuve a punto de pegarme hace unos días, que ya es casualidad encontrarme, en este enjambre humano, con un menda como este. Fue una discusión de tráfico, pero sin coches: ambos chocamos en un túnel de los ferrocatas. En la discusión, fui agarrando el paraguas con más fuerza. También entonces me habría gustado tener uno más grande. Pero esta vez el tipo no me ve: pasa junto a mí y se va de la estación. Yo me adentro en el andén, en el que debe de haber unas ciento cincuenta mil personas. La situación es dantesca: me recuerda algunas espeluznantes experiencias vividas en el metro de Londres. He de recurrir a la sabiduría zen que no tengo para aceptar que es una situación que no puedo cambiar, y que la única actitud sensata consiste en salvaguardar la cartera en lo más profundo de la americana (lo que para mí es un infierno, para los cacos es el jardín del edén), apretar los dientes y esperar, aunque sospeche que la espera va a a ser larga y que los dientes me van a doler de tanto apretar. En realidad, lo que me apetece es aullar como un comanche, pero no creo que los demás lo considerasen una aportación constructiva a la situación. Encuentro, milagrosamente, un hueco en una máquina de Coca-Cola, me apoyo en ella y saco el libro que llevo en la mochila. A mi lado hay una mujer, con la misma expresión de resignado estupor que debo de tener yo, que también está leyendo un libro de papel. Nos miramos como dos náufragos agarrados a un madero en un mar proceloso. Yo siempre he dicho que con un libro uno nunca está solo, pero hoy tendré que encontrarle otras virtudes. Es difícil, no obstante: el constante y bovino trasiego de gente, armada con mochilas y, ay, paraguas (alguien pasa, inverosímilmente, empujando una bicicleta; las madres se echan a los hijos al cuello, como si la masa pudiera arrebatárselos, con un movimiento de deglución, en cualquier momento), me lleva el libro a la cara y, sobre todo, me impide subrayar. Sin subrayar no sé leer. Leer sin subrayar es un leer descafeinado, es leer a medias, es un gatillazo de lectura. Hago un alto en la lectura fracasada y llamo al trabajo para avisar de que llegaré a las tantas. En el trabajo me recuerdan que he de llevar un justificante de los ferrocarriles de la Generalitat para justificar el retraso. No basta la foto que he hecho de la pantalla informativa al entrar, en la que consta el retraso que sufren los trenes. La administración pide papel: uno que diga que los trenes han sufrido retraso. Los trenes se suceden, aleatoria y caóticamente; pero pasan. Todos van llenos, más llenos aún que el propio andén en el que nos encontramos. Primero bajan los viajeros cuyo destino es Sant Cugat con una expresión unánime de alivio; muchos resoplan; una chica exclama: "¡ah, qué liberamiento!". Luego suben los valientes que han decidido lanzarse a la aventura. Se estrujan como estrujaban los negreros a los esclavos en las sentinas de los buques que los transportaban a América: aprovechando el menor espacio, disponiendo los cuerpos de forma que las protuberancias de uno coincidan con los huecos del otro (espero que no se me malinterprete; quiero decir que, al igual que las sanguijuelas esclavistas colocaban la cabeza de uno de aquellos desgraciados junto a los pies de otro, para hacerlos encajar y así poder transportar a más, como en un tétrix siniestro, aquí todos buscan acomodo poniéndose de perfil, o situando el hombro debajo de una axila, o dejando la mochila en el suelo, entre los pies de alguien). Y eso que no hay empujadores, como en el metro de Tokio, aunque quizá no fuera mala idea que la compañía de ferrocarriles contratase a trabajadores eventuales que pudiesen desempeñar esa función en días como hoy. Tras, probablemente, una docena de trenes que han llegado y se han ido, tan cargados como los que llevaban a los judíos a Auschwitz, observo que la espesura, tanto en el andén como en los vagones, empieza a adelgazar. Llevo tres cuartos de hora de pie, aplastado contra una máquina de Coca-Cola y mal leyendo, y me animo a dar el paso. Tomo posiciones junto a otros muchos y espero el siguiente convoy. Cuando pare, habré de tener cuidado de estar lejos de donde desagua el techo del vagón: los trenes modernos no tienen gárgolas, pero, cuando llueve mucho, como