Camino de San Agustín, por la autopista, vemos una montaña de basura sobrevolada por centenares de pájaros. La vía es una air patroled highway: no la vigilan por radar, sino desde el aire. A una iglesia sucede el anuncio de una atracción, y a un anuncio de una atracción sucede una iglesia. Entre unas y otros abundan los anuncios de abogados especializados en accidentes. En uno se ve a un letrado que se anuncia como excombatiente de la guerra del Golfo y que, trajeado, se arremanga un brazo musculoso junto a la leyenda: You injured? We fight! [‘¿Tú lesionado? ¡Nosotros luchamos!’]. El mensaje recuerda al inglés entrecortado de los indios de las praderas o de Robocop, pero no cabe dudar de su eficacia.
San Agustín es la ciudad más antigua del territorio continental de los Estados Unidos habitada de forma permanente, muy anterior al primer asentamiento inglés. La fundó Pedro Menéndez de Avilés, de Avilés, el 8 de septiembre de 1565, después de limpiar la región de hugonotes franceses, que se habían adelantado a la Corona española en la ocupación del lugar.
En el centro de la ciudad, una placa conmemora el linchamiento del negro Isaac Barrett en un lugar cercano el 5 de junio de 1897. Barrett fue acusado de atacar a la familia de su patrón, blanca, por supuesto. Cuando lo llevaban ante el juez, doce hombres enmascarados (y sin piedad) asaltaron la comitiva policial, se llevaron por la fuerza al preso y lo colgaron de un roble. Entre 1877 y 1950, se linchó, solo en Florida, a más de 300 personas por ser negros o judíos. En todo el país, fueron muchos miles. Curiosamente, San Agustín fue desde muy pronto un refugio, casi un santuario, para los esclavos negros que huían de los vecinos ingleses, mucho más rigurosos en el trato que los españoles: estos los acogían de buen grado y los liberaban si se convertían al catolicismo.
En las calles de San Agustín, como en las de todas las ciudades estadounidenses, abundan los indigentes y colgados de toda laya. Unos músicos callejeros se anuncian con un cartel que dice: Now accepting dirty looks and cash [‘Aceptamos que nos miren mal y dinero’]. Otro peticionario, con bandana multicolor y pertrechado de tres perros, aunque este no ofrece música, ni nada, a cambio, ha escrito en un cartón: Dropped off by aliens, need $ and tacos [‘Me han soltado los extraterrestres; necesito $ y tacos’]. (Los tacos son la comida mexicana, no insultos).
En la catedral basílica de San Agustín, un empleado, mayor y negro, recorre los pasillos pidiendo a los visitantes que la portan que se quiten la gorra. Con una sonrisa, eso sí, y solo si son hombres. Las mujeres, algunas tocadas con enormes pamelas, no reciben advertencia alguna. Elaine me moja el cuello con agua bendita al entrar. También con una sonrisa. Virtus in arduis, leo en una pared: ‘Virtud en la dificultad’; y en el reloj de sol de la fachada, Pereunt et imputantur: ‘Las horas pasan, pero se cuentan’.
En la plaza de la Constitución, subsiste uno de los escasísimos monumentos en el mundo, si no el único, que recuerda a la Constitución Española de 1812: un sencillo obelisco blanco. Florida era española —lo fue hasta 1821— cuando se aprobó la Constitución de Cádiz, y en 1813 lo celebró erigiendo el austero monolito. Pero en 1814 el infausto Fernando VII, que había vuelto al poder, mandó derribar todos aquellos aborrecibles monumentos. Las autoridades floridanas se negaron, aunque no por tanto por espíritu liberal como por espíritu ahorrador: había salido muy caro levantar el obelisco y no estaban dispuestos a dilapidar la inversión.
