Florida es un paraíso animal. Y no solo porque los Everglades, por ejemplo, constituyan uno de los principales refugios de reptiles del mundo, donde aligátores, cocodrilos, iguanas, lagartos y hermosas culebras de varios metros de largo corretean alegremente —amén de mamíferos muy simpáticos también, como pumas y osos—, sino porque una prolija fauna puede asomar, y hasta asaltarte, en cualquier momento de la vida cotidiana. En la urbanización donde resido, sin ir más lejos, Elaine me ha dado a conocer unos lustrosos gusanos, más parecidos a dátiles que a platelmintos, que devoran las buganvillas de su jardín (y de todos los jardines); debajo de unas figuras de cerámica que representan a dos ranitas a la puerta de su casa, suelen colarse unos sapos gruesos como granadas (de las que explotan, no de las que se comen) y no pocas culebrillas, negras y ágiles, cuya convivencia con los sapos, allí abajo, debe de ser divertida; unos lagartos con la cola enroscada se cruzan a menudo con uno o se suben por las paredes de las casas; las ardillas, que pueblan el tupido arbolado y trenzan el recinto de sus saltos nerviosos, devoran, a su vez, el alpiste que Elaine no deja de suministrar en dos comederos a los pájaros, es decir, a gorriones, palomas, pájaros carpinteros, abubillas, avutardas y un larguísimo etcétera; en los muchos estanques del lugar, las nutrias retozan en las aguas tranquilas y una amplia panoplia de seres con plumas y picos muy finos, afilados o curvos —anhingas, garzas, garzas nevadas, pelícanos, ibis, grullas, espátulas rosadas y hasta cormoranes— barren las riberas, hurgando en la hierba o el limo en busca de comida; en todas partes, en cualquier lugar, el cielo aparece punteado de rapaces que planean, listas para caer sobre cualquier cosa comestible: el águila pescadora, el busardo de hombros rojos, el búho barrado o el búho cornudo; y el otro día, pasando por el parque Okeeheelee (pronúnciese okijili, a no confundir con oh, qué gili), una sospechosa bandada de unos ánades horrorosos, con una suerte de moco colgándoles de la cabeza, como a pavos gigantescos, se nos acercó inquietantemente al atardecer, y una corneja, después, acaso para desagraviarnos del inadmisible acoso que habíamos sufrido por parte de los monstruosos palmípedos, nos estuvo siguiendo un buen rato, entre amables graznidos, como un perro abandonado, justo antes de que nos cruzáramos con dos damas, muy floridanas, que paseaban a sendos collies y que quisieron charlar con nosotros. Tanto Elaine como yo elogiamos, por supuesto, a los chuchos, que eran anaranjados y magníficos, satisfaciendo así el orgullo perruno de sus propietarias. La presencia animal en la naturaleza floridana se ha extendido, y de qué modo, al espacio doméstico. El animalismo desatado que campea en la sociedad ha contribuido a ello. Todo el mundo tiene aquí mascotas, sobre todo perros. Elaine, por ejemplo, tiene cuatro: Lupe, Pepa, Lola y Milo. Lupe, una chihuahua de catorce años, con ojos saltones, orejas de murciélago, lengua de camaleón, insuficiencia cardíaca y una pata a la virulé —encogida por la artrosis: Lupe es trípode—, requiere, por su edad, especiales cuidados. Esta mañana acompaño a Elaine al veterinario, donde han de revisarla y renovarle la medicación (que Elaine le embute implacablemente dos veces al día). El veterinario resulta ocupar un rincón de un gigantesco centro comercial para mascotas, en el que se vende todo lo imaginable para el mejor amigo del hombre (y, a juzgar por lo que veo, para todos los animales que acompañaron a Noé en el arca). Mientras Elaine espera a que Lupe salga de la clínica rinconera, yo me paseo por el almacén, una especie de Makro para animales de compañía). Me entretengo un buen rato con la sección de reptiles, que siempre, desde el Jardín del Edén, han fascinado al ser humano. Allí reconozco a un dragón barbudo y a un gecko leopardo. En las jaulas de metacrilato de ambos les han servido ya el desayuno: unos saltamontes breves como grillos, que, gracias a Dios, no saben lo que les espera. Se conoce que estos reptiles no son carroñeros ni aceptan alimentos artificiales, sino que necesitan presas vivas para subsistir. Y ahí entran en juego los desdichados grillos. El dragón barbudo da cuenta del suyo con un ataque fulminante; el gecko leopardo aún debe de estar despertándose, porque el insecto camina a poca distancia de él, aposentado en una lecho de maleza cuadrangular, sin respuesta discernible. Pero la respuesta llegará, no me cabe duda. Junto a los lagartos, veo varias serpientes del maíz (que quizá actuaran de extras en una perturbadora película de los ochenta, Los niños del maíz, basada en un relato de Stephen King, y cuya venta el centro confía en estimular anunciando que hay un "surtido" de ellas) y una coral ratonera, cuyo aspecto, con esas franjas blancas sobre fondo rojo, no es tranquilizador (también "surtidas", como las galletas). Quizá a estos ofidios les sirvan manjares más contundentes que a las lagartijas. El centro, de hecho, anuncia como reclamo publicitario: We have Arctic mice, which reptiles love! ['Tenemos ratones árticos. ¡A los reptiles les encantan!']