lunes, 8 de agosto de 2022

Tuk

Tuk es un cachorro de pastor alemán, de unos cuatro meses, que acaban de adoptar mis amigos Christian y Teresa, con los que he pasado el último fin de semana en su masía de La Garrotxa. A Christian y a Tere les gusta la vida en el campo y les gustan mucho los animales, por los que profesan un amor que, según confesión propia, es extensión del que sienten por los seres humanos. Por eso su masía tenía ya mucho de zoológico antes de la llegada de Tuk. Tienen gallinas —que pueden estar (¿ser?) abiertas o cerradas, según campen libremente por la finca o se recluyan en el gallinero para pasar la noche, en la que acechan zorros y jabalíes, y las tormentas—, dos gatos —uno modoso y manso; otra impasible y feroz—, un estanque con peces —ocho de los cuales murieron, literalmente cocidos, en la última ola de calor: fue una masacre térmica; Christian y Tere se sumieron en una tristeza inconsolable— y una tortuga —pequeña, mediterránea, a la que Christian le ha construido un tortugario muy cuco, con la reproducción de una isla tropical, con palmera y todo, en el centro, que, no obstante, no es lo bastante atractivo como para que el quelonio no intente escaparse cachazudamente, como lo hace todo: las tortugas trepan, y Christian se ve obligado a construir cada vez muros más altos, a base de tarugos y viejos marcos de ventanas—. A todo este mundo doméstico de Félix Rodríguez de la Fuente se ha sumado, hace muy poco, Tuk, un cachorro indómito y feliz, lleno de energía, como casi todos los cachorros (salvo los del oso perezoso), y siempre deseoso de la compañía y la atención humanas. En cuanto te ve, te abraza a su manera: saltándote encima, con garras notablemente afiladas —Christian, Tere, una sugerencia: llevadlo a que se las recorten—. Resulta, pues, problemático entrar en la casa con algo delicado en las manos, porque es muy probable que, gracias a la efusividad de Tuk, eso que lleváis con tanto cuidado acabe en vuestra camisa, en el suelo o en el hocico de Tuk. No obstante, pasado ese momento de tribulación, la relación con Tuk se simplifica: él lo busca a uno para que lo acaricie y uno lo acaricia. Se tumba a tu lado, o se echa patas arriba ofreciéndote la tripa, una superficie infinitamente rascable, o te pone la cara en el regazo para que se la masajees. Yo así lo hago, y Tuk me lo agradece lamiéndome con aplicación la mano. Por la tarde salimos con Christian a pasear, y nos llevamos a Tuk, que intuye la excursión y se apuesta en la puerta, con la correa en las fauces y una expresión en los ojos con la que parece decirnos: "¡Venga, remolones! Deberíais estar en el tortugario con vuestra colega...". El paseo nos lleva por los caminos del valle de Llémena, que alberga, entre bosques y sierras admirables, vastos campos de maíz. En uno de los campos, este sin maíz, Tuk encuentra una vaca, o más bien la descubre. La vaca está tumbada en el suelo, rumiando apaciblemente. Es amarilla, como en el poema de Dámaso Alonso, y enorme. Cuando llegamos, gira vagamente la testuz y nos mira con una mezcla de indiferencia y desdén. Esta vaca parece singularmente estoica. A esta vaca uno tiene la impresión de que nada podría perturbarla: ni una catástrofe nuclear ni una canción de Raphael. Pero en Tuk la vaca causa el efecto contrario: lo confunde, lo desquicia, lo enajena. A Tuk la vaca debe de parecerle Godzilla. Se encara con la bestia, se agacha en posición de ataque, con todos los jóvenes músculos en tensión, y ladra como si quisiera hacer conocedor al mundo de su hallazgo y su espanto. Pero Tuk, en su aturdimiento, se ha olvidado de un pequeño detalle: justo delante de su morro se encuentra la valla que guarda al ganado, y está electrificada. Christian me explica que Tuk ya se ha acalambrado en alguna ocasión, y que supone que habrá aprendido la lección: esos hilos no se tocan. Pero la suposición es la madre de todas las cagadas. Porque Tuk, en uno de sus espasmos ladradores, se enreda en los alambres malignos y sufre una descarga que lo hace retroceder entre gañidos de dolor y un desconcierto alborotado. Se le ha erizado el pelo del lomo y nos mira con un gesto de incomprensión existencial. Cuesta tranquilizarlo, pero lo conseguimos. La vaca lo ha mirado todo con inconmovible indiferencia, sin dejar de rumiar, aunque me parece reconocer un destello de complacencia en sus ojos como pelotas negras de pimpón: "Te está bien empleado, chucho zopenco, por molestar", parece decir. Me pregunto si esta forma de cuidar los campos y el ganado es aconsejable, y doy por supuesto que es legal, lo cual me extraña aún más. Los agricultores, me explica Christian, quieren protegerse de los jabalíes, que son muy destructivos, y de los humanos furtivos o descuidados. Pero por este camino no solo pasan perros; también niños. Y gente despistada, como yo mismo, a la que, si no se la avisa de que está rondando una valla como la que rodeaba los campos de concentración nazis, podría