El disidente es alguien que dice no. Su no hace el mismo ruido que un nadador que nada a contracorriente o un cocinero que saca algo del aceite hirviendo. El disidente no solo discrepa: el disidente se niega a no discrepar. Su no obedece a un impulso tan sensible como cerebral: es un no recio como la caoba, lujurioso como un beso sin engaño, seguro de su razón de ser no. Su no se afirma ante el obsequioso sí y también ante una pléyade de noes indecisos: el no agnóstico, acomodaticio y cobardón, que se dice incapaz de saber si sí; el no falaz, que se escabulle de un sí vergonzante; el no agarrotado, al que le tiemblan las rodillas y se le erizan los pelillos del cogote; el no que aún no ha salido del armario, incapaz de asumir su honorable condición de no. El disidente pronuncia un no que es un no al mundo y a las criaturas del mundo, representadas por la instancia, doctrina, credo u organismo al que dice no. El disidente recuerda, con su no desembarazado, con su no sin afueras ni penumbras ni fronteras, que la vida ofrece siempre más posibilidades que las que la realidad nos pone delante. La masa, cree el disidente, no es un interlocutor válido, sino minusválido. La masa siempre dice que sí, aunque se oponga. Y ese sí nos atrapa como un pozo, nos engulle como una ameba, nos destruye, aunque parezca que nos confirme. El disidente escapa de la oscuridad del aljibe aferrándose a su debilidad: convirtiendo la flaqueza en determinación. Y derrota a la ameba diciendo solo que no: no nado en tu aguazal; no comparto tu ectoplasma; no soy otro, sino yo; no soy yo, sino todo. Su no es un sí que nos aleja de los senderos pisoteados por la grey: sí a la bifurcación, sí al error, sí a la incerteza, sí a la soledad luminosa, aunque tajante, de la que surge el no. El disidente arraiga en el no, como en un humus fecunda, para que no lo arrastre la renuncia, para que los transeúntes, adormecidos por la adhesión, y cuantos trafican con la concordia, administradores de la catalepsis, no lo sepulten en la unanimidad. El disidente cree en todo lo que no. El disidente desconfía de la razón invulnerable y los problemas sin solución. Al disidente lo entristece el vasallaje y lo estimula la subversión; es más: al disidente, insubordinarse se la pone dura. Su no contiene el latido y expulsa la mansedumbre. El disidente no se deja seducir por cantos de sirena: sabe que la armonía es narcótica y que su objetivo es encarcelarnos en el extravío. El disidente dice no para advertirnos de que aún no nos hemos sumado al concierto de la nada y de que conviene seguir disintiendo, aunque eso nos indisponga con nosotros mismos. El no del disidente llama a la indisciplina y al amor, porque la única sensatez es el disparate. El no del disidente no revela convicciones, sino incertidumbres, y eso lo salva; y a todos, porque nos redime del suplicio de las doctrinas y la inanidad de la obediencia.
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