Ayer por la tarde, cuando estaba escribiendo en casa, me llamó Jordi, poeta y amigo, para invitarme a la ópera: en el Teatro Auditorio de Sant Cugat se representaba Madama Butterfly, de Puccini. Acepté, aunque —debo admitir— tras un momento de vacilación: la ópera es el arte al que menos llamado me siento. Me emocionan una buena aria o un coro memorable, pero nunca me he sobrepuesto a la inverosimilitud del espectáculo (¿por qué dicen lo que dicen cantando?) ni a la grandilocuencia de los libretos. Y entre arias y coros suele haber largas, muy largas escenas dialogadas cuya magnificencia, o siquiera encanto, se me escapa. Nunca me he dormido en el cine o el teatro; en la ópera, en cambio, he descabezado algún sueñecito. Y con algunos compositores, como Wagner (que es «imbatible», me dice Jordi; «sí, Hitler pensaba lo mismo», le respondo yo), me pasa como a Woody Allen: cuando lo oigo, me dan ganas de invadir Polonia. No obstante, acudí con ilusión al Teatro Auditorio en compañía de mi amigo y ocupamos dos asientos, inevitablemente estrechos, en la fila dieciséis, la última de la platea. La lejanía del escenario se compensaba con la proximidad al guardarropía, donde habíamos dejado los abrigos —ayer hacía frío en Sant Cugat—, lo que nos ahorraría una cola soviética al salir y recogerlos: el teatro estaba de bote en bote.
Madama Butterfly (cuyo título siempre me recuerda una escena de cierta película en la que un policía amenaza a un detenido al que está interrogando: «¡Vas a cantar más que madame Butterfly!») se estrenó en la Scala de Milán en 1904 y fue un rotundo fracaso: el público insultó al compositor y a los intérpretes, y cubrió el escenario de hortalizas (y alguna piedra), como en los mejores tiempos de Shakespeare y Lope. Puccini, un genio sensible a las inclinaciones de la gente, entendió el mensaje —no era difícil— y modificó la obra: dividió el segundo acto en dos, introdujo cambios importantes en el argumento y afinó la música. Apenas tres meses más tarde, la nueva versión, estrenada en Brescia, conquistó a la audiencia, ya para siempre.
La ópera se desarrolla en Nagasaki, la ciudad que los norteamericanos arrasarían con una bomba nuclear cuarenta años después, y cuenta una historia de manipulación y amor. La manipulación corre a cargo del perverso galán, el teniente de marina Benjamin Franklin Pinkerton (cuyo nombre evoca a presidentes y detectives), que ha comprado una casa y también una geisha japonesa de quince años, llamada Cio-Cio-San (que se pronuncia chocho san, lo suena poco elegante a oídos españoles), con la que planea casarse para entretenerse, porque con quien espera unirse de verdad, cuando vuelva a su país, es con una mujer americana. El amor, por su parte, lo aporta Cio-Cio-San, también llamada Butterfly —‘mariposa’— (porque a las mariposas se las clava en un corcho para admirarlas y coleccionarlas), que se enamora del desaprensivo Pinkerton y se entrega a él en la noche de bodas, una escena cuya descripción verista habría sido muy estimulante, pero que el pudoroso Puccini nos escamotea, permitiendo solo un insulso juego de sombras detrás de un biombo. De este encuentro nace un niño, que cuidará madama Butterfly, mientras Pinkerton vuelve a los Estados Unidos y, en efecto, se casa. Al cabo de tres años, el teniente vuelve a Nagasaki, para felicidad de Cio-Cio-San, que no sabe de la bigamia de su amado ni que este ha regresado con su (otra) mujer. Al enterarse, loca de amor y devastada por la traición, la Butterfly se suicida por el acreditado método japonés de clavarse un wakizashi—una katana corta— en el pecho.
En el conflicto con la verosimilitud que mantengo desde siempre con la ópera, Madama Butterfly aporta algunas razones. Cio-Cio-San tiene quince años: quindici. Todos lo hemos oído bien, aunque no sepamos italiano. Pero quien la representa, Carmen Solís, de Badajoz —una soprano excepcional—, tienes bastantes más, muchos más, y un cuerpo que no se corresponde con el de una adolescente, ni japonesa ni española. De hecho, en las muchas ocasiones en que la protagonista, arrodillada o caída (madama Butterfly propende a expresar su entusiasmo o su dolor cayendo de hinojos o desplomándose en las tablas), y vestida con un monumental kimono, tiene que levantarse del suelo, lo hace sin ninguna agilidad adolescente y ha de ser ayudada, sutilmente, por otro intérprete. Uno se imagina a la robusta Caballé en el papel de Cio-Cio-San —aunque no hay que imaginarse: puede verse en internet— y la distancia entre el personaje y su actriz se vuelve irresoluble.
En la escena de la boda entre Cio-Cio-San y Pinkerton, los oficiantes de la ceremonia se aseguran de que él se case por su propia voluntad y ella, con el permiso de sus parientes. Durante más de un siglo, a esta distinción no se le ha otorgado más importancia que la de reflejar las condiciones en las que se casaban hombres y mujeres en Oriente (y también en Occidente). Pero me pregunto si hoy no autorizarán a algún cenutrio —o cenutria— a pedir que se modifique o suprima el pasaje, es decir, que se censure, dada la inicua desigualdad que refleja. Por no hablar del hecho de que un treintañero despose a una niña…
Madama Butterfly expone, por otra parte, una idea fundamental, pero que hoy se encuentra en peligro, amenazada por las nuevas formas de relación sentimental que está alumbrando la conciencia contemporánea (aunque espero que esta amenaza no la abata, sino que la aparte sin destruirla; que la confíe al subsuelo psíquico, desde donde pueda seguir nutriéndonos): el amor lo es todo; nada prevalece frente a él. Cio-Cio-San renuncia a su fe y se convierte al cristianismo, la religión del fraudulento Pinkerton (un tío bonzo aparece en escena en el primer acto para maldecirla por ello: será para siempre una renegada); también está dispuesta a abandonar su patria y marcharse con su marido a América; ni siquiera su hijo, que la fiel sirvienta Suzuki arroja en sus brazos para disuadirla de suicidarse, la aparta de su propósito; y, en fin, Cio-Cio-San se mata (cumpliendo así la teoría de que toda ópera cuenta la historia de tres que se aman y uno que se suicida): la vida, el magnético hecho de vivir, no basta para retenerla en un mundo sin amor. La hipérbole de esta visión es de tal magnitud que todas las inverosimilitudes de la historia o el espectáculo se disuelven en su fuerza trascendente, en su explosión sensual, en su pureza absoluta. Madama Butterfly es un canto inigualado al amor y por eso perdura, aunque yo no beba los vientos por la ópera.
[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 11 de marzo de 2023]
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