El castillo de San Marcos, el principal hito de la ciudad, se construyó entre 1672 y 1695. Aunque los ingleses lo atacaron varias veces, nunca lograron penetrar sus muros de coquina, un material hecho con conchas marinas machacadas. Los bombazos no la despedazan, ni siquiera la astillan: la coquina los acoge como el queso acoge al cuchillo. En el patio del castillo ondea una bandera con la cruz de Borgoña, la enseña de España hasta el reinado de Carlos III, de la que proviene la actual bandera de Florida, un aspa roja sobre fondo blanco, con el escudo del estado en el centro. También en el patio, las letrinas revelan el ingenio del constructor de la fortaleza, el arquitecto Ignacio Daza, que la diseñó de suerte que la marea llegase hasta ellas, al dulce reclamo de la luna, y las limpiase cada noche, para solaz de los soldados, pero consternación de los pescadores y los peces. En las almenas, cada hora, una partida de voluntarios reproduce el disparo de un cañón: a blast from the past, llaman al ejercicio: ‘una explosión del pasado’. Los voluntarios, todos gente de edad, visten el uniforme azul con ribetes rojos de la infantería española del siglo XVIII y el supuesto jefe de la escuadra da las órdenes en español, también supuesto: me cuesta entender lo que dice, tan deformado está por el acento del inglés floridano, aunque reconozco palabras como “cañón” o “posición” (la terminación en -ón ayuda mucho). También reconozco el “¡Viva España!” con el que concluye el ejercicio, y que todos corean, seguido de una agradecida ovación. Cuando el público ya se dispersa, un joven vestido con una camiseta que luce la bandera española, tropieza y se cae. No quiero pensar que sea una metáfora del destino del castillo o la decadencia histórica de nuestro país. Cerca de donde el joven ha tropezado, vemos un mortero de 1724 forjado en Barcelona: Petrus Ribo fecit Barcino, que no sé si es muy buen latín, pero que revela sin lugar a dudas quién y dónde lo fabricó. En el patio hay otro cañón, aún más gordo: “El Milanés”, de más de 2.000 kilos, forjado en Sevilla en 1764. Violati fulmina regis, se lee en él: ‘Rayos del rey ofendido’. Cosas así no auguraban nada bueno.
El castillo de San Marcos tenía una avanzada, a algunos kilómetros de distancia, en el río Matanzas, apropiada pero también escalofriantemente llamado Fuerte Matanzas. Es una construcción breve pero airosa, de 1740. En varias ocasiones, con unos cañonazos certeros, disuadió a los ingleses, siempre merodeadores, de remontar el río y asediar o castigar a San Agustín. Frente a la entrada del Fuerte, encontramos una playa hermosísima, de arena blanca y fina, despejada, inacabable, casi infinita, ante la que declina un océano que oscila entre lo azul y lo gris. La arena está plagada de conchas. Tres pescadores echan ahí la tarde. Una pareja se mete mano, escasamente protegida por una duna picoteada por los andarríos. Elaine y yo caminamos hasta que el sol empieza a echar el cierre. Unas nubes espesas enmascaran de púrpura el ocaso.
El Lightner Museum fue, en tiempos, el hotel Alcázar, construido por el millonario Henry Flagler, el gran benefactor de la Florida. Rezuma lujo. Contiene una extraordinaria colección de bicicletas, con draisianas, velocípedos y un tándem inglés de 1885 cuyo freno parece una manija para trenes. Hay un gabinete en teca labrada del emperador del Japón y otro, español, de 1865, con incrustaciones de carey y hueso en que se representa la toma de Granada por los Reyes Católicos.
En lo alto del faro de San Agustín, construido en 1874 con un millón de ladrillos, un hombre con orejas de soplillo le pide matrimonio a una mujer vestida de rosa por el acreditado procedimiento de ofrecerle un anillo con un diamante muy gordo. La mujer se echa a llorar, suponemos que de felicidad. Él sonríe: se conoce que ha aceptado.
Entramos en la única librería de segunda mano que hemos visto (¿que hay?) en San Agustín. Cuando le pregunto a la señora que la atiende si tiene sección de poesía, me responde que sí, pero que es muy escasa, porque la gente le pide mucha poesía y nunca da tiempo de acumular volúmenes en los estantes. Yo le digo que en mi país es al revés: en casi todos los librovejeros hay muchos libros de versos (y siempre en las baldas más inaccesibles, arriba, o más cercanas al suelo y por lo tanto más polvorientas: la disposición de una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria, decía Borges). Cuando añado que raramente encuentro en las librerías estadounidenses, ya sean de primera o de segunda mano, autores en español, salvo a Borges, Neruda y Lorca, me dice que de Borges y Neruda sí ha oído hablar, pero que a Lorca no lo conoce de nada.