. En el resto del vasto almacén, les echo un ojo a los peces, que me parecen anodinos. Yo esperaba encontrar una barracuda o al menos un pejesapo, pero no hay ni una triste piraña. Los acuarios solo contienen peces payasos y otras especies aburridas (como los payasos humanos, de hecho). Más allá, curioseo entre los accesorios para perros, que ocupan la mayor parte del espacio. Me llaman la atención unos collares que sueltan descargas eléctricas, que evitan que ladren o pierdan el control. En algunos, la intensidad del calambrazo puede ir de uno a veinticinco. El de veinticinco debe de ser como un electrochoque (espero que no como una silla eléctrica). Recuerdo a un amigo mío, que ha descubierto el mundo animal hace poco y está entusiasmado con sus gatos y su perro (y que incurre, ay, en la tara moral, cada vez más extendida, de situarlos al mismo nivel ontológico que el ser humano), que le ha puesto uno de esos collares a su chucho, aunque, aclara, solo lo utiliza de vez en cuando y al nivel uno, el más bajo de la electrocución. También veo un ingenioso recogecacas, que evita toda contacto con el excremento y hasta doblar el espinazo para recolectarlo. El propietario del perro se ahorra así una buena parte de la ingrata tarea que supone limpiar los zurullos de su peludo. Lupe sale por fin de su visita, con los ojos más desorbitados aún de lo que habitualmente están, y Elaine abandona la conversación que ha mantenido, mientras esperaba, con otra visitante del lugar, una joven hispana que tiene tres perros y que ahora se está planteando con su marido si tener un hijo. El día tan faunístico se completa por la tarde con nuestra asistencia al Horseware Ireland CSI 4* Grand Prix, una competición hípica internacional que forma parte del Winter Equestrian Festival y se desarrolla en el Wellington Equestrian International, dotado con un premio de 226 000 dólares. Resulta que la ciudad de Wellington es uno de las capitales hípicas del mundo, y que aquí tienen lugar carreras y concursos de saltos con la crème de la crème de los caballos y los jinetes del planeta. La entrada es gratis, pero aparcar cuesta veinte dólares. Llegamos con una hora y media de antelación, para pillar asiento, porque, si nos ajustamos al horario establecido para la competición, tendremos que verla de pie y bajo el sol floridano, que conserva genio y figura hasta la sepultura del ocaso. El asiento es en el gallinero, of course, porque la tribuna está reservada para los que pueden pagar varios cientos de dólares por la cena y la localidad. Antes de que empiece el concurso, a las siete y media de la tarde, me doy a dar una vuelta por el recinto, que, como todo en los Estados Unidos, es enorme, mientras Elaine vigila como un rottweiler nuestros dos asientos. Veo un rótulo que informa: Slow horses have right to way ['los caballos lentos tienen prioridad']. Veo también, a la entrada de los establos, las escarapelas que han ganado los caballos de las cuadras participantes. En algunos hay tantas como medallas en el pecho de los generales norcoreanos. Se conoce que los saltos internacionales son como un circo: ruedan por el mundo, cada temporada, ofreciendo su espectáculo. Pero así como los circos se instalan en descampados polvorientos de los suburbios, las competiciones hípicas lo hacen en clubes de campanillas, donde se bebe champán y se cierran negocios de millones de dólares. En el paseo, embriagado por el inconfundible olor a mierda de los caballos (que aquí parece un delicado aroma aristocrático), me cruzo con varios cochecitos de golf en los que se mueven los privilegiados y veo también a un miembro del personal, dormido en un rincón, con la cabeza completamente echada hacia atrás y la boca abierta. Hay a quien estos espectáculos le dan mucho sueño, sobre todo si llevan preparándolos, entre montones de estiércol y obligaciones como la de cepillar a los equinos doce veces al día, desde el amanecer. Regreso a nuestro lugar, pero, antes de sentarme, me atrevo a recorrer la pista de saltos, como hace mucha gente. Así se permite comprobar al vulgo que el terreno de juego no tiene trampa ni cartón, y sí mucha arena y unos obstáculos que, vistos de cerca, son mucho más altos que de lejos. Es lógico, pero uno no cae