electrocutarse. El único cartel(ito), borroso ya, que he visto en toda nuestra ronda, de varios kilómetros, decía: "Pastor eléctrico" (que es una ingeniosa metáfora futurista, pero que resulta poco clara para el paseante y, sobre todo, para el perro del paseante). También, aquí y allá, se veían, colgados de los alambres, jirones de ropa: la versión cutre de las bolas de plástico que se colocan en los cables aéreos de la electricidad para que los helicópteros no se queden fritos contra ellos. Otro mecanismo poco informativo y poco disuasorio. Seguimos nuestro camino, con un Tuk achantado, al que le cuesta sacar la cola (dolorida, que se lame) de entre las piernas. Pero por fin se espabila, a lo que contribuye que lleguemos a la riera de Llémena, la corriente (es un decir, con esta sequía) que da nombre al valle. Allí, en un remanso lleno de algas, Tuk se lanza al agua, a correr y a beber, actividades que hace simultáneamente. A cada zancada, echa un bocado al agua. Es decir, en rigor no bebe, sino que come agua. Por este camino, embarrado por las lluvias, me caí yo, mientras paseaba con Christian, en mi anterior visita a su casa. Esta vez no me caigo. Esta vez es Tuk el que, con su doloroso descubrimiento de la vaca, se lleva el lacerante protagonismo de la jornada. En casa, nos recuperamos todos del paseo. Tuk lo hace zampándose el cuenco de pienso con que Teresa lo agasaja. Nosotros, en el piso de arriba, tomamos café y charlamos. Pero, cuando bajo a mi cuarto, descubro que Tuk no ha tenido suficiente con el yantar que le ha servido Tere (y que yo no he tenido la prudencia de cerrar la puerta de la habitación) y se ha tomado de postre mi pantalón del pijama (que acababa de comprar, antes de las rebajas): hay trozos de tela esparcidos por el suelo, y el cadáver de la prenda yace en la cama, descuartizado. Curiosamente, a Tuk no le ha despertado el apetito ninguna otra de mis pertenencias, que estaban junto al pijama: mi mochila, mi gorro de coronel Tapioca, unos calzoncillos nuevos, mi cartera. Alabado sea el Hacedor. Cojo el pantalón y se lo entrego a un compungido Christian para que lo utilice de paño de cocina o, mejor, dado su estado, se lo ponga de sombrero al pastor eléctrico, como un aviso más para los navegantes de los caminos. El pobre Tuk no es consciente de su hazaña. Aún le están creciendo los dientes, que yo noto ya como prometedoras agujas cuando juego con él, y aún se está educando. Christian me cuenta que a él se le ha comido su camisa preferida, y que ha roído casi todos los muebles de la casa. Y yo recuerdo cuando Betty, una simpática perrita que pasó unos días en casa cuando Pablo se dedicaba a pasear chuchos y los dueños se los dejaban a él siempre que se iban de fin de semana, se me comió la edición facsímil de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez, que yo tenía, entre muchos otros libros queridos, en el suelo de mi estudio. Betty acabó borracha de papel y yo, de enfado. Tuk se gana mi perdón a la mañana siguiente, cuando estoy leyendo el periódico en el jardín. Tras husmear alegremente a la gata de la casa, que le comunica, lanzándole tres zarpazos, que antes de desayunar no le apetece hablar con nadie, se me tumba junto a los pies y empieza a lamerme el dedo gordo del derecho. He leído en algún lugar que el hecho de que los perros laman los pies de alguien significa sumisión. No sé si es cierto, pero, si lo es, tengo a Tuk totalmente sometido. Me lame la bola del dedo con diligencia y meticulosidad, recorriendo con la lengua húmeda y caliente, como una bayeta, todos los ángulos y anfractuosidades de las uñas y la piel, y también se extiende, de vez en cuando, a los otros dedos, como si formaran un teclado: pasa la lengua como una vicuña por el marfil. Y no tiene miramientos: los lametazos cubren la carne, sí, pero alcanzan también la sandalia y la suela de la sandalia, con su rico bagaje de tierra, hierbas y Dios sabe cuántas cosas más. Lo encuentro sumamente erótico. Me hace cosquillas y me da ganas de más. "Tuk, cariño —pienso—, me parece que estamos hechos el uno para el otro". Cuando me marcho, de regreso a Barcelona, Tuk viene a despedirme con su vehemencia habitual y yo, pese a todo, se lo agradezco. Le agarro las enormes orejas —las dumbas, las llama Christian— y le manoseo el hocico hasta la próxima ocasión. En la que no traeré pijama y me habré hecho las uñas de los pies, para facilitarle el trabajo.

2 comentarios:

  1. Mencionas a Félix Rodríguez de la Fuente, en la Novelaberinto de Mario Martín Gijón el también lo hace. Supongo que como homenaje a un ecologista adelantado a su tiempo. Un sitio idílico. Un saludo

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  2. Es que los perros son seres muy especiales. Sacan lo mejor de nosotros y roban el alma. Tuk, debe ser un caramelo. Me lo he pasado en grande leyéndote.

    Gracias, Eduardo. Un beso lleno de cariño.

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