San Agustín conserva también una parte del hospital militar español que hubo en la ciudad en el segundo periodo de su dominación, entre 1784 y 1821, y que visitamos de la mano de un guía local, hijo de vallisoletana, en cuyo español se mezclan el castellano heredado de su madre, el inglés que habla todos los días y el español que manejan los muchos hispanos de su vecindad. Así que, por una parte, pronuncia la c interdental, como los vallisoletanos, pero dice “populación” o “reporte”. Los instrumentos médicos que se conservan parecen más bien herramientas de la Inquisición: una sonda uretral que pone los pelos de punta, una jeringuilla de insulina que parece una picadora de carne o una sierra de amputar con la que se podría talar una encina. Pese a ello, José nos subraya, con perceptible orgullo, los avances médicos que se aplicaban en el hospital y que contribuyeron a que alcanzara una tasa de supervivencia del 70%, frente al 30-40% de los nosocomios ingleses: se usaban antisépticos, como el alcohol y el vinagre (y se hervía el agua); analgésicos, con el ácido acetilsalicílico (el principio activo de la aspirina) derivado del sauce blanco; y diversas formas de anestesia: la local, bloqueando el nervio con un martillete y un trócar, y la general, con láudano (mezclado con vino y azafrán). José nos explica, con su castellano híbrido, que el conoció a un militar gravemente herido al que habían operado con laúdano, porque no había otra cosa, y que, según le reveló, bajo los efectos del opiáceo lo vio todo en blanco y negro, padeció afasia y no sintió ningún dolor. También nos desvela que los ingleses utilizaban balas de mayor calibre y de estaño (no de hierro, como los españoles) que se fragmentaban al impactar en el cuerpo y causaban destrozos mucho peores. La necesidad de repararlos aguzó el ingenio de los galenos españoles e hizo avanzar la Medicina que practicaban.
Para enturbiar un agradable fin de semana, cometemos el error de dejarnos engatusar por los precios insólitamente módicos de un hotel de San Agustín, cuya apariencia y servicios publicitados no hacían sospechar el desastre. El lugar del cataclismo se llama Smart Stay Inn, que en castellano significa algo así como ‘lugar donde es inteligente alojarse’, pero que desmiente a cada detalle su nombre: hacerlo es ir derecho al abismo. El hotel no es solo un motel disfrazado, una de esas fondas de carretera que tan populares pero que tan cutres son en los Estados Unidos —por no hablar de su condición de refugios de psicópatas como el protagonista de Psicosis—, sino una guarida de gente avinagrada e ignorante de cuanto signifiquen atender como es debido a los huéspedes. En los Estados Unidos predomina la gente cordial y hospitalaria, pero también hay primates como los de este antro.
El Flagler College, situado delante del museo Lightner, es, como este, un antiguo hotel: el Ponce de León. Ahora es una universidad privada, una de las más prestigiosas (y caras) del estado. Lleva el nombre del empresario (cofundador de la Standard Oil Company) y filántropo que se dedicó a beneficiar a Florida, Henry Flagler, hasta el punto de que mucha gente cree que la abreviatura del nombre del estado, FL, corresponde no a este, sino a las iniciales de su apellido. Con este hotel quiso celebrar el legado hispánico de Florida. Por eso se leen, aureolando la entrada principal, algunas máximas castellanas, como “Quien quando puede no quiere, quando quiere no puede” o “No se hacen tortillas sin romper huevos” (quizá podría haber utilizado otras menos pedestres), y dentro, en la rotonda que funge de vestíbulo, impresionante por su opulencia —la única parte del edificio abierta al público—, los nombres de los conquistadores españoles que pasaron por la Florida, en busca de gloria, riquezas y la fuente de la eterna juventud, como Ponce de León, Pamphilo (sic) de Narváez o Ferdinando (sic) de Soto, además de los de algunas provincias españolas: Almería, Barcelona, Gerona, Baleares, Alicante y Castellón. Me cuesta unos segundos identificar dos de las que no había oído hablar nunca: Jaena y Murica. Para reconocer la segunda, me ayuda el escudo morado con los cuatro castillos y las siete coronas de oro que acompañan el extraño y metatético nombre. Por qué se mencionan estas provincias y no otras es algo que solo Flagler podría responder.
Cuando volvemos, se levanta en el horizonte una gigantesca columna de humo. Es un incendio forestal, uno más de los que permanentemente azotan al país, de una a otra costa.
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