Hoy cojo el tren a Miami, y es la primera vez que viajo en tren en los Estados Unidos. En Miami vive Orlando González Esteva, un excelente poeta cubano exiliado en la Florida desde 1965, a quien conocí en un encuentro poético en la ciudad mexicana de Villahermosa hace muchos años. En el primer desayuno que compartimos en el hotel, Orlando me dijo con una sonrisa al verme mojar el cruasán en el café con leche: "Se nota que eres español. Los españoles suelen mojar el cruasán en el café con leche". Desde ese instante supe que seríamos amigos, y así ha sido hasta hoy. Viajar en tren en los Estados Unidos es una experiencia singular. La red vigente no es tan extensa como podría pensarse por el hecho de que este país haya crecido —sobre todo hacia el Oeste— y se haya vertebrado gracias al tren, y las líneas en funcionamiento son muy caras. Esta no es una excepción: el brightline de ida y vuelta a Miami desde West Palm Beach cuesta sesenta y cuatro dólares, sesenta euros. Por comparar, el trayecto en tren de Barcelona a Tarragona, que solo es veinte kilómetros inferior, me costó hace poco ocho euros (si bien es cierto que con el descuento sénior, ¡ay!, y en un convoy de cercanías, manifiestamente incómodo; en el brightline, en cambio, todo es aeroespacial). Orlando viene a recogerme a la estación y me lleva, para reponerme del comodísimo viaje, al Versalles, uno de los locales cubanos más famosos de Miami, cuyo nombre esconde un complejo de cafetería, restaurante y pastelería, con terrazas, a donde acuden a echar la mañana (y la tarde) los miembros resistentes del exilio histórico cubano, que despotrican de Castro (ahora, Raúl; antes, Fidel), fuman habanos, lucen crucifijos al cuello y toman café en las mesas y veladores, y de donde también son clientes muchos estadounidenses, que vienen a proveerse de croquetas, buñuelos y todo tipo de dulces, de una calidad estupefaciente. Las dos pastas rellenas de guayaba y queso que me atizo yo, por consejo del experimentado Orlando, me saben a gloria; también el café con que las acompaño, cubano, claro, es decir, fuerte: los antípodas del café americano. A la salida, una señora le pregunta a Orlando si es Orlando, y él responde que sí. (Me habría sorprendido que contestara otra cosa). La señora le expresa entonces una entusiasta admiración: Orlando ha sido un reconocido cantante de música popular y hombre de radio durante muchos años, y esta señora dice que lo ha escuchado con frecuencia y devoción. Orlando le agradece el elogio y le estampa un sentido beso en la mejilla, aunque no le pide el número de teléfono. Se nota que está habituado a semejantes reconocimientos. Ah, las gratas servidumbres de la fama. A continuación, como sabe de mi interés por Juan Ramón Jiménez y su estancia de dos años y medio en Coral Gables en los años cuarenta del siglo pasado —donde empezó a escribir Espacio y concluyó dos libros magníficos: Romances de Coral Gables y Canciones de la Florida—, me lleva a enseñarme un secreto: algo que yo busqué en mi visita con Elaine hace unos meses y que no encontré. Se trata de una de las dos casas en las que vivió Juan Ramón en esta ciudad (la otra ha desaparecido, tristemente reemplazada por un banco), en el 618 de Sevilla Avenue. Nada recuerda el paso del poeta y su mujer Zenobia por el lugar, pero la casa no ha variado mucho desde que ambos la ocuparan. Ha sobrevivido un dibujo que Juan Ramón hizo de ella, y la construcción de hoy es prácticamente la misma que la de entonces. Hasta los mismos tres escalones de ladrillo de la entrada tiene. Claro que, en 1940, la vivienda estaba aislada. A su alrededor solo había árboles, los árboles siempre magníficos de la Florida, y de esa soledad y esos árboles habla a menudo el poeta. Orlando me acerca luego al único rincón de Coral Gables que recuerda al autor de Espacio, una plazoleta, cercada por el intenso tráfico del Coral Gables downtown, con tres enormes huevos de piedra en el centro. Son, pensamos Orlando y yo, los huevos de piedra de Juan Ramón Jiménez. A un lado, entre palmeras, se levanta un breve muro, también de piedra, con asientos en los que descansar y tres placas in memoriam, fechadas en 2001. En la central se menciona su paso por la casa de Alhambra Circle, la demolida, pero no la de Sevilla Avenue, que sigue en pie. En las de los lados se reproducen algunos de sus versos: "Préndeme, sol, mis espacios / de ese oro que tú sabes, / dobla en lo blanco que espera, / los pinares y los mares", del poema "Por dos yeles", y "¡Este azul de aquel azul, / alma más bella que el ámbito! / El dios azul nos azula / aquí las cosas de abajo", del poema "Este perro", ambos, claro, de Romances de Coral Gables. Sin salir de la ciudad, Orlando me acerca a un paraje excepcional: un campo de golf. Pero lo es por la arboleda que se levanta en el centro de uno de sus greens, integrada por una docena de banianos gigantescos, esos árboles que crecen al revés: las ramas, proliferantes, tienden al suelo y arraigan en él, conformando enmarañadas y multitudinarias columnas vegetales. Le ha llevado a ello el recuerdo compartido del que quizá sea el mejor poema de Romances de Coral Gables y uno de los mejores de toda la obra de Juan Ramón: "Árboles hombres", que describe un paseo por la ciudad, entre árboles, y la identificación del paseante —el poeta— con la naturaleza, representada por esos grandes seres: "(...) La soledad era eterna / y el silencio inacabable. / Me detuve como un árbol y oí hablar a los árboles. / (...) Yo no quería volver / en mí, por miedo de darles / disgusto de árbol distinto / a