en esa cuenta hasta que se sitúa a su lado: la mayoría me llega hasta el hombro, y algunos más arriba. Junto con los espontáneos que verifican el estado de todo, recorren la pista los jinetes que saltarán, que cubren la distancia entre obstáculos a grandes pasos, midiendo los metros que los separan. Hay tantos jinetes como amazonas, y debo decir que la estampa de muchas de estas, perfilada hasta la extenuación por las ceñidas ropas de montar, resulta muy sugerente. El concurso empieza propiamente, como todo espectáculo público en este país, con la intepretación del himno nacional. Lo ejecuta a capella, con mucho sentimiento, una soprano profesional, mientras en la gigantesca pantalla que reproduce lo que sucede en la pista ondea la bandera estadounidense. Pero lo que más me llama la atención es el silencio que rodea a la interpretación. Más allá de los trémolos de la cantante, no se oye una mosca. Todo el mundo está de pie (yo también, desde luego; si me quedara sentado, me lincharían), muchos con la mano en el corazón. En España, la gente aprovecha cuando se toca el himno para ir a comprar cacahuetes, para echar la última meadita antes de que empiece el partido, o para visionar el último meme de Internet. Aquí es un momento solemne, que nadie osaría vulnerar con un chascarrillo o una desatención. Hasta los perros que acompañan a muchos asistentes (como uno con los ojos vaciados que sostiene en brazos mi vecina) se han puesto firmes. Los saltos empiezan a continuación. Participan algunos de los mejores jinetes del mundo, como un tal McLain Ward, cuarto del planeta, o Keith Farrington, 13º, que a la postre será el vencedor. No lo hace ningún español, aunque la bandera patria ondea entre las muchas que festonean la tribuna del Wellington Equestrian International. (Cuánto me habría gustado que participara Cayetano Martínez de Irujo, al que vi caerse espléndidamente en el único concurso de saltos al que he asistido en mi vida, en el Club de Polo de Barcelona, antes que a este). La imagen que dibujan los jinetes y sus monturas en el aire cuando saltan es de una elegancia sublime. Superan las vallas con una fuerza armónica y un despliegue pictórico de músculos y estiramientos. El ritmo visual es sinuoso y suntuoso. Sin embargo, cuando has visto pasar a veinticinco caballos, con sus correspondientes jinetes (hoy compiten aquí más de cuarenta), haciendo exactamente lo mismo, la cosa se hace un poco repetitiva, salvo cuando sucede algo indeseado, como que el caballo rehúse saltar. Eso pasa esta tarde cuatro o cinco veces. Por suerte, ningún jinete da con sus huesos en el suelo, aunque confieso que una buena caída resulta de lo más espectacular (no digo que yo desee que ocurra, pero...). Precisamente el competidor mejor clasificado, el amigo McLain Ward, sufre un rehúse y tiene que retirarse. La refinada monotonía del espectáculo me abisma en hondas reflexiones existenciales, y barrunto que un concurso de saltos es una metáfora de la vida: los jinetes tienen ochenta y un segundos para superar catorce obstáculos en la primera ronda. En la vida, tenemos ochenta y un años para superar los obstáculos que nos depare la suerte, que suelen ser muchos más que catorce. La diferencia, sustancial, radica en que, cuando acaban los ochenta y un segundos de la competición, hay otra ronda, mientras que, en la vida, cuando acaban los ochenta y un años, no hay más rondas: la cosa se termina absolutamente y, además, sin ganador: todos perdemos. Me saca de mis cogitaciones el último "¡ooooohhhh!" del público. El público grita "¡ooooohhhh!" cada vez que un caballo derriba un obstáculo o rehúsa saltarlo. Parece como si quisiera que todos lo saltaran todo, algo insólito en un deporte de competición. Rompe asimismo la monotonía la actuación de la última amazona, Laura Kraut (la 27ª del mundo): es la ganadora virtual (por tiempo) a falta del último obstáculo, pero lo derriba. La valla final, de las veintiuna que ha saltado en las dos rondas, marca la diferencia entre embolsarse 226 000 dólares o no hacerlo. Y ella no lo hace; los cobrará, en su lugar, Keith Farrington. Así es la vida: la amazona la ha pifiado; Keith, en cambio, es un hombre feliz. Toulayne, el caballo campeón, aportará una nueva escarapela a su cuadra y, de momento, celebra el éxito con una ración extra de pienso y siendo cepillado por decimotercera vez. Al salir, vemos un magnífico tiovivo antiguo y un puesto de adopción de perros que la organización ha instalado para estimular la compasión de tantos amantes de los animales como han concurrido aquí esta noche. Casi ha oscurecido del todo. Huele a sudor y a Chanel.
El público grita
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