hoy, se comportan como si las tuvieran. A más de uno he visto esta mañana ducharse con el chorro imprevisto y entrar en el vehículo con la expresión de felicidad de un condenado a muerte. Dentro ya del vagón, experimento el placer del contacto humano con redoblada intensidad. Estas aglomeraciones lo hacen a uno dolorosamente consciente de la biomasa de la que forma parte. Recuerdo La rebelión de las masas, del maestro Ortega y Gasset, y su aristocrática protesta contra la ubicuidad de las muchedumbres. Y lo escribió en 1929. Ah, si don José me acompañase esta mañana de noviembre. Aplastado, otra vez, contra una de las puertas de salida, un vecino forzoso me clava un codo, y siento ese codo como si yo fuera el pan y él, un cuchillo; una mocetona delante de mí, con una mochila a la espalda que se me hunde en el pecho, me cepilla la cara con el pelo cada vez que se lo arregla (y se lo arregla muchas veces); un tercero ha encontrado una insólita misericordia en mi cadera, y recuesta en ella algo que no consigo identificar, pero que pesa notablemente. Y de todos percibo ese olor amalgamado, casi sólido, que se nutre de la piel y las entrañas, de las colonias y de la ausencia de colonia, de la humedad de la lluvia y de las humedades del cuerpo. Pero todos ellos son, somos, víctimas de las circunstancias. Los desaprensivos, no; los desaprensivos lo son por voluntad propia y mala intención. Alguien, cerca, se ha tirado un pedo. Tirarse pedos en esta dramática tesitura debería estar prohibido y gravemente penado por la ley. Tirarse pedos es un atentado incalificable, que nos sobrevuela irreparablemente. No se puede escapar del pedo. El pedo nos acogota y nos envenena. Vuelvo a sentir ganas de bramar. Con el paso de las estaciones que son muchas, y este es otro de los regalos de una jornada como hoy: los trenes paran en todas, para que todos los habitantes del Vallés Occidental tengan las mismas oportunidades de disfrutar del día, el pasaje disminuye. En las primeras Valldoreix, La Floresta... aún suben más viajeros, pero, a partir de Sarriá, la gente va llegando a su destino. Yo aprovecho el paulatino esponjamiento para volver a mi libro, Un aire anglès, de Miquel Berga, otro abducido por la cultura anglosajona, y subrayarlo. En uno de sus excelentes artículos el volumen es un compendio de los que ha publicado recientemente en la prensa catalana leo (y traduzco del catalán): "Lo que estoy seguro de saber porque lo dijo el sabio Chesterton es que intentar aceptarlo todo es un ejercicio sano, pero querer comprenderlo todo es agotador. Dedicarse a comprender el mundo es emprender el camino más rápido a alguna forma de locura. Y otra vez Chesterton nos avisa: la imaginación no conduce a la locura. Para ser exactos, lo que conduce a la locura es la razón. Por eso los poetas no se vuelven nunca locos. Son más proclives a la locura los jugadores de ajedrez y los contables...". Estoy de acuerdo con lo primero: haber aceptado el desastre de esta mañana, sin querer comprenderlo, ha sido sano: ha preservado mi salud mental. Pero disiento de lo segundo: los poetas se vuelven locos con frecuencia; de hecho, se vuelven más locos que los fontaneros o los numismáticos. Pero de eso quizá hable en otra entrada. Ahora todavía tengo que salir del tren, otra tarea que tampoco va a ser fácil, conseguir el justificante para el trabajo y llegar a la oficina. Por suerte, esta vez no me voy a encontrar en los túneles con el tipo con el que estuve a punto de pegarme el otro día. Y los pantalones ya se me están secando.

2 comentarios:

  1. Ay, Eduardo, esta entrada deshace el halo de romanticismo que tiene la experiencia de quienes tomamos el tren y el metro muy de tarde en tarde. Desde luego, me admira tu "a mal tiempo..."; pero más me asombra aún imaginar ese conato de pelea que mencionas. Me quedaré con la duda de si fue real además de verosímil.

    Como siempre, describes los detalles con brillantez y, al final, respiramos aliviados como un viajero más, pero con la expectativa de una recompensa: que nos hables de los poetas locos, enloquecidos, alocados, locuelos.Ya estoy deseando leerlo.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Humor pese a todo, incluidos los humores. Y la bilis negra.

    ResponderEliminar