los árboles iguales. // Los árboles se olvidaron / de mi forma de hombre errante, / y, con mi forma olvidada, / oía hablar a los árboles. // (...) Y yo los oía hablar, / entre el nublado de nácares, / con blando rumor, de mí. / Y ¿cómo desengañarles? // ¿Cómo decirles que no, / que yo era solo el pasante, / que no me hablaran a mí? / No quería traicionarles. // Y ya muy tarde, muy tarde, / oí hablarme a los árboles". Orlando me hace reparar en el susurro del viento en las copas de los banianos, que nos rodean como ramificantes catedrales barrocas. Y, durante unos segundos, escuchamos ese pasar verde, y los árboles nos hablan a nosotros también. De la extática escucha, y de la paz que sentimos en ese túnel de verdor colosal, nos saca, de repente, alguien desde el campo de golf, montado en uno de esos ridículos carritos de los golfistas, que nos recuerda que no está permitido circular por él a quien no intente meter la bola en el agujero. Y nosotros, a todas luces, no nos encontramos en esa tesitura: miramos a lo alto, con la boca abierta, en lugar de mirar a lo bajo, con la boca cerrada, intentando acertar con la pelota, de un bastonazo, en la boca abierta pero inerte de un hoyo en el suelo. Entendemos, no obstante, la razón de la prohibición: las pelotas son como proyectiles, y, si alguna nos da en la cabeza, o en otras partes más sensibles, se podría montar un buen sainete. Nos alejamos de los majestuosos banianos que acaso inspiraran a Juan Ramón a escribir aquellos versos también majestuosos, y nos vamos al cementerio. Vivos, por fortuna. Orlando quiere enseñarme donde descansan algunos personajes célebres de la Cuba exiliada. Como Carlos Prio Socarrás, el último presidente constitucional que ha tenido la isla, depuesto por Fulgencio Batista, aquel militarote corrupto depuesto, a su vez, por Fidel Castro, el penúltimo y peor dictador cubano, al que solo pudo deponer la muerte, como a Franco. Prio está enterrado a escasa distancia de Gerardo Machado, otro militar y dictador, en los años 20 y 30 del siglo pasado, contra el que había luchado en su juventud. El destino los unió en la muerte: ambos acabaron en el exilio, en la misma ciudad, Miami, y en el mismo cementerio. Aunque Machado descansa en un nicho, en el gran columbario central, debajo del padre de uno de los grandes héroes de la televisión estadounidense de los años 50, Desiderio Arnaz, más conocido como Desi Arnaz. El inexorable azar de la muerte los reúne y revuelve a todos. (Delante del lugar de reposo eterno de don Gerardo, a mí se me escapa alguna carcajada pensando en ese azar, y en diversos accidentes de la vida de estos personajes, e inmediatamente me siento culpable por haberlas soltado: un cementerio no es el lugar adecuado para una risotada). A la salida del columbario, Orlando me señala también la tumba de Jorge Mas Canosa, un influyente político del exilio de los años 80, y el nicho de Lydia Cabrera, etnóloga y escritora cubana, investigadora de la cultura afrocubana, que murió a los 92 años, pero que, aun ciega y postrada, nunca perdió el sentido del humor. Orlando me cuenta que una vez fue a visitarla, le preguntó cómo se encontraba y ella contestó: "Ciega, pero para lo que hay que ver...". En otra ocasión, hablando con un enviado del Régimen sobre la posibilidad de publicar algo en la isla —a lo que se negó—, le encargó que le dijera al Comandante que lo que ella quería es que lo partiese un rayo. Así, talmente. Al salir del cementerio —aunque me gusta visitarlos, por lo románticos y apacibles, no puedo evitar sentirme mucho más tranquilo al salir—, vamos a comer al restaurante La Habana Vieja, un buen sitio de comida cubana, donde tardan en servirnos, pero finalmente nos traen la vaca frita que ha pedido Orlando (no la vaca entera, como yo por un momento he temido, sino el filete correspondiente; pero es que el plato se llama así) y la ropa vieja por la que he optado yo. Mi dieta de hoy, desde luego, se aleja mucho de la adecuada para el diabético que soy: a los dulces de guayaba y queso que me he asestado esta mañana, se suman el arroz, los frijoles y el plátano maduro que acompañan a la carne, más la cerveza que riega y el café —que ya viene con el azúcar puesto— que remata la comida. Esta noche cenaré una manzana. O, mejor, no cenaré, a ver si bajo el Everest de azúcar en el que debe de haberse convertido mi cuerpo. La última parada del día es la propia casa de mi amigo, donde conozco a su encantadora mujer, Mara, cuyo encanto no se ve mermado por que se esté recuperando de un accidente doméstico. Allí Orlando desenfunda algunas de las maravillas que atesora —primeras ediciones de la Segunda antolojía poética, de Juan Ramón; ¡El romancero gitano, de Federico!; y Como quien espera el alba, de Cernuda, todas ellas dedicadas a Eugenio Florit, el gran poeta cubano nacido en Barcelona, que su amigo Orlando heredó a la muerte de este, y que yo sostengo en las manos trémulas como tesoros inverosímiles— y me regala un libro de Florit, cuyo título, Tiempo y agonía (versos del hombre solo), y el de mi más reciente poemario, Hombre solo, comparten un sintagma fundamental, y varios libros suyos, entre los que se cuenta La edad de papel, publicado por las exquisitas Artes de México, que contiene una "Oda al papel higiénico". Le cuento a Orlando que yo he escrito un "Elogio del papel higiénico", aunque todavía está inédito. Y ambos convenimos en que es una nueva y regocijante convergencia de los dos, desde aquella primera del cruasán mojado en el café con leche.
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